CAPÍTULO 8
A la entrada de La Constante las ramas de dos soberbios tilos traman una rejilla, encubriendo parte del minarete en la fachada principal. El torreón consta de dos partes, una más baja por donde asoman un par de balcones simétricos y otra superior, que desvela la existencia de un altillo. Unos postigos sellan sus ventanas. A Alma le intriga lo que oculta, aunque quizá albergue un desván con vestigios del apellido Monteserín: libros, apolillados trajes, muebles, despiezados juguetes infantiles… Cargas inútiles de las que, no obstante, desprenderse duele tanto como arrancarse un apéndice corporal.
De momento aún no ha puesto un pie allí.
El jueves 24 de enero ha amanecido con la temperatura más tibia; por tanto, nada más comprobar que no llovía, ha tomado prestado un impermeable y unas botas y se ha lanzado al jardín. Huele a hierba húmeda, a musgo. Y a veces, si se despierta el viento, incluso a mar.
Primero ha circundado el perímetro de la casa, tratando de detectar detalles que le hubieran pasado inadvertidos hasta el momento. A continuación, ha ampliado el paseo.
La cara delantera de La Constante se abre al mundo a través de un sendero de grava que sitia a una isleta sembrada de parterres —donde hoy trabajaban unos empleados que la espulgan de hojas y flores muertas— y cuyo linde es preciso bordear para aproximarse al edificio. En todas direcciones hay arbustos de azaleas, rododendros, camelias, gardenias, agapantos, ciclámenes, begonias… Le parece insólito que en enero florezcan esa clase de flores, como le sorprende la concurrencia de algunas rosas cubriendo las estructuras de forja de cobertizos y templetes. El deterioro que sufre la piedra de los alzados exteriores se disimula bajo macizos de hortensias; cerca emergen setos de agracejos, durillos y espliegos.
Nadie dudaría de la belleza de estos jardines, como nadie lo haría de su desbarajuste. Da la sensación de que una ortodoxa mano los trazó con criterio y a partir de ahí un crecimiento descontrolado, junto a la indolencia de quienes los cuidaron después, los ha conducido a la anarquía en que se encuentran.
En la trasera de la casa, Alma coincide con un jardinero atareado en podar el boj y el aligustre. Su rúbrica deja unos setos disformes a los cuales solo una mente onírica adjudicaría algún significado. Tras deambular a su alrededor, termina acercándose a ella.
—¿Usted debe de ser la señorita de Madrid? —Una pregunta retórica, según se sacude la tierra en las perneras del pantalón de faena—. La hija de la señorita Lucía, ¿verdad? La recuerdo; la conocí siendo niños.
El hombre le ha brindado una mano ennegrecida y Alma no se la ha rechazado en un intento de ser amable.
—¿Coincidía usted con ella?
Reconoce que posee cierto morbo especular sobre su madre; reconstruir su pasado gracias a las opiniones de quienes la frecuentaron en su día.
—Muchas veces. —El jardinero guarda sus herramientas en el bolsillo—. Me daba pena su señora madre. Tan joven y buena moza, y teniendo que cuidar de su padre, en paz descanse. Desde que se murió la señora nadie levantó cabeza aquí.
—Se refiere a mi abuela.
—La alemana. ¡Qué mujer! Don Ventura se fue apagando como un pajarito. Y sus hijos… igual. Yo le traía flores a su madre y ella se ponía colorada. A veces me regañaba: «Albín, no me regales hortensias que me van a dar mala suerte y no me voy a casar nunca». Pero se casó. Yo lo vi.
—¿Su nombre es Albín?
—Para servirle a Dios y a usted.
—¿Presenció su boda, Albín?
—La señorita estaba preciosa, la más bonita de todas, más que la… Si hablo mucho, mándeme callar como la Refugio, que me reprende. Dice que esto de conversar con las plantas me ha sorbido el seso y lo tengo hecho puré. ¿Sabe que usted es muy guapa? ¡Guapa, guapa! Parece una artista.
—Gracias, pero ya será menos —responde abrumada.
—¡Lo que le diga! —El hombre la observa de reojo, embelesado, y arranca en un impulso—. ¡Véngase conmigo, señorita!
Sin pensárselo la ha tomado del brazo y han echado a andar agarrando al diablo por la cola, hasta desembocar en un apartado del jardín disimulado entre la maleza. Armado de la tijera de podar, Albín ha ido abriéndose paso entre la enmarañada floresta que converge en una pradera llena de frutales. Pegada a ella se distingue la valla de una huerta y, a continuación, una zona cercada que denota la presencia de animales dentro.
—Le voy a mostrar el árbol más bonito de aquí —anuncia.
El hombre señala hacia un ejemplar de poca altura embozado bajo las copas de los manzanos. Tiene una forma redonda, perfecta, y hojas como la palma de su mano de un verde brillante.
—¿Qué es? —pregunta fascinada.
Albín entreabre los labios en una sonrisa y surgen unas malformaciones de color oscuro en lugar de dientes que le mellan las encías.
—Es un limonero —responde con un hilillo de baba en la boca.
—¿Sobrevive bien en este clima?
—Yo lo cuido, señorita, porque es un limonero muy original.
Según habla, la saliva se le ha desprendido por las comisuras en dirección a la barbilla.
—Es un limonero que da naranjas —prosigue malicioso—. Todos esperaban de él limones agrios y en cambio… ¡Echa unas naranjas dulzonas! Al señorito Fabián le pasaba lo mismo: parecía una cosa, pero era otra. Pregúnteselo al Mauro. Usted qué prefiere, señorita, ¿los limones o las naranjas?
—No sé a qué se refiere. Mejor marchémonos —replica incómoda.
Enseguida detecta que existe algo más que mala educación en la actitud del jardinero, pues lleva rato desnudándola con la mirada, lamiéndole el rostro cada vez que su aliento acre supura encima de ella. Alma desconfía de que no reaccione de mala manera y decide retirarse con disimulo pero, apenas da un primer paso hacia atrás, él se da cuenta y la apresa entre sus brazos.
—¡¿Se puede saber qué está haciendo?! —grita sobresaltada.
—¿Tú qué tienes ahí debajo, eh? —babea mientras palpa su pechera tratando de desarropar las solapas del tabardo—. ¿Son naranjas o limones? ¿Me las enseñas? ¿Me enseñas tus tetitas?
—¡Suélteme, cerdo!
Tras un forcejeo logra escupirle a los ojos, obligándole a soltarla. De inmediato Alma se escapa en dirección a la barrera de maleza aunque, antes de desaparecer dentro, echa una ojeada hacia atrás para comprobar si la está siguiendo; sin embargo, el trabajador no se ha movido del sitio. No podrá olvidar jamás la sordidez de la escena: Albín se ha bajado los pantalones a la altura de las rodillas y sus manos suben y bajan mientras brama con estertores secos.
Transcurridos unos minutos interminables accede a un claro del jardín. Una vez en él continúa avanzando sobre un tapiz de hojas, convertidas en una pista de patinaje donde resbala varias veces. Sus atropellados pies van sorteándolas hasta que pierde el equilibrio y sucumbe a ellas.
Alma se endereza sujetándose en los arbustos cercanos, aunque comprueba apesadumbrada que se ha desplomado en medio de un barrizal. Según se limpia el limo descubre algo prendido entre las ramas de una zarza, prisionero entre sus púas: es un lienzo blanco. A simple vista obedecería a un trozo de tela de algodón, como la empleada en la confección de camisas o en las prendas lenceras de uso doméstico.
—¿Se puede saber qué diantres hace tirada ahí? —grita Refugio, y ella pega un respingo.
—Me he caído —replica sin levantarse. Hábilmente extiende la mano y coge el tejido antes de que lo distinga el ama de llaves. Después se lo esconde en el bolsillo del impermeable—. Salí a pasear, pero…
—¡Inconsciente! —ataja—. ¿Sabe lo que tardaría un doctor en venir desde El Norte si se hubiese roto un hueso? Podrían pasar horas. O un día entero.
—No soy ninguna niña.
—¡Peor! Anda enredando, preguntando a diestro y siniestro Dios sabrá qué cosas. No sé qué ha venido a buscar, pero han rodado suficientes lágrimas en La Constante. —La mujer habla con las mangas remangadas y los brazos en jarras—. No remueva la mierda. Siempre termina oliendo.
—No tiene derecho a hablarme así. Estoy aquí porque mi tía Eunice me invitó y es razonable que quiera conocer a mi única pariente.
—Antes no lo hizo y bien mayorcita era para tomar decisiones. ¿Qué busca ahora? ¿La casa? ¿Dinero?
—Pero ¿se puede saber qué mosca le ha picado? No le consiento…
—¡Ay, hija, soy muy vieja y sé demasiado como para no consentirme! Yo venía a decirle que le han telefoneado.
—¿A mí? —Alma estira el cuello alzando el rostro.
Unos rebeldes mechones han desbaratado su melena y ahora se deslizan por sus hombros. El miedo, las carreras y el orgullo le han sonrojado. Y está hermosa, aunque no lo sospeche.
—No cogí el encargo, no puedo decirle de quién se trataba; pero era un hombre —sentencia Refugio—. ¡Y levántese de ahí! Parece un fantoche.
Al terminar se da la vuelta, contoneando sus kilos en un gesto de autoridad. Alma se pone en pie sintiendo que le tiemblan las rodillas. Nadie sabe que se encuentra en La Constante, por tanto todo lo que se le ocurre es tan intrincado que prefiere dejar de conjeturar. Enfila la vista y en línea recta observa las ventanas de su cuarto, desde cuyo interior unas noches atrás contemplaba la visión inversa a la que tiene en este momento. No necesita deducir más. Comprueba que no se trataba de ninguna alucinación; en su bolsillo acaricia la prueba de ello: el jirón de tela pertenece a quien merodeaba por el jardín. Y dando vueltas al significado de un tejido blanco, termina saltando a una camisa masculina con las iniciales bordadas DDM.
Concluida la Navidad, en enero de 1945, Alma no había terminado de calzarse con la intención de abrir la botica cuando el conserje aporreó el timbre, molesto por tener que abandonar la portería para entregarle un encargo: eran una exuberante caja rectangular, otra de menor tamaño, una sombrerera y un ramo de rosas. Blancas. Blanquísimas.
De ese modo supo que Damián había finalizado sus vacaciones.
Ella depositó los regalos sobre el cobertor de su abuela que cubría ahora su cama y echó un vistazo a la procedencia del envío, esforzada en adivinar su contenido: Eisa Costura. No le sonaba a ningún establecimiento madrileño; desde luego no uno de esos almacenes donde solía renovar su armario y cuya ropa le confería la formalidad en donde se sentía segura. En realidad, a su madre y a ella tampoco les sobraban recursos para bagatelas.
Tras alzar la tapa de la caja grande halló dentro un tailleur color cereza y una capa de manga japonesa, rematada al cuello por una cola de zorro. A las prendas las envolvía un papel de seda tan fino que se cuarteaba al tocarlo. La pequeña guardaba un par de zapatos de piel de cocodrilo y una cartera de igual material. Alma no se atrevía ni a probárselos; el contraste entre su maltrecho calzado y estos era tan evidente que sufrió un ataque de vulgaridad. En la sombrerera había un casquete de inspiración rusa, a juego con el traje, y al fondo de ella un sobre.
Ignoraba que el 16 de diciembre había sido tu cumpleaños. No importa, me quedan tantos por celebrar contigo. Tantas Navidades juntos.
Estoy seguro de acertar con tu talla. No es presunción, pero creo que conozco tu cuerpo de memoria, aun sin haberlo visto nunca. Estrénalo hoy y haz que me sienta el hombre más orgulloso que habita sobre la tierra.
A las dos en el Hotel Ritz.
No dejo de temblar desde que descubrí a qué saben tus labios.
Un papel azul dentro de un sobre blanco que incluía la tarjeta del modisto Cristóbal Balenciaga. Qué barbaridad. Jamás había acariciado tejidos como aquellos, un traje de los que lucían las modelos en la portada de Hogar y Moda. No sabía cómo debía reaccionar en una circunstancia así, pues quizá fuese conveniente no aceptarlo; una cosa era recibir una caja de bombones y otra, obsequios tan costosos que solo correspondería hacerlos a un prometido o a un esposo. Si su madre estuviera cerca, lo reprobaría, seguro, y le haría devolverlos, pero no podía aconsejarla: el 3 de enero había sido internada de nuevo en el hospital. La tregua aceptada por los médicos finalizó con la resolución inexorable en que se desploman las hojas de un almanaque. Durante sus días juntas le recordaba a una marioneta viendo pasar las horas junto a la ventana, inerte, a la espera de unas manos que movieran sus hilos y presa de una melancolía que le laceraba.
No obstante, no resultaba descabellado imaginársela en sus buenos momentos apoyada en el quicio de la puerta, con un gesto que reflejaría jactancia, barbilla arriba y piernas juntas, argumentándose a sí misma, más que a su hija, que para subsistir en esa arrumbada España no necesitaban ser unas mantenidas. Madre e hija solas, sí, pero estoicas y trabajadoras. Los hombres o habían muerto en la guerra o sucumbían a las precariedades de la propia vida, en cambio las mujeres se sostenían entre ellas de generación en generación. Así habían educado a Alma desde niña.
Sin embargo, quién a los veinticinco años se negaría a vestirse como una actriz por una vez. Quién no ambicionaba colorear de rojo la fotografía en blanco y negro de la que creía imposible escapar.
Alma Gamboa exhibió el dos piezas de Balenciaga e incendió a su paso el hall del Ritz. Ese día no fue una mujer, sino un resplandor.
Por fortuna, la llamada carecía de misterio: el abogado de Eunice volvió a insistir por la tarde, buscando saber cómo le iba en La Constante y el plazo de su estancia.
La conversación con él no ha hecho sino sustentar sus sospechas de que su tía no desea encontrársela cuando regrese. No deja de ser anómalo continuar allí donde quizá no resulte bienvenida, pero antes de regresar a Madrid debe superar su duelo. Se trata de supervivencia: comer, dormir, llorar, echar de menos. Rabiar contra lo injusto del destino.
Cuando dé ese trance vital por zanjado, entonces tomará el tren de vuelta y levantará el cierre de la botica que había dejado de llamarse La Bomba para transformarse en Farmacia C. Gamboa, en homenaje a su padre, y tras cuyo mostrador contemplará el paso del tiempo hasta convertirse en una solterona, puesto que Alma estima que ya no existirá más amor para ella. No puede tolerar sucedáneos. Y no es un castigo, sino una ley del universo que adjudica a cada uno una porción de justicia.
Cuántas mujeres de las que escucha mientras despacha medicamentos subsisten de puntillas. Se han casado con un «buen» marido, pulen muebles y cuidan de su hogar, paren hijos y acunan nietos. Cada domingo van al cine o leen libros que les estremecen preguntándose dónde quedan las pasiones y quién las siente; si existirán hombres capaces de declarar esas románticas frases, de besar con tanta fogosidad, de sacrificarlo todo por amor, mientras se resignan a tomar de la mano al suyo antes de dormirse. Los hay. Alma ha cifrado el lenguaje de la piel en uno de ellos. Pero todo cielo conlleva aparejado su infierno.
«Hoy solo he pensado tres veces en ti», anota en su diario después de haber narrado el funesto episodio del jardinero, junto a las insinuaciones que ha vertido Albín sobre su tío. También ha tratado de explicarse el porqué de la antipatía de Refugio hacia ella. «Esa mujer parece ejercer de cancerbera de los secretos de la familia, más que de ama de llaves», se dice.
Tres veces. Esta es la cuarta. Hoy me he obsesionado con tus dedos, largos, ágiles; tus manos nervudas. Me gustaba el modo en que te llevabas los míos a la boca y saboreabas de una en una mis yemas. ¿Vas a marcharte, Damián? ¿Cuándo dejará de asfixiarme tu recuerdo?
No eres una ensoñación, sino algo muy tangible. Te has transformado en una presencia licuada que fluye en paralelo a la sangre…
De repente suelta el lapicero y se dirige a la ventana. Pliega la cortina, los visillos, y la abre de par en par. No puede respirar. Le da la sensación de que va a vomitar la tortilla francesa que ha tomado a regañadientes como cena. El frío de enero le reconforta.
Según clava la retina en la oscuridad, vuelve a suceder.
De algún modo lo presentía. Allí está. Una figura ataviada con ropa blanca y algo parecido a un sombrero de igual color sobre la cabeza. No lo duda un segundo y agujerea a voz en grito la noche de Malpaís.
—¿Quién es usted? ¡Oiga! ¡Oigaaa!