CAPÍTULO 33

A la espera de su siguiente sesión de hipnosis, Alma pasa el resto de la semana dejándose contagiar por esa cadencia de La Constante que frena los relojes: interpretaciones en el piano; lecturas de El Nuevo Norte a la caza, a veces, del sol, otras de la sombra; algún juego con Gabriel, inútil a la hora de domar sus extremidades. Víctor y el despertar de las emociones de su letargo. Es la mejor manera para apaciguar su inquietud.

Suelen pasear juntos al finalizar la clase. El último día le explica que cada vez tiene más alumnos y se le hace cuesta arriba desplazarse hasta la mansión. Ella es su principal motivación, más incluso que un discípulo de cuyo progreso se siente, por otra parte, satisfecho.

—¿Eso significa que estás pensando en abandonarle? —interpela Alma.

Precede a sus pasos un olor dulzón, una mezcla de gardenias y jacintos, a medida que van cambiando de un bucólico escenario al siguiente. El jardín muestra un esplendor sin palabras. Como había previsto ella, la primavera en Malpaís es fecundamente obscena comparada con otros paisajes cuya aridez conoce bien. Piensa en el secarral de Madrid y cuesta volver a él.

—Cuando termine este curso, tengo que tomar algunas decisiones.

—¡Oh, Víctor! Sería tan contraproducente para él perderte.

—He visto un local a pie de calle —añade.

—¿Para?

—Mi colegio. Como sabes, gano un buen sueldo, lo que me ha permitido disponer de recursos y la renta es accesible. Podría abrir el próximo otoño.

Alma guarda silencio; de repente constata el tictac de un reloj que vuelve a seguir su ritmo. La artificial felicidad se resquebraja.

—Es natural poseer ambiciones.

—¿Acaso tú no las tienes?

—Lo fueron terminar mi carrera y sacar adelante la farmacia.

—¿En pasado?

—Para proyectarse al futuro hay que saldar las cuentas con él.

—Mientras lo haces te pierdes el presente, princesa.

Víctor toma su cintura. Avanzan unos metros y se sientan en un banco para comerse a besos la nostalgia. A Alma le gusta, aunque un par de veces le haya retirado la mano de debajo de la falda. No se siente preparada.

—¿Estás bien?

—Claro.

—No te creo.

—Pues no sé por qué.

—Porque nunca hablas de lo que te ha sucedido. ¿Por qué viniste?

—Han muerto mis padres.

—¿Solo eso?

—¿Te parece poco cumplir veintiséis años, ser huérfana y no tener familia?

—Nosotros somos ocho hermanos y apenas coincidimos. Llega un momento en que cada uno ha de administrar su propia vida. Depender de las raíces es malsano.

—¿Y cuando no hay raíces?

—Te las construyes. —El maestro gira su rostro para remachar su afirmación con un gesto entre pícaro y provocador—. Quiero que me acompañes. Levantemos juntos el colegio. Puedes enseñar en él, he comprobado tu paciencia, tu intuición pedagógica con Gabriel. Ciencias naturales, química, música, qué se yo. ¿Qué tienes que decir?

Ahora han enloquecido las manecillas del reloj. Como si el cajón del tiempo hubiese aireado los diarios que un día echó al Manzanares y comenzaran a reescribirse. ¿Ella dejando la farmacia? ¿Viviendo en El Norte?

—Algunas cosas se saben. Son certezas ineludibles —prosigue Víctor—. No preguntes por qué. Solo interpretas qué es lo que deseas y ya está. Incluso el despilfarro de todo lo anterior…

Alma reconoce en estas frases algunos residuos de rabia asentados en su corazón porque las ha escuchado antes. Avivan sentimientos que otrora le parecieron sublimes. Aún no es capaz de saber si entonces estaban vacías o eran un autoengaño; ahora tampoco, y ni siquiera entrará a debatirlo.

De pronto se levanta y empieza a andar. No aclara nada, tan solo huye para recuperar la calma perdida. Y cuando las llamadas de Víctor suben el tono, escapa hacia la casa.

El viernes 26 de abril se acomoda expectante en la butaca de la consulta del doctor Costales.

—Mi admirada señorita Gamboa, tengo buenas y malas noticias para usted. ¿Por cuál quiere que empiece?

—¿Dónde está el señor Wasserman?

—De eso se trata. Mi estimado Charles debe acelerar su vuelta a Inglaterra, pues acaban de confirmarle su incorporación a un seminario en el Trinity College, en Cambridge, cuya relevancia le obliga a interrumpir su estancia aquí antes de lo previsto.

Alma frunce el entrecejo y se arrincona contra el respaldo.

—¡Oh! ¿Por qué se asusta?

—No lo hago.

—Entonces descruce los brazos y relaje los músculos faciales, de lo contrario pensaré que mi presencia le intimida. Hemos empezado por la mala noticia (positiva para mi colega), la buena es que valora que usted está preparada para enfrentarse a la muerte.

—¡¿Cómo?!

—¡Ajá! Ahora sí hace bien en encogerse, porque una mente maliciosa sospecharía que voy a blandir un machete para hacerla picadillo. Hoy inhumaremos a la joyita a quien dedicamos tantas horas. Y le aseguro que cuando cumplimentemos lo previsto, no pensará más en… —Costales chasquea la lengua—… ese individuo, ¿se llama…?

—¿Damián?

—¡Muy mal! Ha de olvidar su nombre también. —El médico echa un vistazo al reloj de bolsillo y arrastra una butaca enfilando a la de Alma—. Mister Wasserman vendrá en unos minutos; se los he pedido para explicarle lo siguiente. —No cesa de razonar mientras abre su cuaderno de notas—. Este diagnóstico lo he contrastado con un terapeuta, una especie de «padre confesor», como puntualizaría el maestro Jung, que coincide conmigo: mi admirada señorita, ha intimado con un patán.

—Para eso no necesito un psiquiatra —suspira ella.

—Sí, para extirparle la ceguera. Hemos errado desde el principio al suponer en él simples, aunque tenaces, habilidades de seductor. ¡Peor! Ese hombre ha resultado un narcisista con complejo de Edipo, un erotómano patológico de rasgos psicóticos. Impulsivo y compulsivo. Recuerde que le dio el alto en una parada de tranvía y al día siguiente ya le inundaba la farmacia de escritos suyos.

—Se enamoró. Nos enamoramos.

—No. Era un enamorado del amor que, además de concepto literario, se trata de una disfunción. El difunto había fabricado una mujer ideal, el prototipo de perfección mesiánica al que su «amada» debía adecuarse, pero tan sobresaliente que cualquier mácula le haría desestimarla, lo que se produciría tarde o temprano porque en un examen de idoneidad siempre aflorarán fallos. Es decir: tan pronto ascendía a los altares a sus conquistas como las desechaba enseguida en un estercolero.

—¿Tiene que ser tan explícito? ¿Tan duro?

—Sí.

—Me hace daño.

—Pues debo fustigarla.

—Fue perfecto… hasta que dejó de comportarse como era él.

—Señorita bobalicona, él colocó en su frente el cartel de no válida. Ese «caballero cortejador» que añora formaba parte del trámite de la conquista y en su exigencia rechazaba a una mujer y buscaba a la siguiente. Nunca se apiadó. No tuvo remordimientos. ¿Por qué tendría que demostrarlos usted?

—Porque no hice nada por socorrerle.

—¿Le ha entregado la nota que llevaba en su bolsillo?

—Sí, pero no la abre. Se ha guardado el sobre. «La leeré con calma», reconoce, sin embargo, yo necesitaría que lo hiciera ahora porque no puedo hablar.

La sesión de hipnosis avanza según lo planificado y la psique de Alma se sitúa en el escenario de su última cita con Damián. Madrid es un manto lúgubre que se escarcha en el suelo. El puente de los Franceses, un rincón desamparado y sobrecogedor.

—Acaba de asegurarme que no cambiaría nada, que, diga lo que diga en ella, ya ha tomado una decisión. Trato de abrazarme a él, pero ha retrocedido. Creo que evita el contacto físico.

—Pídale que se explique —invita mister Wasserman—. Que se tome su tiempo, no tienen prisa.

—Él sí. No cesa de mirar el reloj, pues debe tomar el tren nocturno a San Sebastián. Se marcha con su familia a pasar la Navidad. Y yo me quedo sola… —Los sollozos dejan paso a un llanto incontenible.

—Recapacite Alma —sugiere terminante el inglés—. Solo nos importa el aquí y ahora. El mañana lo moldeamos a nuestro antojo. Exija una aclaración: ¿en qué te he decepcionado?

Ella repite la cuestión, mientras se remueve en la butaca. Sus piernas se sacuden solas, sujetas a movimientos reflejos que no controla.

—Asegura que soy problemática. ¡Mentira! El destino nos hace enfrentarnos a episodios duros; no soy responsable de lo que hizo mi madre. Ni del obús que reventó a mi padre. Amar conlleva compartir obstáculos, aprender juntos. Pero tú no sabes hacerlo.

—Hace muy bien en defenderse. Invítele a que le hable de sus dificultades, ¿o no las tiene?

Alma distiende los labios anticipando una expresión de asombro y miedo, para, acto seguido, proyectar su voz.

—¿Qué haces, Damián? Baja, por favor.

—¿Qué está pasando, Alma?

El médico deja de escribir y mira al terapeuta satisfecho: se encuentran donde necesitaban llegar.

—Dice que seguir conmigo sería como subirse a una cuerda floja y se ha puesto en pie sobre una barandilla que nos separa del río. —Extiende los brazos tratando de atraparle—. Se ríe de mí, asegura que yo soy la que parece que está a punto de caerse. No quiero que se burle, me siento menospreciada.

—Bucee en sus emociones, ¿percibe rabia?

—¡Sí, porque me humilla! No lo merezco. Soy una mujer emancipada que lucha por sobrevivir en una sociedad que no lo pone fácil.

—¿Quiere vengarse de él? ¿Sería capaz de empujarle?

—¿Vengarme? ¡No! Me gustaría contagiarle mi desolación, en cambio me desaira… ¿Has bebido, Damián?

—¿Por qué pregunta eso?

—Nunca le he visto así. ¡Baja de ahí! Es peligroso, el pasamanos está helado, ¿no lo ves? No, no… no pienso subir. ¿Por qué me haces esto?

—¿El qué, Alma? —sondea mister Wasserman.

—Me llama. Como si quisiera que… —de pronto rompe a reír— bailáramos juntos. Ahora se ha sentado en la baranda y empieza a llorar. Esta vez ha sido la peor, dice, porque estaba seguro de que conmigo no se equivocaba. Mi desengaño le destroza. Pero… podemos intentarlo de nuevo, amor. Yo… te he perdonado todo. ¿Qué es eso? ¡Oh, no… no! No bebas por favor.

—¿Beber?

—Ha sacado una petaca del abrigo. Se pone en pie y… ¡Oh, sé lo que va a suceder! Lo he sabido desde que se ha acercado al río…

—¿A qué se refiere, Alma?

—Va a caer… ¡¡¡Ah!!! Ha caído al río. ¡Damiáááán! Dios santo, ¿qué puedo hacer?

—Eso es, ¿cómo reaccionó cuando Damián se abalanzó sobre el río?

—Grito, grito y grito. —Alma es una niña encogida que pide protección; sin embargo, la dejan que se venga abajo—. No hay nadie alrededor. Oigo un chapoteo en el agua, sus inútiles brazadas, pero soy incapaz de asomarme. Echo a correr hacia la carretera. Distingo acercarse un coche y levanto los brazos, me sitúo en medio de la vía, salto y solo consigo que me esquive mientras toca el claxon. Pasan interminables minutos sin que asomen los faros de un vehículo. Corro en una dirección y en otra, resbalo a causa del hielo sobre los adoquines… ¡Aguanta, amor! Te juro que encontraré a alguien.

—Usted no es responsable de hallarse en un paraje solitario ni de la imprudencia de Damián. ¿Qué más sucede?

—En mi desesperación aún no había mirado la hora. Han pasado quince minutos y me doy cuenta, horrorizada, de que nadie sobreviviría tanto tiempo en esas frías aguas inmundas. Al final saco fuerzas para acercarme al borde de la balaustrada y ahí abajo… está él. Reconozco la espalda de su abrigo, esa tela que he acariciado tantas veces… ¡¡Ha muerto!! Ha muerto y no he sido capaz de salvarle. No me queda voz, la he roto con mis alaridos, mi ánimo duda entre saltar con él o seguir agonizando. ¡¡Oh, qué insensatez!! No pienso saltar… no soy mi madre. Yo sobrevivo al dolor, no me dejo aniquilar. Poseo dignidad y coraje. Aprendí de mi padre a litigar contra lo adverso. Él me aleccionó con su ejemplo y querría que me sostuviera en pie hasta el final.

—Despídase de Damián, Alma. No ha conseguido hasta ahora decirle adiós y le martiriza. Hágalo ahora. —Mister Wasserman eleva el pulgar al doctor Costales.

—¡Damián, enséñame a avanzar con tu ausencia a mi lado! No te vas solo, una parte de mí te acompañará siempre. Se me han olvidado las amarguras de los últimos días, tu dureza, incluso lo que acabas de decirme… No habrá otra piel como la tuya, ni otros labios… ¡Adiós, amor! ¿Nos perdonamos? Debemos hacerlo —concluye Alma y guarda silencio.

Solo escuchan el ritmo del metrónomo. Su ordenado compás contrasta con el laberinto de Alma.

—Ahora, ¿qué decide hacer? —pregunta por fin el hipnólogo.

—Me marcho. Camino y camino hasta destrozar las suelas y ver las luces de un taxi libre. En casa me convierto en un robot sin atender a lo más elemental, ni comer ni asearme. Pero cuando me doy cuenta de lo sucedido, cuando interpreto que no he avisado a la policía y que una familia esperaría en el apeadero de San Sebastián a quien nunca bajó del tren, sentencio que mi escapatoria pasa por huir. Para reflexionar. Para llorar.

Para olvidarte, Damián.