CAPÍTULO 9

Su cama es un mar de olas de algodón cuyos frunces se marcan en la piel como si contabilizasen sobre ella las bajas de una batalla.

Tampoco hoy puede dormir repasando el saldo de un amor que parece desperezarse durante sus vigilias. Igual que las primeras semanas en que Damián lo ocupaba todo y se reconocía incapaz de contener aquel ciclón. Entonces pasaba de la seguridad a la zozobra en un suspiro, en la eternidad de un beso, interrogándose si entre los libros que devoraba no habría algún tratado que previniera sobre ese desorden; aún hoy continúa sin responderse a las preguntas más elementales: ¿el enamoramiento debe discurrir ligero o trepidar entre brasas? ¿Es recíproco y proporcional a la intensidad comprometida? ¿Acaso deliciosamente desenfrenado?

Además de su madre, la farmacia y la universidad, enero, febrero y marzo de 1945 volaron entre salidas y entradas. Premières de cine y cenas a media luz. Bailes en boîtes de moda. Excursiones por los alrededores de Madrid. Un bolso nuevo, zapatos de estreno. Sus notas en color azul cielo tras cada despertar.

A partir de ahora mi piel confesará que solo unos labios dejaron huella al besarla. Ojalá la tuya pudiera compartir lo mismo. ¿Soy el único que ha hipotecado su ilusión buscando esa sensación cuyo hallazgo compensa los sinsabores de las decepciones anteriores? Nunca me engañes, pues me herirías en lo más hondo.

Conságrame tu boca, Alma. No quiero otro lugar para vivir.

Cada momento compartido no cesaban de devanar sus ideas sobre el amor; él reiterando su rastreo obsesivo hasta llegar a encontrarla y ella asintiendo, a veces con temor a defraudarle, y otras, alejando la posibilidad de una desilusión. Cuando alguna vacilación amenazaba con enturbiar esta magia, Alma apretaba sus manos y él traducía la contraseña, y sonreía sin más. El remanso de su mirada podía cortarle la respiración.

—No me analices así. Me pongo nerviosa.

—¿Cómo lo hago?

—Ya lo sabes. Como miran los hombres que dominan el mundo. Los que mandan y someten la voluntad de los demás.

—¿Eso crees, Alma?

—Cuando te brillan los ojos, sí.

—¿Qué podría hacer contigo ahora? Di.

—Lo que quisieras —confesaba anhelante.

Perturbadoras conversaciones cargadas de sensualidad que brotaban en los lugares menos idóneos: según tomaban un café en Embassy, un cóctel en Negresco. Cenando en el Casino o en el Club Puerta de Hierro.

—Quítate las medias —ordenó Damián en voz baja, una vez—. Ve al aseo y tráemelas.

—¿Ahora?

—Ahora. ¿No es una prueba simple para mi amor perfecto?

De la silla se levantaba una autómata dispuesta a complacerle, pues el reto urdía una mayor complicidad entre los enamorados. Aunque lo que ella deseaba era que Damián le hubiese quitado las medias con sus labios y después recorriera la sofocante senda que la desvelaba entre palpitaciones. No se habían acostado juntos todavía. Cuando llegara el momento lo sabrían, sostenía él, y a Alma le reconcomía la espera, tanto como imaginarse más ardiente que un hombre.

Al regresar llevando las prendas íntimas entre sus puños, podía encontrarse la mesa inundada de rosas y con la tuna preparada para dedicarle una canción. A su lado él, desplegando esa sonrisa capaz de caldear el invierno más frío.

—Gracias por hacerme sentir en el cielo —aseguraba Damián como broche a sus frases—, aunque lo mejor esté por llegar.

Resultaba tan letal su enamoramiento que se hubieran arrancado mutuamente las palabras de su boca para dejar solo dos: «Te amo».

De todos modos, Alma debía añadir otra realidad en su vida que la asaltaba teñida de un remordimiento: la sospecha de que para disfrutar de su amor estaba hipotecando el cariño materno. Por mucho que tratara de acudir al hospital con regularidad, su mente planeaba lejos de las esterilizadas salas pintadas de verde. Muy lejos de esa butaca de cretona, ajada en los reposabrazos y el cabezal, donde una vencida Lucía se hundía sin remisión.

—¿Por qué no nos sentamos en unas sillas y nos prestan algún juego? —amortiguaba su culpa ocupándose en actividades—. Un dominó, por ejemplo. Mi madre solía echar una partida con mi padre.

—En la silla se queja de dolor de espalda —replicó la enfermera.

—Pero parece una anciana encorvada sobre sí misma.

—Ustedes no son médicos. Los familiares vienen un rato y se creen en el derecho de ordenar su tratamiento. Déjennos hacer.

—Por lo menos díganme cuánto tiempo tendrá que permanecer aquí. Esta provisionalidad me corroe los nervios.

—¿A usted también? —apostilló irónica—. El caso de su madre es incierto. Depende mucho de lo que ella ponga de su parte.

Se empeñaba poco, a juicio de su hija. Lucía Monteserín permanecía ingresada en la Clínica de Reposo Santa Rosa desde últimos de julio del año anterior. Lo que Alma valoró como un episodio crítico había derivado en una dolencia crónica. Ella sabía que esa aparente docilidad no hacía sino enmascarar su indisciplina. Su madre no quería mejorar. Lucía se negaba a vivir.

Además del abandono, dolía el abismo del silencio. Por ello los días en que deshilaba el pasado en gruesos cabos de recuerdos, Alma se pegaba a su madre tratando de capturar algún aliento de lo que había sido. Le complacía especialmente el modo en que relataba los primeros encuentros con su padre.

Según explicaba, Carlos Gamboa puso sus pies en la encenagada tierra de Malpaís por primera vez los últimos meses de 1910, tras ser declarado el «elegido» por su abuelo Ventura Monteserín entre un montón de jóvenes ambiciosos con deseos de prosperar. Así se lo había comunicado en el Hotel Ritz. Después de una charla donde hablaron de todo lo que se puede conversar en la vida sin sonrojarse, Ventura se puso en pie parsimonioso. Sus manos plancharon el traje. Se sacudió las solapas, enfrentó las puntas del chaleco, miró el reloj de bolsillo y, posando una mano sobre el hombro del padre de Alma, se sinceró.

—Algo me dicta que posee algo que yo tuve. Llámelo arresto u osadía. Joven, he cumplido sesenta años y debo soltar lastre —adujo—. No puedo malgastar mis fuerzas y aunque sostenga empeños e ilusiones, no las materializaría nunca solo. Mis hijos, lo comprobará usted mismo, se me parecen en los matices, pero, salvo que los juntara en una única persona, no son como yo. Mañana le haré llegar unos billetes de tren. Permanecerá en La Constante un tiempo de prueba, hospedado en una pensión del pueblo. Por supuesto, le pagaré bien, como para despedirse de su empleo actual. Pasado el convenido plazo, ambos decidiremos si somos la horma del zapato del otro. ¡Buenas noches!

Carlos Gamboa tenía veintitrés años y estaba a punto de enamorarse de una joven de diecisiete llamada Lucía.

Sus dubitativas gracias quedaron suspendidas entre las lágrimas de las lámparas del Ritz porque el abuelo, espoleado por sus ganas de irse a la cama, nunca las escuchó. Quizá sí su nieta, años después. Quizá Alma, la tarde en que estrenó el traje de Balenciaga y almorzó por primera vez con Damián, recibiera un beso del aire en el hotel más lujoso de Madrid, sin apercibirse de que eran las gracias de su padre por permitirle Ventura Monteserín labrarse un futuro, por haber concebido a la mujer con quien se casaría. Y por obsequiarle la vida un regalo llamado Alma.

A juicio de su madre, el aprendizaje en la factoría, sus descensos a la mina, el encaje en una sociedad tan cerrada como la de La Constante resultó duro para su padre, quien se había visto obligado a dejar a sus progenitores marchitándose en Madrid; por suerte, la abuela Alma desplegó su hospitalidad, compensando estas amarguras. De hecho, su padre siempre aludía a su suegra con elogios: dotada de una fuerza sobrehumana, inquebrantable al desaliento y merecedora, por tanto, de la adoración que le profesaba su marido. Su madre también ponderaba sus habilidades como anfitriona, puesto que las fiestas que organizaba —sus ágapes, los bailes de debutantes en primavera o las verbenas de verano— se erigieron en el fermento social de la comarca. A su padre le agradaba la compañía de esa mujer de voz rasgada y acento germano, cuya dulzura brotaba cuando interpretaba al piano. Entre lo que escurre de los retratos y los juicios de sus padres, Alma ha compuesto una imagen de su abuela en la que mezcla feminidad y determinación varonil: una hechicera a sus cincuenta años bien cumplidos.

En una de esas mañanas de olor a desinfectante y confidencias familiares, su madre se recreó en otra donde ella acababa de llegar de El Norte, vestida con un armado traje de terciopelo, capa a juego y guantes beis. Carlos, su padre, acababa de salir de la mina tiznado de pies a cabeza. Fue la primera vez en que sus padres se toparon cara a cara.

—Hermana, te presento a Carlos Gamboa —adelantó Ventura hijo—. Es la nueva incorporación de padre a La Constante.

Él le tomó la mano sin aguardar a que se desprendiera de los mitones.

—¿Es usted picador? —bromeó.

—¡No! —aclaró, herido en su orgullo—. Soy farmacéutico y químico.

—Ya decía yo que esos brazos acarrearían poco peso entre ellos.

—Erramos cuando nos quedamos en las apariencias. Disculpe, acabo de ver que le he estropeado los guantes.

—En apariencia solo los ha ensuciado, debería lavarlos para saber si se iría la mancha. ¿No cree?

—Las que nos dejan las personas no son tan fáciles de erradicar.

—Deseo que mi «mancha» no se borre con ligereza. ¡Buenas tardes! —sentenció en un oráculo Lucía Monteserín.

Mientras repasaba escenas como esta, Lucía sonreía y parecía ser la de siempre, hasta que de un modo súbito algo se salía de sus raíles. Y vuelta a descarrilar.

Alma tardó algún tiempo en compartir con Damián el escenario de la enfermedad. Vacilaba en dar el paso, por si pudiese alentar algún prejuicio hacia ella, porque solo imaginar que su afecto se viera comprometido la derrumbaba. Pero cuando por fin se desahogó, le sorprendió su flemática reacción.

—Saldrás adelante, eres fuerte —afirmó, sin darle importancia; cuánta tranquilidad daba escuchárselo decir—. Estoy aquí para restañar tus heridas. Nunca iré por delante. Mira a derecha o izquierda, allí estaré. A tu lado.

Aquel amor parecía tan completo.

—¿De verdad no quiere acompañarnos?

—No me encuentro bien. Gracias, Refugio.

Según le ha contado Refugio, los domingos el servicio se toma el día libre, pero por deferencia a ella no lo había hecho desde su llegada. Hoy será el primero e irán a misa en comandita. El ama de llaves la ha invitado a sumarse, a lo que Alma se ha negado excusando mala salud.

—La previne. Malpaís no es bueno en esta época. —Refugio viste un abrigo estrecho y se ha encajado un sombrero como si fuese el tapón de su cabeza—. ¿Usted nunca acude a la iglesia?

La mujer trata de sonsacarla después de depositar un vaso de leche y una fuente de galletas sobre la mesilla. Su pregunta conlleva la aviesa intención de reprobar la conducta de una joven de veintiséis años, soltera y huidiza.

—Estoy peleada con Dios, Refugio —alega, madurando la respuesta.

—Dios es mal contrincante. Usted sabrá lo que hace. Hay gallina en pepitoria por si le entra hambre. Regresamos después del almuerzo.

Según la escucha zapatear camino del jardín, Alma salta de la cama. Bajo la manta ha tapado el pantalón; solo tiene que cambiar la mañanita de ganchillo por el abrigo. Las voces de las chicas a lo lejos prueban que la entrada está expedita y, una vez en el hall, acecha a través de los visillos el arranque de la camioneta.

La idea brotó mientras paseaba, en una de las pocas treguas en que la lluvia escampa. Sus pasos la acercaron a la cochera, donde Mauro y un par de peones pulían la carrocería de los coches que custodia La Constante y entre ellos Alma reconoció un Citröen similar a aquel con el cual aprendió a conducir durante unas vacaciones en la Costa Brava. Si fue capaz de llevar un automóvil por las escarpadas carreteras en zigzag de Cataluña, ascender la de la costa no entrañaría mayor dificultad. Pronto averiguó que las llaves se custodiaban en un cajón. Solo cabía esperar.

Para facilitar el acceso desde el exterior de la casa a su vuelta, encaja una alfombrilla dejando la puerta entornada, y una vez fuera confirma que las nubes no amenazan lluvia inminente. Resuelve arrogarse el plazo de una hora, decidida a no conducir lloviendo, porque los rastros de agua y barro podrían desenmascararla.

Accede a la cochera, despliega sus puertas y, tras rescatar la llave, cruza los dedos para encontrar combustible dentro del depósito.

A medida que se acerca a la playa, las nubes aclaran y el viento silba a través de los cristales. Todo discurre con precisión.

Alma avizora el paisaje porque en la subida la campiña sucumbe a favor de un panorama boscoso, salpicado por contundentes moles de piedra. Fijado en la cima emerge su destino: las ruinas de Providencia.

Cuando apareció en Malpaís distinguió vestigios de vida en su parte más oriental y todavía siguen gimiendo unas cortinas entre las ventanas. Apenas identifica un desvío a su derecha, aminora la marcha; a partir de aquí deberá guiarse por su intuición, pues no dispone de un plan preconcebido. ¿Qué busca? Ni ella lo sabe.

La calzada remonta cercada por matorrales y con visión escasa, hasta que a unos quinientos metros una verja carcomida corta el paso hacia la finca. Estaciona el Citröen y se aproxima. Varias vueltas de cadena fijadas gracias a un candado impiden su apertura. Encima de las oxidadas puertas, unas letras dan la bienvenida.

PROVIDENCIA

Circundando la verja hay un alambre de espinos que se injerta entre la maleza en dirección empinada. Lo más probable es que limite el perímetro, algo que complicaría colarse dentro. Empieza a caminar manteniendo a su izquierda la alambrada, pero después de un rato comprueba que resulta impracticable, y regresa.

—¿Hay alguien ahí? ¿Me oyen? —vocea.

Con la cabeza entre los barrotes se asoma a una avenida de gravilla, escoltada a ambos lados por unas imponentes ceibas cuyas raíces parecen aéreas. Las cercanas a la entrada tienen algo en torno a su tronco, lo que sugiere que alguien atiende aquel lugar. Desde su situación no se distingue edificio alguno, pero sí escombros. Alma agita las cadenas con tanto brío que el candado se abre y se desploma hundiéndose en la tierra. Solo precisa desanudar los eslabones para comprobar si las puertas se cierran de algún otro modo.

Minutos después se convierte en una furtiva penetrando en Providencia.