CAPÍTULO 16

—¡Pobrecito! Ni siente, ni padece —espeta Eunice según saborea su café.

Las dos mujeres han almorzado junto a un quebrantado Gabriel que no ha abierto la boca casi ni para comer. Ahora sestean en la sala grande.

El despego con que Eunice alude a ese ser humano cuyo físico estremece es hiriente. El niño ha cumplido diez años en un envoltorio de anciano; ronda el metro ochenta y la distancia entre la muñeca y el dedo corazón de sus manos apunta ya veinte centímetros. Tiene unas piernas esqueléticas, lianas en vez de brazos, el esternón hundido y unas desmandadas costillas que se clarean a través del jersey que lleva puesto. Su inquietante perfil les desafía junto a la chimenea, de la que no se mueve desde hace rato.

—O abre los ojos o la boca, no tiene término medio. Así que a veces le toca comer con los ojos cerrados. Solo es un falto inofensivo, aunque su aspecto impresiona bastante. ¿Bizcocho, querida?

Al poco de saludarse, Eunice le ha subrayado su origen confirmando lo que le habían anticipado ya. Gabriel es el hijo huérfano de su sobrino Roberto, fallecido junto a su mujer de origen inglés tras la voladura del barco en que viajaban, a manos de un submarino alemán en aguas del Atlántico. Fue una temeridad embarcarse y una inutilidad buscar sus restos en mitad de la nada. Según le ha confesado la mujer, ella no alcanzó a disfrutar de una relación estrecha con su sobrino, pues pasó su infancia en internados pero le ha tocado ejercer de madre con su hijo.

—Tía abuela, eso es lo que me corresponde por edad. Las guerras no dejan muertos sino desamparados. Estaba solo en el mundo, igual que tú.

Nada más escucharlo le ha parecido que ese comentario nacía cargado de intención. A pesar de todo, Alma ha preferido no dejarse influir por él. También ha notado que en su exposición sortea toda referencia a su cuñada, lo que no deja de chirriar, pues era la abuela de Gabriel. En cambio es prolija en el escabroso anecdotario del niño.

—Mejor que no abra la boca ya que tiene los dientes descolocados. Es por la mandíbula, que está deformada. Los ojos se le quedan pitañosos y hay que limpiárselos con agua de manzanilla. Y desnudito resulta un poema, todo él lleno de huesos a cual más largo. Te voy a contar algo: al principio, cuando llegó hace dos años, Refugio le metió en la bañera y salió escandalizada diciendo que ella no le aseaba, que el niño tenía cola. Normal, le apunté yo. ¿Qué pretendes de un varón? Creo que la muy pava no había visto uno en cueros en su vida, más que para amortajarlo —Eunice hace un alto e ingiere otro pedazo de bizcocho—, y cuando están tiesos se les queda escurrida. Pero insistía histérica que Gabriel era el mismo demonio hecho carne. El caso es que después de unas cuantas tilas logramos que le quitara la ropa de nuevo. Y allí estaba la «cola», tal y como sostenía Refugio.

Alma la escucha recostada en el sofá, aprensiva de lo que Gabriel pudiera discurrir al escuchar estas intimidades sobre él. Interrumpe a Eunice para advertirle, pero ella le quita importancia y prosigue.

—¡El muy bendito ni se entera! Resumiendo: al parecer es otra de sus taras, porque le ha crecido mal el último hueso de la espina dorsal. No ganamos para disgustos, pero… es lo que Dios me ha mandado. Por lo menos hemos dado con un especialista atinado en París. Gabriel, cógete la cintura para que vea Alma lo que puedes hacer —ordena de pronto, mientras palmea.

El crío, igual que un juguete a pilas en acción, estira los brazos y rodea su espalda con la extremidad derecha hasta asomar medio antebrazo por el costado izquierdo revoloteando sus dedos de araña. Eunice se echa a reír y Alma siente ganas de llorar.

—¡Hala! Ve a tu cuarto que te han preparado el baño. Y tómate las medicinas. —Se le han empañado las gafas al carcajearse y las limpia con la servilleta de hilo—. Por lo menos nos hace pasar buenos ratos. No pongas esa cara de congoja, si le queremos mucho.

Su imagen cabizbaja, cargado de hombros, arrastrando sus pies, inspira a Alma tanta lástima que realiza un esfuerzo por no desmoronarse. Su siguiente pregunta, aunque trate de ser casual, no lo es.

—¿Usted nunca tuvo hijos, Eunice?

Ella mastica un bizcocho borracho de tristeza, y ya no habrá quien sortee la densa sombra que acaba de oscurecer la estancia.

—Una niña, pero murió. Dios no me quiso enviar más. En esta familia los hijos son un bien escaso. —Hace un alto para tomar un trago de café. Cuando continúa, su tono ha cambiado—. Ya me ha contado Refugio que te interesa el pasado.

Alma deduce que está al tanto de lo sucedido en el desván y se apresura en disculparse.

—No te avergüences por ser curiosa. Para eso estás aquí: para saber, ¿no es cierto?

Sí, es cierto, por ello soltará la duda que lleva horas corroyéndola y lo hará sin arbitrar en su garganta. Como un borbotón.

—¿Mis padres fueron dueños de unos laboratorios?

Acto seguido Eunice se lo ha confirmado sin resistencia.

—Tu padre estaba obsesionado con inventar medicinas que regeneraran los tejidos blandos, decepcionado porque la ciencia no había logrado mover las piernas de su suegro.

—¿Por qué los malvendieron?

—¿Quién te ha dicho eso?

Alma le explica sucintamente su encuentro con Ismael Velarde; quizá sea muy suspicaz, pero juraría que a ella le contraría lo que escucha.

—Tus abuelos, los padres de Carlos, alegaban sentirse desamparados sin él en Madrid. Un hijo único siempre tiene remordimientos si se le aleja de sus padres. Tú mejor que nadie deberías compartirlo.

Le acompaña la razón. Por más que desees volar, la responsabilidad hacia los progenitores pesa más. Pobre padre suyo, obligado a sacrificarse por el bienestar emocional de sus abuelos. Alma sujeta las lágrimas según fija la mirada en el fuego que se ha consumido hasta convertirse en un cúmulo de brasas incandescentes, mientras su tía empieza a desgranar el amor por su marido. Parece su tema favorito. Ilustra la bondad de Ninu, cuenta sus viajes peregrinando en pos del hijo que no llegaba… desmenuza su vida, hasta que percibe el relente porque ya ha anochecido. Entonces alega «Estoy cansada del viaje», y se levanta. Alma analiza su torpeza y Eunice, a pesar del tinte capilar y del maquillaje, es la viva imagen de una dulce ancianita sin más dobleces que los de sus faldas.

—Quédate cuanto desees, me daría pena perderte ahora que te he encontrado —le asegura.

Sin embargo, antes de desaparecer por el umbral de las puertas que acaba de descorrer, se pone rígida y suelta una advertencia con encono.

—De ahora en adelante, si deseas adentrarte en algún cuarto, te agradecería que me lo comuniques. En esta casa no hay fantasmas. Solo recuerdos.

Tal y como pronosticó ayer mismo Ismael Velarde, con quien coincidió en ese inesperado paraíso que se sitúa frente a los despojos de Providencia, la borrasca ha vuelto a arreciar. Lo prueba el repiqueteo de la lluvia sobre la vidriera, las ramas doblándose hasta donde se lo permite su elasticidad, el ulular de la ventisca colándose por las chimeneas… y el hombre que acaba de entrar en La Constante. Alma se da de bruces con él al bajar la escalera.

—¡Maldito viento! Mire cómo me ha dejado el paraguas. ¡Mecachis, hecho cisco! —se queja a una criada mientras le entrega el abrigo que le guarnecía—. Vea si puede recomponerlo. ¡Ah! Usted debe de ser la madrileña —apunta simpático—. Me presento; soy José Víctor Ramos, pero le aconsejo que me llame Víctor porque por José no respondo. Hay demasiados «Josés» en mi familia. ¡Y en España! Soy el preceptor de Gabriel.

Alma intercambia un protocolario saludo con el maestro, que la trata como si se conocieran de antiguo. No es mucho más alto que ella, delgado, de pelo castaño claro y unos ojos rasgados que sonríen mientras la examinan con curiosidad. Le resulta atractivo y cercano, aunque no es de extrañar dado el tiempo que lleva sin codearse con nadie más que Refugio y las criadas. Le ha robado un instante antes de empezar las clases; busca recabar información sobre el niño y juzga valioso su criterio. Por tanto la pareja se dirige a la sala grande donde imparten las lecciones en un aparte, tal y como le aclara él. Caldear la vivienda debe de resultar costosísimo, imagina Alma, y la mayor parte de la vida en La Constante se realiza en ese lugar.

Durante toda la noche, sus neuronas no han dejado de revolotear en torno a Gabriel, a la problemática dolencia, a su modo de digerir la realidad. Alma conjetura que él razona. Durante la cena estuvo escrutando sus gestos, por encima de su poca expresividad, y cree que la minusvalía apenas afecta a su capacidad intelectual.

—No estoy seguro —discrepa el profesor—. En ocasiones es como si hablara con una pared. Me cuesta evaluarle estrictamente, pues, si bien las operaciones matemáticas las aborda con soltura, el resto de las disciplinas son insondables para él. Tiene mente lógica, cierto, pero eso no implica que su desarrollo sea el normal.

—¿Sabe si ha tenido otros maestros?

—Soy el único y llevo un año. Mire, trato de adoctrinar a un alumno cuyos fonemas consisten en sonidos guturales, incapaz de memorizar y que apenas escribe. Siento ser pesimista respecto a su evolución porque nada me agradaría más que alcanzar progresos.

Le gusta su franqueza. Alma había temido toparse con alguien que cumpliera el expediente sin muchas ambiciones y comprueba que no es así. Mientras prepara sus útiles de trabajo, ella se ha encargado de ir en busca del niño, a quien le sorprende hallar en el salón de baile. Está sentado al piano, ensimismado en sus teclas, con los escuálidos dedos sobre ellas sin presionar ninguna. Al entrar se ha puesto de pie deprisa y ha descalabrado la banqueta sin querer. El ruido ha rebotado en el espacio magnificando el hecho, por lo que él ha reaccionado ocultando la cabeza bajo sus brazos como si se preparara para una reprimenda; sin embargo, Alma le ha quitado importancia, invitándole a sentarse a su lado mientras ella arrancaba unos acordes. Gabriel ha rehusado, prefiriendo la cristalera; pero no se ha ido, lo que demuestra que le agrada la música. Cómo le satisface este hallazgo, porque en las partituras anida un lenguaje que podría manejar con él.

Al terminar él le da la espalda, oteando a través de los cuarterones abiertos.

—Ha llegado tu profesor y lleva esperándote hace rato. El tiempo es valioso y no debemos perderlo —indica.

Alma se esfuerza en dulcificar su tono que a veces puede resultar áspero de tanto bregar con la clientela de la botica. Reconoce que, superado el primer rechazo que provoca su aspecto, empieza a empatizar con Gabriel. Con ese ser que exhala un rastro de animal herido que ella distingue a la primera.

Le extraña su actitud, pues parece ignorarla mientras sigue petrificado ante el mirador. Hace frío en el salón y el vaho del aliento del niño empaña un cristal donde perfila dibujos con sus dedos.

—Gabriel, no te distraigas. ¿Quieres que te acompañe o vas tú solo? Ya eres un hombrecito, no necesitas que nadie te arrastre de la mano.

El niño recula y agacha la cabeza sobre su pecho, camino de la puerta.

—¿Cuando acabes me contarás qué tal te ha ido?

Ni siquiera la ha mirado al salir. Alma no puede evitar sentirse desairada; seguro que no actúa con mala intención, pero le lastima su desdén. Por ello, y aunque la temperatura no invite, pasará los siguientes minutos tocando el piano ya que le reanima. Hasta que nota los pies entumecidos a causa del frío. Entonces se aproxima a la ventana para fruncir los postigos. Fuera advierte que la tormenta ha tronchado bastantes ramas y ve a Albín embozado en un impermeable de los que gastan los pescadores, derrochando fuerza en la sujeción de un árbol. No lo soporta, no obstante saberse a cubierto le transmite una artificiosa sensación de victoria sobre el jardinero.

Sostiene la nariz tan cerca del cristal que lo ha empañado y por ello aparecen sobre él los trazos que había realizado Gabriel. Alma comprueba conmocionada que no se trata de unos simples garabatos: sus grafismos son letras unidas con todo el sentido. Seis, repartidas en dos palabras.

Ella posee los necesarios conocimientos de ese idioma para entenderlas:

[2]

—El inglés es su idioma. —Alma acaba de asaltar al profesor en la escalera de piedra antes de que suba a su coche.

Ha esperado ansiosa a que terminara su clase para contarle su descubrimiento. Sigue lloviendo y no hay nada que la cubra.

—Disculpe, ¿podemos hablar de esto mañana, señorita Monteserín? Se me ha hecho tarde —ruega él con ganas de esfumarse.

—Gamboa, mi nombre es Alma Gamboa.

—Se está mojando.

—¿Me ha oído lo que le he dicho? Gabriel se expresa en inglés y todo el mundo le habla en castellano. Resulta un galimatías para él.

Fastidiado, Víctor Ramos asciende otra vez los peldaños a fin de ampararla bajo su recompuesto paraguas.

—Se está empapando. Ya había pensado en ello, ¿cree que soy tan inepto como para obviar la posibilidad de que no entendiera nuestro idioma?

—Es ridículo asegurar que ese sea su único problema, pero un chaval al que le arrancan a sus padres con ocho años, llevándolo a un país y una casa que no conoce, con independencia de su enfermedad, sufre un shock traumático. Cualquier psiquiatra se lo diría.

—¿Entiende de psiquiatría?

—¡No! Bueno sí, un poco. Soy farmacéutica. Entiendo de todo y de nada.

—Como los maestrillos de escuela, ¿no? —Víctor Ramos le clava sus pupilas mientras las suyas brillan cada vez más—. ¿Tiene usted los ojos verdes?

Están muy juntos bajo el paraguas, tanto como para que el aliento de uno acaricie al otro.

—¿Qué?

—La estoy mirando a los ojos y… No defino el color. Son bonitos.

—Perdón, creo que… debo… quiero marcharme.

—¿Le importa que retomemos mañana esta charla? O cualquier otra. A mí me gustaría —sugiere mientras, sonriente, regresa hacia el coche.

Alma entra en la casa contrariada. No entiende que se salte de un análisis serio a un coqueteo trivial, mas la vida se fragua en matices como este. Es un cuadro de pinceladas contrapuestas. Nadie podría vegetar eternamente en un drama ni en una comedia continuos. Por tanto, es de justicia que a cada crudo instante le suceda una bagatela igual a la que ella acaba de protagonizar. En esto consiste la Ley de la Compensación y pronto se dará cuenta de que no conviene frenarla.

—¡Querida! —Eunice le da el alto en el vestíbulo—. Veo que has conocido al profesor de Gabriel. Agradable, ¿verdad?

—Sí, muy agradable.

A unos pasos detrás de ella se sitúa Gabriel. Diría que parpadea y Alma lo asimila a un guiño de complicidad entre los dos. Por la escalera de servicio ve asomarse a Refugio llevando un papel en la mano.

—Mientras estaba con el piano la han llamado por teléfono. Aquí tiene el recado.

—¿Por qué no me ha avisado? —Su corazón da un vuelco, aunque aparente normalidad.

—Su abuela ordenaba que nadie la molestara cuando ella tocaba. Pensé que usted opinaría lo mismo.

Alma frunce el ceño mientras abre una nota por la cual no hay motivo para asustarse. Le sorprende que no contenga faltas de ortografía.

—Qué bien escribe, Refugio. A lo mejor podría ayudarme a preparar unos textos sobre música a Gabriel —sugiere con malicia porque sabe que la ha escrito Eunice.

En efecto, el sonrojo de las mejillas de la criada no obedece solo a su mala circulación. Tampoco el de Eunice.