CAPÍTULO 19
La cabeza del doctor Costales se balancea mientras contempla su interior al trasluz de la ventana. Parece valorar su radiografía muy complacido.
—¡Oh, qué pulmones tan bonitos tiene! Están definitivamente curados. Veamos qué hacemos con el órgano que ocupa su cráneo, aunque deba recalcarle que mi doctorado compete a otra materia blanda que no es el cerebro.
A pesar de sus extravagancias, Alma confía en este médico, convertido en su único anclaje fuera de La Constante, tanto como para desahogarse con él y narrarle el episodio del teléfono nada más colarse en su consulta.
—Opino que su psique ha fabricado un andamiaje de ideas inventadas tomándolas como ciertas, aunque lo justo es que hubieran sido inducidas por el terapeuta. Lo primero pasa por aceptar que se trata de un embauco de su mente, ¿lo asume, mi admirada señorita?
Alma afirma mediante un sonido gutural. El día empieza a nublarse y ella a sentirse destemplada.
—Si bien la sugestión brota en el proceso de la hipnosis, a veces se despierta fuera de este sin ser una secuela de él. En cuyo caso llega a provocar profundos cambios en sus experiencias perceptivas.
—¿Su perorata quiere decir que estoy enferma?
—No lo creo, con honestidad. Querida niña, la calle rebosa locos peores que los que se sientan en las consultas, pero usted no es uno de ellos. Para su tranquilidad le apuntaré que el doctor Clark Hull, nuestro padre científico, capaz de estimular la hipnosis sosteniendo una sola mirada, asegura que la sugestión puede ser más poderosa que el pensamiento. ¿No le llama la atención que nadie en la casa mencionara el segundo timbre del teléfono? ¿Ni reaccionaran ante él? No sonó, solo lo hizo aquí —afirma, rebotándole los nudillos sobre su sombrero—. Pero bien que escucharon el batacazo.
—Como que armé un ruido de mil demonios.
—¡Ah! ¿Acaso el teléfono no lo hace? De hecho usted les sugestionó para que, al encontrarse el auricular descolgado, creyeran que había vibrado. Y si les preguntara ahora, responderían que sí lo oyeron.
—Entonces dando por hecho que he escrito las notas, incluso con una letra distinta a la mía, y que he imaginado la llamada… ¿Significa que caigo en una especie de trance?
—¡Alma de Dios, no es santa Teresa de Jesús, salvo que se tenga por iluminada! Que posea una mente capaz de gobernarla no implica que le salgan estigmas y empiece a levitar. —El doctor inhala el humo de un puro y lo expulsa en pausadas volutas—. Si bien podría ser un episodio de profecía autocumplida.
—Cada vez le entiendo menos y me angustio más —suspira Alma.
—¿Cómo me explico? Todos tememos la irrupción en nuestras vidas de determinadas situaciones, por lo que hacemos lo posible para que no se cumplan y evitar el agorero vaticinio. No obstante, en algunos casos solo se rehúye en apariencia ya que el poder cerebral de la persona resulta hercúleo y actúa propiciándolas de modo inconsciente. Suponga que su miedo se lo infunden las escaleras: aunque su consciente las pise con seguridad, su subconsciente le abocará a rodar por ellas.
A pesar de la ironía del doctor, la sombra de la enfermedad materna se cuela por la puerta y abraza sus huesos en un frío de siglos.
—Y bien, ¿qué solución tengo?
—Estudiaré nuestra biblia, Hipnosis y sugestión, cuyo texto traduje del inglés hace unos años, y si me da un voto de confianza consultaré su caso. Mi impresión es que debe avanzar en la hipnosis, pero mi formación ya no le sirve, bella y turbada señorita. Estoy pensando en una eminencia con quien usted progresaría mucho. Déjeme contactar con mi colega.
Sigfredo Costales acompaña a Alma a la entrada de la clínica, sita en un edificio pintoresco del centro de El Norte.
—¿Ha averiguado ya qué le ha traído a este lugar? —espeta él—. Quizá cuando lo aclare se amainen los síntomas de su sugestión.
—Intuyo que… debo rescatar a una mujer de su pasado y a un niño de las garras de su presente. —Ella misma se sorprende de su respuesta.
—Me subyuga la intriga; cuente conmigo en ambos supuestos.
—Mauro, ¿podría acercarme a la plaza Mayor por favor?
Alma se ha introducido en el coche tras abandonar la consulta y abraza el envoltorio donde ha guardado La rosa amarilla.
—¿Ya está curada? —pregunta el conductor.
—Supongo que sí. —Se muerde el labio inferior antes de sondearle—. ¿Acaso le importa? Usted quiere que me vaya, como todos.
—No nos gustan los extraños.
Por esa regla de tres, sentirse una forastera en su propia existencia debería implicar un continuo disgusto hacia sí misma, piensa según surca el umbral de La Puerta del Cielo.
—Quería información sobre este libro. Lo adquirí aquí hace algo más de un mes.
La dependienta lo rescata del mostrador, estudiándolo antes de responder.
—Es un ejemplar rarísimo. No conozco la editorial ni al autor. Voy a avisar al encargado, a lo mejor puede ayudarle.
Acto seguido, la chica desaparece y vuelve al poco rato acompañada de un hombre con barba y pelo blancos.
—Me temo que era el último —admite él— y carece de ficha de identificación. ¿Ve esto? —Muestra restos de un papel adherido a la guarda delantera—. A esta clase de libros les añadimos una nota con los datos de compra, puesto que se hallan fuera del circuito comercial tradicional.
—No le comprendo.
—Son libros de tiradas mínimas realizadas en pequeñas editoriales, a veces creadas solo para el título en cuestión. Por la fecha, 1912, y más en París, obedece a un fenómeno corriente entonces: libros de encargo, en especial biografías. Sitúese: la Belle Époque, las vanguardias, los viajes a África… una época que alumbró gentes singulares y con deseos de perpetuidad, sin llegar a ser celebridades, de manera que se puso de moda pagar a escritores de pocos recursos a fin de que redactaran el libro de sus vidas. Los protagonistas se lo regalaban a sus hijos… o a sus amantes.
—¿Por qué lo tienen ustedes?
—Nos suelen llegar en lotes procedentes de desahucios o herencias. Los compramos al peso, pero, eso sí, asentamos de dónde proceden por si alguien como usted, pasado el tiempo, nos lo pregunta. Creo que no le he servido de mucho. No pierde nada por acercarse a la biblioteca de El Nuevo Norte, poseen un archivo muy interesante. Quizá tenga más suerte.
Según cruzaba la plaza Mayor ha visto la centralita de Telefónica. Ha sido una llamarada, la intuición de cuál es el camino a seguir en este instante. A la chica del mostrador le anota dos números y avisa de que necesita primero la llamada local. «Entre en la cabina 5», indica la operadora. Tras solventar el asunto urgente, aguarda a que le comuniquen con Madrid.
—¿Está Julio? —pregunta cuando descuelgan—. Soy Alma.
—¡Ohhh, Alma! Sí, ahora —asegura una mujer entre chasquidos de la línea—. Ponte, es Alma —la escucha susurrar.
La amistad con Julio alimentó su voluntad igual que una bocanada de oxígeno, aquel curso de 1942-1943. Él colaboraba en la universidad como profesor suplente, y de debatir sobre el plan de estudios y otras charlas lectivas, pasaron a los merenderos de Madrid sin palpitaciones ni aspavientos; meses después se convirtieron en novios por puro formalismo. Además, a su madre le agradaba. Mucho. Al topárselo en la farmacia acicalado con la bata, Lucía resucitaba a su marido acomodando al novio de su hija en el espacio que él había dejado. Puede que no fuese tan guapo como Carlos, pensaba Lucía, pero Julio no tenía culpa de sobrevivir en los deslucidos años de la posguerra que tanto afeaban a las personas.
Sin embargo, Alma nunca notó un temblor en las entrañas cuando él andaba cerca. Ni sus labios la hacían levitar. Quizá por ello se resistiese a mantener relaciones sexuales con él hasta no conjurar esas calenturas que le desataban las historias de ficción.
En otro orden de cosas, a comienzos de 1944 empezaron las reformas en el piso de los abuelos, donde se instalarían tras convencer a su madre de la conveniencia de deshacerse de Villa Alma. Demasiados recuerdos en ella, demasiado desamparo para las dos solas. La vivienda de Alburquerque era un primero lleno de balcones a la calle. Casi doscientos metros necesitados de profundos cambios que finalizaron en verano.
Su madre, animosa entonces, decidió encargarse de la mudanza. «Necesito airearme», Alma parece escucharla mientras aguarda a Julio. Ella le incitó a que pasara sus vacaciones junto a él, de modo que eligieron un viaje por la Costa Brava hasta la frontera francesa.
—¿De verdad no deseas que me quede? —sugirió el mismo día de su partida—. Tú no puedes con todo, además no creas que me hace ilusión irme.
—Pues deberías. Julio lleva preparándolo hace semanas.
El profesor estrenaba coche como un niño jugueteando con su novedad. En cambio ella se asfixiaba, acorralada dentro de una campana de cristal.
—Es un buen hombre y te quiere, siéntete afortunada —despachó rotunda.
—¿Es eso todo, madre? ¿No hay que esperar nada más?
Junto a la verja Alma contempló fugazmente las últimas hortensias ya secas mientras Julio acababa de atar con una cuerda el equipaje. La imagen le pareció una fatídica metáfora. Le costaba marcharse y necesitaba un abrazo de su madre, pero ella escenificó su frialdad tomándola por los hombros.
—¿Qué pretendes, darle esperanzas que no van a ningún sitio? Te vas con él y con él debes casarte. Te lo va a pedir. No arruines tu vida.
—Y el amor, ¿dónde queda? Porque tú no estás así porque se muriera un «buen hombre». Me lo dices muchas veces: hubieras preferido mi muerte a la suya, y una mujer no piensa eso del hombre que más le conviene, sino de aquel que le hace sentir única aunque se vuelva su perdición.
—Lees demasiadas novelas. ¡Anda, vete! A ellos no les gusta esperar.
Los labios de su madre volaron sobre su frente. Alma pisó la acera, pero al ir a cerrar la cancela de la valla se volvió hacia ella.
—Si no volviera nunca, si me sucediera algo… ¿Qué pensarías de mí? ¿Cuál sería tu mejor recuerdo? —Era la primera vez que se separaban y sentía una melancolía terrible.
—Dices tonterías, hija. No seas melodramática.
—Habría… no sé una frase, una confesión, qué sé yo… ¿Algo de lo que te arrepintieras por no habérmelo dicho antes?
—Nada —silabeó su madre.
Alma se sentó junto a Julio, rociada de amargura.
—¿Pasa algo? —preguntó Julio.
—Nada —contestó ella, parafraseando a su propia madre.
Aquellas fueron unas letárgicas vacaciones, en las que se dejaba mecer al viento. Pueblos marineros, el Mediterráneo velando una costa inflamada de pinos, encalados hostales en donde comieron pescado a la brasa y bebieron sangría. Planes que trazaba Julio y ella aceptaba sin objetar.
Siguiendo una convencional hoja de ruta Alma perdió su virginidad una velada y a la mañana siguiente escuchó la consabida petición de matrimonio. Fue tan previsible, tan carente de emoción, que se vio obligada a añadirla ella: «Necesito tiempo», alegó.
Julio profundizó en su mirada, contrariado. Algo había dejado de discurrir de un modo natural: si una mujer se entregaba a un hombre, lo siguiente era casarse y lo sucesivo, fundar una familia. ¿Qué pieza del mecano habían extraviado por alguna de esas empinadas sendas? Pronto se dio cuenta de que lo que pisaban sus pies no era cualquier atajo sino, para su modo de caminar, un obstáculo inabordable.
Veinte días después de su marcha Alma franqueó la verja de hierro. Julio le ayudó a introducir su equipaje y la besó en la mejilla.
—No voy a llamarte error ni por orgullo —admitió—, porque me ha merecido la pena apostar y perder, créeme. No, no digas nada. Somos adultos y estas cosas suceden. Cuenta con mi amistad incondicional, siempre.
Julio se introdujo en el coche y a su espalda quedó Alma, varada en la calle Cabeza Reina. La aséptica despedida escocía mucho más que verter alcohol sobre una dentellada. Era la úlcera de la soledad.
Después llegó aquella bofetada al abrir la puerta, las cajas sin colmar en mitad de la entrada, el fogón de la cocina humeando. Su madre en ninguna parte.
—¿Se puede saber dónde estás? Nos tienes preocupadísimos.
—Estoy bien, Julio.
—Pero ¿cómo se te ocurre marcharte sin decir nada?
—A veces hay que tomar decisiones y cuanto antes mejor. Tú lo sabes mejor que nadie. Me encuentro en Malpaís, la tierra de mi madre.
—Pero… ¿qué se te ha perdido allí?
—Aún no lo sé. Estoy recomponiéndome. Como tendría que haber hecho hace tiempo.
—¿Qué necesitas? ¿Quieres dinero, Alma? La farmacia, ¿qué hacemos con ella?
—De eso se trata, encárgate tú, por favor. Confío en ti. Tienes llaves y sabes cómo funciona todo. No sé cuánto permaneceré aquí. Espero que no mucho. —La siguiente pregunta pellizca la boca del estómago—. ¿Y… ella cómo está?
—¡Buf, cada día más gordita! Luisi te manda un abrazo. A ver si va a venir el bebé antes que tú.
—Tengo que dejarte. Un beso, Julio… A los dos.
Mientras abandona el locutorio, sus lágrimas se deslizan hacia el mentón. No hace nada por frenarlas al entrar en el café y elegir un velador al fondo. No lo hace mientras encarga un té; ni al sentirse observada por los clientes de alrededor. Unos cuantos minutos más tarde le ve cruzar la puerta y Alma estira el brazo, haciéndose notar.
—He venido lo antes posible —saluda Ismael Velarde—. ¿Se encuentra bien?
—Sí, y se lo agradezco.
El propio doctor Costales le ha inspirado la idea al aclararle que, de no ser analizadas en Madrid o en Barcelona, lo idóneo sería que las pastillas que ha hurtado fueran estudiadas por un químico conocido suyo, empleado en los laboratorios Aromas de Malpaís. «Tan importante es salvar vidas gracias a la penicilina como que la mujer se contemple bella en el espejo —ha sentenciado Costales—. ¿Quiere que contacte con él?». Pese a todo, ella ha decidido acudir al ingeniero, quien la observa imperturbable.
—Si sus sospechas fueran ciertas, ¿qué logra? Ese niño depende de su familiar más directo. Y por lo que me cuenta es su tía.
—No he pensado en el siguiente paso. Avanzo por etapas. ¿Es raro?
—En absoluto. Se escalan cimas de ese modo.
Alma extrae del bolso los tres envoltorios e Ismael los acaricia antes de que sus ágiles dedos los guarden en el bolsillo del abrigo.
—Estos son días de mucho trabajo, pero no olvido que debo buscar información para usted en los archivos.
—No quisiera abusar de…
—¿Me permite una apreciación? —ataja—. Creo que está muy sola. A lo peor me equivoco y le pido disculpas de antemano. Perdóneme, soy consciente de que es una descortesía marcharme sin esperarla, pero me aguardan en el despacho. He dejado a medias una reunión.
Él se va con la rapidez con la que se ha presentado y ella vuelve a sollozar. Ismael Velarde no se ha equivocado.
El Nuevo Norte, decano de la comarca, refleja en un espejo lo que sucede en la ciudad matizado por una veladura pía y conservadora. La ha asaltado este pensamiento mientras ojea su última edición, antes de ser atendida por la bibliotecaria. Sus esperanzas se han marchitado un poco porque teme que la ardiente literatura de La rosa amarilla no encaje en el ideario del periódico como para que conste entre los ejemplares dispuestos para préstamo.
—Debe buscarlo en aquel archivo, si es que estuviera —contesta la empleada. No ha dado ni dos pasos cuando ella le sisea, llamando su atención—: ¿Me muestra otra vez la portada? —solicita, revisando un montoncito de papeles azules—. ¡Aquí está! Hay un ejemplar en la sala ahora mismo. Lo sabía, no se me despinta ni uno.
—¿Quién lo tiene?
—¡Buf! No sé decirle. Puede pasearse entre las mesas con sigilo. Mis lectores son muy exigentes.
—¿Me podría dar algún dato del autor? Es lo que más me interesa.
—No me suena. Ahí sí tiene que mirar en el archivo.
Alma duda entre acercarse a los cajetines que guardan las fichas de los textos o merodear por la sala. Opta por lo primero. La Ley de las Decisiones Inmediatas obliga siempre a retratarnos en segundos. Y puede ser muy puñetera.
Busca Arutnev Nireset entre las manoseadas cartulinas y de su autoría solo encuentra La rosa amarilla. Ahora bien, al pie de la tarjeta se especifica volumen I y volumen II, de modo que es una obra en dos tomos y ella ha leído solo uno. Como fecha de nacimiento aparece el 27 de marzo de 1879 sin signar la de defunción, lo que indica que, a priori, su autor viviría. Mientras anota estos datos, descubre a quien está leyendo el libro abriéndose paso entre un grupo de jovencitas. La señora recuerda a una de esas lectoras de aspecto insulso que pueblan las bibliotecas, pero la inefable ensaimada de su pelo la delata. Por si fuera poco pasea el ejemplar de la novela: es la arúspice de La Puerta del Cielo.
Alma agarra el abrigo con tanta virulencia que se lleva por delante el bolso y cae al suelo, desparramando su contenido. No deja de espiar a la mujer por el rabillo del ojo mientras se agacha a recogerlo, aunque ella es ágil y en unos segundos alcanza el mostrador, entregando el libro y orientándose hacia la salida. Si Alma no estuviera asediada por decenas de carteles que ruegan silencio, llamaría su atención, aunque se lo reprobasen.
Cuando por fin logra encaminarse a la puerta, un bedel le da el alto.
—Tiene que firmar su salida —ordena con firmeza.
—Perdón, pero se me escapa una persona. Es importante.
—Importantes son las normas —remacha él.
Bufando, Alma desanda sus pasos y rellena el pertinente documento antes de echar a correr. No obstante, como se temía, en el exterior no hay rastro de la mujer. Se ha esfumado.