CAPÍTULO 42
—Su atuendo no es apropiado. El camino está cubierto de matojos; hay zarzamoras y ortigas. Se va a brear las piernas —repara Ismael.
Alma ha dejado oculto el Citroën a la entrada de Providencia y acaba de subirse en el vehículo del ingeniero. Está punto de descubrir el acceso secreto y se siente tan excitada que poco importa pincharse las pantorrillas. Viste una blusa y una falda heredadas de Eunice que ha ajustado a sus medidas, porque cuenta con escaso vestuario en La Constante y debe perder complejos y reparos, aceptando lo que cae en sus manos. Calza zapatillas, y, al hombro, un macuto con víveres. Hoy apenas se ha mirado al espejo, de lo contrario se lamentaría de no haberse recortado aún su melena, pero esos ojos de matices imposibles compensan los remiendos del resto. Es probable que no se aprecie hermosa, sin embargo lo está.
La piel obligada a mudar en su huida se cae a jirones paso a paso. Nunca volverá a ser la misma. Pero qué bendición.
Cuando estaba por enfilar la vía de gravilla a la salida de la cochera, Eunice se ha interesado por su propósito de desaparecer un sábado a esas horas. La imaginaba trasteando por la casa y al encontrársela se ha llevado un susto. Resuelta, Alma ha improvisado cuánto le reanima conducir por los parajes que bordean la finca.
—No parece seguro para una mujer. Es más, no me parece bien que lo hagas; aunque temo que eres una causa perdida.
—No hay nada malo en manejar un coche.
—Por lo menos podrías ir con Víctor. ¿O acaso ya no te agrada el maestro?
—¿Por qué dice eso? Mañana hemos planeado comer en la ciudad e ir al cine. Me llevaré a Gabriel, no le molesta, ¿verdad?
La sombra de la satisfacción ha traspasado los cristales de sus lentes.
—¡Claro que no, querida! Hacéis tan buena pareja.
Con todo el fingimiento del que ha podido hacer acopio, ha salido del coche para declarar en un tono emocionado:
—Puesto que carezco de madre, a usted, tía, la considero mi apoyo. Por ello quiero que sepa que las intenciones de Víctor son serias y me ha pedido…
—¿En matrimonio? —Eunice se ha puesto a palmear como un escolar.
—Bueno, no exactamente…
—¡Estúpido! —se le ha escapado por lo bajini.
—Víctor posee un sueño que está a punto de hacer realidad… Quizá me estoy anticipando, pero… Entiendo que le gustará conocer que me ha propuesto… —Ha bajado la barbilla fingiendo timidez, sin arrancarse de la mente la conversación que su tía sostuvo a tres bandas en el despacho del abuelo y a cuya conclusión Alma asistió escondida.
Los gestos de Eunice le aclaran mucho. De hecho, no se ha sorprendido al contarle el proyecto de Víctor, lo que sugiere que lo conocía, y sí ha saboreado la noticia, en cuyo caso no es descabellado suponer que detrás del colegio se trasluzca su maquinación para quitársela de encima. «No los ataque. Sea sibilina —le recomendó Matilde—. Aunque recelo de su seguridad». No hay motivos, porque conocer sus intenciones la robustece.
—¿Y qué has decidido, querida? —ha inquirido Eunice.
Alma le ha tomado las manos y ha vuelto a mentir sin ambages.
—Voy a decirle que sí. Aunque eso me obligue a separarme de usted.
La mujer ha despegado los labios dejando entrever una línea de carmín a lo largo de los incisivos. Después se han fundido en un abrazo tan falso como los propósitos de Alma.
El catalizador de este diálogo debe situarse en otro anterior, telefónico, mantenido con Víctor nada más concluir el desayuno.
—Ayer te noté huidiza.
—Te aseguro que no.
—¿Te apetece que vayamos hoy al cine?
—Nos obligaría a regresar tarde y la carretera de la playa me impone.
—Podrías quedarte en El Norte.
—¿En casa de tu patrona?
—En la de un amigo que…
—Por favor, Víctor. Me ofende lo que insinúas.
—Entonces acudiré a merendar a La Constante.
Alma ha temido que su plan de colarse en Providencia pudiera frustrarse y ha ingeniado algo con notable eficacia, aunque sin medir las consecuencias.
—¿Y si mañana pasamos el día en la ciudad? Me podrías enseñar la finca para el colegio.
La propuesta implica su anuencia al proyecto del maestro. El tiempo se agota y los plazos para tomar medidas se precipitan como fichas de dominó en caída loca.
Ismael aparca su vehículo al amparo de unos avellanos, después de surcar un rosario de caminos arcillosos desviados de la carretera principal. En algún momento parecía que se estuvieran acercando a la aldea, pero tomaban un desvío, bordeaban la cerca de una pequeña huerta, veían vacas y bueyes a lo lejos, y asomaban en otro punto del mapa comarcal.
—¿Seguro que sabe volver?
—¿Desconfía de mí, Alma?
—Mi olfato me advierte que no me he equivocado con usted. Otra cosa es que su brújula funcione.
—Cuando se han recorrido estos trayectos tantas veces, sus diferencias hacen que sea imposible confundirlos.
Esto explicaría que María Nieves pudiera moverse con acierto en ellos también. Ismael le ha reconocido que desde allí se accede a los terrenos de La Constante sin necesidad de adentrarse por los portones.
El sol avanza en dirección al mediodía y sus rayos se derraman sobre las verdes laderas. Mayo ha incardinado Malpaís en un edén.
Ismael le ofrece un trago de agua de una cantimplora y ella ha compartido un emparedado de lomo, como una niña a punto de localizar un tesoro. Celebra que él capitanee la marcha, eliminando la maleza de los márgenes del camino. Alma admira su espalda, enfundada en un suéter viejo, y se dice que cualquiera podría encontrarse protegida con él.
Después de una caminata entre saúcos, camelias, celindas, mahonias, lilos todavía en flor… tras bregar contra ramas y flores de aromas y colores ilimitados, en sempiterna subida, desembocan en la cortada que antecede a la planicie donde languidece la mansión. Una puerta que se abre con mirarla permite el acceso: solo han tenido que zarandearla, dejándola entornada, para adentrarse en Providencia. La primera ojeada les descubre un tremedal de piedras inconexas, como las palabras de un tarado de discurso incoherente. Puede que cada una posea sentido contemplada en su unidad, pero juntas son la viva imagen del caos. La otra cara de Providencia no solo retrata un mayor desorden, sino una intensa desolación. Desde esta perspectiva, el abandono se acentúa y parece imposible que alguien habite allí; sin embargo, Ismael le muestra atisbos de vida.
—¿Ve aquella ventana abierta? Alguna vez he visto movimiento tras de ella.
—¿Quién podría morar aquí?
Cierto, porque su derrumbe se contagia al plano emocional. Es como si se presintiera la tristeza y la idea de permanecer más tiempo del necesario para echar un vistazo fuese descabellada. Por eso Alma sospecha que María Nieves no reside allí, aunque una telúrica atracción hacia el mausoleo que construyó Cécile le llevara a prorrogar su agonía, traducida en unas cuantas ventanas abiertas; en el único cortinaje que sobrevivió a las llamas o en la ampelopsis de hojas recién brotadas, cuyas ramificaciones se cuelan entre las piedras y las maquillan de verde. Nadie quisiera enterrarse en vida en un cementerio. Eso es Providencia.
La pareja queda varada en medio de una explanada que parece un campo de hockey, plantado a propósito. Situada a la altura de la casa se da cuenta de su magnificencia, puesto que Alma solo la había contemplado en la distancia y desde distinta elevación. En su trazado se pueden reconocer las cuatro torres que definían los límites de la construcción, así como las diferencias entre las fachadas. La que se alza frente a ellos mantiene en pie algunos muros, a través de los cuales asoman ventanas de razonable tamaño, así como unas puertas, pero en ningún caso se aprecia lo que podría ser el suntuoso pórtico frontal. A un lado de la casa, junto a una obra bastante modesta que deduce pertenecería a los cuidadores, se distingue una huerta abandonada, aunque en Malpaís las plantas prosperan sin precisar atenciones.
—¿Se anima a entrar? —pregunta Ismael.
—Hemos venido para ello.
—Ya he podido comprobar que es usted una mujer valiente.
—¿Valiente? ¿Eso le parezco?
—Por supuesto. ¿Duda?
—No pensé que la intrepidez fuese una de mis virtudes. Tampoco soy una miedica, pero…
—Recorra su pasado y valórese en justicia. Por lo menos hasta donde yo sé, ha sido una hija única que se ha rebelado a criarse entre algodones. Ha cursado una carrera universitaria y la ha ejercido antes de su llegada aquí, viviendo de su trabajo sin esperar a que un hombre la mantuviese. Una mujer sola e independiente que se enfrenta al pasado oscuro de su familia, careciendo de apoyo.
—Lo ha dicho: sola.
—La soledad es un arma extraordinaria si el ser humano la doblega a sus objetivos. Ninguna mujer sola es débil.
—¿Y si la soledad resulta impuesta?
—Cuando eso sucede es durante un plazo, pero luego se resuelve a su favor. La mujer sola decide siempre cuando dejar de estarlo.
—Si fuera tan provechoso, ¿por qué la sociedad nos aboca al matrimonio?
—Costumbre, tradición… Pero no por ello la inercia tiene razón. —Ismael ha empezado a andar—. Además, la mujer sola siempre resulta más atractiva.
—¡Es un prejuicioso! —suelta, golpeándole con simpatía el brazo—. De hecho, usted se casó, así que no sé si creerle.
—Sí, con una fascinante mujer «sola» a quien el matrimonio le daba repelús. No lo hubiera hecho con una de esas señoritas preparadas desde su nacimiento para desposarse. Ella… ella era distinta…
La sombra de la añoranza ha planeado sobre ellos, cubriendo el sol. Por un segundo Alma ha levantado la cabeza sospechando de la aparición de algunas nubes, mas no ha distinguido ninguna. Pero ya no se hace preguntas. En Malpaís las cosas fluyen porque sí. Algunas se ajustan a la lógica, al nudo racional que impulsa el cosmos, y otras no. Sin más.
Es la Ley del Caos Ordenado.
El centro de Providencia es un espacio sin techar, solado en un irreconocible mármol y convertido en encrucijada hacia otras estancias, muy deterioradas. Se adentran en él, tanteando donde pisan y evitando el esqueleto de una escalera anchísima que se curva ante sus ojos, pero muere camino del cielo porque la planta superior ha desaparecido. Alma acaricia el pasamanos carcomido de lo que sería una madera exquisita, encajado sobre los hierros de su balaustrada. Apiñados contra lo que queda de una pared, divisa una masa de escombros formada por calcinados muebles y piezas de ornamentación sin asas ni adornos. Las vigas saltan ante ellos en líneas transversales, envueltas en brazos de hiedra colgantes como lianas. De entre las juntas del suelo, por recovecos en la mampostería, emergen especies vegetales de lo más variopintas. Providencia ha degenerado en una mezcla de vegetación y arquitectura, una luchando por crecer, la otra dando sus últimos estertores.
—Qué destrozo tan grande —musita Alma.
—Sí, debió de ser majestuoso este lugar. ¿Perteneció a su familia, entonces?
—Lo mandó construir mi tío Ventura como regalo a su mujer. —Es consciente de que él conoce solo una parte de la historia. Pero no ve necesario profundizar más.
Una docena de pájaros baten sus alas y la repercusión del eco lleva a pensar en bandadas dentro de ese espacio vacío. Aquí los restos de una alfombra, allá muelles escupidos por un destripado tresillo, más lejos telas mohosas y trituradas vajillas que crujen bajo sus pies. Alma se agacha para rescatar un plato incompleto: elaborado en blanca porcelana y con una orla dorada donde se entrelazan las letras V y C, le hace suponer que sería uno de conmemorativos de la boda de su tío Ventura. Sobre las paredes, las zonas vírgenes de humo dejan entrever colores diferentes bajo ellas, algunos de gran viveza, lo que le hace concluir que Cécile habría impuesto su gusto criollo a la sobria decoración de la zona.
Durante su inspección, Alma se resiente del sol cayendo en perpendicular sobre su coronilla y decide airearse en el porche, dueño de unas columnas tan grandiosas como aparentaban desde la lejanía. Cuenta hasta una veintena. «Parece una fotografía del Partenón», se dice encendiendo un cigarrillo, recostada sobre la más cercana. Su primera intención de ofrecer otro pitillo a Ismael queda en el aire al darse cuenta de que ha desaparecido tras una de las arcadas que anticipan la entrada a los salones.
Desde la posición en que está situada, qué fácil resulta imaginarse el esplendor de la mansión; no precisaría de ninguna regresión de mister Wasserman. Sería sencillo transformarse en una despreocupada dama de los años veinte y degustar champán mientras los hombres deambulan alrededor. Como si lo hubiese visitado en otro tiempo, sitúa una orquesta a su derecha y detrás los coches, en la llanura cuyo trazado rodea el terreno en dirección a la entrada. Camareros de frac, doncellas de inmaculados guantes resaltando en su piel morena; centros florales sobre las mesas que espolvorean de color el jardín a la espera de la cena. Aromas de nardo se expanden en torno a Alma.
—¿Qué aspecto tenía la mujer de su tío? —Ismael lo ha repetido varias veces, no porque ella no lo oiga, sino porque no le apetece tomar el camino que él le ofrece—. ¿Sabe usted si se caracterizaba por una larga melena?
Un escalofrío circula por su espalda. Alma cruza el vestíbulo y se introduce en el lugar desde donde llega su voz.
Una bofetada de sorpresa la paraliza al toparse con un área cubierta, salvo una esquina en la cual se vislumbra un ramalazo de luz natural. El resto del salón conserva el andamiaje del tejado, aunque se hayan desprendido la escayola y el yeso. Juzga imposible adivinar el color original de la tela que cubre las paredes, ahora de un gris parduzco. En cualquier caso, este revestimiento resulta anómalo comparado con la pintura de las demás. Hay bastantes muebles, la mayoría maltrechos, pero distribuidos por ambientes dando una idea de cuál habría sido la apariencia de la sala en su esplendor; las puertas, arrancadas de sus goznes, reposan bajo una ventana sin cristales.
Ismael, de espaldas a la entrada, examina absorto un cuadro. Ella lo conoce tan al detalle que lo describiría con los ojos cerrados. Qué emoción contemplarlo con esa viveza y en un tamaño tan grande. La melena rojiza se inyecta de matices dorados y la piel resplandece bajo el magistral efecto del pincel.
—Le presento a Cécile —enfatiza Alma.
—Fascinante —silabea él sin volverse—. Debió de ser…
—Muy seductora, sí.
—¡Oh! Es mucho más que eso —replica, dando un paso atrás—. Estoy acostumbrado a disfrutar del arte, pero este retrato…
El óleo reproduce la fotografía incluida en La rosa amarilla, aunque matizada: el fondo asemeja un paisaje nuboso; la tela del traje, que en la foto adquiere un tono claro, aquí es dorada y el color de su piel más oscuro; en el cabello se diseminan flores minúsculas engarzadas en él. Parece razonable que las imágenes hubieran sido pruebas de luz cuando Cécile posaba para este retrato, lo que debió de suceder en Cuba, de modo que el cuadro cruzó el Atlántico junto a los otros bienes a los que alude Fabián en sus páginas.
—… tiene vida. Observe sus ojos —invita Ismael, tomándola de la mano—. Mírelos aquí. Y ahora… ¡aquí! ¿No le parece que le están siguiendo?
Es tanta la exaltación de encontrarse con Cécile que asentiría a todo. Impresiona su realismo, su detalle, la profundidad de una mirada con la cual temblarían tanto hombres como mujeres. Da la sensación de que está a punto de sacudir su pecho, haciendo crujir la seda del vestido y perdiendo parte de las flores de sus mechones, decidida a abandonar el cuadro porque nadie como ella puede permanecer congelada una eternidad.
—¡Alma! Eso es.
—¿Qué quiere?
—No. Digo sí. La mujer del cuadro posee alma… de eso se trata. Está viva. No hay mayor elogio para un artista que capturar el espíritu de su retratado. ¿Quién lo hizo? —pregunta, acercándose para ver la firma. La parte baja del lienzo muestra el pernicioso efecto del incendio sobre él, pero el rostro y el torso resplandecen—. ¡Diantres, está ilegible! No he visto nada más hermoso jamás. Por favor, hábleme de Cécile.
Un susurro de antiguas pisadas los envuelve, obligándolos a mirar en derredor. Pero no detectan nada, aparte de la ruina circundante. Su risa, unas velas titubeando, el aura dejada por los besos tenaces, lo clandestino de un amor con tildes de catástrofe impregnan una destrucción que fagocita a quien se acerca a ella, aunque no dejan de ser más que recuerdos solo percibidos por los más sensibles.
—Hábleme de Cécile. —Ismael insiste en conocer detalles y Alma teme ofrecerlos sin saber por qué, pues en nada afectaría su amistad ni el juicio hacia ella. Lleva tantas semanas escamoteando datos a unos y otros que ya ignora con quién conviene compartirlos—. ¿Cómo era?
Ella observa de reojo al ingeniero: el pelo recién domado por sus manos, la barba clareando a través de la mandíbula, tensados los músculos y subyugada su admiración a la mujer del cuadro. Y como quien se lanza al agua helada desde un trampolín, lo suelta todo.
—Era cubana, se casó con el mayor de mis tíos pero se enamoró del pequeño y mantuvieron un romance tan secreto como convulso, que se truncó a la muerte de él. Fabián se llamaba. Y escribió una novela contando la historia. ¿Ve esas flores? Deduzco que sería su color favorito porque la tituló La rosa amarilla. ¿Me escucha? —La vista de Ismael se ha desviado a un punto por encima de su hombro—. ¿Se encuentra bien?
—¿Quién demonios es usted? —le oye decir.