CAPÍTULO 41
Resuenan las doce de la noche en el carrillón de la entrada, mientras permanece despierta ordenando las notas del día. Acompañan su escritura una taza de manzanilla, una lámpara de tulipa sobre el tocador y el humo de un cigarrillo a medio consumir.
La tripa del cuaderno que hace las veces de diario parece una panza de gorrino violentada en cada trazo. Sobre ella apoya el lapicero, calibrando las palabras escogidas. La perfumada brisa del jardín se cuela por la ventana y pone a bailar algunos cabellos que se han liberado de la cinta; ha dejado entornados los vidrios porque confía en que María Nieves contacte con ella en el momento menos pensado, después del sobresalto del último intento. Sin considerarse asustadiza, no puede dejar de plantearse si ahí fuera no habitará alguna alimaña, un perro salvaje como el que le acobardó en Providencia, que hubiese atacado a la anciana. Se ve tan menuda y frágil que amenaza con descomponerse ante el menor envite. Hasta hoy apenas había reparado en dónde vive, pues si lo hiciera en Providencia, ¿de qué modo se desplazaría? La distancia a pie es de más de una hora, y si abordara el trecho en plena noche sería impracticable. ¿En el arrabal con las demás personas de color? Otro tanto. ¿O sus huesos buscan acomodo allí donde le sorprenda el sueño, como reminiscencias de las costumbres de su tierra?
Alma se esfuerza en no especular, porque empieza a obsesionarse con la aprensión de que le haya sucedido algo; y ruega al cielo —en el que no cree, pero cuya eventualidad acaricia— que proteja a la mujer y le devuelva alguna señal, cualquiera, mínima, acerca de su estado.
No quiere otro motivo de ansiedad torpedeando su rutina.
¿Será que mi nombre no es fortuito? Si no existiera la abuela Alma, se abriría un resquicio entre mis dudas. Pero no, remite a su herencia, como mi piel o el color indefinido de este pelo que tiene poco de latina.
No obstante, ¿qué ha sucedido en la sesión para que hayan hablado quienes no esperaba o de quienes nunca sospeché? He de reconocer lo defraudada que me he sentido al no hallar a mi madre, pues siempre conjeturé que lo haría. Desde el primer momento deduje, y he aquí una de las motivaciones para prestarme a la sesión, que ella me pediría perdón, o que lo haría yo. Y que cerraríamos en la muerte lo que no supimos en vida.
Antes de empezar el trance de la médium no pude menos que adentrarme en el episodio en que conocí a Matilde en La Puerta del Cielo; y llegué a reafirmarme en la idea de que la frase «No tiene paz» se refería a ella. Quizá en ese mundo de los muertos, mi madre no alcanzase el codiciado descanso porque no logró marcharse con la ligereza de equipaje que se le supone a un difunto. Tampoco yo logro la paz si rememoro la de veces en que dejaba atrás la clínica estando más pendiente de Damián que de su salud.
Aunque no estamos compensadas en los agravios que nos hemos infligido, ya que nada justifica el vilipendio al que ella me sometió. Era desatención, puede, pero planeaba un fondo desolador: en esos continuos reproches, a los que me fui acostumbrando, se apreciaba la idea de la venganza. ¿Qué madre habría inmolado a su hija para conseguir el amor de su marido? Ella, lo que no hace sino reafirmar mi creencia de que de mi madre he adquirido —como de la abuela el nombre— una patológica concepción del amor. También detecto la sombra de un engaño del que todavía me cuesta hablar.
El lápiz se desliza entre sus dedos porque le flaquean las manos, en cambio se frota los ojos enérgica. No llora, pero podría hacerlo de un momento a otro; en cuanto se visualice ella misma dentro del cuarto de baño de la casa de la colonia Prosperidad, remolcando a su madre bajo un chorro de agua. La tarde en que la muerte acorraló a las dos mujeres, Alma salvó a quien no lo deseaba y ella se sentenció a preguntarse una y mil veces qué era verdad y qué mentira en su vida. Teme que eternamente suceda así. La culpa la tuvo algo en apariencia anecdótico, aunque qué error sería eludir lo nimio cuando en los pequeños detalles palpita lo sustancial. No se había percatado de ello durante sus maniobras de reanimación, pero en el momento en que le tocó quitarle la enagua empapada antes de que los camilleros se la llevaran al hospital y Lucía se quedó desnuda, descubrió cómo el antojo de su muslo no era tal. Su madre no poseía ninguna mancha en la epidermis y sí el surco dejado por la tinta en su lugar. Llevaba una vida convencida de que mantenían ese nexo, cuyo valor no representaba más allá de un simbólico nudo visible, pero se reveló una patraña. Alma comprobó que se pintaba el antojo. Aun comprendiendo que lo hubiera hecho de buena fe por minimizar el efecto que causaba en una niña un enorme lunar, arguyendo que ella también lo poseía, su acto implicaba un artificio, una trampa vil y artera, que le provocó escalofríos. El temor de que, en cierto modo, su madre fuese un fraude está ahí.
Alma ha consumido el cigarrillo concentrada en cómo repercute la ceniza mientras cae.
En la sesión tampoco apareciste tú. Por lo menos no como hubiese ambicionado, por ello tampoco vaticino la paz para nosotros. La pantomima del perdón durante la hipnosis donde —a juicio del doctor— lo alcanzamos no colma ese hueco que se ahonda ante cada nuevo recuerdo tuyo. ¿Allá donde te encuentras me pensarás, Damián? ¿O el pensamiento pertenece a lo material como esta mano con la que escribo?
Menuda sarta de sandeces puedo sostener, teniendo en cuenta que no has subsistido más que en mi cabeza. Las notas, las flores, tu presencia… escondían la maléfica mano de Eunice tratando de volverme loca. Por suerte, estoy más cuerda que la mayoría de la población que circula por las calles y al llegar a sus casas maltrata a sus mujeres e hijos, o aliena a sus empleados sometiéndoles a insultos y vejaciones. Otra cosa es tu arraigo entre mis neuronas.
¿Y si no puedo olvidarte porque tú me hacías olvidarme de todo?
Alma se levanta dirigiéndose a la ventana, a través de la que contempla un cielo estrellado, y apoya los antebrazos en el alféizar. Si se concentra, escucha en la lejanía esas canciones pasadas de moda escapándose del dormitorio de Eunice. Le llama la atención que no se oigan dentro de la casa, como si las puertas de su alcoba poseyeran algún blindaje. Se echaría al jardín por ver si distingue el coche del administrador, pero si Refugio la sorprendiese, sería capaz de correr los cerrojos y dejarla al relente.
Y enciende el siguiente cigarrillo a medida que recrea la conmoción que le ha desatado escuchar aquel nombre esta mañana.
—Diez, nueve, ocho… —Monsieur Nagour contaba en orden descendente mientras hacía oscilar el péndulo delante de la nariz de Matilde. Antes había pedido a Alma relajación y quietud—… dos, uno. Estamos aquí reunidos en paz y armonía para convocar al espíritu de Lucía Monteserín Ebersbach. Lo hacemos en el ánimo de armonizar nuestras almas a la tuya. Queremos saber qué necesitas, en qué te podemos ayudar…
Lo ha repetido un par de veces sin advertir cambios en la apariencia de Matilde. Alma ha captado en él un gesto de contrariedad, aunque se esforzaba en reprimirlo mientras rescataba un objeto de la mesa de trabajo. Era un cestillo con un papel en su interior, de cuyo extremo colgaba un lapicero atado mediante un cordel. Acto seguido lo ha depositado sobre los muslos de Matilde, dirigiendo uno de sus dedos al borde del mismo. Alma ha visto brillar el oro del anillo en su rechoncha mano. Tras un rato de espera, el lápiz apenas se ha movido, trazando un garabato ilegible.
Monsieur Nagour ha batido el aire con sus puñetas y ha soltado la misma retahíla, ahora mencionando el nombre de Damián. Alma se ha encogido inquieta. Esta vez, y tras un intrigante silencio, han detectado unos golpes. No parecían de una llamada al otro lado de la puerta, sino un tac tac, fruto de teclear con los nudillos un sobre de nogal.
—¿Damián Díez-Martul, en qué podemos ayudarte?
El lápiz ha empezado a garabatear el papel ante su estupefacción, que no le permitía parar de mirar las manos de la médium; no obstante, o sus falanges eran más rápidas que su vista, o hubiera jurado que sus dedos permanecían inmóviles.
—¿No es ese tu nombre?
Alma se apresuraba a confirmarlo cuando una mirada de reprobación de monsieur Nagour la ha obligado a callar. Entonces Matilde ha abierto los ojos y se ha llevado un susto descomunal.
—No —ha pronunciado Matilde con gravedad.
En cuanto ha empezado a expresarse, su compañero le ha retirado el cestillo.
—Es nuestro deseo unirnos a ti. Darte paz y luz donde te encuentras. Cuando te desencarnaste fue doloroso, ¿verdad?
—Sí. No tengo paz. —Ahí la frase que escuchó en la librería.
—¿Y cómo te podemos ayudar a conseguirla?
—Quiero que ella me perdone.
Era fácil entrever a Fabián en la declaración.
—Fabián Monteserín, ¿quieres que Cécile Stowe te perdone? —ha inquirido el canalizador tras atrapar la pulsera de tela—. Si es así, manifiéstate.
Nunca podrá olvidar Alma lo que se desencadenó después; tal y como había advertido Matilde que podría suceder, sintió una brusca bajada de la temperatura y titilar la luz del flexo. El cuarto en penumbra ha trepidado bajo pequeños relámpagos. Por el rostro de la médium empezaron a brotar gotitas de sudor, adaptándose al nacimiento de una voz de ultratumba que emitía exclamaciones vacías. De súbito una corriente ha arrancado a monsieur Nagour la pulsera de sus manos para lanzarla al suelo.
—¡Noooo! ¡Sííííí! —ha sido el alarido de Matilde en lo que simulaban dos voces distintas.
El canalizador, imperturbable, ha cuestionado si mantenía comunicación con dos espíritus a la vez. A raíz de su consulta se ha espesado un silencio que él ha debido cortar con el estilete de una nueva pregunta.
—Fabián se ha marchado, ¿verdad? Nada de lo que hay en esta mesa es tuyo, ¿no es cierto? ¿Te incomoda sentir sus vibraciones?
—Nada es mío. ¡Fuera!
—¿Quién eres tú y en qué te podemos ayudar? —pregunta, retirando los objetos.
—Solo quiero estar con mi hija —ha aclarado el espíritu por voz de Matilde.
La médium ha esbozado una beatífica sonrisa y un gesto de arrullo.
—¿Podemos ayudarte en algo? —Han seguido unos instantes mudos hasta que él emplea otra vez la retórica fórmula—. ¿Quién eres y en qué te podemos ayudar?
Entonces los folios y las cuartillas han volado alrededor sin que Alma supiera qué los impulsaba.
—Benigno —ha revelado por fin.