9
«Ha sido tan fácil…».
Auraya se movía libremente por el vacío. Durante la última hora había caminado en círculos a escasa distancia del límite con la zona de magia. Si bien mantener activado su escudo mental se había convertido en un hábito constante en el que ya no pensaba, no quería abandonar el vacío hasta que Jade confirmase que podía hacerlo sin peligro.
«Tan fácil. No puedo creer que fuera tan fácil. Y prácticamente no hace falta emplear la magia».
Después de que Jade saliera por la mañana, Auraya había hecho lo que le había sugerido la mujer mayor: dedicar unas horas a pensar en la sanación mágica y en la manera de ejercerla consigo misma. La curiosidad la había llevado a centrarse en su cuerpo y a experimentar con cautela. Al cabo de un rato, las palabras de Jade habían cobrado lógica.
Un razonamiento distinto había conseguido que diera el siguiente paso y aplicara el conocimiento. Si de todos modos los dioses la iban a condenar por la posibilidad de que se volviera inmortal, ¿por qué no dar ese paso?
Había sido sorprendentemente fácil.
Caer en la cuenta de que podía hacer uso del mismo don para curarse de cualquier herida la había ayudado a tomar esa decisión. Gracias a este don, Mirar había podido sobrevivir tras quedar aplastado por un edificio. Si ella quería defenderse de Huan, con permiso de Chaia, tal vez tendría que hacer algo similar.
La idea de acabar perseguida por los dioses como Mirar la consternaba, pero se aferraba a la esperanza de continuar siendo una seguidora de Chaia.
«Me perdonará cuando se entere de que Huan me permitió aprender a sanar con magia para persuadir a los demás de que debían matarme».
—¿Estás haciendo un poco de ejercicio?
Auraya se volvió hacia Jade, que en ese preciso momento entraba en la cueva cargada con dos cubos. Se encogió de hombros y la siguió hasta las camas, curiosa por saber qué había encontrado esta vez. Jade colocó los recipientes en el suelo, junto a la piedra de cocinar.
—Te alegrará saber que puedes abandonar el vacío cuando quieras —anunció—. No he percibido tus emociones y hace días que no puedo explorar tu mente.
—Supuse que no tardarías en decírmelo —comentó Auraya. Los dos cubos estaban llenos de agua, pero en uno nadaban unas criaturas extrañas—. ¿Qué son?
—Gamillas. Son difíciles de pescar, pero deliciosos. He pensado que podríamos preparar una cena de despedida antes de que me vaya.
—¿Cuándo te irás?
—Mañana.
Auraya se sentó en una de las camas. Ansiaba contarle a Jade que había alcanzado la inmortalidad. Nadie más excepto Mirar estaría dispuesto a darle la enhorabuena en lugar de horrorizarse. Y Jade había querido que ella descubriese el secreto.
Sin embargo, era precisamente eso lo que la hacía vacilar. ¿Y si Jade tenía algún motivo secreto y maligno para convencerla de que se hiciera inmortal?
«No sé hasta qué punto puedo confiar en esta mujer. Dice que me ha ayudado porque así se lo ha pedido Mirar, pero puede haber alguna otra razón que desconozca».
Era evidente que, al colaborar con una seguidora de los dioses para que aprendiera habilidades que estos reprobaban, Jade les estaba asestando un pequeño golpe. Pero si su intención era enemistar a los dioses con una seguidora, había contribuido solo un poco a agravar un conflicto existente. Sin embargo, si ese era su verdadero propósito, era mejor saberlo que sospecharlo.
Y Auraya no veía otro modo de que la inmortalidad la perjudicara. Si lo había, más valía enterarse temprano que tarde.
—He meditado largamente sobre lo que me dijiste —declaró Auraya.
Jade alzó la mirada. Tenía las cejas enarcadas.
—¿Ah, sí? ¿Qué has descubierto?
—Tenías razón. Ha sido fácil.
—Así que fácil, ¿eh? —Jade meneó la cabeza—. Al primer intento. Nunca he conocido a nadie capaz de aprender tan deprisa. —Entornó los ojos—. ¿Estás segura?
Auraya sonrió, divertida ante las sospechas de la mujer.
—Bastante. Pero, claro…, ya sabía cómo sanar.
Jade asintió y apartó la mirada. Cogió el cubo y vertió agua clara en el hueco que había en la piedra de cocinar.
—¿Hay otras formas de usar el don?
—¿Como cuáles? —preguntó la mujer con expresión hosca.
—Se me ha ocurrido que tal vez se pueda utilizar para cambiar el aspecto de una persona.
Jade contempló a Auraya con aire meditabundo.
—¿Quieres cambiar tu apariencia?
—¿Yo? —Auraya soltó una risita—. Una cosa que he aprendido leyendo mentes es que la gente nunca está satisfecha con su aspecto. Me gustaría arreglar un par de cosas. Incluso he considerado la posibilidad de intentarlo, pero no tenía un espejo a mano y he pensado que debía preguntártelo antes de cometer algún error irreversible.
—Muy prudente.
—Luego he pensado: ¿me sentiría distinta si transformase mi aspecto? —continuó Auraya—. Si me sintiera distinta, ¿querría decir que me he convertido en otra persona? Y una vez que empezara, ¿tendría la tentación de modificar otras partes de mi cuerpo? ¿Podría convertirme incluso en una siyí? —Sacudió la cabeza—. Entonces se me han ocurrido otras posibilidades. ¿Puede una persona alterar su edad física o su sexo? ¿Puede hacerse más inteligente? En fin…, ¿es posible realizar cambios de este estilo?
—Puedes cambiar tu apariencia, pero en cuanto a lo demás…, no sé —respondió Jade, sonriendo—. Haces bien en dudar. El aspecto físico afecta a la identidad de una persona, y Mirar es un buen ejemplo de lo que puede pasar si manipulas tu identidad.
Auraya asintió.
—¿Puedo enseñarte algo en agradecimiento por lo que me has enseñado tú?
La mujer pareció gratamente sorprendida.
—Lo único que te pido es que no nos vendas a los dioses.
—Me parece lógico. ¿Con «nos» te refieres a Mirar y a ti?
Jade titubeó.
—Sí.
—¿Así que no te interesaría aprender a volar?
La mujer clavó en Auraya una mirada inescrutable.
—¿Me lo enseñarías?
—Sí, siento curiosidad por saber si otras personas pueden lograrlo.
Jade bajó la vista hacia las gamillas y después volvió a mirar a Auraya.
—Supongo que podría quedarme un día más.
Dardel abrió los párpados y se sintió desorientada por unos instantes. Los muebles de su habitación estaban dispuestos de manera distinta. Faltaban cosas. Luego vio a un hombre sentado en la silla junto a la ventana y recordó que estaba en la habitación del tejedor Wilar.
Este la observaba. Aunque la mirada de desasosiego no había desaparecido de sus ojos, frunció los labios en una mueca al advertir que estaba despierta.
—Tintel te andaba buscando —le informó.
Ella miró hacia la ventana. Por el ángulo de los rayos del sol, dedujo que era media mañana. Se desperezó, disfrutando del contacto de la sábana sobre su piel desnuda.
—Anoche temía que no fueras a dejarme dormir.
—No parecía importarte.
—En absoluto. —Se incorporó, se envolvió en la sábana y buscó su ropa. Estaba en el suelo, junto a la cama—. De hecho —dijo de pronto—, nunca he conocido a un hombre con semejante vigor. Y me sorprende el mío. Debería estar agotada, pero no lo estoy. —Tras recoger sus prendas, hizo una pausa y posó la vista en él—. ¿Ha sido una aventura de una noche?
Él parecía divertido.
—Es algo pasajero, pero no sé hasta qué punto. Dependerá del tiempo que me quede aquí o de si nos aburrimos uno del otro.
A Dardel se le escapó una risita.
—No creo que me canse de ti. De hecho, me temo que a partir de ahora seré más exigente al elegir a mis amantes. Has elevado el listón de mis expectativas. —Le dedicó una mirada fingida de enfado—. Probablemente ningún otro hombre estará a la altura.
Todo rastro de diversión se borró del rostro de Wilar, el cual torció el gesto. Dardel deseó de inmediato no haber hecho este comentario. Sin duda había una razón para esa expresión de dolor, y obviamente ella se la había recordado. ¿Una examante, tal vez? Eso explicaría su titubeo al principio.
Ella dejó caer la sábana. Los ojos de Wilar se fijaron en sus pechos, y la mirada tensa desapareció.
—Por supuesto, si encuentro a alguien dispuesto a aprender, estoy segura de que podré enseñarle algunas de las cosas que me has mostrado —dijo mientras empezaba a vestirse.
«Eso le ha hecho sonreír. Bien».
Se sumergió en los recuerdos mientras se vestía. ¿Cómo un hombre podía llegar a ser tan buen amante? En ciertos momentos, había sido como si él le hubiese leído la mente. Sin duda conocía bien el cuerpo femenino. Mucho mejor que la mayoría de los tejedores, que de por sí debían de entender más que el varón medio, pues tenían que tratar las enfermedades de las mujeres. Quizá incluso sabía más que ella misma, lo cual sería desconcertante.
Evidentemente Wilar había conocido a muchas mujeres. No podía haber otra explicación. ¿Quién habría pensado que aquel tejedor reservado y parco podía tener semejante pasado?
Dardel lo observó. Estaba mirando por la ventana otra vez, con expresión distante. Ahora parecía viejo y triste. A veces se le veía un poco perdido, pero eso era comprensible. Estaba lejos de casa.
¿Había explicado qué lo había llevado hasta allí? Ella no lo recordaba. Sin duda había algo misterioso en él. Pero para Dardel, que había pasado toda su vida en aquella ciudad, todos los extranjeros eran interesantes y misteriosos.
«También me resulta extrañamente familiar. Como si se tratara de un amigo al que no veía desde la niñez. Hay algo en él…».
Mientras se ponía el chaleco de tejedora sobre la túnica, volvió a buscarlo con la mirada.
—¿Me paso otra vez esta noche? —le preguntó.
—Esperemos a ver cómo nos sentimos por la noche —dijo él, sonriendo—. Puede que prefieras recuperar el sueño.
—No lo creo. —Guiñándole un ojo, ella se dio la vuelta y caminó hasta la entrada. Cuando volvió la vista antes de cerrar la puerta, él tenía los ojos fijos en la ventana otra vez, sonriendo débilmente. Era una sonrisa extraña, reservada.
Canturreando mientras se dirigía a su habitación, Dardel pasó junto a Nirnel y Teiwen, una joven pareja de tejedores. Ambos repararon en su ropa desarreglada, y ella les dedicó una sonrisa petulante.
—Así que el nuevo tejedor se ha rendido al fin, ¿eh? —preguntó Nirnel.
—Has tardado más de lo habitual —señaló Teiwen—. Estás perdiendo facultades, Dardel.
—Tenéis razón —respondió ella—. He tardado más de lo habitual. De hecho, él no ha parado durante toda la noche.
La pareja puso cara de circunstancias. Dardel prosiguió su camino, riéndose para sus adentros. Wilar era tal como ella siempre había imaginado a Mirar. Culto, dotado de habilidades extraordinarias (sabía que Wilar las ponía en práctica, pues había oído las historias de Tintel), no demasiado joven, no demasiado viejo y un gran amante. Poseía todas las cualidades que la habían atraído de los tejedores desde el principio.
Se detuvo a medio camino de su habitación, cuando se le ocurrió una posibilidad.
«¿Y si él es Mirar? Los tejedores jóvenes han estado diciendo que Mirar podría haber venido al sur. ¿Y si es verdad y él se hace pasar por un viajero?».
La idea le aceleró el pulso. Incluso si no era cierto, ¿qué había de malo en fantasear un poco?
Las cenas formales de las Voces tenían un trasfondo de tensión que nunca decaía, aunque su huésped, el embajador y sobrino del emperador de Sennon, no parecía haberlo notado. Reivan cogió otro pedazo de raíz picante cristalizada y lo masticó despacio, sin perder detalle de la cháchara. Genza estaba relatando un divertido chisme local, con ocasionales inyecciones de humor seco por parte de Vilvan, su Acompañante.
Cuando los otros se rieron, Imenja se limitó a sonreír. El embajador no había advertido que ella y Nekaun no habían cruzado una sola palabra, o al menos no daba señales de ello. Imenja se unía esporádicamente a las conversaciones, pero Reivan sabía que su patrona participaba lo justo para aparentar que prestaba atención a lo que se decía. Se comportaba como una invitada cortés, pese a que debió representar el papel de anfitriona. O de matriarca. O, como mínimo, de una persona con algo que decir.
Nekaun se rio cuando concluyó la anécdota, y Reivan sintió un escalofrío al oír su voz. Rehusó con firmeza preguntarse por qué. Cogió su copa y apuró lo que quedaba del agua.
«Es tarde —pensó—. Y no parece que esto se vaya a acabar pronto. A veces estas cenas se prolongan más de la cuenta».
Neukan se levantó de golpe.
—Es tarde —declaró—, y nuestro invitado ha realizado un largo viaje. Debe de estar cansado, y nosotros —miró a Imenja y a las otras Voces— tenemos mucho que hacer mañana. Ha sido una velada estupenda.
«¿Es alivio lo que trasluce la cara de Imenja?», se preguntó Reivan. Apartó la silla y se puso en pie. Luego esperó su turno para dar las buenas noches al embajador. Una vez que el joven se hubo marchado, Reivan salió de la habitación detrás de Imenja.
—¿Me necesitáis para algo esta noche? —preguntó.
Imenja miró a Reivan y sonrió. Esta vez era una sonrisa cálida, sincera.
—No. Hay un pequeño asunto al que debo atender, pero no te necesito para eso. Ve a acostarte, Reivan. Pareces cansada.
—Buenas noches —dijo Reivan, haciendo la señal de la estrella.
—Buenas noches.
Reivan dio media vuelta y echó a andar hacia sus aposentos. No bien se tumbó en la cama, supo que el sueño no iba a llegarle de forma rápida ni fácil. Suspirando, repasó en su mente el trabajo de la jornada y las tareas que tenía previsto llevar a cabo al día siguiente.
Luego oyó que alguien la llamaba.
Se trataba de una voz masculina, apenas más alta que un susurro, procedente del balcón. Supo de inmediato a quién pertenecía.
«Más vale que lo ignore —pensó—. Así acabará marchándose».
Pero ella no quería que se marchara. Además, era la Voz Primera. No habría estado bien ignorar al líder de los pentadrianos y Servidor principal de los dioses.
Se levantó, caminó hasta el balcón y bajó la vista. Una figura apenas visible permanecía de pie en la oscuridad.
«Nekaun».
—Buenas noches, Reivan.
—Voz Primera.
—Ahora podemos ahorrarnos las formalidades.
—¿De veras?
—Sí, no hay nadie aquí más que nosotros dos. Preferiría que en privado me llamaras Nekaun. ¿Lo harás por mí?
—Si es tu deseo…
—Lo es.
—Entonces así lo haré, Nekaun.
Él ladeó la cabeza.
—Eres tan hermosa, Reivan…
El corazón de la joven palpitó de manera extraordinaria. Ella se percató de que se había llevado la mano al pecho inconscientemente.
—¿Me encuentras atractivo, Reivan?
«Qué pregunta más estúpida —pensó—. Cualquier hombre tan apuesto sabe que todas las mujeres lo encuentran atractivo, tanto si puede leer la mente como si no. Y él tiene esa habilidad».
De modo que ¿para qué quería oírla decirlo?
—A veces oír decir algo así a la persona adecuada es… —él exhaló un suspiro— más real. De algún modo, tiene más valor.
A Reivan se le hizo un nudo en el corazón.
—Sí, Nekaun, te encuentro atractivo. Demasiado atractivo.
Él arqueó las cejas.
—¿Por qué «demasiado»?
—Es… es… embarazoso. Soy la Acompañante de Imenja.
—Por supuesto. Eso no quiere decir que no podamos ser… amigos.
—No. Pero no deja de ser embarazoso.
—No te avergüences. No hay nada malo en que estemos juntos. Como amigos. O incluso como algo más.
«Algo más». Notó que le faltaba el aliento.
—¿Reivan?
—¿Sí? —respondió con una vocecilla apagada.
—¿Me invitarás a pasar, si llamo a tu puerta?
Reivan respiró hondo varias veces.
—No te pediría que te marcharas.
Él desapareció. Reivan tenía el corazón desbocado y le costaba respirar. «¿Qué estoy haciendo? Acabo de invitarlo a pasar. Lo que acaba de decirme no es precisamente sutil. No soy estúpida. Sé que no es solo en mi habitación donde quiere que lo invite a entrar».
Oyó unos pasos. Reivan regresó al interior de su estancia y se detuvo. «Viene hacia mi puerta. Ahora.
»No es buena idea. ¿Qué hay de Imenja? No le hará ninguna gracia. Lo sé».
Tras permanecer unos segundos sin saber qué hacer, salió a toda prisa del dormitorio. La puerta principal de los aposentos estaba a unos pasos. Se quedó mirándola, con el corazón en un puño.
«Tengo que conseguir que se vaya. Le… le diré que he cambiado de opinión. Estoy segura de que lo entenderá. No puedo seguir adelante con esto.
»Sabrá que le estoy mintiendo».
Pese a que no eran inesperados, los golpes en la puerta la hicieron dar un respingo. Tragando en seco, hizo un esfuerzo por caminar hasta allí. Cogió el pomo, inspiró profundamente y tiró de él.
Nekaun entró en el vestíbulo como un soplo de aire. Su olor ofuscaba los sentidos de Reivan. Él se le acercó y apoyó las cálidas manos en sus mejillas. Reivan lo miró a los ojos, incapaz de creer que ella fuera el objeto de esa intensa expresión de deseo.
—Me… —empezó a decir.
—¿Qué ocurre? —dijo él, frunciendo el ceño, preocupado.
—Nunca… nunca he hecho esto antes —dijo ella con voz débil.
Él sonrió.
—Entonces ya va siendo hora de que lo hagas —dijo él—. Y no se me ocurre mejor instructor que alguien que ha sido Servidor superior del Templo de Hrun.
Con estas palabras resonando en sus oídos, la joven no fue capaz de ordenar sus pensamientos para seguir protestando. En cambio, consiguió reírse cuando él la levantó, como en las estúpidas narraciones románticas que a algunas mujeres les gustaba leer, y la llevó en volandas hasta el dormitorio.
«Me arrepentiré de esto», pensó, mientras él se quitaba la túnica y ella se despojaba con pulso vacilante de su vestido de noche. Al cabo de unos minutos, cuando los labios y la lengua de Nekaun descendieron hasta sus pezones y su mano se posó en su vientre, ella empezó a cambiar de opinión.
«No, no me voy a arrepentir. Ni una pizca».