13
—¡Ohuaya!
Cuando el pequeño borrón algodonoso cruzó la enramada a toda velocidad, Auraya se puso en cuclillas y extendió los brazos. Travesuras trepó hasta sus hombros y le restregó el carrillo bigotudo contra la oreja.
Tytee, la siyí que solía cuidar del viz, emergió de la habitación lateral de la que Travesuras había salido dando saltos.
—Bienvenida a casa, sacerdotisa Auraya —le dijo, sonriente.
Auraya percibió alivio en la mujer mientras rascaba a Travesuras, que soltaba gimoteos suaves.
—Ohuaya güelto. Ohuaya güelto —repetía sin cansarse.
—Gracias, Tytee. Cualquiera diría que he estado fuera varios meses —observó Auraya, sorprendida. No había visto al animalillo tan emocionado desde que lo habían raptado en su tienda antes de la batalla contra los pentadrianos—. ¿Le ha ocurrido algo?
—No. Estuvo bien hasta un día después de que te marcharas —le dijo Tytee—. De pronto, se angustió y empezó a repetir sin parar «Ohuaya no está». Luego se puso muy triste. Era como si estuviera de duelo por ti. Lo llevaba conmigo a todas partes, temiendo que languideciera como algunos ancianos cuando muere su pareja.
Auraya sujetó a Travesuras entre las manos y lo observó con atención.
—Me pregunto si…
Redujo un poco el grosor de su escudo mental. Inmediatamente oyó una voz familiar en su cabeza.
:¡Ohuaya güelto! Tras las palabras alegres se apreciaba un trasfondo cada vez más débil de tristeza y desconcierto.
La invadió un sentimiento de culpa. De algún modo, Travesuras había establecido una conexión con su mente. Cuando ella había entrado en el vacío, esa conexión se había roto. La única explicación que se le había ocurrido al viz era que su dueña había muerto.
—Pobre Travesuras —dijo, abrazándolo con fuerza. Al instante, la alegría de la bestezuela trocó en irritación y se retorció para liberarse. Acto seguido, trepó a su cesta y se acurrucó dentro.
—Travsras duerme.
Tytee se rio.
—Ojalá los demás fuéramos tan fáciles de satisfacer —comentó.
—Y de perdonar —añadió Auraya—. Gracias por ocuparte de él durante mi ausencia.
La mujer se encogió de hombros.
—No tiene importancia. Siempre es divertido y mucho menos exigente que los niños a los que cuido. Debo…
—¿Sacerdotisa Auraya?
Ambas se volvieron y vieron a la portavoz Sirri en el vano de la puerta.
—Pasa —le indicó Auraya, haciéndole una seña. Cuando la portavoz entró, Tytee se excusó y se marchó.
—Bienvenida —dijo Sirri.
—Gracias. —Al notar que la líder de los siyís estaba tensa, Auraya se concentró en ella. Advirtió que la preocupación de Sirri por la prolongación de su ausencia había ido en aumento. También la había inquietado la presencia en Si de un pisatierra desconocido.
—¿Cómo ha ido todo? —le preguntó Sirri.
—Muy bien —respondió Auraya—. Jade se ha ido a su casa. Aprendí muchas cosas con ella. Posee abundantes conocimientos sobre la sanación y los remedios. —Señaló la bolsa que había llevado consigo.
—¿Y a pesar de ello no podía tratar su propia enfermedad?
Auraya sacudió la cabeza.
—Mandó a buscarme porque no podía conseguir lo que necesitaba por su cuenta.
—¿Se encuentra mejor?
—Sí.
Sirri inclinó la cabeza afirmativamente.
—Bien. —Sirri sonrió—. Ya te volvemos a tener toda para nosotros.
—¿Ha ocurrido algo mientras estaba fuera?
—Nada grave. Solo una pequeña disputa entre jefes de tribus —le dijo Sirri, suspirando—. Me temo que no puedo quedarme a explicártelo. Estaba en una reunión de líderes cuando me han comunicado tu regreso. He pedido un receso, pero no puedo hacerlos esperar. Tengo que volver para hacer entrar en razón a los dos hombres.
—¿Sobre qué es la disputa?
Sirri torció el gesto.
—Minas. La tribu de la montaña de Fuego sostiene que le corresponde todo aquello que se extraiga de los yacimientos que se extienden al otro lado de la cordillera que separa sus territorios.
—Ah. No será fácil de zanjar. Que te sea leve.
—Gracias —dijo Sirri en tono seco y echó a andar hacia la puerta.
—Ya me contarás cómo lo resolviste, si tienes tiempo.
—Así lo haré.
Sirri salió apartando la colgadura de la puerta y se alejó a toda prisa. Por fin sola, Auraya se sentó en una silla.
«Todo vuelve a la normalidad —reflexionó. Sacudió la cabeza—. No, solo lo parece en la superficie. Tengo la mente protegida, y mi cuerpo ya no envejece. Por lo que respecta a los dioses, nada es como antes…, o como debiera ser».
No había tenido noticias de las deidades desde la última visita de Huan y Saru. Después de que ambos desaparecieran en busca de los otros dioses, ella había supuesto que Yranna, Lore y Chaia se acercarían también a la cueva, aunque solo fuera para confirmar las acusaciones de Huan.
«Tal vez Huan no se lo contó a Chaia —pensó—. Hay tantas cosas que dependen de Chaia… Debo hablar con él. Necesito saber si aprueba lo que he hecho».
Consideró brevemente la posibilidad de llamarlo, pero eso no siempre había captado la atención del dios en el pasado. En lugar de ello, se propuso tratar de encontrarlo mediante la exploración mental.
Cerró los ojos, redujo el ritmo de su respiración y se dejó caer en un trance onírico. Al principio, exploró de manera superficial las mentes de los siyís de los alrededores, hombres y mujeres entretenidos en tareas domésticas, y de una pandilla de niños que jugaban. Proyectó sus sentidos más lejos, representándose las mentes del mundo como puntos luminosos, y buscó las presencias más grandes y brillantes.
Encontró una figura femenina desconocida y supuso que se trataba de Yranna, pues sabía que a Huan la habría reconocido al instante. La diosa no conversaba con nadie, y Auraya no alcanzaba a escuchar sus pensamientos. La confirmación de que en realidad no podía leer la mente de las divinidades la tranquilizó. Siguió explorando y topó con una presencia masculina. No era Chaia, de modo que continuó con la búsqueda.
«Lo estoy haciendo para encontrar a Chaia, no para espiar a nadie», se dijo.
Finalmente percibió un zumbido, como si alguien hablara desde un lugar próximo. Se acercó con los sentidos y la recorrió una sensación de triunfo al reconocer la voz de Chaia.
:… las medidas. ¿Qué crees que harán a continuación?
:Depende de si se han enterado de lo que ha pasado en Jarime. Sería una insensatez que intentaran hacer lo mismo.
La otra voz era de Lore.
:No son tan estúpidos.
:No, pero si les dan la orden, ¿qué alternativa tendrán?
:Ninguna —respondió Chaia—. Será interesante ver lo que pasa.
:Sí. En cualquier caso, he venido a decirte que tu favorita ha regresado al Claro.
:Ah.
:Huan nos exigirá que tomemos una decisión.
:Por supuesto. Ya sabes cómo le gusta complicar las cosas a esa zorra insulsa de Huan.
Auraya sintió una mezcla de sorpresa y regocijo. Dudaba que Chaia hubiera hablado sobre Huan en esos términos de haber sabido que ella lo estaba escuchando.
:Algunas complicaciones resultan estimulantes, pero otras son peligrosas, le advirtió Lore.
:Auraya no es peligrosa. Al menos no lo será si Huan deja de manipularla, argumentó Chaia.
:¿Cómo sabrás que Auraya no representa una amenaza si no puedes leerle la mente?
:Dediqué el tiempo necesario para conocerla bien. No nos traicionará a menos que la obliguemos.
:No te traicionará a ti.
:No. Irónicamente eso se lo debo a Huan.
:Entonces ¿qué harás? —quiso saber Lore.
:No permitiré que esa zorra la mate.
:¿Incluso si obtienes una minoría en la votación?
:Sobre todo si no alcanzo los votos suficientes. Las cosas empiezan a ponerse interesantes. No olvides que hay otras formas de restablecer el equilibrio. Siempre he preferido el reclutamiento al exterminio.
:Cada vez estoy más de acuerdo contigo. Me pregunto si conseguiré persuadir a Yranna…
:Tienes más posibilidades que yo.
:Lo intentaré.
Cuando Lore desapareció, Auraya empezó a salir del trance. Había encontrado más respuestas de las que buscaba.
:Antes de que te escabullas, Auraya…
Se quedó petrificada.
:¿Chaia?
:Sí. Percibo tu presencia, aunque permanezcas callada. ¿Con qué frecuencia nos has espiado de esta manera?
:Solo dos veces. La primera fue por accidente. Esta vez te buscaba para hacerte una pregunta.
:Adelante, pregunta lo que quieras.
Chaia no parecía enfadado, solo divertido.
:Te… ¿Desde cuándo sabes que te escucho?
:Desde que has llegado.
:¿Y Lore?
:No tiene la menor idea. No sabe de qué eres capaz, así que no está pendiente de si alguien lo espía o no.
:Pero tú lo sabías, insistió ella.
:Sospechaba que, en las circunstancias adecuadas, acabarías desarrollando tus habilidades. ¿Qué te llevó a aprender a ocultar la mente?
:Lo que escuché…, eh…, sin querer… la primera vez.
:Ah. ¿Y te has vuelto inmortal?
Ella se quedó callada. Si no podía confiar ni en Chaia, más valía que renegara por completo de los dioses.
:Sí. Huan dijo que el mero hecho de saber que podía conseguirlo me costaría la vida.
:Me decepciona un poco que no lo consultaras antes conmigo.
:Lo habría hecho —aseguró ella con sinceridad— si hubieras estado localizable. ¿Me perdonas?
:¿Por haber alcanzado la inmortalidad o por no consultarme?
:Por ambas cosas.
:Ya veremos. No has perdido mi amor ni mi apoyo. Sé que no puedo impedir que desarrolles tus poderes, como tampoco un padre puede evitar que su hija crezca. Mantente leal a mí, y yo lo seré contigo.
Un gran alivio invadió a Auraya.
:Así lo haré.
:No creas que será fácil —le advirtió él—. Puede que a Huan le guste que el mundo sea sencillo y transparente, pero sus tretas y maquinaciones no lo son. Cuanto más poderosa te vuelvas, más se empeñará en destruirte, Auraya. Y más fácil te resultará frustrar sus planes. —Guardó silencio por un momento—. Nunca olvides que aunque es posible que ella no pueda hacerte daño fácilmente, puede hacérselo a tus seres queridos.
Auraya pensó en Mirar. Aunque no sentía por él lo que había sentido por Leiard, no quería que sufriese porque Huan creyera que ella lo amaba. Por fortuna, el tejedor de sueños estaba fuera del alcance de Huan, en Ithania del Sur.
¿A quién más podía hacer daño Huan? ¿A Travesuras? Eso sería un acto cobarde y rastrero. ¿A Danyin? Auraya le tenía aprecio, pero ya no era su asesor. ¿A su padre? Hacía años que no lo veía…
:¿Cómo puedo protegerlos? No hay forma de impedir que Huan escrute sus mentes o los localice.
:No puedes —dijo Chaia—. Solo puedes intentar no darle argumentos para que ella no logre persuadir a los demás dioses de que obren contra ti. Yo… —Se detuvo de golpe—. Vete, Auraya. Y nunca intentes volver a comunicarte conmigo de esta manera. Del mismo modo que puedes oír nuestras conversaciones, nosotros podemos oírte a ti, y los demás no tardarían mucho en percatarse de que posees una nueva habilidad.
Chaia se alejó de golpe y quedó de inmediato fuera del alcance de Auraya. Ella retrajo sus sentidos hasta recuperar la normalidad. Abrió los ojos, paseó la vista por la enramada y sintió una punzada de desamparo.
«Así que este es el precio que tendré que pagar por aprender lo que las deidades no querían que aprendiese. En lugar de temer su castigo, tengo que procurar no enamorarme de alguien por temor a que Huan ataque a esa persona para hacerme daño».
Se puso en pie y empezó a andar de un lado a otro. «¡No es justo! —se dijo. Rio con amargura—. Vaya, heme aquí, lloriqueando como una niña».
Pero, en efecto, no era justo. Y si Huan estaba dispuesta a lastimar a gente inocente solo para hacer daño a Auraya, era tan despreciable como afirmaba Mirar. ¿Y si los otros dioses le daban su respaldo? Exhaló un sonoro suspiro de consternación. «Entonces estoy perdida. Ithania está perdida».
Un gimoteo la arrancó de su ensimismamiento. Cuando alzó la vista, se percató de que Travesuras la contemplaba, con los ojos abiertos como platos y los bigotes trémulos. Ella percibió miedo y preocupación en el viz. Su propia frustración y su rabia se extinguieron. Se acercó a él, le dio unas palmaditas y le murmuró palabras tranquilizadoras.
«Mentiras —no pudo evitar pensar—. Me temo que no hay motivos para estar tranquilos, Travesuras. Pero una cosa te puedo asegurar: no permitiré que nadie te haga daño».
Los chillidos de las aves resonaban por toda la ciudad, y el Servidor Teroan maldijo en voz baja. Llegaría tarde otra vez. Aunque era posible que los adiestradores hubieran calculado mal la hora de liberar a los pájaros para sus ejercicios de vuelo, descartó esta posibilidad.
«Tan probable como que el sol salga a destiempo —se dijo—. El Servidor Devoto Cherinor tiene más relojes solares que nadie en Avven».
Corría el rumor de que el hombre responsable de la ciudad y de las aves había amaestrado a su pájaro favorito para que graznara a la hora en punto. Y que las actividades que su ayudante programaba para él ocupaban hasta el último minuto de su día. Y que Cherinor no dormía.
«Dudo de que sepa apreciar el placer de un baño prolongado y una conversación —pensó Teroan con amargura—. Y aunque supiera, sin duda lo planearía todo para no perder ni un instante de su tiempo».
El camino a los baños termales era cuesta arriba y, para cuando Teroan llegó a la entrada, estaba jadeando. Se detuvo para recuperar el aliento. La vista desde allí arriba era impresionante, y le pareció lamentable que los baños no tuvieran más ventanas. Probablemente para que no escapase el aire caliente, pensó.
Desde la entrada se dominaba la mayor parte de la ciudad. Las casas de Klaff estaban pintadas del color de los riscos. La carretera principal serpenteaba por la ciudad y atravesaba el valle antes de enderezarse y estrecharse hasta perderse en la lejanía. En algún lugar, en el otro extremo, estaban Glymma y el Santuario.
Teroan había maldecido su suerte al enterarse de que lo trasladarían allí. Las capitales de Mur y Dekkar eran meras aldeas en comparación con la de Avven y, al lado de ellas, Klaff parecía un villorrio. Las compañías de teatro a cuyas representaciones tanto le gustaba asistir nunca actuaban allí. Tenía que pedir que le llevaran desde Glymma el vino y cualquier exquisitez o lujo que se le antojara, a un precio elevado, y su mujer se quejaba constantemente del ruido de los pájaros. Su único consuelo eran los baños. Eran tan buenos como los del Santuario de Glymma, si no mejores.
En las colinas que rodeaban la ciudad abundaban las cuevas, algunas de las cuales albergaban manantiales. Aunque el agua no era tan pura como la del Santuario, la población local aseguraba que su coloración parda rojiza se debía a un mineral beneficioso para la salud. El mineral se filtraba del agua potable y se vendía por toda Ithania del Sur como un barro rejuvenecedor que se untaba en la piel.
Una bandada de aves planeaba en lo alto, no muy lejos de allí, entre chillidos ensordecedores. Teroan hizo una mueca de dolor y se volvió hacia la puerta. A veces no podía evitar estar de acuerdo con su mujer: no era un sonido agradable.
Un criado le dio la bienvenida, realizando la señal de los dioses sobre el pecho, y lo guio por un pasillo que le resultaba conocido. La mayor parte de las puertas junto a las que pasaban estaban tapadas con cortinas, pero algunas estaban abiertas. A través de ellas Teroan vislumbró a unos esclavos semidesnudos que fregaban las paredes. Un olor intenso le hirió las fosas nasales y le hizo lagrimear. Se preguntó cómo los siervos soportaban aquello.
El criado se detuvo frente a una puerta y le hizo una seña para que pasara. Los esclavos habían limpiado recientemente aquella habitación. A Teroan le pareció una lástima, ya que los dibujos que formaba el moho verde le daban pie a imaginar que se bañaba en una laguna natural en medio de un bosque.
Sin embargo, el moho despedía un hedor desagradable. Ahora la habitación olía a mar. Soltó una risita mientras se acercaba al único otro ocupante de la estancia.
—¿Sales marinas otra vez, Dameen?
El hombre alzó los ojos y sonrió.
—Me trae recuerdos de casa.
Teroan se despojó de las capas de su túnica de Servidor y las tiró sobre un banco, junto a las prendas pulcramente plegadas de Dameen. Se metió en el agua tibia y se acomodó en una de las repisas. La turbiedad de color pardo rojizo del agua no ocultaba del todo la grasa acumulada en su cuerpo ni los muñones a la altura de las rodillas de su amigo. De algún modo, Dameen había conseguido mantener su aspecto musculoso y atractivo pese a estar lisiado. Teroan supuso que el hombre hacía ejercicio por costumbre, incapaz de abandonar su entrenamiento de guerrero.
Permanecieron un buen rato en silencio y se conformaron con relajarse el uno en compañía del otro.
—Anoche tuve un sueño extraño —dijo Dameen finalmente.
—¿Ah, sí?
—Soñé que el líder de los tejedores se instalaba en Ithania del Sur.
Teroan dirigió una mirada de sorpresa a su amigo.
—Yo también soñé lo mismo anoche. Supongo que los rumores sobre su regreso nos están afectando. ¿Qué soñaste?
—Me preguntaba qué haría si fuera una de las Voces… —Se interrumpió y arrugó el entrecejo—. O quizá otra persona me lo preguntaba… No lo recuerdo.
—Lo mismo ocurría en mi sueño. ¿Y qué decidiste?
—Que no haría nada, siempre que él no creara problemas.
Teroan asintió.
—Yo también. Creo que su retorno solo traería cosas positivas. Convirtió a los tejedores en buenos sanadores; podría hacer que fueran aún mejores. También les debemos mucho por la ayuda que nos prestaron tras la batalla.
—Sí. —Dameen se miró los muñones y se encogió de hombros—. Pero he de admitir que no soy imparcial. Esta mañana le he dado más vueltas al asunto. Es posible que las Voces no sean de la misma opinión. Lo considerarían un poderoso hechicero capaz de volver a la gente contra ellas.
—¿Qué crees que harían?
—Kuar intentaría convertirlo en un aliado. —Frunció el ceño—. No conozco a Nekaun. No sé qué haría él.
Teroan sonrió. El guerrero no podía evitar revivir el pasado, pese a que se suponía que lo había dejado atrás. Sin embargo, aunque su cuerpo no estaba entero, su mente estaba más viva que nunca.
«Es una pena —se dijo Teroan—. No podía aceptar a nadie que ocupara el lugar de Kuar, así que ha terminado aquí, desperdiciando su potencial como asesor».
Y él se alegraba de ello, por razones egoístas. Si Dameen se marchaba de Klaff, ¿qué otra persona del lugar sería lo bastante interesante e inteligente para ofrecerle conversación? Desde luego, los criadores de pájaros no. Ni su esposa.
—¿No te parece extraño que tuviéramos el mismo sueño la misma noche? —preguntó Teroan.
Dameen entornó sus penetrantes ojos.
—¿Insinúas que los tejedores han manipulado nuestros sueños?
Teroan se encogió de hombros.
—Que dos personas sueñen lo mismo la misma noche puede ser una coincidencia. Pero si también le ha sucedido a una tercera persona, podría tratarse de algo más.
—¿Y si Mirar apareciera de verdad en Ithania del Sur?
Teroan asintió.
—Sí, eso también sería convincente.
Unas brasas de carbón eran todo lo que quedaba en el brasero. Frente al hogar, sobre unos almohadones desperdigados, dormía una mujer. Junto a ella había una copa vacía y una jarra. Danyin se detuvo para admirar la curva de su cadera y los suaves ángulos de su rostro antes de acercarse. Lleno de un cálido afecto hacia ella, se consideró afortunado por tener una esposa como Silava.
Había habido épocas en que había tenido la impresión de que una maldición pesaba sobre él, pero de eso hacía mucho tiempo y era mejor olvidarlo.
Ella se movió, probablemente al escuchar el sonido de sus sandalias. Abrió los ojos y parpadeó. Después le regaló una sonrisa.
—Danyin —dijo.
—Silava. No me esperabas, ¿verdad?
—Sí y no. Estaba celebrando a solas. Si hubieras aparecido y me hubieras acompañado, tanto mejor.
—¿Qué celebras?
—Celebramos —lo corrigió— el nacimiento de otro nieto. Una nieta.
Él la contempló, sorprendido.
—¿Se ha adelantado?
—Sí —respondió Silava con vacilación—. Quiero quedarme un tiempo con Tivela.
Él asintió.
—Sí, para ayudarla con el bebé. ¿Cuándo te irás?
Silava lo miró achicando los ojos.
—No pareces demasiado afligido o decepcionado ante la perspectiva de mi ausencia.
—No —convino él con una risita—. Aunque algo me dice que eso iría contra todas las leyes de la naturaleza y los dioses.
Ella entornó aún más los párpados.
—Yo también tengo una noticia que darte —anunció él sin esperar a que respondiera—. Tal vez te interese oírla antes de arrancarme la piel.
—¿Ah, sí?
—Elareen irá a Dunway y quiere que yo vaya con ella.
—Ah. —Ella adoptó una expresión de abatimiento, luego sonrió y le dedicó una mirada triunfante mientras se ponía en pie de un salto—. ¿Lo ves? Así es como se muestra una decepción. Es muy sencillo y debería estar al alcance de las habilidades de un consejero. ¿Por qué Dunway?
—Hania no es el único país que los pentadrianos han intentado convertir a su religión. Han enviado a sus Servidores a todos los rincones de Ithania del Norte… excepto Si, por alguna razón. Tal vez porque Auraya está allí, aunque no alcanzo a entender por qué eso habría de disuadirlos.
—Sí que han enviado gente a Si —repuso Silava—. Por eso Auraya volvió allí.
Él se dio una palmada en la frente.
—¡Claro! Lo había olvidado. Aquello ya me parece tan lejano en el tiempo…
Silava lo tomó del brazo y lo condujo hasta la puerta.
—La echas de menos, ¿verdad?
—Supongo que sí —reconoció Danyin, arrugando el entrecejo.
—Y Elar no te cae tan bien, ¿verdad?
Él la miró con extrañeza.
—¿Por qué lo dices?
—No hablas de ella de la misma forma. ¿Te cae bien?
Él se encogió de hombros.
—Es simpática, pero… Sabía que había cosas que Auraya no podía decirme, pero era fácil olvidarlo. Con Elar lo tengo presente en todo momento.
—Tal vez guarde más secretos que Auraya.
—¿Más que Auraya? —Danyin soltó una carcajada—. ¡Espero que no! —O al menos suponía que no serían tan escandalosos. No podía imaginar a Elar con un amante tejedor. Ni siquiera que se enrollara con alguien. Si bien el trabajo la apasionaba como a Auraya, de algún modo resultaba más fría y distante.
Pero tal vez eso era solo porque a él le estaba llevando más tiempo sentirse cómodo a su lado. Aunque Auraya nunca había traicionado su confianza, él se había llevado una decepción al descubrir que se había hecho amante de Leiard. Nunca se había perdonado a sí mismo el no haberse percatado de que algo iba mal. Ni siquiera había tenido oportunidad de desaconsejarle semejante insensatez. Ahora no podía evitar vigilar de cerca a Elar, listo para ofrecer un punto de vista prudente si alguna vez ella se enfrentaba a un dilema similar.
Cruzaron el umbral de la puerta y salieron al pasillo. Silava bostezó.
—O puede que Auraya sea uno de los secretos de Elar.
Danyin miró a su esposa.
—Entonces, ¿crees que hay algo más detrás de la renuncia de Auraya?
—Tal vez. —Ella se encogió de hombros—. Pero de todos modos no tendría por qué ser un motivo de preocupación para nadie. Ella se ha marchado, y Elar ha ocupado su lugar. Mmm…, aún no me has dicho por qué viajará Elar a Dunway.
—Los pentadrianos están tramando algo allí.
—Espero que no estén planeando matar a más tejedores de sueños.
Él sacudió la cabeza.
—No lo sabemos con certeza. Por eso iremos.
Las sorprendentes revelaciones sobre la conspiración de los pentadrianos se habían difundido rápidamente por la ciudad, y las protestas frente al hospital y los ataques a los tejedores habían cesado. Al mismo tiempo, decenas de personas habían sido llevadas a la fuerza al Templo, apaleadas, expulsadas de sus casas e incluso asesinadas, a veces bajo la mera sospecha de ser pentadrianas. Esto no había consternado tanto a Elar como Danyin habría esperado.
—A la gente le gusta tener un objeto contra el que descargar su odio —había dicho Elar—. Y los pentadrianos lo merecen mucho más que los tejedores.
—Pero algunas de las víctimas no son pentadrianos —había señalado él.
—Sí. Y las hemos compensado por ello. Después de comprobar su inocencia, claro está.
—Una vez que esta conspiración quede olvidada, la gente volverá a preocuparse por los tejedores —le había advertido él.
—Entonces tendremos que seguir recordándoles quiénes son nuestros verdaderos enemigos.
Silava le dio un apretón en el brazo, arrancándolo de sus cavilaciones.
—Lo que no entiendo es… ¿por qué envían a Elar y no a cualquier otro Blanco? ¿No es un poco bisoña para que le encarguen semejante tarea?
Danyin se encogió de hombros.
—Probablemente la consideran lo bastante capacitada. Y cuanto antes adquiera experiencia en otras tierras, mejor.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—No lo sé. Meses, quizá.
Silava exhaló un suspiro.
—Al menos no te vas a la guerra. A un país de guerreros, pero no a la guerra. —Bostezó de nuevo—. Estoy demasiado cansada para pensar en ello. Vayamos a dormir.
Mientras ascendían la escalera, él también dio un bostezo. Había sido un día lleno de noticias.
—Otro nieto —murmuró—. Hace que uno se sienta más viejo.
Silava enarcó las cejas, pero no dijo nada. A él le sorprendió su mutismo.
«¿No se mete conmigo? Debe de estar muy cansada».
Lo interpretó como una señal para morderse la lengua también y la siguió en silencio hasta el dormitorio. Pese al cansancio que se había apoderado de él, permaneció despierto; la cabeza le bullía con cosas de las que debía ocuparse antes de partir.
—Sí. Y el juego de fichas. Con eso bastará —murmuró de pronto Silava.
—¿Cómo?
—Ah. —La oyó volverse hacia él—. ¿Sigues despierto?
—Sí.
—Lo siento.
—¿En qué pensabas?
—En las maletas —le dijo ella—. Tengo dos juegos de maletas que hacer.
—No tienes que hacer las maletas para mí.
Ella se rio.
—¿Desde cuándo te las haces tú mismo? Duérmete. Y no te preocupes. Yo me encargaré de todo.