CAPÍTULO 40
La de Gabriel es una mano arácnida de piel transparente, a través de la que azulean unas venas que hoy asoman grisáceas. Alma se aferra a ella; está fría y blanda como un títere sin hilos.
—¿Te encuentras bien? —silabea a su oído, pero él tiene la vista quieta al frente y no se inmuta.
«Sea paciente», le ha recomendado el doctor Ponteareas, el médico amigo de Ismael que ha examinado al niño a lo largo de tres horas. Tras finiquitar la sesión con la médium, de la que Alma ha salido cargada de interrogantes, él ha condensado su diagnóstico sin titubeos.
—A riesgo de parecerle pedante, sepa que mis dictámenes resultan infalibles. Pero además el caso es clarísimo: el niño sufre el síndrome de Marfan.
—¿A qué se refiere? —ha cuestionado ella, frunciendo el ceño.
—Una alteración del sistema conectivo que afecta, en mayor medida, a la estructura ósea, además de a los pulmones, el corazón y los ojos. Sus detalles los expuso Jean-Bernand Antoine Marfan, un colega de finales del siglo pasado, tras una historia rocambolesca, como la de cualquier investigación médica, por otra parte. ¿Le interesa conocerla? —Alma ha respondido «sí» con la cabeza—. Él había estudiado con axiomático interés a una niña cuyo desarrollo traía a mal traer a su familia, puesto que a sus cinco años los dedos de manos y pies, sus extremidades en general, habían crecido de un modo anormal convirtiéndola en el hazmerreír del vecindario. Sus averiguaciones señalaron hacia una alteración de nacimiento de dicho sistema, eso sí, carente de afectación psíquica o deterioro cognitivo, pero con evidentes trabas en su desarrollo, traducidas en una dolicostenomelia o evolución irregular de brazos y piernas. ¿Se siente usted bien?
—Un poco… abrumada. ¿Qué le sucedió a la niña? ¿Qué pronóstico tiene Gabriel?
—Falleció. ¡Por Dios, respire! Lo hizo víctima de una infección tuberculosa. El síndrome de Marfan no es mortal y deja de desarrollarse en la pubertad. ¿Sabe cómo se llamaba esa niña?
En ese punto las rodillas de Alma han empezado a temblar.
—¡Gabrielle! Fíjese, la similitud de sus nombres señalaba el camino. Su dentadura también me ha refrendado la enfermedad, puesto que Gabriel soporta los inconvenientes del exagerado arco de su paladar que ha apiñado los dientes en su crecimiento. Con una intervención mandibular mejoraría. La cirugía maxilofacial es una especialidad en auge que hace milagros. Necesita plantillas para sus pies planos y un corsé que sostenga la columna, frenando una nociva curvatura. —El médico iba paseando por la consulta que les ha prestado Costales, enumerando sus dolencias como quien relata la lista de la compra—. Debería realizarle pruebas más concienzudas para analizar las válvulas de su corazón, la radiografía practicada no es suficiente. Hay que vigilar unas arterias responsables de transportar más sangre de lo normal dada su envergadura. A primera vista diría que padece un soplo, por lo que prohibido correr y montar en bicicleta. He notado que la sequedad ocular le impide parpadear, así como cierta laxitud anímica, aunque no me atreva a determinar si es causada por el consumo de la medicación. A través de la analítica constataremos el nivel de toxicidad de su sangre. ¿Le parece que estoy siendo demasiado exhaustivo? —Sí, pero en lugar de argumentárselo, le ha provocado el llanto—. Comprendo que le embargue la emotividad, pero ni su patología es mortal ni reviste una gravedad que le impida llevar una vida normal. A mi entender, los vaivenes de estos años han sido devastadores para él. Necesita afecto y seguridad. ¿Usted puede dárselos?
Tampoco soporta esta duda y ha tenido que apelar a su fuerza de voluntad; le ha ayudado sentir un tacto firme sobre su hombro. Ismael escuchaba las explicaciones y Alma se había olvidado de su presencia. La calidez de una mano amiga reconforta la angustia, pero no levanta muros a un llanto inspirado también por su propia situación vital, porque cuesta no sentir vértigo ante el futuro. Cuando apareció en Malpaís ella era su única responsabilidad, ahora ha de asumir la de un niño con quien mantiene tenues lazos de sangre.
—Perdone mi debilidad. Cuente conmigo, doctor —responde.
Siguiendo las recomendaciones de Matilde, que además de médium se ha manifestado una atinada consejera áulica, Alma ha tratado de aparentar normalidad tras regresar a La Constante. Ese será su comportamiento hasta dilucidar cómo debe proceder. Solo durante la cena, llegados los postres, ha dejado escapar aquello que le quema en la punta de la lengua desde hace horas.
—Tía Eunice, nunca me ha hablado de cómo murió el tío Ninu.
De reojo ha contemplado cómo sus mejillas viraban del tono sonrosado al marmóreo que preconiza las malas noticias. Mirar exangüe al trozo de tarta de manzana sin hincarle el cubierto. Dilatarse los poros de un rostro que ha empezado a brillar a medida que se escurrían las gafas por la nariz.
—Me duele recordarlo, querida —replica, esforzándose en vocalizar hasta la comicidad.
—A veces alivia sacar fuera el sufrimiento. Soy el mejor ejemplo. ¿Recuerda cuando le relaté la muerte de mi madre y lo que padecí por no estar a su lado? —Aunque trate de mantenerse entera la voz se le quiebra.
Alma se ha sincerado con ella en parte. Sucedió una tarde de lluvia, al poco del regreso de su tía. Puede que las verdades resulten siempre incompletas. Sesgadas según la óptica de quien las examine. Mediadas y turbias. No existe nada objetivo, debería asumirlo a estas alturas. Es probable que incluso, desde la perspectiva de Damián, desde el prisma vehemente de un enamorado del amor, sus reproches estuvieran cargados de razón. O que la tuviera su madre porque ningún derecho humano ni divino facultaba a Alma a resistir en el mundo, en lugar de hacerlo su padre. Puede que nunca llegue a conocer la realidad de su familia porque el collage está confeccionado de tantas pruebas minúsculas que jamás lo estimará completo. Y aún encajando las piezas, no dejará de ser «su verdad» frente a la de los demás.
Aquella tarde de lluvia, el agua entibió el gélido vínculo entre ella y Eunice. Entre las dos arrastraron una butaca y su escabel al borde de la chimenea, empeñadas en contrarrestar el desabrigo de la sala grande; Alma se había sentado sobre la banqueta mientras agitaba los troncos, magnetizada por el crepitar de la lumbre. Eunice concentraba su atención en una labor de ganchillo que no avanzaba, antes de mostrar interés por la muerte de su cuñada. «¿Qué pasó con ella, querida? Joven y castigada por el destino. A Lucía solo le quedabas tú».
El lunes 18 de junio de 1945 afloró a su memoria cargado de matices. Alma inició su relato rememorando la llamada de teléfono de los médicos. Tuvo lugar al poco de abrir la farmacia, poco después de comer. «Debe personarse de inmediato en la clínica», anunciaron, imprimiendo a las palabras idéntica asepsia con la que limpiaban la habitación de su madre a diario.
De hecho, Lucía nunca abandonó del todo el sanatorio. A lo largo del año había entrado y salido de él, ajustándose al pronóstico de una paciente crónica; enferma de un mal que su hija se obcecaba en visualizar como quien examina un hígado necrosado por la hepatitis o un pulmón con la pleura hecha cisco. Pero nadie poseía la facultad de señalar el punto exacto de su organismo en el que su salud quebró. Nadie se hubiera atrevido a apuntar una zona dañada en su cerebro, en virtud a la cual desdeñara la vida e invocara a la muerte, porque esa fístula que crecía hasta reventarla por dentro anidaba en su alma.
Aquella tarde —abrasadora en Madrid, congelada en su corazón— Alma salió de la botica dejando en ella a un aprendiz cada día más listo, que no precisaba de aclaraciones para oler el drama acechando tras el auricular. Tomó un taxi y durante el camino hasta la Dehesa de la Villa no cesó de secarse el sudor de las manos en su vestido. Los médicos no habían querido revelarle nada. «¿Ha muerto?», la pregunta se enquistó entre la garganta y su lengua sin pronunciarla, torturada por el miedo que articula demasiadas cortapisas a la hora de expresarnos. Pero ella no cesaba de repetírsela en silencio.
Perdió una de las sandalias corriendo por la avenida que antecedía a la entrada y la atravesó con ella en la mano porque no atinaba a meter la correa en su hebilla.
Una enfermera asumió la responsabilidad de atenderla y le franqueó el paso a una sala de espera donde únicamente se podía desesperar. En ella hubo de prorrogar su impotencia hasta que el internista acudiera en su busca. Su rostro le delató.
—No hemos podido hacer más.
¿Qué era más? O mejor, ¿qué había sido menos? ¿Qué habían hecho ellos por una mujer que ingresó trastornada en el hospital llamado «de reposo», cargado de eufemismos, y salía de él muerta?
—¿Qué le han hecho? —gritó Alma.
—Cálmese, no le sienta bien reaccionar así —contemporizó el médico, y su amabilidad la crispó aún más—. Sufrió un primer paro cardiaco del que pudimos recuperarla…
—¡La han matado! —le gritó mientras golpeaba su pechera—. ¡Ustedes y sus potingues la han drogado durante meses!
—Serénese, señorita Gamboa. Mejor hablemos en mi despacho. —Él la arrastró lejos de la sala, pues habían entrado familiares de otros pacientes que asistían a la escena alertados.
—¡Nooo! Quiero ver a mi madre.
—Es preferible que se encuentre más sosegada.
Alma echó a correr pasillo adelante. El doctor necesitó ayuda para detenerla y, una vez confirmó que no podía negarse, se dirigieron hacia la antesala del quirófano donde aún permanecía el cadáver. Su abatimiento y el frío desató el castañeo de dientes que desintegró la fingida paz del lugar. La sábana, sus hombros desnudos, el rostro por primera vez en años con apariencia relajada. Su aspecto era tan vívido que le intimidó.
—Alma, su corazón se encontraba muy frágil.
—A causa de lo que le han medicado.
—Se equivoca, pero la entiendo. El shock tiene que metabolizarse antes de dejar paso al duelo de la pérdida. Si no la hubiéramos controlado, su madre no habría vivido junto a usted estos meses.
—Lo que ha tenido no ha sido vida.
—Ningún médico quiere ver a sus pacientes hospitalizados; ojalá no hubiese sido necesario ningún reingreso, pero sus recaídas revestían cada vez mayor gravedad.
—Váyase a la mierda. Usted y sus monsergas. Déjeme sola con ella.
Le costó llorar, presa de una rabia digna de destrozar media clínica. Su ira la hubiera arrancado de la camilla, a ella, a una Lucía deprimida, y la habría obligado a retornar de allí donde se hubiese marchado. Llevaba casi un año sintiéndose huérfana y con el cordón umbilical tal deshilado que la última hebra consistía en un inaudible suspiro. Casi un año de confesiones ahogadas porque no pudo contarle que Damián le había volteado los días y sus noches, que le hacía reír y llorar como sienten las niñas las emociones, que fabulaba con trajes de novia e hijos alrededor; que la farmacia prosperaba y sus cuentas daban para ahorrar, que se había convertido en una licenciada universitaria… Que la soledad era una punzada etérea en el costado, una hendidura torturando su corazón hasta el desmayo. No lo compartió entre otras cosas porque Alma urdió tal trama, tal blindaje alrededor de su historia de amor, que no toleró que nada se inmiscuyera en ella. Ni siquiera la agonía materna.
Le costó llorar, pero cuando lo hizo se quebró y varias enfermeras debieron de recomponerla antes de ponerla en pie.
Es obvio que no revelara a Eunice los detalles. Para ella su madre murió, como en efecto sucedió, de un ataque tan pertinaz que cuando lo daban por superado, insistió cebándose hasta fulminarla. «Como el abuelo Ventura», aclaró recordando que, después de años postrado en la silla de ruedas a la que le sentenció el accidente, tiempo en que Lucía le cuidó con sacrificio, una tarde de primavera cuando diluviaba de un modo tan atronador que no se hubiera sentido el mayor de los estertores, su hija se lo encontró muerto oteando sin ver por la ventana. Esperando, quizá, que la insoportable lluvia de Malpaís escampara de una vez.
—Yo tampoco vi morir a tu tío. —Esto es lo único que le ha sonsacado.
—Más pronto que tarde hemos de perdonarnos esas ausencias. ¿Acaso habría cambiado en algo acompañarles esos momentos?
—Si él hubiera estado conmigo, a lo mejor… —Eunice ha callado y se ha erguido resuelta—. Me marcho a mi cuarto, he cenado mucho. ¿El médico ha comentado algo de Gabriel?
—Le… le ha realizado una radiografía. Un examen rutinario —explica, esforzándose en no titubear—. Como está tan alto conviene echarle un vistazo. Luego hemos paseado. A Gabriel le gusta la ciudad, iremos más veces.
—¡Ya veo! Buenas noches.
Su tía desaparece del comedor dejando una prenda que a Alma no le ha pasado inadvertida. Por mucho que le escatime, el peso de la confidencia resulta predestinado: «Si él hubiera estado conmigo».
¿Con quién estuvo entonces Ninu en el momento de expirar?