11

Kikarn, el ayudante de Reivan, no había mostrado señal alguna de que le desconcertara el comportamiento de la joven aquella mañana. Ella le había pedido que repasase todos los asuntos que debía atender hasta que diera con uno que requiriera su presencia fuera del Santuario durante todo el día. A Reivan le había sorprendido la manera en que él se había tomado este cambio en su rutina.

«Tal vez simplemente entiende que una persona tiene que alejarse de vez en cuando del Santuario para conservar la cordura», reflexionó.

Reivan había conseguido mantener la mente ocupada en la tarea elegida durante la mayor parte del día. Solo en contadas ocasiones se había permitido el lujo de pensar en la noche anterior, y entonces le había parecido un sueño más que un recuerdo. Aunque aquellos momentos de distracción le resultaban placenteros, los empañaba su temor a lo que Imenja pudiera pensar. O decir. O hacer.

«Como, por ejemplo, despedirme —pensó Reivan—. Enviarme en calidad de Servidora no cualificada a algún lugar remoto a pasar el resto de mis días traduciendo pergaminos. No, traducir pergaminos sería demasiado agradable. Lo más probable es que termine realizando algún trabajo desagradable y degradante o desempeñando alguna aburrida labor administrativa».

Evitar a Imenja durante todo el día había sido una actividad infantil e inútil con la que solo había ganado unas horas más de ansiedad antes del inevitable encuentro. Cuando había finalizado su tarea, y las sombras habían empezado a caer sobre la ciudad, ella había regresado al Santuario arrastrando los pies.

Reinaba el silencio cuando llegó a la escalera que la conducía a sus aposentos. Se detuvo y contempló el patio a través de un pasaje abovedado. Todo estaba teñido de un azul crepuscular, excepto allí donde las farolas proyectaban luces de color naranja sobre el pavimento.

«¿Me visitará de nuevo Nekaun esta noche? —se preguntó. Sintió que se le aceleraba el pulso—. Eso espero, aunque… estoy cansada».

Se acercó a la puerta arqueada y se apoyó en una de las jambas. Era un lugar tranquilo. Notó que la tensión acumulada en su interior disminuía.

«Tal vez a Imenja no le importe —pensó—. Tal vez esto sirva para que ella y Nekaun resuelvan sus diferencias. Podría conseguir, sin proponérmelo, que la Voz Primera y la Segunda hicieran las paces».

Resopló con suavidad.

«¡No parece muy probable! ¿Qué sabré yo sobre resolver diferencias o ayudar a que los demás se reconcilien? Bastante me costó lograr que los Pensadores reparasen en mi existencia, y me echaron a puntapiés a las primeras de cambio. La manera en que me recibieron los Servidores cuando llegué aquí dejó patente que me consideraban una extraña. Si hasta el día de hoy no me las he arreglado para hacer amigos, ¿qué posibilidad hay de que se me dé bien tender puentes entre otras personas?».

—Tienes una amiga —dijo una voz familiar a su espalda.

Reivan se volvió e hizo una mueca de disculpa cuando vio a Imenja.

—Voz Segunda. Yo… Ah… Lo siento…

Tras posar dos dedos en los labios de su Acompañante, Imenja le hizo señas de que la siguiera y salió al patio. Miró hacia uno de los estanques. Unas ondas recorrieron la superficie del agua y de pronto surgió un surtidor cuyas gotas trazaban un arco en el aire. El borbolleo resonaba por todo el patio. Imenja se sentó en uno de los bancos cercanos.

—Ya está. Una simple manera de garantizar la privacidad. Sin embargo, te sugiero que no alces la voz.

Reivan asintió. Imenja dio unas palmaditas en el banco.

—Siéntate. Como sabes, tenemos que hablar. —Reivan obedeció, e Imenja sonrió—. ¿Por qué te disculpas?

—Por… esconderme de vos.

—Ha sido una tontería por tu parte, pero veo que ya lo sabes. No tienes por qué sentirte culpable por acostarte con Nekaun, Reivan. No es nada de lo que debas avergonzarte.

—Lo sé, pero…

—Pero ¿qué?

—Vos y él…

Imenja arrugó la nariz.

—No estamos de acuerdo en muchas cosas últimamente. —Alzó los hombros—. Eso es algo entre nosotros, y nada debe impedirte disfrutar del placer cuando se te presente la ocasión. Por desgracia, no es algo que ocurra muy a menudo en la vida.

—Pero hay un «pero», ¿verdad? —dijo Reivan de pronto—. Lo percibo en vuestra voz.

Imenja se rio por lo bajo.

—Sí, lo hay. —Inspiró profundamente, y de su rostro desapareció cualquier signo de buen humor—. Es posible que Nekaun te tenga afecto. No quiero segar tus esperanzas. Pero quizá solo te esté utilizando.

—Bueno, no es que estemos pensando en casarnos o algo semejante. Sé que no es posible.

Imenja meneó la cabeza.

—Piensa en clave política, Reivan. No me has rehuido todo el día solo porque pensaras que me iba a oponer a que te divirtieras un poco.

—¿Creéis que me está utilizando para perjudicaros?

—No lo descarto. Y tú tampoco deberías.

Reivan clavó los ojos en el suelo. Si Nekaun creía que a Imenja le parecería mal que tuviera una aventura con su Acompañante, tal vez se había acostado con ella para disgustarla. Habría sido una jugada ruin y mezquina, sin otro propósito que el de enfurecer a alguien que, en teoría, figuraba entre sus principales aliados.

—No lo creo. No ganaría nada con ello.

—Nada excepto debilitarme un poco más —replicó Imenja con un suspiro.

Al observarla, Reivan vio en la cara de la Voz Segunda una resignación que antes no había manifestado. Sintió una punzada de preocupación. ¿Qué había ocurrido para que su patrona desconfiara hasta tal punto de Nekaun? ¿Cómo era posible que una mujer tan poderosa pareciera tan derrotada?

Imenja se irguió y se volvió hacia Reivan.

—Si abriga malas intenciones, seré más dura de lo que imagina —aseveró ella—. Eres tú quien me preocupa, Reivan. ¿Tolerarías que te humillaran y manipularan? ¿Eres lo bastante fuerte para reponerte de un desengaño amoroso? Si los propósitos de Nekaun son perversos, podrías llegar a sufrir bastante.

Reivan la miró con fijeza.

—¿De verdad creéis que puede ser tan cruel?

Imenja exhaló un suspiro.

—¿Que si lo considero capaz de emplear tácticas viles e inmorales? Sí. Sé que lo haría. ¿Puede ser que te profese el más puro de los afectos? —Sonrió y se encogió de hombros—. Eres una mujer atractiva. No eres hermosa, pero sí muy perspicaz y tienes un buen sentido del humor que compensa con creces lo que te falta en belleza. Posees muchas cualidades cautivadoras. Así que… sí, puede que él te ame.

Al notar que sus labios se desplegaban en una sonrisa, Reivan intentó impedirlo, sin éxito.

—Jamás se me ocurriría privarte de la oportunidad de vivir el amor o el placer —le aseguró Imenja—. Pero si las cosas se tuercen, recuerda que tienes una amiga en mí. Si necesitas hablar con alguien, yo te escucharé. Si necesitas alejarte de él, te enviaré a donde quieras. Haré todo cuanto esté en mi mano para evitar que sufras, pero no te puedo salvar del dolor de un desencanto. Para superarlo, tienes que ser fuerte.

—Lo seré —prometió Reivan.

—Bien.

Imenja se puso en pie.

—Me esperan en una reunión, así que más vale que me dé prisa.

—¿Me necesitáis?

—No. Mañana hablaremos. Que duermas bien.

—Vos también —le deseó Reivan con una sonrisa.

Mientras la Voz Segunda se alejaba por el pasadizo abovedado, el surtidor del estanque perdió fuerza hasta desaparecer. Reivan respiró hondo, bostezó y echó a andar hacia sus aposentos sintiéndose mucho mejor que durante el resto del día.

El sol permanecía suspendido justo por encima de los árboles, como si se aprestara a hundirse entre ellos. Auraya levantó la vista hacia la cuerda. Después de tenderla entre la parte superior del peñasco y las ramas de los árboles de abajo, había improvisado un sillín deslizante con madera y otros trozos de soga. Era una copia grosera del sistema que había usado Mirar para deslizarse de una plataforma a otra en la boscosa aldea siyí donde ella lo había encontrado meses atrás. Presa de una rabia súbita, apretó los puños.

«¿Qué consiguió a cambio de ayudar a los siyís a combatir la peste? —pensó—. Que le enviaran a una ejecutora. Y ahora Huan quiere mandarme uno a mí». Inspiró profundamente y soltó el aire despacio mientras intentaba mitigar la cólera. Durante los últimos días había pensado a menudo en la conversación entre Huan y Saru. La rememoró varias veces. Pasaba las noches en vela, recostada en la cama, debatiéndose entre la rabia por la actitud desconfiada y traicionera de los dioses, y el temor latente y desalentador a que uno de los Blancos (probablemente Rian) entrara en cualquier momento en la cueva y las matara a ella y a Jade.

—Toma.

Arrancada de sus cavilaciones, Auraya cogió la taza de maita que le tendía Jade. Bebió un sorbo y exhaló un suspiro de satisfacción por el calor que le proporcionaba el líquido.

Jade se sentó a su lado y levantó la vista hacia el aparejo. Aunque este la había transportado varias veces desde el precipicio hasta el suelo de forma rápida y segura, ella aún no conseguía percibir su posición respecto al mundo que la rodeaba. Por otro lado, no era un promontorio especialmente elevado.

—Podríamos buscar un peñasco más alto y tender una cuerda más larga… —empezó a sugerir Auraya.

Jade meneó la cabeza.

—No. Creo que es bastante evidente que carezco de tu habilidad para percibir el mundo. Y ya va siendo hora de que me marche.

—¿Te vas a rendir, sin más? ¿Después de un solo día?

La mujer se rio entre dientes.

—Sí, me rindo. Tal vez algún día tenga el infortunio de despeñarme. Si esto llega a suceder, recordaré tus instrucciones y volveré a intentarlo. Por ahora me alegra tener los pies en tierra firme.

Auraya sonrió.

—Aún podemos probar el salto desde el peñasco. Puede que funcione.

—Y puede que no.

—Te atraparía en el aire.

—No es que no confíe en ti…

Auraya juntó las cejas.

—Bueno, sí —reconoció Jade—. No confío en ti lo suficiente para hacer eso. Aun así, el sentido común me dice que saltar de un precipicio no es una buena idea. La lógica me indica que si debo moverme para aprender a percibir mi posición en el mundo, el movimiento horizontal debería ser tan eficaz como el vertical. Si fuera capaz de aprenderlo, ya habría adquirido esa percepción del mundo de la que hablas.

—Seguramente tienes razón. —Auraya suspiró—. O eso o yo soy una pésima instructora. O quizá Mirar esté en lo cierto. No deja de insistir en que es mi don innato.

Jade fijó la mirada en Auraya.

—¿Con qué frecuencia os comunicáis?

—Hemos hablado varias veces en conexiones oníricas.

—¿Hablas con él a menudo? Creía que no le tenías afecto.

—Nunca he dicho que no se lo tuviera —replicó Auraya, risueña.

Jade arrugó el entrecejo y apartó la vista. Todo estaba en calma, como si las criaturas del bosque tuvieran que esperar a que oscureciera para armarse del valor necesario y entonar sus cantos. Auraya escuchó con sus otros sentidos, prestando atención a aquello que solía ignorar salvo cuando estaba volando, la magia en torno a ella, la percepción de su lugar en el mundo. Sus sentidos se habían aguzado desde su llegada a la cueva.

Un susurro o una vibración débil llamó su atención. Se concentró en el sonido y descubrió que procedía de una mente. Un siyí volaba hacia allí. Era Tyve.

«Les haré una breve visita antes de que anochezca», pensó él.

—Para lo que ha servido el sistema de deslizamiento con la soga, más vale que lo desmontemos —dijo Jade, aparentemente sin percatarse de la presencia del siyí.

«¡La cuerda! Puede que Tyve choque contra ella». Auraya dejó su taza a un lado y se levantó de un salto. Tras invocar magia, lanzó un fino rayo de calor al extremo que estaba sujeto a lo alto del peñasco. Las fibras empezaron a arder conforme el rayo las chamuscaba. La cuerda cayó al suelo, y una parte de ella se hundió en el río.

—Me alegra que me hayas hecho caso con tanto entusiasmo —dijo Jade con ironía.

—Tyve viene hacia aquí. Temía que no la viera.

—¿Tyve? ¿Cómo lo sabes?

—He visto su… —Auraya se estremeció al caer en la cuenta de lo que estaba a punto de decir. Se concentró en la mente de Tyve. Para su sorpresa, percibía los pensamientos del siyí con claridad. Posó los ojos en Jade.

—¡Puedo leer la mente otra vez!

La mujer la miró con atención y se volvió hacia el siyí que se acercaba volando.

—Percibo expectación y prisa. ¿Por qué ha venido?

—Solo para ver cómo estamos.

Auraya frunció el ceño. El ansia y la suspicacia se superponían al agotamiento y el deseo de Tyve de estar en casa. Aquella dualidad le pareció extraña.

:Ella ha salido por fin. Ahora sabremos qué ha estado tramando allí dentro y si esa mujer que sabe ocultar la mente es quien yo sospecho…

El pensamiento se interrumpió abruptamente y, de pronto, todo lo que Auraya alcanzaba a percibir en Tyve era cansancio. Algo más volaba hacia ellas. Algo sin forma que se aproximaba a velocidad de vértigo.

«Huan».

La diosa pasó de largo como una exhalación, seguida por otra deidad. Auraya se meció sobre los talones. El segundo dios era Saru. Estaban detrás de ella, buscando…

:¿Dónde está? ¡No la veo!

—¿Qué sucede? —Oyó preguntar a Jade.

«Tengo que desactivar mi escudo mental para demostrar que soy digna de confianza —pensó Auraya—. Pero soy yo quien no se fía de ellos».

Huan proyectó sus sentidos hacia Tyve. El muchacho no se percató de que la diosa había conectado con su mente. Estaba concentrado en descender y encontrar un lugar en el que aterrizar.

:¡No la veo! ¡Su mente está oculta!

Acto seguido, los dioses salieron disparados a tal velocidad que Auraya no podía seguirlos con la vista.

«Ya está —pensó—. Ahora lo saben. Me pregunto si esto proporcionará a Huan la excusa que necesitaba para matarme».

—¿Qué pasa, Auraya? —susurró Jade.

Auraya sacudió la cabeza, tratando de pensar cómo explicar lo que acababa de ocurrir.

—Tyve no estaba solo. Huan se encontraba con él, observándonos a través de sus ojos.

—¿Huan? —Jade abrió los ojos como platos—. ¿Aquí? ¿Observándonos?

—Ya no —se apresuró a tranquilizarla Auraya—. Se han marchado. Ella y Saru, que la acompañaba, han ido a comunicar a los otros dioses que mi mente está oculta.

Jade la miró fijamente.

—Jamás en toda mi vida —murmuró— había conocido a nadie capaz de detectar la presencia de los dioses. ¿Saben ellos que puedes hacerlo?

—Sí, pero no así. Antes solo los percibía cuando se hallaban cerca.

—¿Y desde cuándo puedes oírlos y verlos a kilómetros de distancia?

—Desde que me enseñaste a explorar mentes de forma superficial.

Jade asintió.

—No dejes que se enteren. Por muy ex Blanca que seas, te matarán si descubren que puedes espiarlos. Ni siquiera se lo digas a Chaia.

Auraya abrió la boca para replicar que Chaia no le deseaba ningún mal, pero la cerró cuando Tyve se posó en el suelo. Jade le dedicó una mirada significativa antes de volverse para saludar al siyí.