21
Una figura familiar permanecía de pie frente al fuego del Santuario con la cabeza inclinada hacia delante. Reivan se acercó despacio y se detuvo a varios pasos de distancia, procurando no interrumpir los pensamientos de Imenja. Oyó a la Voz Segunda murmurar una plegaria, luego la vio erguirse.
—Ah, Reivan. —Imenja se volvió y sonrió—. ¿Qué tenemos pendiente para hoy?
Reivan se le acercó y se detuvo a su lado. Las llamas se retorcían y crujían como tela fina al viento. Su movimiento constante era hipnótico, y se decía que las deidades podían robarle la cordura a quien se atreviera a contemplarlas durante demasiado tiempo. Reivan apartó la mirada.
—Karneya nos ha vuelto a suplicar que liberemos a su hijo de la esclavitud. Me pedisteis que os informara cuando lo hiciera.
Imenja torció el gesto.
—Siento lástima por él. Cuesta aceptar que tu propio hijo ha cometido un crimen terrible.
—En cualquier otro país, ese chico habría sido ejecutado.
—Sí —convino la Voz Segunda—. Y no podemos concederle lo que pide, pero le escribiré. ¿Qué más?
—Tiemel Timonel quiere ordenarse Servidor, pero cree que su padre se opondrá.
—Tiene razón. Este caso será difícil.
—Su padre no se lo puede impedir.
—Lo intentará. Incluso si eso supone secuestrarlo y enviarlo a Jarime.
—¿En tan poca estima nos tiene?
—No, más bien al contrario —repuso Imenja, riendo—. Pero Tiemel es su único hijo. ¿Quién se ocupará de los barcos cuando él sea demasiado viejo?
Reivan guardó silencio. Era preferible que vendiese el negocio a que obligara a su hijo a dedicar años a un trabajo que detestaba y desperdiciar sus habilidades mágicas.
Imenja se volvió de pronto y fijó los ojos en algún punto distante. Frunció el ceño, luego relajó las facciones y exhaló un suspiro.
—Estas cuestiones tendrán que esperar —dijo—. Nuestro caprichoso amigo acaba de volver.
Reivan sintió una punzada de expectación.
—¿Nekaun?
Imenja asintió y sonrió con un gesto de complicidad.
—Sí.
La sonrisa de la Voz Segunda se ensanchó cuando Reivan se ruborizó.
—Vamos, acompáñame.
Reivan siguió a Imenja hacia los edificios del Santuario. Al principio, los Servidores con los que se cruzaban andaban en silencio y se paraban para realizar la señal de la estrella al paso de Imenja. Luego la premura con que las adelantó un mensajero hizo que la Voz Segunda se detuviera y arrugara el entrecejo. Cerca de la entrada al Santuario se encontraron con varios Servidores que cuchicheaban en grupos pequeños.
—¿Qué ocurre? —preguntó Reivan.
—Han oído que Nekaun trae prisioneros consigo —comentó Imenja en un suspiro—. No son hombres comunes y corrientes.
Al percibir la frustración en la voz de Imenja, Reivan decidió guardarse las preguntas para más tarde. Tenía claro que su superiora no aprobaba la actitud reservada de Nekaun. Si la gente se enteraba de que las demás Voces ignoraban la razón de su desaparición, quizá concluiría que Nekaun no confiaba en ellos o no valoraba sus opiniones.
Llegaron a la sala y caminaron hasta el otro extremo. Shar y Vervel aguardaban bajo uno de los arcos. Imenja se dirigió hacia ellos.
—Ahí viene —murmuró Shar.
Al seguir la dirección de sus miradas, Reivan advirtió que una multitud salía de una de las calles perpendiculares a la Andana. El gentío inundó la calle principal y se dividió en dos para abrir paso a una procesión de platenes descubiertos que avanzaban hacia el Santuario.
En los vehículos viajaban algunos Servidores, y varios niños encadenados por las muñecas a las barandillas.
Reivan oyó resuellos de estupefacción alrededor y experimentó el mismo sentimiento. ¿Por qué había hecho Nekaun prisioneros a todos esos niños? ¿Qué podían haber hecho para merecer ese trato?
—Son siyís —dijo Vervel en un tono bajo y cargado de desprecio.
—¿Siyís? —Reivan se fijó mejor. Los rostros de los prisioneros no eran de niños, sino de adultos. De pronto, la asaltaron recuerdos de la guerra. Había sido difícil determinar el tamaño de los hombres alados mientras surcaban el cielo. Sin embargo, ella había visto cuerpos muertos en el suelo. Incluso había examinado uno de ellos, tan fascinada como repelida por las deformaciones de sus extremidades y por la membrana que daba forma a sus alas. Algunos de sus colegas Pensadores habían querido llevarse unos cuantos cadáveres a casa para estudiarlos, pero las Voces lo habían prohibido.
El último platén solo tenía un pasajero, y a Reivan el corazón se le hinchó de alegría al ver a Nekaun sonriendo de oreja a oreja. Cuando el vehículo se detuvo, él se apeó de un salto y ascendió la escalera sin el menor esfuerzo. No miró a Reivan; estaba pendiente de sus compañeros, las Voces.
—¿Cómo habéis estado? —preguntó—. Espero que todo haya ido como la seda durante mi ausencia.
—Bastante bien —respondió Vervel con calma—. Veo que has estado ocupado.
—Sí. —Nekaun se volvió para mirar a los platenes. Los Servidores habían empezado a liberar las manos de los prisioneros. Los siyís además estaban atados unos a otros por los tobillos—. Los dioses me informaron de que unos guerreros siyís se disponían a atacar Klaff y me ordenaron hacerme cargo de ellos y de su hechicera.
—¿Hechicera? —repitió Shar.
Nekaun alzó la vista y paseó los ojos por el cielo.
—La ex Blanca.
Imenja inspiró profundamente y levantó la mirada.
—¿Auraya?
Él la miró y sonrió.
—Sí. Nos ha seguido hasta aquí, así que no me cabe la menor duda de que se encuentra cerca.
—¿Supone un peligro? —preguntó Vervel.
—No lo creo. Los siyís aseguran que los dioses le han prohibido a Auraya enfrentarse a nosotros. —Nekaun sonrió antes de bajar los ojos hacia los hombres alados—. Tengo que conducir a nuestros prisioneros a sus celdas. —Se apartó un paso. Reivan se sintió decepcionada. No la había mirado. Ni siquiera de forma fugaz.
—No hay celdas en el Santuario —señaló Imenja.
Nekaun se volvió y le dedicó una sonrisa.
—Claro que las hay. Sencillamente no se usan desde hace mucho tiempo.
Cuando él empezó a alejarse, Imenja soltó un gruñido ahogado.
—Las cuevas —dijo con evidente indignación—. ¿En qué nos estamos convirtiendo?
—Son nuestro enemigo y nos han atacado —le recordó Shar.
—Los siyís deberían ser trasladados al complejo penitenciario —dijo ella—. Fuera del Santuario.
—Nekaun debe permanecer cerca para impedir que Auraya los rescate —señaló Shar, encogiéndose de hombros—. No podemos esperar que viva en la cárcel.
Imenja frunció el ceño y exhaló un suspiro. Reivan vaciló cuando su superiora dio media vuelta y echó a andar. La Voz Segunda se detuvo y miró hacia atrás. Sonrió con gran esfuerzo.
—Ven, Acompañante Reivan —dijo en voz queda—. Tenemos trabajo que hacer.
A Sreil le dolía todo el cuerpo. Tenía los brazos entumecidos tras permanecer tanto tiempo en la misma posición y las muñecas rojas y cubiertas de ampollas a causa de las ataduras. Los vehículos que los habían trasladado a la ciudad habían dado tantos bandazos que Sreil había temido descoyuntarse. Tenía los músculos doloridos de tanto contrarrestar las sacudidas y un costado magullado por los golpes contra la barandilla.
Solo era el principio. Lo peor estaba por llegar. Se había convencido de ello en el momento en que había quedado atrapado en la red. Los pentadrianos no los habían matado, de modo que debían de tener algún otro plan inconfesable.
La noche anterior, atado en una habitación grande cubierta de hierba seca y en compañía de las bestias de tiro, había dormido muy mal. Había soñado con viejas historias de los albores de los siyís. Una época en que sus cuerpos se habían deformado y cambiado. Los mayores contaban estos relatos entre susurros a altas horas de la noche. Era importante recordar el sacrificio y el precio de la transformación, decían. El dolor. El sufrimiento de los fracasados, de los deformes.
Las viejas historias volvieron para atormentarlo, tal vez debido a la incómoda posición de los brazos. Una tea en un soporte de hierro era la única fuente de luz de la enorme habitación en la que se hallaban y hacía que las anchas columnas a las que estaban encadenados parecieran los árboles del Claro. A un lado, sobre un estrado, una enorme silla de piedra, deteriorada por los años, se alzaba sobre ellos. Tal vez alguno de los dioses pentadrianos visitaba ese lugar de vez en cuando. Sreil no pudo evitar pensar que tal vez los siyís habían sido abandonados allí como ofrendas sacrificiales.
Cuando conseguía ahuyentar de su mente estas reflexiones sombrías, sus pensamientos se desviaban hacia su madre y la aflicción que la embargaría al enterarse del descalabro que había sufrido. Esperaba que los dos siyís que habían escapado hubieran logrado llegar a casa. De lo contrario, su madre enviaría más siyís a averiguar qué había ocurrido. Estaba claro que él y sus guerreros habían sido traicionados, de modo que era probable que los siguientes cayeran también en una emboscada.
—Sreil.
Al oír la voz, dio un respingo y se volvió. El siyí encadenado al otro lado de la columna había torcido el cuerpo para hablarle.
—¿Tisil?
—He estado preguntándome quién nos traicionó —le dijo el guerrero.
Sreil notó que otros siyís los habían oído y estaban observándolos.
—Yo también —dijo él.
—¿No crees… que tal vez fue… Auraya?
—No —respondió Sreil con firmeza.
—Pero no ha acudido en nuestra ayuda.
—No puede. Los dioses le prohibieron luchar, ¿recuerdas?
Tisil suspiró.
—¿Por qué habrían de prohibírselo? No tiene sentido. A lo mejor es mentira.
—Eso mismo pensó Teel. Pero si nos hubiera traicionado, habría viajado con los pentadrianos, en vez de seguirnos por el aire —argumentó Sreil—. El líder pentadriano no le quitaba ojo, como si temiera que ella fuera a atacarlo.
Otros siyís asintieron.
—Entonces ¿quién? —preguntó Tisil—. Desde luego, no fue un siyí.
—No —dijo Sreel, meneando la cabeza—. ¿Qué ganaría con eso?
—Lo hicieron los pisatierra —susurró alguien—. Algún espía que se enteró de nuestros planes a través de los Blancos.
—Eso es posible —concedió Sreil.
—O tal vez los elay —aventuró otro guerrero.
Las cabezas se volvieron hacia el que acababa de hablar. El hombre se encogió de hombros.
—He oído decir que la tribu de la Arena sospecha que los elay están comerciando con los pentadrianos.
—Nunca nos traicionarían —repuso Tisil—. De todos modos, ¿cómo se enteraron de nuestros planes?
—Según Huan, el hechicero pentadriano sabe leer la mente —intervino otra voz. Todos los ojos se volvieron hacia Teel—. Probablemente averiguó nuestras intenciones cuando sobrevolábamos la ciudad.
A Sreil se le cayó el alma a los pies. «Yo os conduje a la ciudad. Fue culpa mía. Pero ¿cómo iba a saber que su líder poseía esa habilidad? Nadie me lo dijo. Ni Auraya, ni Teel…».
—¿Permitirán los dioses que Auraya nos rescate, Teel? —preguntó alguien.
—No lo sé —admitió Teel—. Quizá solo si no supone luchar.
—¿Y si nuestra captura forma parte de una confabulación más grande?
—No lo sé —repitió el sacerdote—. Lo único que podemos hacer es permanecer fieles a ellos y rezar.
Y entonces empezó a orar. Mientras algunos de los siyís bostezaban, molestos, las palabras proporcionaron cierto alivio a Sreil. Resultaba reconfortante pensar que su situación no era más que un elemento que formaba parte de un plan a gran escala.
«No ha sido culpa mía», se dijo.
Cerró los ojos y se concentró en las palabras del joven sacerdote con la esperanza de mantener a raya los pensamientos sombríos.
Los muros de los pisos más bajos del palacio de Hannaya eran tan gruesos que las habitaciones parecían estar conectadas por pasadizos cortos. Habían excavado nichos en las paredes, y algunas habían sido recientemente recubiertas con piedra. Bustos de hombres y mujeres importantes observaban desde el interior de esas cavidades, y sus expresiones eran todas adustas.
Varios hombres y unas pocas mujeres iban y venían. A Emerahl no le costaba imaginar que anhelaban abandonar ese lugar opresivo, pero no percibió la menor señal de temor; solo el habitual trasfondo de irritación, determinación y ansiedad que había percibido en una decena de ciudades distintas.
Según los Mellizos, el palacio había sido el hogar de la familia real que en otro tiempo había reinado en Mur y que se había extinguido años atrás. El laberinto de estancias, amplias y rústicas, seguía estando ocupado por la misma cantidad de criados, cortesanos y artesanos, pero ahora el gobernante era un Servidor Devoto pentadriano conocido como el Guardián.
Dos de los Pensadores que buscaban el manuscrito provenían de familias ricas e influyentes que vivían en el palacio y proporcionaban alojamiento a los demás. Sin embargo, durante la mayor parte del día los cinco estudiosos se reunían en la biblioteca. Era allí adonde se dirigía Emerahl en aquel preciso momento.
El chico al que había pagado para que la guiase enfiló otro pasillo que se internaba aún más en el peñasco. A Emerahl se le aceleró el pulso cuando el muchacho se detuvo delante de dos grandes puertas de madera tallada y extendió la mano. Ella le dio una moneda, y el chico desapareció a gran velocidad.
Emerahl respiró hondo y llamó a la puerta.
Por unos instantes no obtuvo respuesta. Se concentró en el espacio que había al otro lado de la puerta y captó las emociones de distintas personas. En su mayoría estaban distraídos y en silencio, pero uno parecía decidido y algo irritado.
De pronto, el picaporte giró, y la puerta se abrió hacia el interior. Los ojos de un anciano la contemplaban desde encima de una larga nariz.
—¿Sí?
—Quisiera ver a los Pensadores —dijo ella—. ¿Están aquí?
El anciano arqueó las cejas, pero no dijo nada. Retrocedió unos pasos y le hizo una seña para que pasara a la habitación.
Era enorme. El techo, como en la mayor parte de las estancias del palacio, era sorprendentemente bajo. Por contraste, el fondo estaba a una distancia considerable. Las paredes largas de los lados estaban cubiertas por estanterías repletas de pergaminos y objetos diversos. Unas estatuas y mesas sobre las que descansaban antigüedades curiosas dividían el espacio en tres secciones.
El anciano se acercó a una mesa cubierta de pergaminos junto a una estantería semivacía. Cogió un paño mojado de una tablilla de barro, lo puso a un lado y empuñó un instrumento para escribir. Cuando dirigió la atención hacia los pergaminos, Emerahl esbozó una sonrisa irónica. Saltaba a la vista que ella tendría que encontrar a los Pensadores por su cuenta.
Recorrió la biblioteca con paso lento, examinando los objetos expuestos. Dispersos por la habitación había varios hombres de edades distintas. Algunos leían, otros escribían y unos pocos conversaban en voz baja. Al final de la estancia, cinco de ellos hablaban de forma relajada arrellanados en unas butacas. Desde un brasero de madera de humo situado en medio se elevaba una nube de lo que probablemente era una especie de estimulante.
—Saludos, Pensadores —dijo ella. Todos se volvieron hacia. Emerahl. Ella paseó la vista por los rostros y la posó en el hombre más corpulento—. ¿Eres Barmonia Mayoral?
—En efecto —respondió el aludido, arqueando ligeramente las cejas.
—Soy Emmea Esferista, hija de Karo Esferista, un noble matemático de Toren.
—Estás lejos de casa —observó el más joven.
—Sí. Mi padre y yo tenemos una afición especial a las antigüedades. —Levantó la caja que contenía el pergamino falso—. Hace poco compró esto, pero, como su salud no le permite viajar, me ha enviado aquí en busca de información. Mis averiguaciones me han llevado hasta vosotros. Creo que os interesará sobremanera.
El hombre corpulento soltó un resoplido de escepticismo.
—Lo dudo.
—No me refiero a la caja —dijo ella con sequedad—, sino a su contenido.
—Ya te había entendido —replicó él.
Ella volvió a mirarlo a los ojos.
—Se me advirtió que los Pensadores no tienen modales, ni respetan a las mujeres, ni cuidan su higiene personal. Pero esperaba encontrar mentes inteligentes y curiosas. —Esto arrancó una sonrisa al Pensador más joven, pero los demás permanecieron indiferentes.
—Somos lo bastante inteligentes para saber que ninguna mujer extranjera puede traer algo que sea de interés para nosotros.
Tras lanzar un vistazo al brasero, ella sonrió y asintió para sus adentros.
—Ya veo.
Giró sobre los talones y empezó a recorrer la biblioteca en el sentido contrario. Sobre una mesa había una losa grabada con jeroglíficos. Para su sorpresa, notó que pertenecía a un monumento de un templo en Jarime desmantelado mucho tiempo atrás…, o en Raos, como se llamaba la ciudad en aquella época. Probablemente ella había pasado innumerables veces por delante de la misma piedra cuando estaba colocada en su sitio. ¿Cómo había ido a parar a Mur?
Oyó unos pasos que se aproximaban. Mantuvo los ojos clavados en la losa, esperando que el hombre pasara de largo, pero no lo hizo. Se detuvo a su lado y, al alzar la mirada, ella comprobó que se trataba del más joven de los Pensadores.
Emerahl reprimió una sonrisa. Claro que lo era.
—Bar siempre ha sido así —comentó él—. No le gustan mucho las mujeres. Espero que no estés muy decepcionada.
—Él se lo pierde, no yo. Dime, ¿cómo llegó hasta aquí esta piedra?
—Siempre ha estado aquí —dijo él, encogiéndose de hombros.
Ella soltó una risita.
—Esto sí que me resulta decepcionante. ¿Tan aturdidos estáis por vuestras hierbas humeantes que ni siquiera sois conscientes de los tesoros que tenéis aquí?
—Eso no es ningún tesoro.
—¿Una losa monumental de la antigua Raos no es un tesoro? ¿Tienes idea de lo valiosa que es? Los circulianos destruyeron tantas cosas de la Era de los Múltiples Dioses que nuestra historia está fragmentada. —Señaló un ideograma—. Gaomea, el sacerdote, es uno de los pocos nombres que aún se conocen. —Recorrió los símbolos con el dedo, traduciéndolos al muriano—. ¿Tenéis otras piedras como esta?
El hombre no apartaba los ojos de ella.
—No lo sé. Pero, si lo deseas, puedo preguntárselo al bibliotecario. Si hay algo aquí, él te lo mostrará si yo se lo pido.
—¿Tan radical es? —inquirió ella, volviéndose hacia él.
—¿Cómo?
—¿No se lo puedo pedir yo misma?
Él torció el gesto.
—No. Como ha dicho Bar, eres mujer y extranjera.
Ella exhaló un suspiro y puso cara de exasperación.
—Bueno, supongo que la situación no deja de ser mejor que en mi ciudad. La única manera de ver tesoros antiguos es comprárselos a un noble rico, y solo si este está dispuesto a vender.
Él la guio hacia el anciano que catalogaba los pergaminos.
—Todo esto pertenece a los pentadrianos —dijo él en un tono que traslucía que no le hacía demasiada gracia.
—Al menos no lo han destruido, como habrían hecho los circulianos. He tenido suerte al encontrar esto. —Emerahl dio unas palmaditas a la caja.
—Por cierto…, ¿qué hay allí dentro?
—Solo un fragmento de pergamino.
—¿Por qué lo has traído hasta aquí?
Ella se quedó callada por unos instantes y levantó la vista.
—Está en sorliano.
Él la contempló, incrédulo. Emerahl prosiguió como si hubiera tomado su silencio por desconcierto.
—Una antigua lengua sacerdotal de Mur. Pensaba que lo sabríais. —Sacudió la cabeza como si estuviera exasperada—. Esperaba que tuviera más sentido para un nativo, que sabría conocer las referencias geográficas y el significado de la expresión «ofrenda de aliento». —Guardó la caja dentro de una bolsa que le colgaba de la cintura—. ¿Podemos preguntar por esos tesoros? Creo que son lo único que justificaría el esfuerzo de este viaje.
La tensión y la emoción del hombre eran palpables. Con un control de sí mismo admirable, permaneció en silencio. A ella no le sorprendió: los Pensadores jóvenes no solían hacer nada sin antes consultarlo con sus superiores.
—Entonces tendré que asegurarme de que el viejo Rikron te lo enseñe todo.