—Solicitamos permiso para entablar combate, excelencia.

La primera helada del invierno había convertido el camino nevado en un lodazal. La niebla que se elevaba del río que cruzaba la llanura cubría el terreno con un abrazo frío.

Eran las seis de la mañana y el sol aún no había salido, como era propio de la estación. Normalmente, la oscuridad y el silencio hubieran dominado la escena, pero aquella mañana era diferente. La paz de la madrugada desapareció bajo el estruendo de los cascos de los caballos que montaban seis figuras y otros tantos focos que parecían perseguirlos. Girándose hacia las luces que brillaban entre los frondosos árboles, el anciano gritó de nuevo:

—Si seguimos así será cuestión de tiempo que nos capturen. Los entretendremos aquí para que su excelencia pueda escapar.

—¡Silencio, Ahmed!

Pese a que la piel de su caballo ya estaba perlada de sudor, la condesa de Babilonia lo azuzó de nuevo con el látigo, mientras acallaba a su fiel vasallo. En el aire gélido del amanecer, sus gritos se tornaban vapor pálido.

—No voy a dejar atrás ni a uno solo de vosotros. ¡En vez de perder el tiempo diciendo tonterías, corre más deprisa!

—Pe…, pe…, perdonadme, excelencia… Nos han descubierto por mi culpa.

La voz temblorosa pertenecía a Selim, que cabalgaba al lado de su señora. El más joven de los vasallos de la condesa de Babilonia se aferraba a las riendas con rostro apesadumbrado.

—Si no me hubieran visto…

—Ahora ya no tiene remedio. Deja de echarte la culpa —suspiró la condesa, intentando consolar al joven terrano.

Ya habían pasado tres días desde que escaparon de Timisoara a través de aquellas tierras salvajes. Al principio habían logrado pasar desapercibidos, yendo con cuidado de no levantar sospechas entre los terranos de las aldeas en las que se aprovisionaban. Pero un grito inoportuno del joven había hecho que los descubrieran los bárbaros. Cuando se encontraron con la patrulla, Selim había pensado que el tabaco que fumaban los soldados era un incendio.

Sin embargo, la condesa de Babilonia no tenía intención de reprochárselo al inexperto muchacho. Al fin y al cabo, que se vieran en aquella situación era, en última instancia, culpa suya. Si no se hubiera visto implicada sin saberlo en el complot organizado por su tío, el duque de Tigris, no habría tenido que abandonar su patria llevándose consigo a sus vasallos y no estaría entonces perseguida por los bárbaros en una tierra extraña.

Todo se debía, por lo tanto, a su condición de rebelde…

—¡Estamos perdidos, excelencia! ¡Pronto saldrá el sol! —chilló Ahmed al ver que ya empezaba a distinguirse el contorno de las montañas más allá del río.

Las nubes cargadas de nieve había hecho que tardaran en darse cuenta del color azulado que había comenzado a tomar el cielo. Su plan original había sido esconderse en los espesos bosques y esperar allí a la puesta de sol. Al día siguiente, seguirían su camino hacia Albión a través de aquellas tierras bárbaras. Eso era lo que habían planeado, pero todo había cambiado de golpe. Tal y como estaba la situación, aunque lograran escapar de los bárbaros no tendrían tiempo de encontrar refugio en la ciudad antes de la salida del sol.

—¡Deteneos todos! —gritó la condesa, alzando el brazo.

A lo lejos se veían las cúpulas y pináculos de la extraña ciudad, rodeada por el curso del río. Parecía una ciudad animada y llena de vida, pero sabía que su cuerpo no resistiría lo suficiente para llegar. Después de tomar una decisión, la condesa se giró hacia sus vasallos.

—Quiero agradeceros que me hayáis seguido hasta aquí. La casa de los condes de Babilonia os estará siempre agradecida por la fidelidad y la entrega que habéis demostrado.

—Pero… ¿qué estáis haciendo, excelencia? —gimió Ahmed, con voz apremiante.

¿Cómo podía su señora permitirse hablar con tal calma en un momento tan desesperado? Con cara de querer agarrarla de las solapas y salir corriendo, prosiguió con tono acuciante:

—¡Hay que darse prisa o nos alcanzarán!

—Efectivamente. De todos modos, que nos alcancen es sólo cuestión de tiempo… Por eso he decidido que me quedaré atrás.

—¿¡!?

Los rostros de los vasallos se quedaron como electrificados. Estaban tan atónitos que se olvidaron incluso de responder, mientras la condesa de Babilonia les hablaba con serenidad, pero en un tono que no admitía réplica.

—Yo me quedaré aquí. Así, mientras gano algo de tiempo, vosotros podréis huir. Después, podréis volver al Imperio y buscar un nuevo señor, o quedaros a vivir en el exterior… A partir de ahora sois libres.

—¿Ha…, habéis perdido la razón, excelencia? —gritó Ahmed cuando se recuperó de la sorpresa.

El anciano sirviente, que había acompañado a su señora desde su infancia en la casa del duque de Tigris, vertía lágrimas de dolor.

—¡Por muchos nobles que haya en el Imperio, nosotros no tenemos más señora que vos! ¡Sea en el exterior o en las Tierras Baldías, nunca os abandonaremos! Por favor, permitidnos seguir a vuestro lado.

—¡De ningún lado!

El látigo restalló con fuerza.

Con los ojos brillantes, la noble imperial miró a sus vasallos.

—Aunque fuera contra mi voluntad, el haber traicionado a Augusta es responsabilidad mía. Si además arrastro a mis vasallos conmigo a la desgracia, el nombre de mi familia quedará deshonrado para toda la eternidad… He reflexionado largamente hasta tomar esta decisión. ¡Al próximo que me conteste le abofetearé!

—Pero, excelencia…

Ante la mirada centelleante de amatista, los vasallos bajaron la cabeza.

Si hubieran estirado el brazo, ya podrían haber tocado el halo de luz de tres de los focos que los perseguían. Las gigantescas siluetas cubiertas de planchas de hierro los tendrían al alcance de sus armas automáticas en pocos minutos.

En circunstancias normales, el poder de combate de un aristócrata imperial habría bastado para dispersar a una patrulla de coches blindados como aquélla. Sin embargo, se encontraban en territorio hostil, y su destino final, Albión, aún estaba a más de mil kilómetros de distancia. Abandonar a su señora en una situación así era para los vasallos como arrancarse la mitad del cuerpo, y más considerando que sería para que sólo ellos se pusieran a salvo.

—Entonces, nos quitaremos la vida aquí mismo —murmuró Ahmed con la cabeza gacha, mientras desenvainaba su espada y se la llevaba al cuello—. Nuestra señora nos pide que la dejemos atrás. No es propio de un vasallo leal vivir más que su señor. Menos aún abandonar a su señor en territorio enemigo. Cuando todas las opciones implican incurrir en deslealtad, ¡no queda otro camino que la muerte!

¡Dobitoc! ¿¡Qué estupideces estás diciendo!? —vociferó la condesa, con un gesto nervioso, al ver cómo aparecían las primeras gotas de sangre sobre el filo—. Sólo tenéis una vida corta, ¿y queréis despilfarrarla así?

—Disculpad mi atrevimiento, pero ¿acaso no es su excelencia quien está a punto de desperdiciar su vida? —respondió Ahmed, sin apartar la espada del cuello—. En estas tierras bárbaras no hay muro de lapislázuli que pueda proteger a los methuselah. Quedaros sola aquí equivale al suicidio. ¡Sois lo bastante inteligente para comprenderlo!

El anciano vociferaba mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. Y él no era el único que sollozaba. Selim, que estaba a su lado, y el resto de los vasallos tenían todos el rostro lloroso. Mirando a la condesa, que callaba, avergonzada, Ahmed redobló sus esfuerzos para convencerla.

—Somos débiles, pero tenemos fuerza suficiente para protegeros de los bárbaros… Os lo ruego. ¡Dejad que os acompañemos hasta el final!

—Sois… unos bobos.

Para un aristócrata imperial, llorar delante de terranos era una gran vergüenza. La condesa levantó el rostro hacia el cielo, que se estaba volviendo del color de una ala de paloma, y dijo con decisión:

—La verdad es que no tenéis remedio… Bueno, ante tanta insistencia, no tengo nada que decir. Haced lo que queráis.

—¡G…, gracias!

Los cinco bajaron la cabeza al unísono. Viendo los rostros húmedos pero alegres de sus vasallos, la condesa de Babilonia suspiró para sus adentros con un punto de alegría.

¿Hasta cuándo seguirían a una señora tan irresponsable como ella? Cualquier noble estaría dispuesto a aceptar vasallos tan capaces.

Podrían haberse convertido en vasallos del Estado, o haber servido a otra familia aristocrática. Podrían haber hecho lo que hubiesen querido, en vez de seguirla en su derrota y abandonar la tierra en la que siempre había vivido. Podrían…

«Tengo que protegerlos como sea…».

«La sangre más noble es la primera en correr». La condesa de Babilonia sacó con decisión los largos guantes plateados que llevaba guardados en la silla. Se los puso, completamente extendidos hasta el codo, e hizo girar la montura para encarar a los vehículos blindados que los perseguían.

—Entonces, lo prioritario es dispersar a nuestros enemigos… ¡Seguidme! —gritó al tiempo que descargaba el látigo sobre la montura.

Como azuzado por el espíritu guerrero de la jinete, el caballo de guerra se lanzó como una bala hacia los vehículos blindados. Cuando la ametralladora instalada sobre el vehículo de la derecha se giró hacia ella, la methuselah ya no estaba sobre la silla.

La condesa apareció como un espejismo encima de la torreta marcada con el emblema de la doble cruz y dirigió uno de los brazos vestidos de plata, a media potencia, hacia el blindaje.

Con un ruido sordo, la torreta empezó a arder. El blindaje no mostraba ningún daño visible. Sin embargo, el motor del monstruo de acero estaba completamente destruido y, con un chirriar de frenos, el vehículo cayó en la cuneta y se quedó inmóvil.

—¡Ahora, Ahmed! ¡Aprovechad ahora para atravesar sus líneas! —vociferó la condesa mientras apuntaba al siguiente vehículo.

Después de comprobar que sus vasallos habían oído la orden, tensó el cuerpo de nuevo para entrar en haste. Las piedras preciosas engarzadas en los brazos de plata lanzaron un brillo azulado y el aire a su alrededor vaciló como una llama bajo el efecto de la vibración que provocaban los artefactos.

Mientras tanto, sus adversarios no se habían quedado cruzados de brazos. El vehículo del centro había conseguido apuntar a la methuselah con la ametralladora y abrió fuego. La ráfaga atravesó el aire azulado con vuelo seguro hacia la condesa…

Pero no se oyó ningún grito agónico ni tampoco el ruido de la carne despedazada. Con un estallido metálico, las balas salieron desviadas. Era como si frente a su objetivo hubiera aparecido una muralla invisible. Rodeada de un estruendo imperceptible, la methuselah se abalanzó hacia el origen de la andanada. Metió las manos debajo del vehículo y le dio la vuelta con un grito salvaje. El coche blindado rodó por el suelo y quedó inutilizado.

—Y ahora el último…

Viendo cómo sus compañeros desaparecían a esa velocidad, el vehículo de la izquierda tuvo un momento de desconcierto en el que se movió de manera errática por el lodazal. Al percatarse de la confusión de sus adversarios, la condesa esbozó una sonrisa. No sabía qué les esperaba más adelante, pero de momento parecía que podrían salir de aquélla. De todos modos, vaya enemigos más debiluchos. No esperaba que el ejército del Vaticano…

—¡E…, excelencia!

La voz tensa era de uno de sus vasallos.

Si les había ordenado escapar se elevaba de la cordillera… ¡Más enemigos!

—¡Maldita sea! ¡Ahmed, vosotros entregaos, que yo…!

Cuando se cortó en seco el grito de la condesa, ni ella misma sabía lo que había pasado.

Un dolor pavoroso le recorrió todo el cuerpo, como si se encontrara en medio de una llamarada, y una luz blanca la cegó. Al girarse, tambaleándose, ya tenía la piel llena de horribles queloides.

¿Era el sol?

No podía ni siquiera gritar.

Una luz dorada iluminaba las cordilleras que quedaban a su izquierda. Aunque el sol invernal fuera débil, aquel disco de luz era el enemigo mortal de los methuselah. El bacilo, activado por los rayos ultravioleta, empezó a devorar el cuerpo de su anfitriona. La aristócrata cayó al suelo, sufriendo como si la estuvieran quemando viva.

—¡No, excelencia!

Selim se lanzó a la carrera hacia su señora para intentar rescatarla. La methuselah se convulsionaba levemente, espumeando por la boca.

—¡Excelencia! ¡Excelencia, resistid!

—¡Excelencia, ¿estáis bien?!

Si hubieran seguido cabalgando, alguno de ellos podría haber escapado entre la confusión. Sin embargo, los cinco vasallos hicieron girar las monturas. Como si no hubieran visto a los soldados que descendían del vehículo, se dirigieron todos hacia su señora.

—¡Excelencia, respondednos!

—¿Po…, por qué no habéis escapado…? —gimió violentamente la condesa, escupiendo sangre, mientras miraba de forma alternativa los rostros preocupados de sus vasallos y los soldados que se acercaban con las armas a punto—. Huid vosotros… No hace falta que…

—Excelencia, no nos pidáis que…

La hemorragia que llenaba la boca de la methuselah convertía sus palabras en una farfulla incomprensible. Sin embargo, sus vasallos parecían entenderla perfectamente.

—Vos lo sois todo para nosotros —respondió Ahmed—. Si os tenemos que dejar, nos da lo mismo vivir que morir. Casi es peor lo primero… Si no hemos podido sobrevivir juntos, al menos moriremos así.

Arrodillados, los cinco vasallos formaban un círculo alrededor de su señora, intentando protegerla del sol con sus sombras. A sus espaldas, el líder de los soldados que los rodeaban alzó el brazo.

—¡Pelotón, apunten! —Dirigiéndose a la vez a los soldados y la ametralladora del vehículo blindado, gritó con voz tensa—: El enemigo es un vampiro. ¡No podemos fallar! ¡Fue…!

—¡Esperad, teniente Dobó!

La voz que interrumpió al oficial provenía del vehículo.

Un hombre equipado con auriculares, con aspecto de operador de radio, sacó la cabeza por la torreta y gritó:

—¡Hay una llamada del cuartel general para mi teniente!

—¿Una llamada?

Una vez recuperado de la sorpresa, el oficial asintió. Echó a correr hacia el vehículo y tomó en seguida los auriculares.

—Dobó al habla —anunció con una formalidad casi fastidiosa—. Afirmativo. Uno de los objetivos es, en efecto, un vampiro. Los hemos capturado y vamos a elim… ¿¡Qué!? No, pero… Bien, comprendido. Actuaremos según vuestras instrucciones.

El teniente asentía con una expresión de disgusto equivalente a quien debe tomarse un jarabe nauseabundo. Cuando se encendió la luz roja que anunciaba el final de la conexión, le devolvió los auriculares al operador de radio y se giró hacia el soldado que parecía su segundo y que le miraba, expectante.

—Golpead a los prisioneros hasta que se callen —dijo con voz dura—. Y preparad el agua bendita… Vamos a actuar según el protocolo.