III

En los últimos días, había aumentado de un modo considerable la cantidad de comida que tiraban.

Rebuscando en los cubos de basura, con cuidado de que no le vieran los guardias que patrullaban bajo la nieve, Lajos llenó su bolsa con jamón aún fresco y piezas de pollo sin moho, había encontrado también la pieza de pan más blanco que había visto nunca y se la metió en el bolsillo con cuidado de no desmigarla.

Con lo que había recogido podría alimentar a su familia durante una semana entera. Imaginando la cara de alegría de su hermana, que le esperaba en las alcantarillas donde sobrevivían, el niño, que apenas acababa de cumplir diez años, sonrió, satisfecho. No había tenido tanta comida desde el invierno anterior, cuando había venido el ejército de la Iglesia.

Según decía el tío József, todo aquello era porque habían venido desde Roma el Papa y la Santa de István. Por su causa, la Guardia había expulsado a la gente que había perdido sus casas en la guerra, como Lajos, y la había aislado en lugares apartados, donde no la vieran; pero el niño no lo veía necesariamente como un problema. Para Lajos, que era muy ágil, entonces resultaba más fácil abastecerse de comida aprovechándose de lo descuidados que eran los guardias. Claro estaba que por la noche vagaban figuras peligrosas, pero mejor era aquello que dejar morir a sus hermanos.

—Pero qué grande que es…

Mientras arrastraba la bolsa llena de comida, Lajos levantó la cabeza hacia las dos torres y la cúpula que se erguían contra el cielo.

La catedral de István era un edificio imponente, construido en el mejor estilo renacentista húngaro.

En la época del marqués Gyula había sido su museo de arte privado, pero desde la liberación funcionaba como catedral y centro de la vida religiosa de István, y sustituía a la antigua catedral de San Mattyás, que había quedado destruida. Como el arzobispo ostentaba entonces también la autoridad política, podría decirse sin exagerar que la catedral era la sede real del poder. En el terreno de la catedral se encontraban asimismo la residencia del arzobispo y las salas de recepción de invitados, además de las instalaciones de la Guardia, oficinas y arsenales. El conjunto formaba una pequeña fortaleza. Aunque ya había caído la noche, los proyectores que escudriñaban el cielo hacían que el complejo estuviera iluminado como si fuera pleno día.

—¡Qué bonito! ¿Será ahí donde vive la señora Santa? —se preguntó Lajos, mirando los edificios brillantes desde el otro lado de la reja.

Precisamente un año atrás, Lajos había visto a la Santa en persona. Había sido justo después de que acabara con el vampiro de la colina y entrara en la ciudad el ejército de la Iglesia. Desde lejos, había visto que la muchacha que lideraba a los partisanos y daba la bienvenida a las tropas tenía el rostro blanco como la nieve. En ese momento, le había parecido como un ángel posado en la tierra. Después, la Santa había ido a Roma, pero decían que había regresado a István el día anterior. ¿Se quedaría para siempre en István? Lajos estaría tan contento si lo hiciera…

Mientras estaba absorto en tales ensoñaciones, la cruda realidad se le apareció ante los ojos.

Cuando el niño se giró hacia el rugido, se dio cuenta de que se acercaba un peligro mortal. Al levantar la vista, vio que diversos puntos de luz se había concentrado a su alrededor. Eran una decena de fuegos fatuos verdosos…, los ojos de unas bestias hambrientas.

—¡Maldita sea!

No se había dado cuenta de su presencia hasta entonces. Una manada de perros salvajes, el peor enemigo de los sin techo de István, le había rodeado por completo. Aquel invierno, varios de sus conocidos había muerto devorados por las bestias. Recordando los cadáveres horriblemente desfigurados, Lajos buscó con desespero una vía de escape, pero los perros, atraídos por el olor de la carne que había recogido, le había cercado sin dejarle espacio para la huida.

—¡Mierda! ¡No os acerquéis! —gritó Lajos con voz amenazadora al mismo tiempo que le tiraba una piedra al que estaba más cerca.

Pero la bestia esquivó la pedrada casi como riendo, y el cerco siguió estrechándose. Después de haberse acostumbrado a la carne humana durante la guerra, aquellos perros ya no temían a las personas. Parecía que no era sólo la bolsa de comida de Lajos lo que pensaban zamparse.

—¡Ay, ay, ay…!

Al darse cuenta de ello, el niño volcó con todas sus fuerzas el contenido de la bolsa por el suelo. Su hermanos tendrían que conformarse con lo que se había metido en los bolsillos. Cuando las bestias estuvieran ocupadas con la comida, encontraría la manera de escapar. Pero…

—¿¡Eh!?

Las alimañas ni siquiera miraron las piezas de carne que rodaba por la nieve. Mordiéndole la ropa por la espalda, hicieron caer al niño, que lanzó un gemido. Una de las bestias se le abalanzó sobre el cuello cuando…

La figura que con fuerza sobrehumana envió al perro por los aires de una patada había aparecido justo a tiempo, como un ángel de la guarda. El animal, grande como un ternero, golpeó contra la reja y cayó gimiendo como un cachorro. Aún no se había extinguido sus gemidos cuando un cachorro. Aún no se habían extinguido sus gemidos cuando otra de las bestias lanzó un aullido. Era el enorme mastín negro que lideraba la manada, que al intentar morder al intruso, había sufrido el mismo destino que el primer perro. Viendo a su líder rodar por el suelo, la manada aceptó la derrota y empezó a dispersarse, literalmente, con el rabo entre las piernas.

—¿Estás herido?

El ángel de la guarda ni siquiera miró a los perros que huían. Levantó dulcemente en brazos al niño, que aún no podía creerse que siguiera vivo, y le ayudó a limpiarse la nieve de las ropas.

—Andar por ahí solos a estas horas es peligroso para los niños… Vuelve a tu casa.

—T…, tú…

Lajos levantó instintivamente la cara hacia su salvador y se quedó con la boca abierta.

Era una muchacha, una muchacha de delgado rostro cándido.

Pero aunque hubiera sido una chica, Lajos no se habría quedado tan asombrado. En el rostro moreno, la cálida sonrisa dejaba ver dos afilados colmillos…

—¡Va…, vampira!

El niño dio un salto, impulsado por el terror que llevaba grabado en los genes. Olvidándose de los alimentos que había esparcidos por el suelo, salió corriendo como una liebre sobre la nieve.

—¡Oye, que te olvidas la comida!

Como si no hubiera oído la voz que le llamaba a sus espaldas, Lajos desapareció a toda velocidad en la oscuridad. La muchacha, por su parte, lanzo un leve y triste suspiro, y lo siguió con la mirada.

—¡Shahra!

La methuselah se giró hacia la voz y sonrió a la persona que llegaba corriendo, que lanzaba un blanco aliento.

—¡Ah, Esther!, ¿qué pasa que estás tan nerviosa?

—¿¡Cómo que «qué pasa»!? No desaparezcáis nunca más así. ¡Vaya susto me habéis dado!

Quien le respondió así, respirando de forma violenta, era otra muchacha aproximadamente de su edad. Bajo la viva cabellera pelirroja le brillaban unos ojos azules llenos de energía.

—Esto está a rebosar de patrullas de la Guardia… ¿Qué pensáis hacer si os descubren?

—Perdón…, pero es que ha sido algo repentino.

Shahrazad bajó la cabeza con aire contrito, pero sin perder su elegancia habitual. Esther pareció calmarse con aquel gesto y, sin recriminarle nada más, hizo una señal hacia la catedral.

—Bueno, id con cuidado a partir de ahora… Por lo que he visto, la vigilancia es impresionante. Probablemente influya la visita de Su Santidad, pero no es sólo eso. A la vista de lo que ha ocurrido esta mañana, creo que quieren evitar a toda costa que nos acerquemos.

—¿Será demasiado arriesgado haber venido hasta aquí? —se preguntó la muchacha morena, caminando al lado de la monja, mientras observaba las posiciones de la Guardia al otro lado de la reja con expresión ligeramente tensa—. Incluso si fuera yo sola parece difícil infiltrarse sin ser descubierta. Si además tengo que llevarte a ti…

—Lo que sucede es que ésta la única opción que tenemos…

Justo antes de llegar a la carretera, las dos muchachas se detuvieron al ver acercarse tres vehículos que parecían ser de la Guardia. Mientras observaban desde la oscuridad cómo reducían y pasaban el puesto de control de la entrada, Esther le susurró a su acompañante:

—La Guardia está peinando la ciudad. Se nos están acabando los lugares seguros… La única opción es llegar hasta la duquesa de Milán y contarle lo que trama ese villano. Ella sabrá también cómo salvar a vuestra familia. No pongáis esa cara de preocupación…

La monja sonreía con dulzura ante la mirada inquieta de su compañera. Como para tranquilizarla, se golpeó el pecho con decisión.

—Es cierto que hay mucha vigilancia, pero el arzobispo ha cometido un error que vamos a aprovechar.

—¿Un error?

—Se ha olvidado de leer bien mi currículum… —dijo de modo intrépido Esther, observando cómo los vehículos desaparecían en el interior del complejo—. Puede ser que controle la superficie de la ciudad, pero es muy inocente si se cree que nos eso basta… ¡Se arrepentirá de no haberse tomado en serio a Csillag!

La cúpula de la catedral medía noventa metros de altura y había tardado decenios en completarse. Bajo la cúpula se hallaba la doble cruz que simbolizaba István y la estatua de los reyes y santos que habían construido el país a través de la historia. El brillo de los candelabros hacía que pareciera que estaban vivos, vigilando las figuras de los visitantes.

—Se…, Señor, po…, po… por favor, salva a esa muchacha.

Frente al altar había un adolescente postrado que balbuceaba. Parecía difícil que aquella voz débil llegara al Señor, que reinaba en lo alto. Pese a ello, el joven rezaba fervientemente con rostro serio.

—E…, e…, es una muchacha maravillosa que lucha por los débiles… Y la…, la raptaron ante mis ojos. Po…, por favor, no…, no la llames aún a tu seno. Po…, por…

—Alessandro…

¿Habría respondido el cielo a sus plegarias? La voz que descendió sobre él era suave y llena de cariño. Sin embargo, al levantar la cabeza, el Papa se dio cuenta de que no era Dios quien le hablaba, sino una hermosa dama sonriente, acompañada de dos sacerdotes.

—¡Ah!, hermana…

Concentrado en sus rezos, no se había dado cuenta de que alguien más había entrado en la catedral. Ruborizándose, el adolescente habló con voz temblorosa.

—¿Cu…, cu…, cuándo has ent…, entrado?

—Acabamos de llegar. Venía a buscarte porque la cena ya está lista —respondió la mujer, sonriendo como si no se hubiera dado cuenta de la vergüenza de su hermano.

Era imposible que no hubiera oído lo que decía el joven mientras rezaba, pero tampoco dijo nada acerca de ello. Al ver que Alessandro se levantaba tambaleándose, a punto de caerse de espaldas, le tendió con cariño la mano.

—El arzobispo nos ha preparado una cena típica de la región —dijo—, estarás cansado tras la visita al hospital de esta mañana, ¿no? Tienes que comer mucho para recuperar las fuerzas.

—Pe…, pe…, pe…, pero…

El adolescente pareció algo turbado ante las palabras de su hermana. La Santa aún estaba sufriendo a manos de la vampira. Podía ser incluso que se la estuviera comiendo. Podía ser que la estuviera torturando. No quería ni imaginarlo. Quizá ni siquiera estaba ya en este mundo… ¿Cómo podía él regalarse, mientras, con una cena lujosa?

—Por desgracia, Alessandro, ahora no podemos hacer mucho más…

Como si hubiera leído los pensamientos de su hermano, Caterina habló con voz afable, pero se podía apreciar que detrás de aquellas palabras había algo más duro. Haciendo una señal con el rostro tenso al sacerdote rubio para que los dejara solos, posó los dedos sobre el hombro del adolescente.

—La Inquisición y la Guardia están buscando a la hermana Esther con todos sus efectivos. Nosotros debemos depositar nuestra confianza en ellas y recuperar fuerzas para la ceremonia de mañana. Ésa es nuestra obligación: cumplir nuestro deber para con la gente.

—Claro… —asintió Alessandro, encogiéndose como un anciano.

Era cierto que no podía hacer nada más. No tenía ni la capacidad de mando de su hermano para hacer que la cosas ocurrieran ni el talento intelectual para el análisis de su hermana. Incluso a la hora de rezar, no llegaba a la suela del zapato a la mayoría de los altos cargos eclesiásticos. ¿Qué podía hacer él? ¿Qué…?

—De…, de…, de acuerdo, hermana… Va…, va…, vamos a cenar.

—Vamos, pues. El arzobispo ya nos espera en el comedor.

Abrazando al adolescente, la hermosa mujer dio la espalda al altar.

—Las cosas se han puesto un poco complicadas…

D’Annunzio alargó el brazo hacia la copa y pasó el dedo por el borde del cristal veneciano.

—Anoche, cuando se la llevó aquella monstruo, ya pensé que podía pasar algo parecido… ¿Por qué sólo se me cumplen los malos pensamientos?

—¿Querrá huir así?

Quien pronunció aquella inexpresiva pregunta fue un soldado con el brazo vendado. Recorriendo con la mirada la imagen de la muchacha ataviado como Csillag que colgaba de la pared, Dobó añadió:

—Tiene a la Santa en su poder. Si por casualidad lograra huir de la ciudad con ella, la cosa se pondría fea.

—¿Salir de la ciudad? ¿Y dejar a su suerte a sus vasallos? No, Dobó; una noble imperial nunca haría eso.

D’Annunzio torció la boca. Ya hacía treinta años que trabajaba como eclesiástico, veinte de ellos los había pasado en puestos dedicados a proteger la paz de la Iglesia y la humanidad. Obviamente, había estudiado en profundidad a su principal rival. Lleno de confianza en sí mismo, explicó:

—«La sangre más noble es la primera en correr». Para ellos, abandonar a los humanos, a quienes crían como animales domésticos, es el mayor tabú, la peor vergüenza. ¿No viste tú mismo, Dobó, cómo reaccionó la vampira cuando torturamos a sus vasallos?

—Aquello fue una obra maestra, excelencia. La hicisteis llorar como una cerda —rió el teniente.

Mirando con desprecio la imagen grosera de su subordinado, el arzobispo esbozó una sonrisa sombría.

—Mientras los tengamos como rehenes, la vampira no abandonará la ciudad. Probablemente intentará contactar con nosotros de alguna manera para intercambiarlos por la Santa… Si conseguimos tener otra oportunidad de capturarla será ésa.

—Hemos tomado todas las medidas de vigilancia posibles.

Tal y como afirmaba Dobó con seguridad, la catedral estaba protegida al máximo nivel. Con la excusa de defender al Papa de un ataque, custodiaban todas las entradas dos compañías, unos trescientos efectivos, equipados con material antivampiros. No había ningún rincón que no estuviera vigilado por hombres o máquinas. Incluso a una vampira le sería imposible atravesar tales medidas sin ser detectada.

—En cuanto haya señal de un intento de infiltración, la despacharemos con discreción. Ni el Papa ni su escolta se darán cuenta… Nos hemos deshecho de la policía especial enviándola a una operación de búsqueda, nadie nos molestará cuando nos ocupemos de ella.

—No hay que esperar sólo una infiltración física. Debes atento a los correos y las llamadas.

La presencia de Esther Blanchett hacía que D’Annunzio desconfiara. Era difícil imaginar que la heroína de la lucha contra los vampiros colaborara sin más con uno de ellos, pero por lo que Dobó había contado, no había duda de que tramaba algo. Si estaban trabajando juntas, era seguro que intentarían ponerse en contacto con la cardenal Sforza. Si la cardenal llegaba a enterarse del caso, eso supondría un contratiempo considerable para los planes de D’Annunzio.

—Entonces, no habrá más remedio que llevar a la chica al martirio… —murmuró el arzobispo, desviando la mirada hacia la ventana que daba al jardín.

La cúpula de la catedral se elevaba hacia el cielo nocturno. La doble cruz era el símbolo del Hijo que se había sacrificado para expiar los pecados de la humanidad. La sangre santa que había corrido milenios atrás había limpiado el pecado original de los hombres y les había concedido el perdón. En efecto, nada era gratis en este mundo. Para conseguir algo, había que entregar algo más a cambio.

—Los medios de comunicación internacionales están muy atentos a todo lo que pasa en la ciudad. Hasta ayer, Esther Blanchett no era más que a Santa de István, pero ahora su fama se ha extendido a nivel mundial… Si alguien como ella muere a manos de los vampiros, los periodistas se abalanzarán sobre la historia como buitres sobre la carroña. Ni siquiera Roma podrá quedarse indiferente.

—El inicio de una nueva cruzada… La voz de su excelencia tendría entonces más poder que las de los dos cardenales de Roma…

El teniente asintió respetuosamente ante las palabras de su superior e incluso se atrevió a halagarle:

—O incluso que la del Papa…

Mirando su propio reflejo en la ventana, D’Annunzio murmuró:

—Pobre Esther Blanchett… No tiene sentido que siga viviendo. Viva es la estrella de la esperanza de István. Muerta será un icono para toda la humanidad… Eso es lo que dará sentido a su vida.

—¿¡Qué derecho tenéis a decidir así acerca de vidas ajenas!?

La voz que los interrumpió ardía de rabia.

Antes incluso de girarse, D’Annunzio supo quién las había pronunciado. Pero ¿por dónde demonios había entrado la muchacha pelirroja que les apuntaba con una escopeta?

—¡He…, he…, hermana Esther! ¡Pero ¿cómo…?!

—Los subterráneos… Ya me imaginaba que no tendríais vigiladas las cocinas —bramó la monja, con la mirada airada.

La palidez que mostraba en el rostro era el resultado de haber entrado a través de los túneles de mantenimiento del antiguo sistema eléctrico, que llegaban hasta las cocinas de la catedral. Después de haber atravesado aquellos espacios casi congelados, tenía los labios de color violeta, pero las palabras que pronunció eran ardientes como la lava.

—«¡Viva es la estrella de la esperanza de István. Muerta será un icono para toda la humanidad!». Esto no es una de vuestras óperas baratas, o sea que os podéis ahorrar esas ideas gastadas… ¡Cómo nos habéis engañado a mí y al resto de la ciudad!

—¡Suelta el arma, Esther Blanchett!

Dobó apuntó con su pistola a la escopeta que encañonaba al arzobispo. Al apretar el gatillo, con un movimiento avezado…, lanzó un alarido de dolor.

—Eres tú quien tiene que soltar el arma…

Aquella frase fluida en la lengua de Roma no la dijo Esther. Frente al teniente desfallecido había aparecido, nadie sabía cuándo, una joven morena.

Mirando a ambas muchachas, a D’Annunzio le cambió la cara. Maldiciendo por dentro la impericia de su subordinado, torció el cuello con expresión misteriosa.

—Vaya…, la hermana Esther… Me alegro de que estéis bien… Pero ahora no es momento de charla. ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué hace la Santa con una vampira? ¡Exijo una explicación!

—Claro que habrá explicaciones… Su Santidad y la cardenal Sforza lo sabrán todo acerca de vuestras maquinaciones —respondió la muchacha, haciendo sonar a propósito el cargador de la escopeta con la expresión que pondría un policía acusando a un criminal—. Shahra…, la condesa de Babilonia lo sabe todo. ¡Queríais crear una santa para matarla!

—Pero ¿qué dices, Esther?

D’Annunzio sacudió la cabeza, hablando con el tono de un padre que riñera a su hija. Alargando la mano hacia aquello que tenía encima de la mesa, empezó a hablar con voz voluntariamente pausada.

—Me parece que aquí hay un malentendido. ¿Es posible que te hayas dejado engañar así por una vampira? ¿Qué yo quiero matarte? ¿Por qué querría hacer tal cosa?

—No perdáis el tiempo. No es sólo por Shahra… ¿Quién envió a ese teniente a matarme si no?

La monja señaló al soldado caído, con un golpe de mentón. Su mirada resuelta mostraba que no iba a aceptar ninguna excusa. Pronunciando con cuidado las palabras, como si las escupiera el aire, añadió:

—Él me lo contó todo. Queríais matarme y echarle la culpa a Shahra, con la excusa de que la misión de rescate no llegó a tiempo… ¡Sólo vos podéis ordenar algo así!

—…

D’Annunzio no respondió. Sin embargo, la mirada que dirigió al teniente Dobó era helada como la escarcha. La expresión le cambió por completo y se sentó en su silla con cara de arrogancia.

—Tienes razón, hermana Esther. Quería utilizar a la vampira y a ese idiota de ahí para matarte. Ya está claro. ¿Estás contenta ahora?

—¡Pe…, pero ¿por qué?!

La agresividad del arzobispo cogió a Esther por sorpresa durante un momento, pero en seguida recuperó la compostura. No iba a dejar que un oponente así la intimidara.

—No sé por qué queréis matarme, pero ¿¡qué sentido tiene implicar a Shahrazad!?

—¿Qué yo quiero matarte? —respondió D’Annunzio, que parecía a punto de estallar a reír.

Con una expresión perfectamente estudiada para exasperar a su interlocutora, golpeó con violencia la mesa al mismo tiempo que replicaba:

—¡Basta de tonterías! ¿Es que no lo ves? Lo que yo quiero es el martirio de la Santa. Esther Blanchett, lo que le pase a una chiquilla como tú, me trae sin cuidado.

—¿Os trae sin cuidado mi vida? ¿Qué queréis decir?

La muchacha parecía no entender aún lo que le había espetado el arzobispo y se quedó mirándole con las cejas arqueadas. D’Annunzio continuó su espectáculo, desplegando todas sus dotes oratorias con la voz y la expresión, y rugió como si no pudiera controlar por más tiempo su enojo:

—¿¡Cómo puede ser que todavía no lo entiendas, Esther Blanchett!? Lo que yo deseo no es tu muerte. Lo que yo quiero es la muerte de la Santa… Piénsalo un momento. Si en esta ciudad, la vanguardia de la lucha de la humanidad contra los vampiros, uno de esos monstruos clavara sus colmillos en la Santa, ¿qué crees que pasaría? Si además fuera durante las celebraciones del aniversario de la liberación y ante los ojos de la masa…, ¿qué crees que pediría la ira del pueblo, entonces?

—No puede ser que…

La monja se había dado cuenta, por fin, de lo que implicaban las palabras de su interlocutor, y abrió tanto sus ojos azules que parecía que se iban a caer.

—¡Queréis matar a la Santa para instigar el odio de la gente hacia los methuselah! ¡Queréis que vean cómo una vampira mata a la Santa para incitarlos a lanzar una nueva cruzada! Promocionarme como Santa, el secuestro de la familia de Shahra…, ¡todo forma parte de ese plan! ¡Todo para engañar a la gente y hacer que…!

—¿Engañar a la gente?

Por primera vez, el arzobispo reaccionó ante las acusaciones de la joven.

Su rostro no era el de alguien avergonzado de sus actos. Torció los labios, y los ojos, ligeramente bajos, lanzaron una luz y encaró a la muchacha antes de que pudiera seguir con sus reproches.

—¡Yo no he engañado a nadie! ¡Lo único que intento es recordar al pueblo la amenaza que tenemos enfrente y darle una oportunidad de lanzar una guerra santa! ¡Todo lo que hago es por la gloria de Dios y la humanidad! ¡No me avergüenzo de nada! ¡Quiénes deben avergonzarse son esa piara de lerdos de Roma que se conforman con el status quo y hablan de paz!

—¿¡Qué!? ¿¡Que no te avergüenzas de nada!?

Quien respondió con voz afilada a la confesión del arzobispo no fue Esther, sino Shahrazad. La methuselah había permanecido todo el rato en silencio, pero en ese momento estalló con una mirada acusadora.

—No estoy muy al día de la actualidad del Vaticano, pero entiendo lo suficiente para ver que estás intentando manipular a tu gente para provocar una guerra. Arzobispo D’Annunzio, ¿no te avergüenzas de cegar así a tu propia gente?

—Para nada.

Ni siquiera un microbio portador de las más terribles enfermedades habría sido merecedor de una mirada así. El arzobispo encaró a Shahrazad con la actitud de quien lanzara flechas venenosas por los ojos.

—Los vampiros sois los enemigos de la humanidad. ¿Cómo puede haber algo vergonzoso en esforzarse por acabar con el enemigo? La propia hermana Esther luchó contra el horrible Gyula. Todos la alaban como portadora de la justicia. Yo sólo quiero sus pasos. ¿Qué hay de malo en eso?

—¿¡Que…, que qué hay de malo en eso!? —exclamó Esther, haciendo esfuerzo para contener las náuseas.

Como si quisiera proteger a la methuselah de la mirada malvada del arzobispo, se irguió y empezó a replicarle con rapidez.

—¡Esto es increíble! Sea lo que sea que penséis que trama el Imperio, ¿qué derecho tenéis de hacer algo así a gente inocente…?

—¡Precisamente porque sé que el Imperio trama algo hay que responder deprisa! —replicó D’Annunzio a la muchacha.

No sabía si aquella chiquilla que se las daba de santa sería lo suficientemente inteligente como para comprenderlo, pero no podía permanecer callado por más tiempo.

—Si dejamos que ataquen ellos primero, será demasiado tarde. Sólo adelantándonos tendremos una posibilidad de vencerlos y de limitar el número de bajas. Esto no es más que defensa propia.

—Me parece que soy demasiado tonta para entender con profundidad lo que decís…

Efectivamente, su interlocutora era incapaz de seguirle y, con una expresión de integridad infantil, se limitaba a negar con la cabeza.

—Pero hay una cosa que tengo clara: estáis completamente equivocado.

—Creo que eres tú quien se equivoca, hermana Esther.

Parecía imposible convencer a aquella boba. D’Annunzio lanzó un suspiro de resignación, pero no abandonó. Aunque no pudiera convencerla, al menos ganaría algo de tiempo distrayéndola. Serenando la voz y la expresión, explicó:

—Hermana Esther, eres una traidora. Dices servir a Dios, pero proteges a una vampira y vuelves tus armas contra mí… ¿No te avergüenzas de ello?

—¡No tengo nada de lo que avergonzarme! —respondió de modo cortante la monja, sin levantar el dedo del gatillo—. Basta de cháchara… Se me ha acabado la paciencia. Haced lo que os he dicho.

—¿Acompañarnos a ver a la cardenal Sforza? No tengo la menor intención de hacerlo —respondió con dureza el arzobispo, levantando la voz—. No puedo traicionar al Papa y la cardenal. Te lo advierto, Esther, lo que estás haciendo es una traición a la humanidad, ¡y pagarás por ello! Si tuvieras un mínimo de buena conciencia, mi explicación te habría convencido de la necesidad de volver tu arma contra esa vampira y mandarla de un tiro a los pies del Señor. ¡No soy yo tu enemigo! ¡Por favor, Esther!

—¿A qué viene esto ahora…?

La monja puso cara de extrañeza. Ya hacía un rato que veía que el diálogo no llevaba a ningún sitio, pero de golpe abrió los ojos con fuerza, como si se hubiera dado cuenta de algo.

—¿¡No habréis…!?

La monja gimió, dirigiendo al mirada hacia la entrada. Al otro lado de la puerta se oía el ruido de un grupo de personas acercándose. Aquélla era la oportunidad que estaba esperando el arzobispo.

Tomando con rapidez el cuchillo que había encima de la mesa, D’Annunzio se dirigió la punta hacia sí mismo y se lo clavó en la clavícula derecha. La puerta se abrió casi al mismo tiempo que se elevaba el chorro de sangre fresca.

—Disculpad la tardanza, arzobispo. Gracias por invitarnos a la… ¿¡Eh!?

Al ver la escena que se desarrollaba en la habitación, la hermosa mujer que acababa de entrar tensó el rostro. El adolescente vestido con un hábito blanco que la seguía se quedó helado mientras el arzobispo gritaba:

—¡Sa…, Santidad, huid!

D’Annunzio aullaba con todas sus fuerzas.

—¡La va…, la vampira! ¡Huid, deprisa!

—¡No!

Chascando la lengua, Esther entendió, por fin, lo que pretendía el arzobispo con tanta palabrería. Cuando la cardenal retrocedió, sobrecogida, una tercera figura apareció en la sala. Era un pequeño sacerdote con el hábito impecablemente arreglado, que apuntaba sus M13 entre las cejas de Shahrazad.

—¡Cu…, cuidado, Shahra! —rugió Esther, al mismo tiempo que disparaba su escopeta hacia el techo.

Si no hubiera hecho caer la enorme araña de un tiro para que sirviera de escudo a la methuselah, la descarga de Gunslinger habría convertido a Shahrazad en una masa informe de sangre. La lámpara se desplomó, partió la mesa y salió disparada en mil pedazos. A la vez que protegía a su superiora de los pedazos de cristal que volaban afilados como dagas, el soldado mecánico disparó por segunda vez. Sin embargo, Shahrazad ya había activado sus brazos de plata para desviar las balas.

En ese preciso instante, una nueva figura apareció por la puerta y agarró a su compañero.

—¡No, Tres! ¡Alto el fuego!

—¡Soltadme, padre Nightroad!

Tres se quitó de encima de una patada de torbellino de brazos y piernas en que se había convertido el sacerdote canoso. Sin ni siquiera mirar a su compañero, el soldado mecánico descargó sus armas por tercera vez hacia la methuselah, pero… una sombra blanca se interpuso entre las pistolas y su objetivo, por lo que tuvo que desviarlas en el último momento.

—¡¡¡Alessandro!!!

La Dama de Hierro, la Zorra de Milán, la hermosa mujer que respondía a todos aquellos sobrenombres insultantes se quedó helada. Al ver a su hermano lanzarse sobre las balas elevó un grito desgarrador. Si Tres no hubiera desviado las armas en el último instante, la ráfaga habría atravesado limpiamente el corazón del Papa. Las balas pasaron rozando al adolescente y destrozaron una de las ventanas de la sala.

—Esther… ¡Ahora!

Shahrazad no se quedó a esperar la reacción del soldado mecánico. Agarrando por la espalda a Esther, que se había quedado paralizada como la cardenal, dio un salto hacia atrás. La fuerza literalmente sobrehumana del impulso las llevó a través de la ventana hacia el frío aire nocturno.

Sin embargo, la mayoría de los presentes en la sala no parecieron percatarse de que la vampira había escapado. El Papa había caído conmocionado por el efecto de la detonación, y todos se habían arremolinado a su alrededor gritando su nombre.

—¡Alessandro!

—¡Santidad! ¿¡Qué ha ocurrido!?

La voz más potente era la de D’Annunzio, que como si hubiera olvidado su propia herida, gritaba con fuerza:

—¡Entraron por sorpresa! ¡Me amenazaron para que las llevara ante el Papa, y cuando me negué me…!

—No pueden estar todavía muy lejos —dijo con frialdad la única figura que no se había abalanzado sobre el Papa; escudriñando la noche con sus ojos de cristal, esperó las órdenes de su superiora—. Duquesa de Milán, solicito permiso para iniciar la persecución. Las posibilidades de alcanzarlas aún son elevadas.

—Permiso concedido, padre Tres —respondió la cardenal sin soltar a su hermano, que lanzaba espuma por la boca—. Capturarlas cueste lo que cueste.

El pequeño sacerdote asintió al mismo tiempo que se giraba.

—¡Ah…! ¡Tres, yo también voy! —gritó Abel, siguiéndole de un salto.

Caterina ni siquiera los miró. Mientras le tomaba el pulso a su pálido hermano, dirigió una mirada afilada hacia la ventana.

—Esther Blanchett…

Su voz temblaba ligeramente, pero no de la impresión…

—¡Hemos caído por completo en su trampa! —gritó Esther al salir de la alcantarilla.

Al otro lado de la reja se oía un alboroto similar al zumbido de un panal de abejas. Alrededor del templo, todos los edificios habían encendido las luces e iluminaban el tumulto de soldados y eclesiásticos que corrían de aquí para allá a través del recinto. En un abrir y cerrar de ojos llegarían incluso a donde se encontraban ellas. Tenían que huir de inmediato, pero… ¿hacia dónde? La ciudad de István estaba completamente cubierta por la operación de búsqueda y no tenían ningún sitio donde esconderse.

—Así que ahora nosotras tenemos toda la culpa… ¡Mierda! ¡Hemos subestimado al arzobispo!

—Perdona, Esther… Es por mi culpa por lo que te has visto implicada en esto… —dijo Shahrazad, avergonzada.

Al contrario que Esther, que estaba agotada tras haber atravesado a toda velocidad los túneles para salir de la catedral, la methuselah aún conservaba el aliento. Sin embargo, Shahrazad estaba pálida cuando miró hacia el templo.

—Ahora incluso te consideran una traidora —gimió—. Todo es responsabilidad mía…

—No os preocupéis. He sido yo quien ha metido la pata —respondió la monja, mordiéndose los labios, arrepentida.

Al encontrar al arzobispo antes que a Caterina, la ambición la había perdido, había pensado que podría forzarle directamente a que les desvelara dónde tenía prisioneros a los vasallos de Shahrazad…, pero le había salido el tiro por la culata.

—Ahora lo más importante es alejarnos de la catedral cuanto antes.

Dando una patada al suelo para controlar las ganas de echarse a llorar allí mismo, Esther decidió pensar sólo en lo que podían hacer para salir del atolladero. Estaba claro que no podían quedarse simplemente allí plantadas. Esther estaba exhausta, pero tenían que encontrar un lugar para que Shahrazad pudiera resguardarse antes de la salida del sol.

—No me apetece usar esta opción, pero la verdad es que hay un lugar donde podríamos refugiarnos. Al menos allí repondremos fuerzas. Después, ya pensaremos en otra forma de contactar con su eminencia… ¿Estará bien Su Santidad? Si le pasara algo, estaríamos irremediablemente perdidas…

—¿Su Santidad? ¿Qué le ha pasado al Papa?

Esther se sobresaltó al oír aquella voz herrumbrosa. Bajo la luz de las estrellas había aparecido una sombra que les bloqueaba el camino. Era un hombre equipado con una armadura completa y un hábito blanco. Al verle la cara, la monja retrocedió, con un grito sofocado.

—¡He…, hermano Petros! ¡Pe…, Pe…, Pero ¿qué hacéis aquí…?!

—Eso me toca preguntarlo a mí, hermana Esther. Venía a informarme de los avances de la investigación y no esperaba encontrarme por casualidad a la persona que estamos buscando…, ¡y menos acompañada de una vampira! —rugió Il Ruinante mientras golpeaba el suelo con su maza screamer. En los ojos le brillaba un torbellino de decepción e ira—. Parece que el tumulto de la catedral tiene que ver con vos… ¿¡Se puede saber qué habéis hecho!?

—Un…, un momento, hermano Petros… Nosotras no hemos…

—¡No me repliquéis!

Un ruido agudo empezó a resonarle en la mano. Los discos del arma habían empezado a girar a gran velocidad, cortaban el aire y levantaban un aullido estremecedor. Blandiendo sobre la cabeza su arma, que parecía la propia muerte hecha maza, Il Ruinante bramó:

—¡Blanchett, ya no espero nada de vos! El pueblo os reverencia como santa y vos os juntáis con una vampira… ¡Esto no tiene perdón!

—¡Esther, aparta!

La monja parecía querer defenderse, pero Shahrazad se interpuso de un salto frente a ella y extendió los brazos hacia el suelo, frente a ella y extendió los brazos hacia el suelo, frente al caballero que se les abalanzaba. Desde los brazos de plata se abrieron profundas grietas, dispuestas a tragarse al inquisidor.

—¡No me hagas reír!

Con una agilidad increíble para lo enorme que era, el caballero dio un salto a fin de esquivar las fisuras y cayó mientras agitaba la maza sobre la muchacha, que retrocedía. La screamer volaba como un torbellino a una velocidad cercana a la del sonido. Incluso una methuselah era incapaz de esquivar un golpe tal.

Sin embargo, Shahrazad ni siquiera se inmutó. Como si ya hubiera contado con algo así, levantó ambos brazos y se cruzó delante de la cara. Lo que intentaba era absorber el impacto de alta frecuencia de la maza aprovechando el efecto piezoeléctrico de los brazos de plata.

Pero…

—¡No tropezaré dos veces con la misma piedra! —gritó con orgullo el gigante.

La methuselah detuvo efectivamente la maza, pero los discos seguían en movimiento. Además, sólo era la mitad de la maza la que le había caído encima. La otra mitad la blandía Petros en su mano libre.

—¡Y ahora el golpe de gracia!

—¡Shah…! ¡Shahra!

Cuando Esther gritó, la maza había alcanzado limpiamente a la methuselah en la espalda. El impacto hizo que volara por los aires con una fuerza que habría provocado la muerte instantánea de cualquier humano. Al golpear contra el suelo, la methuselah gritó de dolor.

—¡Shahra…! ¡Shahraaaa!

—¡Apartaos, Blanchett!

La voz resonó violentamente cuando Esther se abalanzó hacia su compañera caída. Il Ruinante avanzaba hacia ellas, blandiendo la maza a dos manos.

—Primero acabaré con la vampira, y luego me acompañaréis. ¡Vais a contárnoslo todo!

—No… por favor, hermano Petros… ¡Por favor, escuchadme!

—¡¡¡Ahora no hay nada que escuchar!!!

La maza volvió a elevarse, apuntando con precisión hacia la cabeza de Shahrazad. El hermoso rostro moreno iba a volverse una masa informe de sangre cuando…

—¡Ah!

Quien lanzó aquel grito fue Il Ruinante.

—¡Pero ¿éstos…?! ¿¡De dónde han salido éstos!?

—¿Eh?

Esther no podía creer la escena que tenía lugar ante sus propios ojos.

El gigante, que se jactaba de invencible, retrocedía, tambaleándose. Algo le clavaba los colmillos en las extremidades. Los ojos verdes que brillaban al morder el hábito santo del Señor eran de…

—¿¡Pe…, perros!?

Era una manada de perros salvajes. Los había de todos tipos, desde mastines del tamaño de terneros a perritos diminutos… La manada se había arrojado sobre el caballero como una aparición fantasmal, sin hacer ruido.

Ciertamente era muy raro que la jauría de perros no hubiera producido ningún sonido amenazador antes de atacar, pero Esther no tenía tiempo que perder en investigar la razón. Sin pararse ni siquiera a pensar si era el cielo o el infierno el que les enviaba aquel regalo, gritó:

—¡En pie, Shahra!

La methuselah estaba aún aturdida por el golpe, pero Esther la ayudó a levantarse y echó a correr arrastrando a su compañera.

—¡Ah…! ¡E…, esperad, Blanchett!

A sus espaldas, el inquisidor gritaba mientras intentaba quitarse de encima a los perros, pero Esther no le oyó. Después de salir a la carretera, se arrojaron al paso de una limusina que circulaba por allí justo en aquel momento.

—¡Alto!

El vehículo se detuvo en seco ante las muchachas. Los cristales estaban tintados, pero Esther dirigió su escopeta hacia el asiento del conductor.

—Lo siento mucho, pero necesitamos este vehículo. ¡Fuera del coche ahora mismo! ¡Deprisa!

—Ningún problema por dejaros el coche, pero ¿nos lo devolveréis?

La voz que respondió a los gritos amenazadores de la monja no fue la del conductor, sino la del pasajero que llevaba.

La ventanilla se bajó silenciosamente, y la figura del asiento de atrás preguntó con flema:

—No soy capaz de imaginarme qué hacen dos jóvenes casaderas deambulando solas a estas horas… Por aquí hay muchos perros salvajes… No quiero imaginarme lo que pasaría si os atacaran.

—Pe…, pero si sois…

Esther abrió los ojos, asombrada, al ver la figura que había en el coche. Se quedó helada, olvidándose incluso de apuntarle con el arma.

My dear lady, extraña situación para volver a vernos.

Quien les saludaba con una sonrisa de elegancia sin tacha era Isaac Butler.