CAPÍTULO 30

Le gustaría memorizar sus sesiones de hipnosis; sin embargo, las dos horas ocupada en ellas conforman un paréntesis que abre y cierra sin nada dentro. Al finalizarlas la invade el sueño y vuelve cabeceando la mitad del camino. A veces entreabre los ojos y presiente las preguntas que no formula Mauro, lanzándoselas a través del retrovisor. ¿Qué clase de médico es ese que deja a la paciente más baldada al abandonar su consulta?

Alma ha caído rendida en la cama. Poco después, en el primer duermevela ha empezado a agobiarse porque acumula tareas que deja inconclusas; de hecho empieza una y, sin terminar, va a por la siguiente. El moño, la diadema, el velo. Las ligas cosidas a un lazo.

Después ha bajado las escaleras envuelta en oropeles; no entiende cómo ha podido acomodarse en la berlina sin caerse de bruces.

—¿Arrancamos? —pide permiso el conductor y Alma le apremia. El camino es corto, pero se le hace tarde—. Él ya está.

—¿Ya?

—Sí. Él siempre llega con tiempo.

Mentira, a veces obliga a esperarle. Pretexta reuniones o citas de horario imprevisible. «Él ya está», recalca el chófer. Lo que no precisa es dónde y le divisa en mitad de la acera, mirando a ambos lados de la calle. ¡Ahí no! Debe aguardarla dentro.

—No, un momento —indica al conductor—. ¿No ve que aún no ha entrado?

El mecánico hace caso omiso y continúa avanzando; Alma vuelve a insistir, golpea su hombro, el reposacabezas, hasta que por fin habla.

—Nunca lo hace. Siempre se queda ahí fuera.

No le da tiempo a analizar lo que acaba de oír porque acaban de frenar ante la escalera y él, ceremonioso, abre la puerta. Ella sonríe, aunque intuye que algo no va bien. Entonces él interpone una mano a modo de barrera y tras arrancarse la camelia del ojal del chaqué, la estampa contra su vestido y se da la vuelta. Caen sus lágrimas sobre la tela de raso, resbalando hacia el suelo del coche en un trampolín.

La pesadilla la ha angustiado. El reloj le dice que no ha llegado a descansar ni una hora sin turbarse. Damián quebrando su sosiego de nuevo. Debe de ser una secuela de la hipnosis. Alma sacude los cojines del cabecero y, apoyada contra ellos, se esfuerza por controlar su respiración. Resulta desolador ponerse en la piel de aquella joven que ni llegó a salir de la limusina ni exhibió su traje de novia. Recuerda que al confesárselo, Damián empezó a sudar como si atravesara por el trance más violento de su vida; lo había decidido en la misma sacristía, al mismo tiempo que se acomodaban los invitados y su novia circulaba por las inmediaciones de la iglesia. «El amor es demasiado sagrado para hipotecarlo. Hubiera supuesto un error casarnos —adujo, manoseando una taza de café, bajo el amparo de la vidriada cúpula del Palace donde residía, o al menos eso creía Alma—. Estoy seguro de que ella ha terminado compartiendo mi resolución. —Después le acarició la barbilla—. Tú mejor que nadie conoces mis principios».

Esa fue la contraseña que arrinconó su resistencia, porque nada respalda un vínculo más que ser la elegida en la competencia con las anteriores parejas. «Transité por el desierto hasta conocerte. Ninguna merecería que me entregara como voy a hacerlo contigo».

En el cuarto de baño, Alma se rocía con agua helada antes de contemplarse en el espejo. Su rostro ya no le pertenece y comparte rasgos con el de otras mujeres que como ella se preguntaron antes «por qué». ¿Por qué dejó de funcionar si lo concebíamos perfecto? ¿Por un enfado pasajero, por preguntar o por callar? ¿Por apremiarle a tener hijos o por no desearlos con ahínco? ¿Por haberle presentado a sus padres demasiado pronto, tener muchos hermanos o tratarse de hija única? ¿Por sometida o muy independiente?

Si siempre opinó que conocerse había supuesto un milagro, ahora intuye que fue un infierno.

Al tener la certeza de que le va a costar dormirse, Alma rescata La rosa amarilla de la maleta. El presentimiento de que las páginas que devoró con fruición están cargadas de revelaciones entre líneas ha ido tomando forma en las últimas horas. Trató de imaginarse a la mujer que protagoniza la novela lejos de sospechar que su autor podría andar tan cerca de ella, por tanto no pierde nada con buscar la pista de Fabián en un repaso.

La de 1895 fue una primavera enardecida donde los ejércitos andaban en permanente alzamiento: uno tomaba las alcobas, a fin de aplacar la furia de sus cuerpos, y otro, el revolucionario, incendiaba las calles. ¿Qué hacías tú el día en que las tropas oficiales ajusticiaron al líder José Martí? Los insurgentes interpretaron que esa felonía merecía venganza y ahí catalizó la debacle.

¿Qué pensabas tú ese otro día de abril de 1896 cuando tu mirada volvió del revés las vísceras de un hombre que no era yo? Cuánto hubiera dado por sentir tu risa. Que allí donde reposaba el hígado apareciera mi corazón; en lugar de mi pulmón izquierdo viera la luz un páncreas inflamado de azúcar, y estremecerse de retortijones cada músculo porque tu baile detonó las leyes de la anatomía. Vestías de amarillo. Casi siempre lo haces. Tenías unos veinte años y el futuro rondándote como un novio. Veinte años, el deseo en la piel y en los ojos la sensualidad del Caribe.

No era yo quien recordó otra tarde de septiembre, en cuyo crepúsculo se había enamorado siendo un púber.

—¿Ha venido usted a casarse conmigo? —expusiste con un vaso de ponche en la mano—. Ha tardado, ¿eh? Sepa que ya estoy preparada.

¿Qué esotérica ley propició que volvierais a coincidir? Cualquier aclaración sería ajena a este mundo, porque esa noche también se alinearon los planetas como en Barcelona, lugar donde un joven besó a una niña y se envenenó de sus labios de guayaba.

Unas sobre otras se amontonaron las cartas de los Enamorados de cualquier tarot habido en kilómetros a la redonda, bendecidas por el Arcano Mayor de la Estrella. Oshun Ibú Kolé se bañó en aguas doradas, tras enviarte cinco plumas de pavo real, que cogiste al vuelo ensartándolas entre tus mechones de pelo; y la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de la isla, sonrió satisfecha dentro de cada una de las iglesias y ermitas de su territorio. Tu madre irrumpió en el salón. Me lo has dicho y te creo, pues a veces siento a las fuerzas del ultramundo rondarme. Ella, soplando a tu oído, te anunció: «Tal y como te prometí, hija mía, aquí te traje a tu esposo. Ahora, dame tú la nieta que tanto ansío, pues heredará nuestro don, y aún será mayor. Gracias a él le escucharán las almas heridas y aliviará males, si así se lo propone».

¿Cómo iba a dudar él que no fueras la mujer con la que debía casarse? Pocos meses de noviazgo necesitó para cerciorarse de que el tiempo que pasase sin ti estaba perdido. Yo hubiera hecho igual y los meses de la luna de miel los hubiera convertido en años.

¿Me llevarás algún día en un velero como la embarcación que os trasladó al paraíso de Providencia? ¿Me tomarás de la mano en ese edén de palmeras? ¿Caminaremos en dirección a la verruga de tierra conocida como Santa Catalina y cruzaremos el volátil «Puente de los Enamorados»? ¿Veré los cien mares que conviven en uno solo, bajo el cual se extiende una mina de corales que prenderé uno a uno de tu pecho? Al pie de la costa, entre mangles rojos y blancos, te esperaré una eternidad; vigilando los correteos de las iguanas por sus arenosas tierras o dormitando al sol cual tortuga.

Quiero saltar de la cama al mar y del mar a la cama, instruyéndote en una única disciplina. Ser prisionero dentro de un bucle de amor que no concluya, porque no hay mejor cárcel ni condena que amarrarme a tu boca. Beber tus besos y tomar la sal de tu cuerpo, pues tú serías mi único alimento.

De tal forma lo hizo aquel hombre que no era yo.

Si los cuentos hilan dos finales y la mayoría de los collares varias vueltas, el modo en que deslía por enésima vez las páginas de La rosa amarilla todavía no le permite vislumbrar una realidad nueva. Si cruza las palabras de Eunice con las aclaraciones del libro, está claro que retratan el encuentro entre Cécile y Ventura, su luna de miel en Providencia… Pero nada fehaciente subraya un amor entre su cuñado y ella.

Se dispone a prosperar en la lectura cuando las hojas de la ventana abierta empiezan a golpearse una contra la otra. Fuera se ha desquiciado un viento de tormenta. Mientras las cierra, localiza a una conocida figura frente a su ventanal. María Nieves ha acudido a su encuentro. Sabía que la rebeca en la verja componía un críptico lenguaje que las dos entenderían.

Expectante Alma elige un jersey que cubre el camisón, y escabulle La rosa amarilla bajo sus ropas antes de adentrarse en un jardín donde solo refulge la anciana, a unos doscientos metros de la casa, convertida en un faro que bendice sus pasos.

En la distancia corta la octogenaria es el abrazo de un sudario a un pellejo tan oscuro que se disuelve en la noche. Es tan diminuta que sorprende cómo puede sostener el peso de esos collares sin desmoronarse en el suelo. Hoy los lleva blancos, algunos hilados con semillas, otros mezclando conchas y cuentas. Sujeto a su muñeca sobresale un ancho brazalete de plata; se fija en él cuando le devuelve la prenda. La piel de lagarto de sus manos le provoca un escalofrío.

—María Nieves, sé que usted no habla, pero podemos comunicarnos. —Parece de Perogrullo apuntarlo—. ¿Por qué me busca desde que llegué?

La anciana esboza una mueca por la cual despunta una fila de dientes, en muy buen estado, algo que la deja admirada. Alma extrae la novela de debajo del jersey y nota cómo centellean los carbones de sus ojos al mirar la portada.

—Se debe a ella, ¿verdad? —pregunta. Después lo abre y muestra el retrato—. Conoce este libro. ¿Es cierto lo que se cuenta aquí? ¿Es la historia de Cécile?

Qué temblor la agita cuando el nombre se queda suspendido entre las dos. Alma palpa su sufrimiento, la nostalgia y el duelo por la pérdida de quien fuera su pequeña. Avanza un paso hacia delante para acariciarla, pero ella da otro atrás amedrentada.

—¿Quién escribió esta novela? ¿Lo hizo mi tío Fabián? —insiste en saber—. ¿Se conocían él y Cécile como sugiere aquí? ¿Hubo algo entre los dos?

Alma se desespera, porque entender su mente implica mirar por el ojo de una cerradura sosteniendo la llave dentro.

—Fabián murió delante de Providencia, ¿qué sucedió? María Nieves, usted es la única que puede ayudarme a desentrañar lo que otros se empeñan en ocultar. ¿Por qué Eunice, Refugio y los demás callan como lo hacen?

Nada quiebra su alambrada de silencio. Peor, el tímido temblor ha derivado en una convulsión que le fuerza a abrir los ojos aún más. Es como si dentro de su cabeza algo hubiera dejado de discurrir con moderación y se hubiera dislocado. Ya no retrocede un paso, sino varios acelerados, desapareciendo entre los macizos de boj hasta perderla de vista. Su reunión se salda con un camino que no han llegado a recorrer. Un terreno de verdades en barbecho. De vuelta a la vivienda la sobresalta un crujido de ramas pisadas a su espalda. Alrededor huele a moho y verdín.

—¿Quién anda ahí? ¿Es usted, María Nieves?

Ni siquiera espera a la respuesta y echa a correr hacia una casa que se alza más lejos de lo que imaginaba. El camisón dificulta sus zancadas y las zapatillas se escurren de sus pies, obligándola a trastabillar cada dos por tres. La humedad se mastica. La capota del cielo se hiende en latigazos amarillos y una amenaza atronadora se solapa a sus gritos.

—¡Déjeme en paz! ¿Qué quiere de mí? —vocifera sin descanso.

Apenas alcanza la entrada de la cocina, empuja con todas las fuerzas la puerta que dejó entreabierta al salir. Lo recuerda perfectamente. Sin embargo, desesperada, descubre que está cerrada desde el interior.