19
El cirque de Elar estaba meticulosamente plegado a su lado. Sobre su vestido blanco llevaba el mantón de viaje que tanto gustaba a las nativas. Lo lucía tal como dictaba la moda: sobre los hombros. También lo podía alzar para cubrirse la cabeza en caso de lluvia, o envolverse el torso con él a modo de abrigo, pero Danyin no la había visto hacer ninguna de esas cosas hasta el momento. Desde que habían abandonado Chon, solo habían tenido días secos de verano.
Sentado frente a Elar en el platén estaba Yem, el primogénito del líder del clan Dregger. Además de esbelto y musculoso como la mayoría de los guerreros, el joven era inteligente y un político muy astuto. Danyin también había notado que Yem era excesivamente compasivo con los criados y, por ello, no parecía ser la persona más adecuada para servirles de guía.
Los guerreros dunwayanos exigían lealtad a sus criados. Sin embargo, no había ninguna ley que impidiese que un sirviente abandonase el hogar de su amo; incluso podían intentar emplearse en otra casa, aunque esto era más difícil porque la mayoría de los clanes tenían suficientes criados, y pocos guerreros estaban dispuestos a aceptar a un sirviente que hubiera dado muestras de deslealtad al abandonar el servicio de otro compañero de armas.
Lo que los pentadrianos habían hecho al organizar la fuga de criados podía hacer estallar una rebelión general de los sirvientes contra los guerreros. Danyin había supuesto que I-Portak elegiría a alguien menos empático con los criados como cicerone de Elar. Alguien más parecido a Gim, su último anfitrión.
El otro ocupante del platén cubierto era Gillen Brazal, el embajador haniano. Durante las largas horas que Elar y Danyin habían pasado aguardando en Chon, Gillen los había visitado al menos una vez al día y los había entretenido con historias o juegos de estrategia. Ahora en la carretera hacía lo mismo utilizando el pequeño tablero que Silava había empaquetado para Danyin. A veces parecía que las únicas conversaciones en el platén eran las que sostenían Danyin y Gillen sobre diversas tácticas.
Danyin sospechaba que Gillen se había ofrecido a acompañarlos porque se aburría en Chon. Elar había aceptado su ofrecimiento porque Gillen conocía mejor que ella las costumbres dunwayanas y los acontecimientos políticos más recientes. Elar pasaba la mayor parte del tiempo con la mirada perdida a lo lejos, escuchando la mente de los hombres a los que seguían. Yem apenas pronunciaba palabra; solo hablaba cuando alguien se dirigía a él. Danyin estaba convencido de que el silencio de Yem no tenía nada que ver con la arrogancia. Bien se sentía intimidado por Elar, bien era el tipo de hombre que prefería escuchar antes que hablar.
Yem y Gillen no sabían tanto como Danyin sobre la razón de aquel viaje. Durante la cena en casa de Gim, Elar había leído los pensamientos nerviosos de Ton, un criado que planeaba abandonar el servicio de su amo. Desde hacía un tiempo, el hombre había estado visitando a un comerciante de especias sennense. El tendero le había dicho que los criados dunwayanos eran poco más que esclavos y le había hablado de un lugar donde todos eran iguales y el trabajo se compartía. Un lugar al sur de Dunway.
Una visita al mercado había confirmado las sospechas de Elar. Uno de los vendedores de especias era un pentadriano de Sennon con orden de ayudar a huir de Chon a potenciales conversos dunwayanos. Por desgracia, el hombre no sabía adónde se dirigían los que huían, pero a través de él Elar pudo acceder a la mente de Ton, el sirviente desertor.
Tal como ella había supuesto, Ton había iniciado la travesía hacia el paraíso de los criados. Desde el primer día había estado bajo el cuidado de distintos hombres y mujeres, ninguno de los cuales conocía su destino. Era un sistema meticulosamente planificado, diseñado para dificultar el seguimiento de los pentadrianos.
—Es difícil, pero no imposible —había dicho Elar. Todo lo que tenía que hacer era seguir al criado. Aunque la mayor parte del tiempo este no sabía dónde estaba, ella podía averiguar su localización a través de la gente que había cerca de él.
Danyin miró por la ventanilla y vio la parte superior de las copas de unos árboles muy altos. Avanzaban por un camino labrado en las laderas de las montañas, al sur de Chon. De haber mirado hacia abajo, lo que prefería no hacer, habría visto el borde de la senda y un precipicio demasiado escarpado como para sentirse cómodo.
Elar suspiró frustrada, y él se volvió hacia ella. Meneaba la cabeza.
—¿Qué ocurre? —preguntó él.
—Lo han enviado solo, a pie. No tiene la menor idea de adónde va. —Miró a Yem—. Consultemos el mapa.
El joven sacó un cilindro de madera y lo destaponó. Del interior extrajo un rollo de piel fina cubierta de dibujos y líneas tatuados. Les había dicho que era piel humana. El guerrero que lo había fabricado había viajado durante años por Dunway para grabar cuidadosamente el mapa en la piel de su criado más devoto. Desde que había escuchado la historia, Danyin hacía cuanto podía para evitar tocarlo.
El mapa representaba un campo jalonado de pequeñas fortalezas borrosas. Los caminos eran engañosamente rectos y no reproducían ninguna de las curvas y los giros que el platén había estado siguiendo. Unas líneas en un rojo desteñido simbolizaban los límites de las tierras propiedad de los distintos clanes.
—Está aquí —dijo Elar, señalando unos símbolos que representaban las casas de los criados campesinos—. Las instrucciones que le han dado al desertor son seguir este camino hasta llegar a la altura de una roca enorme en forma de arem, donde debe girar a la izquierda. Luego debe buscar un árbol grande y atravesar unos campos.
Danyin comprendió al instante su frustración. Esas instrucciones no se podían seguir en un mapa. El hombre no tenía idea de dónde se encontraba o adónde se dirigía, y no lo acompañaba nadie que lo supiera.
«Estos pentadrianos son listos —pensó Danyin—. Pero no conseguirán evadirnos. Solo es cuestión de tiempo».
—Tarde o temprano el criado fugitivo verá un punto de referencia que conozco —aseguró Yem a Elar.
—Y para entonces nos habremos quedado atrás —dijo Elar, preocupada.
—Podríamos ir hasta el lugar que acaba de abandonar —sugirió Gillen—. Y luego seguir las instrucciones. —Para evitar ser vistos por los pentadrianos y sus colaboradores, el platén recorría una ruta paralela a la del criado, por el este.
—No —dijo ella—. Es mejor esperar a correr el riesgo de que nos descubran.
Yem enrolló el mapa y lo metió en el cilindro. Cuando Elar volvió a poner la vista en la distancia, Gillen miró a Danyin arqueando las cejas. Sonriendo, este acercó de nuevo su juego de estrategia. El tablero, elaborado con esmero, era ideal para los viajes. Cada ficha tenía una clavija en la base que encajaba en unas ranuras. Pero el compartimento en el que se guardaban las fichas se había deformado y ya no se abría del todo.
—¿Una partidita?
Gillen inclinó la cabeza afirmativamente.
—Pensé que nunca me lo preguntarías.
El pueblo de los criadores de pájaros estaba enclavado en lo alto de un valle circundado de laderas escarpadas y llenas de cuevas. Se llamaba Klaff. Auraya había leído el nombre en la mente de uno de sus pobladores, pero no se lo podía contar a los siyís sin arriesgarse a que los dioses adivinaran cómo lo había averiguado.
El momento más caluroso del día no tardaría en llegar, y los exploradores siyís que habían vigilado el pueblo el día anterior habían notado que la actividad se reducía considerablemente a esa hora. Los pobladores se retiraban al interior de sus casas o echaban una siesta en algún lugar bajo la sombra. Los pájaros estaban enjaulados. Habían pasado horas desde los ejercicios de vuelo matutinos y pasarían otras cuantas hasta los del atardecer.
Travesuras estaba acurrucado a la sombra de una roca, jadeando. La mochila de Auraya no era el lugar más agradable en el que estar con ese calor. Ella vertió agua en una pequeña depresión en la roca, y él la bebió a lametones.
Los siyís aguardaban sobre el peñasco, a un lado del valle. Unos cuantos vigilaban el pueblo mientras Sreil se dirigía a los demás.
—Los pájaros están en unas jaulas con barras de metal —les dijo—. Así que les podemos disparar flechas y dardos sin tener que entrar en las pajareras ni sacarlos. Delante hay un espacio vacío, rodeado sobre todo de edificios, en el que descenderemos. Ayer no hubo ningún guardia, pero es posible que estuvieran dentro de las instalaciones. Si actuamos en silencio, quizá salgamos de allí sin que nadie se entere, aunque dudo que los pájaros se queden callados.
—Quiero seis guerreros que aterricen en una media circunferencia y se apresten a usar sus arcos. Deberán repeler cualquier ataque de los pisatierra. —Hizo una pausa y miró expectante hasta que se alzaron seis manos—. El resto descenderemos entre nuestros compañeros y la pared de roca que está detrás de las jaulas. Nos dirigiremos a las pajareras y mataremos a todas las aves. Si veis huevos, aplastadlos también.
Sreil se irguió y pasó revista a su fuerza de guerreros siyís.
—Debemos actuar con rapidez. No os entretengáis ni un minuto más de lo necesario. No somos guerreros pisatierra. Si encontramos resistencia, debemos largarnos. Nos volveremos a encontrar aquí.
Los siyís silbaron en señal de asentimiento. Auraya les deseó una buena cacería y logró arrancar unas cuantas sonrisas a unos rostros adustos. Luego Sreil flexionó los brazos, echó a correr ladera abajo y saltó al aire, seguido por el resto de los siyís.
Auraya los observó alejarse planeando y girar luego hacia el pueblo. Subió a lo alto del peñasco y buscó una roca en la que apoyarse sin que su silueta destacara contra el cielo. Tenía el pulso acelerado y cuando los siyís iniciaron el descenso el estómago se le hizo un nudo.
Recorrió el pueblo con la vista en busca de alguien que hubiera podido notar la presencia de los hombres alados. Las calles estaban vacías.
La roca irradiaba calor. Esperó que los pobladores de Klaff estuvieran durmiendo como troncos.
Ahora los siyís eran un enjambre de figuras distantes suspendido sobre el pueblo. De golpe, se lanzaron en picado sobre un patio. Tres de los lados eran hileras de edificios; el cuarto era la pared de roca, punteada por agujeros oscuros, tal como la había descrito Sreil. Cuando tocaron tierra, Auraya contuvo la respiración, pero no vio a nadie corriendo en dirección a los siyís.
«… deben de seguir dormidos», oyó que decía Sreil para sus adentros con cierta arrogancia. Sintió el orgullo que él profesaba a sus guerreros cuando estos ocuparon sus puestos, tal como les había ordenado. De pronto él percibió un respingo de sorpresa y temor en los siyís.
Desde su atalaya, vio algo oscuro que salía despedido desde uno de los agujeros y caía sobre los siyís. Se incorporó de un salto al percibir el asombro y la confusión de los guerreros. Sus pensamientos eran un amasijo de terror y desaliento. No conseguía averiguar qué estaba pasando.
Cuando volvió a mirar abajo, notó que se había elevado en el aire sin proponérselo. Decidió volar hacia el pueblo. Al llegar a la altura del patio, comprendió finalmente lo que ocurría: los siyís luchaban por liberarse de una red pesada.
«¿Una red?».
Cuando cayó en la cuenta de que los pentadrianos habían estado esperando a los siyís, se estremeció.
«¿Cómo es posible? ¿Nos ha traicionado alguien? ¿Quién?».
Algunos siyís se retorcían presa del pánico, pero otros habían llevado cuchillos consigo y estaban cortando las gruesas cuerdas. A Auraya se le cayó el alma a los pies al ver a hombres y mujeres con túnicas negras saliendo a toda carrera de las casas y situándose en los bordes de la red para evitar que escaparan sus enemigos. Dos siyís consiguieron liberarse. Los fugitivos lanzaron dardos hacia las jaulas, saltaron a la pared y aprovecharon el impulso para trepar más alto. Tras arrojarse al vacío y batir las alas con fuerza para tomar impulso, sobrevolaron los terrados de las casas y se alejaron.
Al mismo tiempo, otros siyís habían desistido de luchar, y Auraya sintió un acceso de orgullo cuando los vio disparar dardos envenenados a los pisatierra. Algunos de los Servidores se desplomaron lentamente sobre la red, pero su peso solo sirvió para sujetar con más firmeza a los siyís. Los demás no parecían verse afectados.
«Se están protegiendo con magia —advirtió Auraya con el corazón en un puño—. Los siyís no tienen la menor posibilidad de superar a los Servidores».
:¡Auraya!
El corazón le dio un vuelco al reconocer la voz de Juran.
:¿Sí?
:¿Qué ocurre? No consigo sacar nada en claro de lo que me muestra Teel.
:El ataque de los siyís ha sido un fracaso. Los pentadrianos los estaban esperando y los han capturado.
Auraya percibió una punzada de esperanza en alguien que estaba abajo luchando y notó que un siyí atrapado en la red la miraba a los ojos.
«Ayúdame», le dijo en su mente.
La embargaron la culpa, la frustración y la rabia. «No puedo», pensó, mirando al siyí inmovilizado. Apretó los puños. Los dioses le habían prohibido luchar. Y no había manera de ayudar a los siyís sin luchar.
:¿Qué quieres que haga?, le preguntó a Juran.
:¿Los pentadrianos no están matando a los siyís?
:No.
Él se quedó callado, probablemente meditando su respuesta. Pero a Auraya se le ocurrió algo. Si los pentadrianos hubieran estado esperando a los siyís con intención de matarlos, no habrían usado la red. Querían capturarlos.
«Y un cautivo siempre puede ser liberado. Tal vez no tenga que enfrentarme a los pentadrianos para rescatar a los siyís».
Leyendo las mentes de los habitantes de Klaff, percibió una mezcla de triunfo y sorpresa. El día anterior no había visto nada en sus pensamientos que sugiriera que esperaban un ataque o que planeaban una emboscada. Ahora comprendió que no sabían nada de la emboscada hasta hacía un rato, cuando fueron convocados a una reunión en ese mismo lugar. Al llegar se encontraron con que la Voz Primera Nekaun había atrapado a los siyís con una red.
¿La Voz Primera Nekaun? Auraya se sintió aún más desolada al ver que uno de los pentadrianos la observaba. Buscó en sus pensamientos, pero no percibió nada.
La invadieron recuerdos de Kuar, la anterior Voz Primera, cuando la había mantenido prisionera con magia. Dejó de pensar en eso. «Kuar está muerto —se dijo—. No obstante, la nueva Voz Primera podría ser tan poderosa como él».
Probablemente podía derribarla del cielo si en realidad se lo proponía.
Ella se retiró rápidamente, pero Nekaun no hizo nada por detenerla.
:Juran.
:¿Sí?
:El líder del enemigo está aquí. Debo marcharme. Pero permaneceré cerca. Aprovecharé la menor oportunidad para rescatar a los siyís, sin luchar.
:Sí. Hazlo. Discutiré la situación con los demás y te haré saber lo que decidamos.
Cuanto más se alejaba de la escena, más sentía la desesperación de los siyís. Se estaban quedando sin dardos, y el enemigo empezaba a capturarlos uno por uno, desarmándolos y atándoles las muñecas. Auraya llegó a la cresta de la montaña desde la que había estado observando todo y descendió.
Se sentía muy mal, como si los hubiera abandonado. «Pero aún no puedo hacer nada. Tengo que buscar la manera de liberarlos».
—¿Ohuaya?
Un Travesuras aliviado pero aún asustado se aferró a ella. Trepó a sus hombros y se sentó en silencio, temblando. Cuando ella le rascó la cabeza, advirtió que tenía las manos trémulas.
—Están vivos —le dijo—. Al menos están vivos.
Un sonido de batir de alas llamó su atención. Los dos siyís que habían escapado aterrizaron cerca de ella. Sus expresiones eran terribles.
—¿Estás muertos? —preguntó uno.
Ella negó con la cabeza y notó que se contagiaba del alivio de los dos hombres.
—¿Los han hecho prisioneros? —inquirió el otro.
—Sí.
—¿Qué piensas hacer?
Auraya exhaló un suspiro.
—Lo que pueda sin desobedecer a los dioses. Dijeron que no debo luchar. No dijeron que no puedo colarme dentro de una prisión y liberar a alguien.
Se quedaron en silencio, mirando el poblado. La magia alrededor se agitó, y Auraya a punto estuvo de sisear en voz alta cuando dos fuertes presencias salieron como un rayo del pueblo y se encarnaron en dos siyís que estaban a su lado. En cuanto reconoció a Huan, sintió un hormigueo en la piel, pero se relajó un poco al comprobar que la otra deidad era Chaia.
:¿Qué hará ahora tu mascota hechicera?, preguntó Huan.
:Tomar una decisión —respondió Chaia—. Era lo que querías, ¿verdad?
:¿Como resultado de todo esto? No, lo que ha sucedido es una represalia por los asesinatos en Jarime y los intentos de convertir a los circulianos, dijo Huan.
:¿Por los asesinatos de tejedores de sueños? No sabía que les tenías tanto aprecio.
:No me disgustan tanto como a ti —replicó ella—. Además, los Blancos han decidido fomentar la tolerancia hacia los tejedores por ahora. Así que tiene sentido vengar sus muertes.
:Sin embargo, lo has organizado para que fracasaran los siyís. ¿Cómo puede servir eso de venganza?
:Eso no importa. Lo que interesa es que los pentadrianos ya saben que los Blancos están furiosos.
:Estás jugando con fuego, Huan. Para Juran, este ataque era un riesgo innecesario. No le sorprende que haya fracasado. Ahora se preguntará por qué diste la orden. Tendrá dudas sobre la conveniencia de seguir tus órdenes.
:Una pequeña prueba de su lealtad.
:¿De verdad? ¿Y por qué no consultaste a los demás antes de organizarlo?
:Lo hice. No tuve que consultártelo a ti porque los demás estaban de acuerdo.
:Lore no lo habría aprobado.
:Lo hizo. Olvidas su debilidad por los ejercicios militares.
:Entonces ¿por qué hiciste que capturaran a los siyís en lugar de que los mataran? Eso habría sido más eficaz para provocar una guerra.
:Así es más interesante.
:¿Interesante? A ti no te interesa la guerra —dijo Chaia—. Lo único que quieres es librarte de Auraya. Si el resultado de esta emboscada es que Auraya se vuelva contra nosotros, lo lamentarás.
:¿Es una amenaza? —dijo Huan, riéndose—. No me puedes hacer más daño del que yo te puedo hacer a ti.
Tras estas palabras salió disparada hacia el pueblo. Auraya suspiró aliviada.
:Allí es donde se equivoca —añadió Chaia, soltando una risita—. ¿Has oído todo, Auraya? Espero que sí.
Y luego él también se esfumó, dejándola estupefacta. Él sabía que ella podía escuchar las conversaciones de los dioses. ¿Había animado a Huan a discutir la emboscada con él?
«Tal vez solo para mostrarme que él no es responsable…, que lo es Huan».
Cuando cayó en la cuenta de lo que eso significaba, a Auraya se le hizo un nudo en el estómago. Huan había traicionado a los siyís. No solo había organizado esa misión para poner a prueba su lealtad, sino que también se había asegurado de que fracasara.
Luego recordó la advertencia de Chaia. Huan intentaría hacerle daño lastimando a las personas que amaba. Al parecer, Huan estaba dispuesta a perjudicar a sus criaturas.
Notó que una mano se posaba en su hombro.
—¿Cómo te podemos ayudar?
Auraya se volvió sorprendida hacia los siyís y después se esforzó por devolver la atención al dilema al que se enfrentaba. De inmediato comprendió que si Huan quería hacer daño a los siyís para lastimarla, lo mejor que podía hacer era alejarlos todo lo posible de ella.
—Volved a nuestro último campamento —les dijo—. Os daré alcance en breve. Voy a conseguir algo de comida y agua para vosotros. Dejad un poco en el campamento y en los lugares en los que nos detuvimos de camino hacia aquí, para los que consigan escapar.
—¿Quieres que volvamos a casa? —preguntó sin convicción uno de ellos.
—Sí —dijo, mirándolo a los ojos—. Fue una trampa. Os estaban esperando. Haré lo que pueda para rescatar a los otros. Vosotros deberéis aseguraros de que sobrevivan la travesía a casa.
Los dos siyís asintieron. Sabían que tenía razón, pero eran reacios a dejar atrás a sus compañeros.
—Idos —les dijo Auraya—. Volved a casa al menos vosotros. Contad a la portavoz Sirri y a las familias de vuestros compañeros lo que pasó aquí.
Al oír sus palabras, los guerreros inclinaron la cabeza afirmativamente. Ella los vio alejarse volando y dirigió la atención hacia Klaff. Había unos cuantos pozos públicos y un pequeño mercado en el límite del pueblo. Incluso si Nekaun había estado leyendo las mentes de los siyís cuando ella les había transmitido sus intenciones, dudaba que él pudiera llegar al mercado a tiempo para atraparla.
Levantó a Travesuras de sus hombros y lo bajó al suelo.
—Quédate aquí —le ordenó.
El viz hizo un gesto de desaliento, pero se dirigió obedientemente a un lugar bajo la sombra y se acurrucó a esperar.
Satisfecha, ella saltó al aire y puso rumbo al pueblo.