CAPÍTULO 46
Cómo le ha afectado el desenlace de La rosa amarilla; confirmar que Fabián se suicidó, a pesar de barruntarlo, supone un golpe, mayor aún al no poder confrontarlo con nadie. Se siente depositaria de una última voluntad e ignora la forma de administrarla. Solo la alivia la idea de compartirla con Ismael Velarde y la posibilidad de hablar con Julio. Lleva semanas sin hacerlo y es lo primero que cumple tras aparecer en la ciudad.
Él, visiblemente molesto, le ha notificado el nacimiento de Julito, su hijo, lamentando que su «madrina» no le hubiese conocido aún.
—¿Qué has encontrado ahí, Alma?
—Todavía no lo sé, pero estoy a punto de averiguarlo.
—Sabes que siempre puedes contar conmigo.
—Lo sé, Julio. Os quiero mucho, a ti y a Luisi. ¡Y a mi ahijado! Aquí hay otro niño… está enfermo, pero no sabes qué fuerte es. Se llama Gabriel.
—Vaya, ¿te has convertido en una samaritana? ¿Has terminado adoptando al primero que se te cruza por delante?
—¡Bobo, te adopté a ti! ¿Estás menos enfadado? Di que sí.
—¡Bah! He seleccionado a un ayudante en la farmacia que es un lince. Y las cuentas van bien. Las vigilo a diario.
—Ponte un sueldo. Te nombro mi administrador en jefe.
—Déjate de historias. Por cierto, hace un par de semanas llegó una mujer y dejó una caja de caudales en la botica.
Alma congela el tiempo unos segundos antes de indagar más.
—¿Cómo?
—Sí, preguntó por ti. Dijo que te conocía. Me contó que se había jubilado de su trabajo en Correos, por lo que carecía de despacho donde guardarla, y que te hacía entrega de ella. ¿Qué líos te traes, Alma?
El viento de una tarde de septiembre le agita el ánimo dentro de una simple cabina telefónica. La contundencia de los recuerdos vuelve a silenciarla.
El día en que Alma regresó de sus vacaciones con Julio y la casa abrasaba por un fogón encendido a destiempo, ella terminó rebuscando algo entre las cenizas que pudiera explicar el impulso de su madre. Hoy descifra que dos hermanos de una misma familia decidieron quitarse la vida, lo que no puede ser casual, pero entonces estaba lejos de sospecharlo. De entre las brasas salvó un sobre con el siguiente destino: apartado de correos 612, sin remite. El número coincidía con el de la llave que se le había caído a su madre en la bañera.
A partir de ahí irrumpió la locomotora de la enfermedad materna, que la embistió sin contemplaciones, junto a los mil trámites que debió encarar y que le hicieron postergar el asunto hasta la tarde en que atravesó la neurálgica plaza de Cibeles.
Una vez identificó la taquilla, inspeccionó su interior, aunque la halló vacía. La decepción trajo a su memoria las muchas veces que había interrogado a su madre acerca de la llave con igual respuesta: el vacío.
Lucía nunca llegó a revelarle por qué la agarraba ese día o si el objeto había sido el desencadenante de su sufrimiento. ¿Qué tenía que ver ella con el apartado postal? Su intuición le decía que había pertenecido a su padre, y lo empleaba para gestiones espinosas, porque durante una época adquirir sustancias químicas, además de comprometido, no era fácil. Su madre se habría sentido engañada al dar con la llave, sin reflexionar más.
Alma dedujo que no había motivo para conservarlo, así que pidió ver a un encargado. Mientras esperaba al funcionario se le acercó una mujer.
—Disculpe, me han informado de que quiere liberar el apartado 612. ¿Es usted familia de don Carlos Gamboa?
Hacía mucho que nadie preguntaba por su padre. Examinó a la mujer, curiosa: era fuerte, de pelo corto y más baja que ella. Su cutis brillaba extrañando el uso de polvos compactos.
—Soy su hija. ¿Sucede algo?
—¿Alma?
—¿Me conoce? —inquirió, entre sorprendida e intrigada.
—Su padre me habló de usted. No he olvidado su nombre.
—Mi padre ha muerto.
—Siempre lo sospeché —reconoció ella—. Dejó de venir, y en guerra una ausencia prolongada significaba lo peor.
—Disculpe pero no… no alcanzo a… ¿Eran ustedes amigos?
—¡Oh, no! No, lo que se entiende por… amigos —explicó, sonrojándose—. No deseo importunarla, pero me comprometí a algo y lleva corroyéndome demasiado tiempo. ¿Dispone de unos minutos?
Aceptó acompañarla, siguiéndola por los marmóreos suelos del Palacio de Correos. Entraron en un ascensor y subieron un par de plantas.
—Antes atendía al público —aclaró, entrando en su despacho—. Ahora asumo otras responsabilidades. ¿Quiere tomar asiento?
Ella eligió una silla de las dos que se situaban al otro lado de su escritorio. La giró para observarla de frente.
—Conocí casualmente a su padre. Venía una o dos veces por semana. Dejaba cartas, tramitaba certificados, pedidos… y abría su apartado de correos. ¿Nunca se ha sentido tentada a desahogarse con alguien a quien no conoce o incluso a quien sabe que no volverá a ver en su vida?
—No, soy bastante reservada.
—Pues eso le sucedió a su padre. Entablaba charlas con una funcionaria de correos, al principio insustanciales, donde fue devanando sus inquietudes o lo que le pasaba por la cabeza.
—¿Me está diciendo que mi padre se sinceraba con usted? ¿Que le contaba intimidades… de él, de mi madre… de mí? Inaudito. No la creo. Ese no era mi padre.
—Por favor, no le juzgue mal. Los padres son hombres. Los maridos son hombres. Los hijos son hombres. Todo individuo tiene derecho a guardar parcelas secretas, siempre y cuando no hiera a los suyos.
—¿Fueron amantes? —preguntó, crispada—. ¿Era eso, no? Mi padre y usted estuvieron juntos. ¡¿Y busca mi perdón?!
—¡Por Dios! ¿Cómo se le ocurre? ¡Noooo! Además, era un hombre casado. Él me hablaba de… su esposa, de su hija…
Era imposible que se entendieran, igual que dos aviones compartiendo ruta en distinto plano cuyas estelas ni se adivinan. La mujer abrió un archivador y extrajo una caja metálica del tamaño de un libro.
—Esta caja era de su padre y no dispongo del modo de abrirla —despejó, arrastrándola por el rayado nogal de la mesa—. No me dio su llave, pero le traslado lo que él me dijo: no le resultaba fácil esconderla. Sé lo que estará pensando ya que también lo masqué yo: ¿por qué no podía guardarla su madre? Lo siento, lo ignoro. Tendrá que descifrarlo usted.
—¿Qué más cosas le contó?
—¡Qué sé yo! Pues hablaba de sus dificultades en el día a día, de sus frustraciones, sueños truncados… Todo lo que ocultamos a nuestros seres queridos para que nos crean más fuertes de lo que somos. A veces nos tomábamos un café. A su padre le encantaba con leche condensada, pero resultaba difícil encontrarla en las cafeterías de alrededor. La mayoría de las veces solo hablábamos, en mitad de este ruidoso edificio.
Alma se levantó y, sin decir palabra, salió del despacho presa de un llanto mudo. Apresurando el paso a lo largo del pasillo.
—¿No piensa llevársela? —preguntó la mujer desde el umbral.
—¡No! —gritó sin volver la cabeza—. Por mí puede deshacerse de ella.
—¿Qué quieres que haga? —inquiere Julio, trayéndola de nuevo al presente—. ¿Te la envío? Sale un camión con medicinas para la zona esta misma tarde, ¿quieres que se la lleven y la dejan donde tú digas?
—Sí —pide ella de repente.
Algo le sugiere que esa caja es el cordón que la une a su padre y por cabezonería lo rechazó aquella tarde. Busca la tarjeta de Ismael Velarde en su bolso y le dicta la dirección. No se lo ha consultado al ingeniero, pero está segura de que no le importará administrar este recado.
—Te llamo pronto, Julio. Mil gracias.
—Eso dijiste la última vez.
—Cumpliré. Besa a mi ahijado mientras yo no pueda.
En los alrededores de la plaza Mayor, y tras personarse en el banco a fin de verificar sus finanzas, ha entrado en un comercio y ha adquirido, aparte de prendas íntimas, unas sandalias, suéteres, un bañador, un vestido camisero; un pañuelo para su tía y para el niño, un mecano. No puede seguir utilizando ropa de invierno. Acto seguido se dirige a Aromas de Malpaís.
—El señor Velarde no está. Si puedo ayudarle —le informa su secretaria, tras comunicarse con ella a través de la centralita.
—Me quedaré un rato aquí puesto que voy a arreglarme el cabello. ¿Sabe si tardará mucho?
—Me temo que sí. El señor y la señorita Aurora iban a comer juntos.
—¿Señorita Aurora? —ha inquirido ella.
—La señora, claro está. Es tan joven que cuesta imaginársela viuda.
Alma recupera la imagen de aquella mexicana a quien conoció en el lunch homenaje a mister Wasserman. Había menospreciado su relación con Ismael, aunque ve que se equivoca, de lo contrario su secretaria no hubiese aludido a ella con tanta familiaridad.
—¿Sigue ahí? ¿Quiere dejar un recado?
Ha colgado sin responder y hubiera regresado a La Constante, frustrada, de no ser porque el espejo del vestíbulo capta a una mujer de pelo desaliñado, con una vulgar blusa y una falda plisada no menos ramplona, de lo que deduce que necesita recomponerse.
Cuesta descifrar qué le ha incomodado de la posible intimidad entre Ismael y la mexicana y, tras analizarlo, opina que es la sombra del abandono. La inquietud de que su amistad se empañe al aparecer una mujer que reclame su atención. La conversación con Julio le ha puesto sobre la pista, porque cuando él empezó a salir con la que hoy es su esposa, Alma pronosticó un distanciamiento entre ambos. En verdad se marchó ella, pues se echó a un lado para no despertar suspicacias. Por tanto se dice que debe aprender a sostener amistades masculinas, liberándolas de prejuicios.
—¡Querida! —Eunice llama su atención al entrar en la casa—. Llegas a tiempo de los postres. ¿Qué llevas ahí? Oh, déjame que te vea.
A medida que se desprende de los paquetes, Alma gira sobre sus talones, luciendo un color más claro en una melena brillante y ondulada.
—Quería estar presentable para el domingo. Y también agradecerle lo que ha hecho por mí este tiempo —alega, entregándole su obsequio.
—¡Oh, qué sorpresa! —exclama Eunice.
Mientras ella abre el envoltorio, Alma besa a un silencioso Gabriel y le deja el suyo sobre una silla. «Es para ti. ¿Pasa algo? ¿Estás bien?».
—No quiere salir al jardín. Está hecho un tiquismiquis; no puede pasarse el día pegado a mis faldas. Se lo advierto y se pone modorro. ¡Ah! Es precioso.
Eunice pellizca la punta del pañuelo ondulándolo; acto seguido se levanta y danza alrededor de la mesa. Parece una niña una mañana de Reyes.
No puede evitar apiadarse de Eunice, a quien ella y el niño llenan la vida de motivos. Le cuecen los pies dentro de los zapatos y necesita una ducha, por lo que toma una pieza del frutero y se despide con la mano. Apenas se da la vuelta, oye su voz.
—¡Alma! —exclama sin aliento—. Me olvidaba de que te han telefoneado.
—¿A mí?
—Sí —suspira entrecortada—. ¡Qué ahogo, por Dios! Un hombre.
De inmediato sospecha de Ismael. Le habrán informado que ha estado allí y temiéndose que fuese urgente, se ha comunicado con ella.
—¿Ha dejado recado?
—No. Solo: «Dígale que ha llamado Damián».
Ha estado a punto de dejar caer las compras de entre sus brazos; en cambio ha sostenido una impertérrita sonrisa mientras aguantaba la mirada a esa infame llamada Eunice. No se merece clemencia. La tibia compasión que había sentido por ella minutos atrás se convierte en una ira que incendia su estómago y la boca; la achicharraría con su sola saliva de tenerla al lado, no en la línea opuesta del campo de fútbol que es la mesa. Ya ha alcanzado lo que buscaba: Alma ha fingido que Víctor la ha seducido y se marchará, ¿a qué viene amilanarla ahora con esta coacción? ¿Qué más pretende? ¿Por qué tanta saña?
—¿Quién es ese tal Damián?
—El encargado de la farmacia. Supervisa el trabajo y querrá informarme de algún producto o de la falta de existencias.
—Claro, la farmacia. Lo había olvidado. Puedes llamar si quieres.
—Por supuesto. Luego, no es urgente. Ahora muero por una ducha.
Los siguientes son días espesos trufados de noches en duermevela. En ellas los sueños se inundan de nubes rojas sobre un mar enfurecido de tormenta; a veces Damián aguarda junto al acantilado; otras es Cécile quien se inmola por el barranco después de vestir de negro sus altares, mientras ella corre por caminos de inmisericordes guijarros que de improviso se convierten en las lentes de Eunice. Su dolor, lejos de mitigarse, prospera.
La víspera de la visita del matrimonio Costales, a la hora de la siesta, Alma se lanza a cortar rosas, dalias, lirios y azucenas del jardín. La idea ha ido cimentándose a lo largo del día. A continuación se desprende de ellas en el Citroën y, entre pulgones y cortapicos, pone rumbo al acantilado. Conduce despacio porque está buscando el punto de la tragedia.
Estaciona el coche a pocos metros del acceso a Providencia y, con los tallos asidos por un pañuelo, se acerca al borde de la cortada. Un análisis del paisaje la lleva a entender que su tío habría elegido el lugar con antelación. Está claro. Los terrenos circundantes obligan a abrirse paso entre la maleza y el monte bajo, por el contrario ahí arrecia el viento y nada supera un palmo de altura. La superficie se estrecha precipitando la caída. Fabián solo tenía que acelerar el coche y cerrar los ojos.
Parece probable que muy cerca, años atrás la abuela Alma desplegaría la caja de sus acuarelas frente al Cantábrico ignorando que sus olas amortajarían a uno de sus hijos. Los claroscuros de la existencia enmiendan la felicidad de los Monteserín. Si fuese cierto que algunos recuerdos pesan tanto que no pueden soportarse de un modo literal, a ella no le extraña que la abuela falleciese antes que tener que arrastrar por las habitaciones de luto el duelo por su hijo.
Alma reza. Su voz es la letanía del adiós al familiar desconocido, pero con quien sostiene una ligazón indeleble: la de compartir secretos. Y entrega al viento las flores, que se deshojan en una lluvia de colores.
Pasados unos minutos se adelanta al precipicio: al fondo del acantilado se distingue la paleta de pintor que forman las deshechas flores sobre las rocas y, oteando algo más lejos, la parte alta de un cilindro de chapa que adjudica al depósito de agua del que se nutre la cabaña.
Ahora camina en paralelo al mar. A partir de ahí modera el viento y la zona se ensancha con codicia. Providencia apadrina sus movimientos. Enlutada, porque algunos lugares albergan un holocausto desde el principio.