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:¿Has hecho una copia del manuscrito?, preguntó Tamun a Emerahl en cuanto establecieron la conexión onírica.

:Lo estoy intentando —respondió Emerahl—. La única razón por la que Barmonia me deja verlo es porque puedo traducirle el texto. No me deja transcribirlo. Ni siquiera me deja tomar notas. He tenido que memorizar lo que he podido y anotarlo en secreto.

:¿En qué medio lo estás transcribiendo?, quiso saber Tamun.

:Lo estoy grabando a fuego en la parte interior de mi odre de agua. Nunca lo encontrarán allí.

:¿En qué idioma?

:En hanniano. De ese modo, si lo encuentran, no sabrán qué dice.

:¡Tienes que usar los jeroglíficos originales! ¡El menor error de traducción puede alterar el significado de una frase!

:No cometerá errores de traducción, terció Surim.

:Gracias, dijo Emerahl, complacida por esta defensa de sus habilidades lingüísticas.

:Es posible que los cometa sin darse cuenta —argumentó Tamun—. No podemos correr ningún riesgo. En la antigua lengua de los sacerdotes, algunas palabras poseían dos significados.

Si Emerahl no hubiera estado en trance, habría suspirado. Tamun se había tomado mal la noticia de que el manuscrito no servía de nada. Se negaba a creerlo. Sostenía que el poema debía de ser una clave.

:Muy bien. Buscaré la manera de copiar los jeroglíficos. Y después ¿qué? Solo es una crónica. No hay ninguna indicación sobre dónde encontrar los secretos de los dioses.

:¿No? —El alborozo de Tamun vibró en la mente de Emerahl—. En lo que has recitado hay algunas pistas evidentes.

:¿Evidentes?

:Los secretos se consignaron en un medio indestructible. ¿Qué es indestructible?

:Nada.

:El oro —dijo Surim—. O al menos eso me explicó una vez un orfebre. Se puede fundir y alear con otros metales, pero por sí mismo no se oxida ni deteriora.

:Si los secretos están grabados en oro, y el oro se puede fundir, entonces los enigmas se pueden destruir, señaló Tamun.

:Así pues tiene que ser algo tan duro y sólido que no se pueda romper.

:¿Diamantes?, sugirió Emerahl. Recordó el tesoro que habían encontrado en el féretro. Había un montón de piedras preciosas entre las joyas y las baratijas.

:Un diamante se puede cortar con otro diamante —aseveró Tamun—. Eso lo hace tan frágil como el oro.

:¿Qué más hay allí?, preguntó Surim.

Los Mellizos guardaron silencio, meditabundos. La mente de Emerahl no hacía sino volver a las joyas y las baratijas. Si los secretos estaban inscritos en un diamante, esconderlo entre el tesoro habría sido una idea astuta.

Sin embargo, no cabían muchos secretos en una piedra preciosa. Algunas de las gemas eran increíblemente grandes, pero no había espacio para grabar más que unas cuantas palabras.

:Sería más fácil si sencillamente lo robaras y nos lo trajeras.

:¡No pienso robar esa caja llena de oro! Incluso si no fuera un trasto grande, horrible y demasiado pesado. Sabemos que los Servidores pentadrianos lo quieren. Cuando llegara a la costa, tal vez tendría a la mitad de los Servidores de Ithania del Sur pisándome los talones. Y quizá no encontraría un barco para…

:Emerahl. Despierta. Ha ocurrido algo. El traidor ha…

De pronto, Emerahl oyó una voz. La voz de Barmonia. Estaba gritando. Emergió del sueño al instante y recuperó un estado de conciencia plena.

—¡… maldito ladrón, hijo de una ramera! ¡Te sacaré las entrañas con mis propias manos y se las daré…!

Emerahl se levantó, se envolvió en una manta y salió a toda prisa de su tienda. Los gritos procedían del lugar donde estaban los aremes y los criados. Las palabras de Barmonia retumbaban en la serenidad de la noche. Kereon y Yazir se hallaban de pie junto a la hoguera, el primero refunfuñando y el segundo mirando con los ojos abiertos como platos. El mayor de ellos vio a Emerahl y le hizo una seña en dirección a la tienda de Barmonia.

La colgadura de la entrada estaba abierta, y se entreveía un estropicio en el interior. En el suelo había un objeto hecho añicos: el manuscrito.

—Destrozado —dijo él.

Emerahl maldijo para sus adentros. Barmonia había protegido con tanto celo el manuscrito, insistiendo en estar presente cuando alguien lo estudiaba, que ella había dado por sentado que estaría a salvo.

«¡Soy una estúpida! —pensó—. Los Mellizos se pondrán furiosos».

Los gritos cesaron, y de la penumbra surgieron dos figuras. Mikmer y Barmonia discutían.

—… cruzado con él en la oscuridad. Podemos ir en su busca cuando salga el sol —decía Mikmer.

—Ocultará sus huellas en cuanto se percate de que le seguimos el rastro. Voy a encontrar a ese traidor criado por una meretriz…

Barmonia se quedó paralizado al ver a Emerahl y cerró la boca. Ella intentó disimular la gracia que le hacía la escena.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Yazir con voz débil y asustada.

—Ray ha destrozado el pergamino —refunfuñó Barmonia—. Los criados dicen que ha cogido un arem y se ha largado.

—¿Cuándo?

—No hace mucho.

«Hace unos minutos —dedujo Emerahl—. Sin duda Ray lo ha decidido mientras hablaba con los Mellizos sobre el pergamino. Si lo hubiera planeado con antelación, ellos lo sabrían».

—¿Llevaba algo consigo? —preguntó Kereon.

—Una mochila y una alforja grande —respondió Mikmer. Frunció el ceño cuando Barmonia corrió a su tienda—. ¿Por qué?

De la tienda del líder llegó un rugido. Barmonia salió con la cara enrojecida de rabia.

—Se ha llevado el tesoro.

Un leve escalofrío recorrió a Emerahl. «Si tengo razón y los secretos están en un diamante oculto en el tesoro…».

No le sorprendió que Ray hubiera robado las joyas. Iba a necesitar dinero, ya que los Pensadores dejarían de considerarlo uno de los suyos en cuanto se difundiese la noticia de su traición. Lo que no tenía sentido era que hubiera destruido el manuscrito, cuando se suponía que debía hurtarlo.

¿Había llegado a la conclusión de que el secreto estaba guardado en el tesoro?

El pergamino no iba a ir a ninguna parte. Si era posible restaurarlo, los Pensadores lo harían. Ella no necesitaba quedarse a aguardar a que esto ocurriera.

«Lo que importa es recuperar el tesoro».

—No podemos esperar hasta el amanecer —gruñó Barmonia.

—Deberíamos separarnos, llevarnos un par de criados cada uno y salir en distintas direcciones —propuso Kereon.

Mikmer exhaló un suspiro y asintió.

—Yo iré por el norte. Alguien debería quedarse aquí a custodiar lo que queda del manuscrito.

Barmonia estaba pensativo.

—No tiene sentido enviar a Yazir. Y más vale que me quede. —Se dirigió a Kereon y a Mikmer—. Traedlo aquí. Yo me encargaré de él.

Los dos hombres asintieron y se alejaron a toda prisa. Emerahl los oyó gritar órdenes a los criados.

—Yo también puedo ir —se ofreció ella.

Barmonia le dedicó una mirada dura, desconfiada.

—No. Podría ser peligroso.

Ella sonrió débilmente.

—Lo dudo.

—No. Te necesito aquí.

—Ya he traducido el manuscrito —protestó—. ¿Qué más quieres que haga?

—Quédate donde te pueda ver —respondió él—. Para serte sincero, no me fío de ti.

Ella se encogió de hombros.

—Muy bien. Volveré a la cama entonces.

—Quédate cerca de la hoguera —le ordenó él.

Emerahl vaciló. Tuvo la tentación de marcharse; él no podría retenerla. Pero cabía la posibilidad de que aún quedara algo importante relacionado con el manuscrito. Quizá convenía que siguiera llevándose bien con él.

De entre las sombras salió un criado. Les comunicó que habían visto una luz avanzar por el camino que conducía a las tierras bajas.

«Una luz, ¿eh? Dudo que Ray sea lo bastante estúpido para llevar un farol encendido, teniendo en cuenta que cuando salga la luna habrá una claridad más que suficiente. Lo más probable es que haya atado una lámpara a un arem y le haya dado una buena palmada para que se alejara en dirección a las tierras bajas. Él habrá tomado la dirección contraria, hacia Glymma y su recompensa».

Un poco de exploración mental lo confirmaría.

Con un falso suspiro de exasperación, Emerahl se acercó a la hoguera consumida, se tumbó en una de las esteras y se tapó con la manta.

Yazir y Barmonia regresaron a sus tiendas. Ella oyó a Barmonia murmurar algo sobre el manuscrito y la posibilidad de salvarlo. Pronto estaría demasiado distraído para verla escabullirse.

Entonces ella recogería sus cosas, montaría en un arem y se pondría en marcha tras el traidor y los objetos robados.

Auraya se dejaba llevar en el trance onírico, sola. Bajo el Santuario, dos siyís aguardaban su liberación. En menos de dos días, ella huiría de Glymma y de Nekaun.

En algún lugar, en una habitación más cercana, el cuerpo de Mirar descansaba mientras su mente exploraba los pensamientos de otros. Notó con alegría que la recorría una oleada de afecto y anhelo. Al principio, bajo la personalidad de Leiard, había sido su mentor, y más tarde su amante. En Si se había convertido de nuevo en un maestro, después en un enemigo. Ahora era un aliado oportuno. Una mano tendida. Un amigo.

«Me gusta —pensó—, y no porque me recuerde a Leiard. Como no puedo verlo, mis ojos no me hacen creer que hablo con él. A veces percibo algo de Leiard en su manera de expresarse en las conexiones oníricas, pero en general soy consciente de que hablo con otra persona.

»Mirar. El enemigo de los dioses —pensó Auraya con ironía—. También lo es Jade, pero eso no me impidió apreciarla una vez que la conocí. ¿Debo odiar a todos los que ellos odian para que me consideren leal?

»No pueden forzarme a sentir amor por alguien. ¿Sucede lo mismo con el odio?».

Era una pregunta interesante, pero aún le quedaba mucho por hacer. Había estado explorando mentes cada noche desde que Mirar lo había sugerido. Poco a poco, ambos habían reunido suficiente información para confirmar que los pentadrianos habían enviado Servidores a todos los países de Ithania del Norte con el cometido de instalarse allí y convertir a los habitantes de la zona. Los Blancos habían conseguido descubrir y frustrar la mayoría de los intentos, incluido el más sonado, en Dunway.

Proyectó sus sentidos, buscando la mente más cercana, pero de pronto se detuvo, sorprendida.

No muy lejos de allí, la magia en el aire vibró con unas voces alteradas.

:… pasa cuando no consultas a los demás.

:Lo consulté.

:Hablamos de ejercicios y maniobras, no de la movilización de todo un ejército.

:Movilizar con rapidez un ejército requiere práctica.

La voz defensiva pertenecía a Huan, mientras que el acusador era Saru.

:También alimenta las expectativas y…

«He topado con otra conversación de los dioses —comprendió Auraya—. Chaia me advirtió que podían descubrirme. Debería dejar de escuchar y…».

:¿De verdad crees que se tragará una excusa tan pobre? —inquirió la voz de un hombre mayor. Lore. Auraya vaciló, asombrada al comprobar que, aparte de Chaia, otros dioses plantaban cara a Huan—. Los circulianos se empiezan a preguntar si sabemos lo que hacemos.

:Algo de lo que no se me puede culpar —alegó Huan—. Yo no di la orden de desmovilizarlos.

:¿Qué pretendías que hicieran sino terminar los ejercicios y volver a casa?

Chaia era quien había formulado la pregunta. A Auraya se le alegró el corazón al oír su voz.

:¿Realizar más ejercicios, tal vez? —sugirió Huan—. Es una lástima que ordenaras su desmovilización. Les habría venido bien un poco de entrenamiento.

:Un entrenamiento que sabías que los pentadrianos descubrirían —señaló Lore—. No puedes fingir que ignoras las consecuencias.

:Habrían matado a Auraya —afirmó una voz queda femenina. Solo podía tratarse de Yranna—. Y se habría restablecido el equilibrio.

:No, se habría inclinado en favor de los pentadrianos —repuso Lore—. Tienen a Mirar.

:Que no luchará, les recordó Saru.

Huan hizo caso omiso del comentario.

:Nunca hemos estado en mejor situación para librarnos de él también, declaró ella.

:Si lo único que te preocupa es el equilibrio, podemos ordenar a Auraya que se mantenga alejada de cualquier batalla.

:¿Y obedecería si los circulianos fueran perdiendo?

Aunque los dioses se enzarzaron en una discusión sobre si se podía confiar en ella o no, Auraya empezó a dar vueltas en la cabeza a la afirmación de Huan de que la situación era óptima para librarse de Mirar. ¿Cómo podía serlo, si él se hallaba en el centro de poder de los pentadrianos? Tal vez había un asesino al servicio de los Blancos allí. En tal caso, ¿cómo había conseguido pasar desapercibido para las Voces? ¿O no sabían para quién trabajaba?

:Auraya no es la razón por la que los circulianos irán a la guerra, bramó de pronto Huan.

«¿A la guerra?». De súbito, Auraya lamentó haberse distraído. ¿De verdad iban a atacar a los pentadrianos o simplemente hablaban de posibilidades?

:No irán a la guerra —replicó Lore—. Un par de conspiraciones para convertir a los circulianos no es motivo suficiente para invadir otro continente.

Auraya se sintió aliviada.

:Los Blancos solo irían a la guerra si se lo ordenáramos, convino Saru.

:¿Y bien?, inquirió Yranna con voz serena.

:No está bien interferir —dijo Lore con firmeza—. La decisión la deben tomar ellos mismos.

:No veo por qué no podemos influir en ella —arguyó Saru—. La última vez la iniciativa fue de un mortal. ¿Por qué no puede ser nuestra esta vez?

:Solo lo consentiré si no involucramos a Auraya, dijo Chaia.

:Estúpido —espetó Huan con desprecio—. Si por ti fuera, volveríamos a los viejos tiempos, cuando el mundo estaba lleno de dioses y ninguno de nosotros podía hacer nada sin que los demás lo espiaran.

«Espiar…». Al recordar la advertencia de Chaia de que no los espiara, Auraya procedió a desconectarse de mala gana de la discusión de los dioses, que volvía a acalorarse.

:… se lo voy a decir…

:Una vez que…

:Yo no…

Mientras las voces se extinguían, recuperó la conciencia y abrió los ojos. Repasó mentalmente algunos fragmentos de la conversación. Había mucho sobre lo que cavilar. Enumeró para sus adentros los puntos clave.

«Los dioses quieren ir a la guerra. Sencillamente no se ponen de acuerdo sobre el momento oportuno y los actores.

»Para ser seres que no han tenido reparo en romper sus propias reglas con tal de matar a Mirar, están sorprendentemente preocupados por que la guerra sea una contienda justa entre iguales.

»Chaia me sigue defendiendo. De hecho, al parecer ha aceptado apoyar la contienda a cambio de que me dejen fuera de ella.

»Mirar no está tan seguro en Glymma como él cree».

Si se lo advertía, ¿se estaría aliando con el enemigo de los dioses?

¿Tenía eso importancia?

Lu no se había sentido tan cansada desde… que había dado a luz a Ti. Como en aquella ocasión, no podía dormir pese a su agotamiento. Si en aquel entonces había pasado la noche en vela debido a la preocupación por Ti, que había nacido débil y enfermizo, ahora estaba inquieta por toda su familia.

Se volvió hacia Dor, su esposo, que contemplaba el cielo nocturno con el ceño fruncido. Tenía el pómulo hinchado y ennegrecido. Había recibido un golpe de uno de los guerreros, harto de los intentos de Dor por convencerlo de que los dejara marchar.

«Es como intentar convencer a las estrellas de que bajen. “Guerreros y criados por igual, todos seguimos a ciegas nuestras reglas y tradiciones”. Es lo que habían dicho los pentadrianos. —Arrugó el entrecejo—. Según ellos, podrían introducir reformas en Dunway, pero nada cambiará mientras los clanes no lo quieran. Prefieren que todo siga igual».

—Todo por su culpa —dijo alguien cerca. Otra voz murmuró una respuesta en tono defensivo.

Los aldeanos y recién llegados habían mantenido disputas en voz baja desde que los guerreros les habían ordenado que se acostaran a dormir. Ella había escuchado los argumentos y las acusaciones, los temores y anhelos. Al mismo tiempo se habían oído sollozos débiles procedentes de todas las direcciones, y el viejo Ger había empezado a toser otra vez.

—¿… a quién creemos? ¿A ella o a ellos? —dijo una voz que Lu atribuyó a Mez, el herrero.

—Ella conoce la verdad. Tiene poderes. Sabe leer la mente —respondió alguien. Era Pol, un granjero.

—Podría estar mintiendo.

—¿Por qué habría de mentir?

—Porque no le interesa que los extranjeros intervengan y mejoren la situación de los pobres. Ha llegado a un acuerdo con I-Portak para que él y sus guerreros conserven el control.

—Los dioses la eligieron —dijo Pol—. Aún soy devoto del Círculo.

—Esto nunca habría pasado si contáramos con un sacerdote propio —se lamentó Roi, la mujer del panadero.

Nadie habló por unos instantes. Ger dejó de toser.

—Da igual —añadió él con voz ronca—. No le importamos a nadie. Ni a los recién llegados, ni a los guerreros, ni a los Blancos. Si les importásemos a los recién llegados, se habrían marchado a casa en lugar de ocasionarnos problemas.

—Intentábamos mejorar las cosas —interrumpió otra persona. Lu reconoció la voz de Noenei. Lu siempre había admirado la dignidad y serenidad de esta mujer. Pero ahora que se dirigían a Chon para ser juzgados, dichas cualidades perdían todo su valor.

—No deberíais haber traído a los criados —le recriminó Roi—. Eso atrajo su atención.

—Solo… solo queríamos ayudarlos.

—Pues no lo habéis conseguido. Fíjate en qué situación nos habéis puesto. Vamos a morir porque no supisteis dejarlo cuando debíais.

Se impuso otro silencio.

—¿Por qué no renegasteis de vuestros dioses para rendir culto a los nuestros? —preguntó con rabia alguien desde lejos—. Ni uno de vosotros se hizo circuliano, pero muchos de nosotros nos hicimos pentadrianos. Creo que si de verdad hubieseis querido ser dunwayanos, os habríais convertido.

La respuesta llegó de otro forastero, situado demasiado lejos para que Lu entendiera sus palabras.

—Vuestros dioses no os están ayudando ahora, ¿verdad? —dijo una mujer con acritud—. Tampoco nos están ayudando a nosotros. ¡Ojalá no hubieseis venido nunca!

Otros se mostraron de acuerdo. La tos de Ger se tornó más ruidosa. Se lanzaron más acusaciones. De pronto, había una multitud hablando a gritos. El aire estaba cargado de rabia y miedo contenidos. Alguien se puso en pie de un salto, y Lu se encogió al advertir que propinaba una patada brutal a una persona a quien ella no alcanzó a ver. Sonó un alarido de dolor seguido de varias exclamaciones de protesta, y la gente empezó a levantarse, unos para golpear a los forasteros, otros para apartarse.

Lu cogió a Ti y se volvió hacia Dor, pero este había desaparecido. Miró en torno a sí con el corazón en un puño.

—¡BASTA!

La intensidad de una luz la cegó. Ti empezó a lloriquear.

—¡NADA DE PELEAS!

La voz era de la Blanca. Poco a poco, Lu empezó a recuperar la visión. Pestañeando, sujetó a Ti contra el pecho mientras buscaba a su esposo. Unos guerreros marchaban campo a través vociferando órdenes.

—¡Pentadrianos a la derecha, circulianos a la izquierda! —gritó uno de ellos.

«Nos están separando —advirtió Lu—. ¿Dónde está…?».

Dor emergió de la muchedumbre con el rostro tenso a causa de la rabia contenida. Ella corrió hacia él y notó que su expresión se suavizaba. Suspiró aliviada cuando él la abrazó. Luego reparó en la sangre en sus nudillos. Lo miró de forma inquisitiva.

Él esbozó una sonrisa forzada.

—Un golpe de suerte —dijo—. Después ya no me he podido acercar. Nadie podía. En su mayoría son hechiceros.

—¿Hechiceros? —repitió ella.

—Sí —respondió él con resignación—. Creo que la Blanca tiene razón. La gente común puede poseer unas cuantas habilidades, pero ninguna comparable a las que he visto. Nos han engañado, Lu.

Lu bajó la vista hacia Ti, que lloraba a lágrima viva con la carita inclinada hacia atrás, y luego la dirigió hacia los forasteros —mejor dicho, pentadrianos— que en ese momento se instalaban en el otro extremo del campo. Experimentó un sentimiento nuevo para ella.

Odio.