CAPÍTULO 7

Las jambas de la puerta de La Constante se estremecen al traspasarlas. Alma las siente ondular, casi tanto como la madera a la presión de sus pies. Se mueven los cuadros, la alfombra con el rosetón central y los florones a su alrededor. Incluso cree registrar un tintineo en los cristales de la lámpara y ver oscilar las flores de los jarrones.

—¿Le sucede algo? —pregunta Refugio cuando acude a su encuentro.

—El viaje. Necesito ir a mi alcoba —logra zafarse de ella, evitando desplomarse allí mismo.

Derribada sobre el inodoro vomita restos de café agriado y llora con mayor intensidad que al haber recordado a su padre horas antes. Lo hace pensando en Damián porque sigue siendo una fractura abierta, y de vez en cuando el amor requiere puntos de sutura.

Al día siguiente de su encuentro al pie de la parada del tranvía, apareció su primera nota. Fue en la farmacia. La encontró el ayudante a quien su madre y Alma habían designado, el verano de 1942, el vértice en el ángulo de sus vidas. Por entonces era un chaval espigado y tímido que cursaba quinto de farmacia con unas notas brillantísimas, aunque apuntase bastante torpeza en las relaciones públicas. No obstante, si bien se expresaba lo justo, sí demostró gran clarividencia para identificar la dolencia y su cura con solo auscultar los ojos al cliente. A ella le recordaba remotamente a su padre. La bisagra que era el joven engrasaba las relaciones entre las dos.

El ayudante —en diciembre de 1944 licenciado con todos los honores— la había depositado sobre un estante de la rebotica, junto a una maceración de alcohol de romero. Alma leyó su nombre en el sobre y no preguntó cómo había llegado allí. Al instante dedujo que Damián la habría seguido durante su trayecto el día anterior.

Las notas se extendieron hasta las vísperas navideñas y su contenido resultó tan exhaustivo que cuando la mañana del 22 de diciembre, con los niños del sorteo de la lotería de Navidad canturreando en la radio de la trastienda, la campanilla anunció la entrada de un cliente que resultó ser él, Alma tuvo la impresión de conocerle mejor que a sí misma.

Damián se despojó del sombrero y lo aprisionó entre unas manos palpitantes. Ella terminaba de entregar un cambio y, al reconocer su metro noventa, no atinó a cerrar la máquina registradora.

—¿Me da un tubo de Okal, señorita? —pronunció muy deprisa.

—Ya le atiendo yo —se apresuró en reaccionar el ayudante, que desde que su madre estaba ingresada parecía haber espabilado.

El joven se agachó a buscar la medicina en los dispensadores y Alma aprovechó para tender la mano a Damián. Se la encontró helada.

—¿Tuvo suerte en la lotería de hoy? —preguntó de forma cortés.

—Soy el hombre más afortunado del mundo, sería injusto pedir más. Bueno sí, un café. ¿Un chocolate caliente?

—El chocolate me parece una buena idea, se lo acepto —accedió ella—. Vuelvo enseguida. ¿Te ocupas tú de todo? —ordenó al ayudante.

Alma salió del mostrador ajustándose el abrigo y el empleado quedó al otro lado, cogiendo el tubo de Okal entre las manos y con una expresión incrédula en su rostro. Desconocía ese arrebato en Alma.

La pareja degustó chocolate con picatostes en una cafetería cercana, explorándose con la mirada. Estremecidos en cada roce fortuito de sus cuerpos. Hablando atropelladamente él, abrumada ella.

—No sabes nada de mí. Ni siquiera mi apellido.

—Alma Gamboa Monteserín. No tienes hermanos. Tu padre falleció hace unos años y tu…

—¿Me has espiado? —interrumpió ella.

—¡Noooo! Los datos están al alcance para quien los busca: el número en la guía de Telefónica, tu nombre en la universidad. En cuanto vi tus libros supe que no podrías cursar otra cosa que ciencias, farmacia o medicina. Resultó una averiguación laboriosa.

—Me desconciertas. No sé si me agrada que alguien…

—¿Sepa tanto de ti? Tú lo sabes todo de mí.

Estaba en lo cierto. Los escritos que llegaban a diario, apareciendo por sorpresa bajo las puertas de la botica o de su casa, le habían desnudado, desmigajando su vida sin ambages. En tinta negra sobre cuartillas azules.

Junto a anécdotas infantiles —como esa vez en que se quedó sin aire mientras pescaba a pulmón libre y, rescatado por su abuelo, revivió de milagro; o sus numerosas caídas del caballo— y detalles familiares de poca enjundia, Damián solía reiterar, de modo insistente, que la búsqueda del amor perfecto se había convertido en su motor. «En este mundo solo existe un ser ideal, tu equivalente en valores. Lo que te aleje de él representa una pérdida de tiempo».

—Se encuentra a alguien excepcional cuando menos te lo esperas. En una parada de tranvía. En el metro. Aquí y ahora. ¿Qué opinas?

Qué iba a objetar Alma si lo que oía condensaba lo que tantas veces había presentido a través de sus lecturas. El hombre camuflado tras sus cartas, quien catalogaba el amor como el catalizador del mundo, poseía cualidades admirables: empatía, sensibilidad, emotividad… romanticismo. Su presencia no desmerecía en absoluto su elocuencia.

—No sabes cómo y cuánto te he buscado. No importa, no respondas. Ya está, ha sucedido y ni tú ni yo podemos detenerlo —continuó él y ella fue admitiendo que el divorcio entre los romances de ficción y la desértica realidad no era tan irreversible como temía—. Nace de dentro y hay que sentirlo. Simplemente sentirlo.

Damián abrazó sus manos entre las suyas. El bullicio de la cafetería los obligaba a estar muy cerca uno del otro para escucharse.

—¿Te sientes mal? —preguntó—. ¿Crees que he sido atrevido?

Su garganta era un erial. Tuvo que acopiar saliva para que fluyera alguna respuesta.

—No. Bueno, sí… ¿Por qué me dices todo esto a mí?

—Porque eres lo que persigo desde que tengo uso de razón. Es suficiente.

Al cabo de un rato de desahogo, Alma se lava la cara con jabón hasta que sus mejillas empiezan a descamarse. Después, acomodada sobre el banquillo del alféizar donde la noche anterior presenciara la espectral aparición en el jardín, va enfrentándose a otros fantasmas.

Primero arranca lo que ha escrito en el diario. Acto seguido tritura el papel azul hallado en el coche y urde con los pedazos una rudimentaria pira a la que prende fuego.

Los recuerdos no se consumen. Al contrario, abrasan dentro de ella.

Mientras se fuma un cigarrillo, el papel se deshace sobre un plato de porcelana. En un rato sus cenizas desaparecerán por el inodoro.

El 22 de diciembre de 1944, pegado a la barra de un café madrileño, Damián no cesó de hablar. Cada frase suya, iguales a las repasadas en sus cartas antes de quedarse dormida, la arropaba como lana mullida. Según él defendía su epistemología del amor, Alma descifró que ese sobrecogimiento en la boca de su estómago participaba de un sentimiento común: un rayo célere y contundente los había atravesado hasta fundirlos en una misma cosa. Sobre su cabeza pendían tantas estrellas que no supo si los astros volaban dentro o fuera de ella.

—Me gusta tu sentido de la responsabilidad… me admira cómo te desvelas por tu madre. —Acarició su barbilla y Alma se puso a flamear cual espumillón.

—Me siento muy violenta, aquí no…

Allí sí. Las tazas del grasiento mostrador fueron testigos de su primer beso. Damián la rodeó con sus brazos y Alma parecía un monigote navideño, tan sonrojada como las guirnaldas y tan refulgente como una bola de cristal.

La pareja no llegó a percatarse de las miradas de alrededor, ni del sarcasmo del camarero al entregarles la cuenta: «Menuda forma de pelar la pava estos gachís», protestó porque solo realizaron una consumición en más de una hora.

—Mi familia es muy tradicional en estas fechas, así que mañana me marcho a San Sebastián para pasarlas juntos; pero estaré anhelando regresar —aclaró Damián, ayudándole a ponerse el abrigo—. ¿Me echarás de menos?

—No podré vivir sin tus besos. Ya nunca podría hacerlo —confesó ella.

Cuando salieron del establecimiento les cayó encima la primera nevada del año. Aquella señal era la bendición del cosmos por lo que empezaban a edificar juntos. Un interminable beso eléctrico selló su despedida.

Al entrar en la botica, el ayudante la apreció tan radiante que abrió la boca y ya no pudo cerrarla durante el resto de la jornada. Ella colgó el abrigo en el perchero y, según metía los guantes en uno de los bolsillos, tropezó con un papel doblado dentro. Era azul celeste.

Llegué a ti con la casa tan llena de cosas que pensé que no hallaría hueco para acomodarte, pero lo he tirado todo. Los muebles, mis libros. La cama donde aún no has dormido. Mis trajes y los mapas.

En mi vida ya solo hay sitio para ti.

Amor. Alma. Qué hermoso es decir tu nombre.

No puede dejar de elucubrar cómo llegaría esa nota al coche. Cierto que no recuerda haberla visto al sentarse por la mañana, pero quizá estaba ahí. En el asiento. O quizá la guardara en el abrigo junto a la que había arrojado al charco —de hecho recuerda que el día en que la escribió ensayó su caligrafía antes de darla por buena—. Quizá alguien, hombre o mujer con pulsiones semejantes a las suyas, pero a quien no ha visto jamás, la habría redactado y se ocultaba en alguno de los libros que compró en La Puerta del Cielo. ¿Por qué no confiar en que los seres humanos sean tan semejantes como para que dos personas se expresen de igual forma sin conocerse? En todo caso, nada de lo que sucede escapa a la ley de la lógica, aunque esta no siempre resulte fácil de discernir.

Cierto que le asaltan otras dudas. Por ejemplo, la rara aparición y desaparición del retrato femenino en la biblioteca, de lo que termina responsabilizando a Refugio en virtud a sus favoritismos hacia algunos miembros de la familia. En cuanto a la mujer de la librería, la considera una perturbada.

—¿Podrían prepararme un caldo, Refugio? —solicita al reunir fuerzas y acercarse a la cocina a última hora de la tarde—. No tengo hambre y sí bastante frío.

—Le advertí que no debía salir —le reprende la criada—. El invierno en Malpaís es criminal. Enferma a los niños y acaba con los viejos.

—No soy ni una cosa ni otra.

—Pues mírese la cara, no parece muy saludable ¿Ha visto la carta? Se la he dejado en la mesa de té del salón.

—¿Para mí?

—Se la manda su tía Eunice.

El matasellos está fechado el 15 de enero y el franqueo corresponde a Ginebra: ha tardado justo una semana en llegar a La Constante. De escueta extensión, en ella su tía se excusa otra vez por no haber estado presente a su llegada y aquí sí explica que su viaje había sido planificado con mucha antelación y que cancelar determinadas citas hubiera acarreado «enormes molestias a personas de gran prestigio». No alude explícitamente a las visitas médicas, pero Alma da por hecho que se refiere a ellas. Menciona al niño de pasada —«… tal y como te habrán contado, tu primo Gabriel es de salud frágil y tratamos de ayudarle como podemos. Ojalá Dios quiera que este viaje nos muestre el camino…»—. Y pone un límite a su permanencia en la casa. —«Espero que la habitación elegida sea de tu agrado. He pensado que preferirías el ala sur por ser más discreta y silenciosa, antes que cualquier otro cuarto de la fachada principal. Sigue en La Constante cuanto precises, aunque no te engaño: has aparecido en la peor época. Pero ya habrá tiempo de que regreses más adelante».

Las únicas palabras que merecen una relectura son las que le pellizcan el corazón:

Solo con que seas la mitad de buena que tu madre cuenta con mi cariño. Adoré a Lucía nada más conocerla. Fue una hija encomiable, abnegada, trabajadora y sacrificada por sus padres hasta su último día. Una hermana cómplice y cariñosa. Una esposa amantísima, que a ti te quiso lo indecible. La joven más risueña de Malpaís. Me faltan adjetivos para describirla y más aún para compartirte el dolor que me ha causado su pérdida.

A pesar de nuestra diferencia de edad, fue la mejor cuñada que pude soñar. No he dejado de pensarla ni un día de mi vida.

Termina su misiva anunciando su regreso a finales de febrero. Por qué su tía Eunice ha decidido escribirle en lugar de marcar el teléfono y conversar le desconcierta.

—¿Dónde murió mi tío Fabián, Refugio?

Alma mantiene la carta sobre sus rodillas y entre sus manos la obra de Agatha Christie que ha empezado a leer.

La criada acaba de aparecer con un tazón de humeante caldo y según le acerca una mesita de apoyo, se vuelca parte del líquido.

—Me distrae —protesta—. Ya lo sabe: se despeñó por un barranco. ¿Su madre no le hablaba de su familia?

—Sí, pero poco. Supongo que se me han olvidado los detalles.

—Un accidente de tráfico tan malo como todos. Los Monteserín y los coches no se llevan bien.

—¿Pero dónde?

—No me acuerdo.

—Fue en la curva de Providencia, ¿verdad? Al final de la subida, ahí donde la carretera hace una uve cerrada y si no estás pendiente caes al vacío.

Refugio cambia la carta por una servilleta. No querrá confirmárselo, pero Alma sabe que está en lo cierto.

—El señorito Fabián no era el vividor que todos creían —dice Refugio—. Era tierno y sensible. Buscaba ser libre y lo logró a su manera.

—¿Se quitó la vida?

—¿Cómo puede pensar esa locura? Nadie en su sano juicio hace eso. A él le sorbieron la suya, que es distinto. ¿Sabe, señorita? —Refugio tiene los ojos húmedos y la boca seca—. Entre los vivos hay muertos que se alimentan de nosotros.

—¡¿Está hablando de vampiros?! No sea ridícula —exclama, echándose a reír.

—¡No! Hablo de gente de carne y hueso, como usted y como yo, que respira nuestro aire. Pero que sorbe el alma de los otros. Como usted el caldo. Y mientras unos se arruinan, ellos crecen y crecen.

Al notarla tan locuaz tiene que morderse la lengua para no preguntarle por el retrato de la noche anterior, porque cree que solo obtendría evasivas. En el fondo, le hacen gracia sus supercherías.

—¿Se le antoja algo más?

—Sí. Que no se enfade conmigo, mujer. Es natural que trate de saber cosas de mi familia. Las buenas y las malas. Soy fuerte, a mis años he sufrido. Puedo encajarlas todas.

La criada deposita el tazón en la bandeja y con una inflexión de cabeza se marcha. Pero a mitad de la escalera vuelve hacia atrás.

—El pasado de su familia tiene algunas cosas muy feas. Yo que usted no husmearía en ellas.