I

—¡Padre Tres, contestadme!

Abel parecía ajeno al hecho de que una Jericó M13 Dies Irae seguía apuntándole con precisión entre las cejas.

—¿¡De verdad vais a sacrificar a Esther!? ¿¡Hasta ahí pensáis llegar!? —le preguntó a su compañero, que le miraba de forma inexpresiva tras las pistolas.

El soldado mecánico no cambió de cara y ni siquiera se giró hacia el sacerdote. Mientras controlaba a Abel con una pistola, con la otra se dirigía a la monja.

—Esther Blachett, funcionaria de la Secretaría de Estado, os conmino a deponer las armas y alejaros inmediatamente de la vampira. En caso contrario, no puedo garantizar vuestra supervivencia.

—Pa…, padre Iqus… —gimió la joven pelirroja.

El miedo se había apoderado por completo de ella. Moviendo con gestos aturdidos la escopeta, intentó preguntar con un hilo de voz:

—¿Qué significa esto…?

—Significa que hemos venido a cargarnos la vampira y a llevarte de vuelta con nosotros, viva o muerta, chavalita.

Una voz ronca interrumpió a la monja. Era la mujer que estaba al lado del cuerpo de Il Ruinante. Los filos Cinque Dea aún goteaban.

—¿No has oído lo que ha dicho el padre? Ya te estás apartando de ahí. ¿O quieres que te volemos esa cabecita tan mona de un tiro?

¿Acaso no comprendía las palabras de Mónica? Sin dejar de negar con la cabeza, Esther se irguió para cubrir mejor el cuerpo de Shahrazad de la amenaza de la pistola. Era imposible que no entendiera lo que podía ocurrirle. Sin embargo, la joven permanecía inmóvil como un ángel de la guarda, aunque pálida y mordiéndose los labios.

—¡Un momento! ¡Debéis tener en cuenta las circunstancias que forzaron a Shahra…, a la methuselah a llevar a cabo el ataque! Ella…

—Ahora no hay tiempo para hablar de circunstancias, Esther Blanchett.

La voz monótona cortó el intento de explicación al mismo tiempo que la amenazante mira láser se posaba sobre el pecho de la monja.

—La Inquisición y la Guardia os quieren ejecutar como traidora. Si os capturan no sólo perderéis la vida. Según cómo vayan las cosas, podría suceder que se vea amenazada incluso la duquesa de Milán… Si entendéis las implicaciones de lo que estoy diciendo, apartaos, por favor. Tenemos que eliminar a la vampira antes de llevaros de vuelta a la Secretará de Estado.

—¡N…, nunca!

Era extraño que Tres dedicara tanto tiempo a dar explicaciones, pero Esther negó con la cabeza y, como para reforzar sus palabras, extendió los brazos cubriendo a la methuselah.

—Dejarla morir para salvarme a mí misma… ¡Nunca!

—Esther Blanchett…

Una débil luz de ira le apareció en los ojos al soldado mecánico. Mientras levantaba el percutor, dijo con tono de conclusión:

—En las circunstancias actuales, es imposible salvaros la vida a las dos. Sería preferible salvaros al menos a vos, pero…

—Bueno, Tres, basta de cháchara… Que ya llevas un rato diciendo que las vas a matar… —le interrumpió una voz de fastidio.

Mónica se estiraba jugueteando con sus Cinque Dea mientras ponía cara de aburrimiento. Sus ojos afilados se dirigían a la monja cuando dijo:

—Si la cría quiere morir, ¿quiénes somos nosotros para entrometernos? Mátala y acabemos ya con el asunto.

—¡Basta, hermana Mónica! —respondió Tres, con voz cortante.

Cuando el sacerdote giró su pistola, las manos de la agente ya se dirigían hacia la monja, brillando con luz blanca.

—¿¡Esther!?

—¡Esther!

Abel y Shahra pronunciaron el nombre de la joven al mismo tiempo que un grito de dolor se escapaba de entre los labios de ésta. Los Cinque Dea habían salido volando y le habían arrebatado la escopeta de las manos. Después de recuperar sus armas con un solo movimiento, Mónica dijo con placer:

—Y si quieres odiar a alguien por esto…, odia a esa zorra.

Con una risotada, las mortíferas armas salieron volando de nuevo hacia la monja, pero… Si en ese momento una figura no se hubiera abalanzado sobre Mónica, los Cinque Dea habrían atravesado sin remedio el corazón de Esther. Al desviarse, los filos sólo cortaron algunos cabellos rojizos. Black Widow dio un salto, perseguida por el monje guerrero.

—¡Imposible…! ¡Pero si ya me había deshecho de ti! —gritó Mónica, estupefacta, al reconocer la heroica figura de Il Ruinante.

Sin embargo, en un instante, dos de los escudos del equipo del inquisidor cayeron al suelo al partirse los cables hidráulicos que los manejaban.

—Has tenido suerte, inútil… ¡Pero se te ha acabado!

—¡Eres tú quien está acabada!

Petros bramó, enfurecido, al mismo tiempo que cargaba contra la agente. Pareció soltar las mazas un momento, pero luego las hizo girar sobre la mano a la vez que se abalanzaba sobre su adversaria.

—¡Hermana Mónica!

El soldado mecánico reaccionó al ver a su compañera en peligro. Giró velozmente las M13, guió la mira láser hacia la espalda de Petros y apretó el gatillo…

—¡Perdón, padre Tres!

Una patada desde abajo le impactó en las manos. Tres Iqus se tambaleó un instante cuando se le abalanzó, a la velocidad de la luz, el agente que hasta entonces había permanecido inmóvil a sus pies. Abel blandía su anticuado revólver de repetición.

—¡Lo entenderéis todo cuando os expliquemos las circunstancias!

Al mismo tiempo que se disculpaba, el sacerdote descargó el revólver desde la altura de la cintura, aprovechando el retroceso de cada disparo para levantar el percutor con gran habilidad. La ráfaga de seis balas alcanzó a Tres en el hombro.

—¡!

La piel artificial de macromoléculas y el líquido de transmisión, que actuó como protector, amortiguaron el impacto de los disparos. Ni una sola de las balas penetró al interior del soldado mecánico. Sin embargo, la vibración producida por el choque de los seis tiros superó las capacidades de los sensores de equilibrio. Después de oscilar de forma violenta, Tres cayó al suelo cuan largo era.

—¡Esther! ¡Shahrazad! ¡Huid ahora! —gritó Abel, recargando su arma.

Mientras la methuselah ayudaba a sostenerse a Esther, que se frotaba la mano dolorida, el sacerdote vociferó:

—¡Deprisa! ¡Nosotros nos ocuparemos de esto!

—¡Gracias, padre! —respondió Esther, pálida—. ¡Pero id con cuidado, por favor! ¡No os arriesguéis demasiado!

—¡Que digo que deprisa!

Una vez que lo hubo recargado, Abel dirigió el revólver hacia el sacerdote caído… O, mejor dicho, hacia donde se suponía que éste debía haber estado.

—Pero… ¿¡dónde se ha…!?

Si al oír el eco de los percutores al levantarse no se hubiera arrojado de forma instintiva al suelo, la descarga habría agujereado a Abel por la espalda. Como si persiguiera a la figura del sacerdote que rodaba por el suelo, un cráter enorme se abrió en el asfalto.

Al ver cómo las dos muchachas desaparecían dentro del vehículo blindado, la mujer con hábito de sacerdote chascó la lengua.

—¡Mierda! ¡Qué se nos escapan las niñatas…!

Poco a poco, el vehículo de seis ruedas empezó a vibrar, como una ballena que se desperezara, y a echar humo por el tubo de escape. Si se les escapaban se verían en serios problemas… Mientras esquivaba el ataque de las screamer, Mónica gritó:

—¡Epa, Iqus! ¡Te dejo a estos dos mamarrachos para ti! ¡Yo perseguiré a las mocosas!

—¿¡A quién has llamado mamarracho!? —aulló Petros, indignado por la insolencia de la mujer al hablar así de un adversario tan poderoso como él, mientras blandía las mazas y apretaba los dientes con rabia—. ¿¡Quién es un mamarracho!? ¿¡Quién!?

—Tú, inútil. Y deja de dar tantas vueltas con eso, que vas a romper algo.

La hermana Mónica se dirigió con voz burlona al inquisidor al mismo tiempo que daba un salto. Por muy potentes que fueran aquellas mazas, no le podían hacer nada si no la tocaban. Siguió esquivando sin dificultad los golpes, hasta que…

—¿Eh?

Había notado algo en la espalda. Sin darse cuenta, la mujer había ido retrocediendo hasta quedar atrapada entre una pared y la sonrisa cruel de Petros.

—¡Ja, ja, ja, ja! ¡Ya te tengo, estúpida!

El propósito de aquellos golpes exagerados había sido, pues, cortarle las vías de retirada, nada más. Una vez que vio que su rival había caído en la trampa, Il Ruinante se dispuso a dar el golpe de gracia…

Pero quien gritó entonces fue Petros, acompañando con su voz el ruido del asfalto, que se quebraba.

—¡Pe…, pe…, pero ¿qué…?!

Il Ruinante se quedó atónito mirando cómo sus mazas estaban clavadas en el suelo. Las armas no presentaban ni una gota de sangre. Sólo brillaban con luz blanca, como si las hubiera pintado con pintura fosforescente. El golpe mortal había atravesado a la mujer como si fuera un espejismo.

—¿¡Qué broma es ésta!?

—Luego no digas que no te he avisado. Mira que te he advertido de que ibas a romper algo…

Con aquellas palabras sarcásticas, la hermana Mónica se empezó a hundir… en le pared. Mirando cómo desaparecía la agente tal que una aparición, Petros preguntó, como si recordara algo:

—Atraviesas la pared… ¿Eres hechicera?

En cuanto volvió en sí, el inquisidor lanzó un nuevo golpe con sus mazas, pero ya era demasiado tarde. El impacto convirtió la pared en un montón de cascotes, pero ya no había ni rastro de la mujer.

—Maldita sea, se me ha escapado… —murmuró, frustrado, mirando cómo las piedras brillaban con luz fluorescente.

Mientras observaba las luces traseras del vehículo blindado que se alejaba en la noche, torció el rostro con preocupación. Incluso para una vampira, enfrentarse a un monstruo tal…

—No puede ser… ¡Nightroad, hay que reunirse inmediatamente con Blanchett…! —rugió, girándose hacia su compañero—. ¡Hay que encontrarlas pronto, o las matarán!

—¡Decidme algo que no sepa!

El sacerdote canoso también tenía el rostro tenso. Escudado tras un vehículo blindado, flexionaba las piernas como dispuesto a saltar mientras recargaba el arma. Sin embargo, si se hubiera movido en aquel momento, habría acabado hecho picadillo sobre el asfalto. Al otro lado, entre dos camiones estacionados, le observaba un dios de la muerte. Las luces rojas de las miras láser montadas en sus pistolas de combate mordían la noche como monstruos hambrientos. Cualquiera habría visto que en aquellas condiciones era imposible salir de su cobertura sin tomar precauciones.

—¡Mierda! Así… —masculló Abel, sacándose las balas del bolsillo. Sabía que si aquello se convertía en un duelo de potencia de fuego tenía todas las de perder—. ¡Hermano Petros, ya me encargaré yo de alguna manera de esto! ¡Cuento con vos para ocuparos de Esther!

—¡Nightroad! ¿¡Qué pretendéis hacer!?

Casi al mismo tiempo que resonaba la pregunta del extrañado inquisidor, Abel salió de un salto de detrás del vehículo blindado, a la vez que lanzaba las balas hacia la farola que había al lado de Tres.

—La resistencia es inútil, padre Nightroad.

La finta no pareció distraer al soldado mecánico. Sin hacer caso alguno del ruido que hizo el cristal al romperse, Tres apuntó con sus M13 a la figura del sacerdote. Casi al mismo tiempo, posó el dedo sobre el gatillo para descargar todo el poder destructivo de las pistolas cuando…

—¡Ahora, Esther! ¡Huye ahora!

—¿¡!?

¿¡Todavía tenía a tiro a su objetivo principal!?

Justo cuando iba a disparar, el soldado mecánico detuvo el movimiento del dedo. Mientras recuperaba los planos del metro de István que tenía guardados en la memoria, Tres dirigió los ojos hacia el lugar donde miraba a Abel… Pero no encontró más que vacía oscuridad.

—¿Es una maniobra de distracción…?

Cuando sus circuitos tácticos llegaron a la conclusión de que había sido víctima de un engaño primitivo, se produjo una pequeña explosión ante sus ojos. No fue un estallido demasiado importante, pero fue suficiente para provocar la confusión en los sensores y procesos de pensamiento del soldado mecánico durante unas décimas de segundo. Cuando recuperó el control, ya tenía encima la figura de Abel, que se le había abalanzado como una bala. El delgado cuerpo tuvo de alguna manera extraña bastante fuerza como para derribar los doscientos kilos de Tres. Los dos sacerdotes rodaron enredados por el suelo varios metros.

—¡Padre Tres, por favor! ¡Dejad que nos marchemos!

Abel había quedado encima de su compañero y le apuntaba entre las cejas mientras le pedía:

—Ahora no hay tiempo de explicarlo todo. Tengo que irme o será demasiado tarde…

—Negativo, padre Nightroad.

Mirándole inexpresivamente desde el suelo, el soldado mecánico se negó a aceptar las peticiones de su compañero. Con la pistola de la mano derecha apuntaba a Petros, quien se acercaba corriendo hacia ellos, mientras la pistola de la izquierda permanecía a escasos centímetros de la frente de Abel. Sin levantar el dedo del gatillo, Tres prosiguió:

—Tenéis dos opciones: dispararme o rendiros.

—¡Pero…!

El cañón del revólver de repetición tembló violentamente, reflejando la agitación de su dueño. Por unos instantes, permaneció fijo entre las cejas de Tres, pero luego se separó de él.

—Mierda… No puedo dispararos.

El sacerdote canoso retiró su arma, se encogió de hombros y se levantó con cara llorosa.

—Disparadme si queréis, no me importa. Sólo os pido que dejéis que ellas escapen… Si no, será inevitable que se inicie la cruzada o incluso el fin del mundo. Si no consiguen llegar al palacio arzobispal, entonces…

—¿El palacio arzobispal?

Tres se levantó, con un eco de emoción en la voz.

Ni «cruzada» ni «el fin del mundo» le habían provocado ninguna reacción, pero las últimas palabras de Abel había hecho que se le encendieran los ojos.

—¿Blanchett se dirige al palacio arzobispal?

—Así es, el caso tiene relación con el arzobispo D’Annunzio y…

—En el palacio están la duquesa de Milán y Su Santidad el Papa.

Las M13 estaban inmóviles, como pegadas en el aire. Sin embargo, en la mirada de Tres bullía una luz emocionada mientras explicaba:

—Sus aposentos serán trasladados hay del ala de invitados al palacio arzobispal… por idea de D’Annunzio.

—¿¡Qué!? ¡Entonces, se encontrarán de golpe con…!

Abel no acabó la frase, porque vio cómo Gunslinger levantaba los percutores de sus M13.

—¿¡T…, Tres!?

El muñeco asesino apretó el gatillo sin cambiar de expresión.

El estruendo de la detonación hizo que Abel cerrara los ojos. El torbellino de acero le pasó rozando las orejas y desapareció entre los árboles que tenía detrás. Medio segundo después, cayeron equipados con fusiles.

—¿¡La Guardia!?

¿¡Todavía quedaban soldados fuera del hotel!?

Ante la mirada atónita de Abel, entre las sombras de los árboles empezaron a aparecer figuras vestidas de gris azulado, como si se hubieran abierto las puertas de un gran edificio. Su número era muy superior al de los que habían penetrado en el hotel. Calculando a ojo había al menos trescientos hombres rodeando el aparcamiento y, además, llevaban ametralladoras pesadas y armas antitanque.

—Vaya, vaya, cómo se reproducen los moscardones… —rió Petros, mientras observaba cómo salían del bosque los soldados.

Antes, dentro de la habitación, no habían podido utilizar libremente sus armas, pero al aire libre el inquisidor perdía cierta ventaja. Incluso para Il Ruinante sería difícil hacer frente a aquella potencia de fuego.

—¿Qué hacemos, agentes? ¿Les explicamos de qué van las cosas?

—Negativo. No tenemos tiempo —respondió con frialdad el pequeño sacerdote. Los ojos de cristal seguían inexpresivos, aunque en ellos se reflejaban los enemigos que los rodeaban. Tras apartar a un lado sin dificultad a Abel mientras se levantaba, Gunslinger recargó sus armas.

Cuando se oyó el ruido seco de los nuevos cargadores fijándose e las pistolas, el muñeco asesino murmuró:

—Primero, me desharé de este obstáculo. Después, iremos al palacio arzobispal tan rápidamente como sea posible para proteger a la duquesa y a Su Santidad… Vosotros vendréis conmigo.

—Así que ha sido un fracaso…

La fuerza del viento hacía que vibraran los cristales de la ventana.

Mientras miraba al exterior a través del humo del tabaco, D’Annunzio se ajustó el auricular del teléfono.

—De todos modos, Dobó, ¿sabemos adónde se dirigen las chiquillas?

—Todo va según lo previsto.

El oficial sonaba como si se hubiera puesto firme al otro lado de la línea. Su voz mostraba cierto nerviosismo, pero no parecía creer que hubiera fracasado en su misión mientras decía:

—Hemos hecho que los objetivos se dirijan hacia el palacio. Calculo que no tardarán en llegar.

—Bien. Nos ocuparemos aquí del resto, pues… —respondió el arzobispo, y le dio una larga calada al cigarro mientras levantaba la mirada hacia la cúpula de la catedral.

Ya eran las veintiuna horas, pero la plaza que se extendía frente a la catedral estaba completamente iluminada. Las preparaciones de la ceremonia que tendría lugar a la mañana siguiente durarían toda la noche. No dejaban de entrar y salir vehículos de todo tipo llevando a eclesiásticos y artesanos. Si, como decía Dobó, las muchachas se dirigían al palacio, no les sería difícil infiltrarse en medio del caos.

Más allá de que quisieran entrar en contacto con la duquesa de Milán o atacarle a él mismo, si se producían disturbios allí se vería claro que el caso tenía que ver con el arzobispo. Entonces, su propia derrota sería segura.

Sin embargo, D’Annunzio no mostraba ningún rastro de temor en el rostro. Ni siquiera sabiendo que, si las muchachas no llegaban a salvo al palacio, se vería en serios problemas.

—Ahora las cosas van básicamente como dice el guión. Dobó, que los soldados se ocupen del hotel. Tú vuelve inmediatamente aquí… También tienes un papel en el acto final de esta obra.

—Comprendido. Pero ¿qué hacemos con Il Ruinante y el resto de estorbos? Si se entrometen será complicado…

—Para eso he enviado los refuerzos.

El arzobispo sonrió, satisfecho, y expulsó el humo hacia la ventana. Ya había calculado que Il Ruinante y los agentes podían intentar obstaculizar sus planes, para ello, había dejado un batallón entero al mando de Dobó para solucionar el problema del hotel. Con un brillo de satisfacción por su propia astucia, el arzobispo colgó el teléfono.

Los últimos ocho años, desde su derrota en Roma, habían sido tiempos grises, de vagar por las provincias. Los cardenales Medici y Sforza había ignorado los talentos que el difunto Papa tanto había valorado y le habían apartado de los puestos importantes. Sin embargo, D’Annunzio no se había rendido. Alfonso d’Este, su antiguo superior, no había sabido soportar el desdén y había provocado su propia destrucción al iniciar un complot. D’Annunzio, por su parte, había recuperado fuerzas en las provincias, había cultivado relaciones sociales y había practicado las técnicas necesarias para manipular a los medios de comunicación. Antiguamente no lo había entendido, pero con el tiempo se había se había dado cuenta de la importancia de la opinión pública. Tener a los medios en el propio bando era la clave de la victoria.

—Santa Esther y la condesa de Babilonia…

El arzobispo susurró los dos nombres mirando hacia István y los saboreó como si se tratara de un vino fragante. Efectivamente, sacrificarlas era de lejos la mejor opción. La Santa que había matado a la vampira, una noble imperial, el enemigo mortal de la humanidad. No podía esperar mejor material para su tragedia.

Los medios y el público pedían siempre historias más sensacionales. Querían mucha sangre, y de alto rango. El drama que se iba a desarrollar ante sus ojos le traería muchos beneficios al arzobispo, pero para ello necesitaba un chivo expiatorio…

Al mismo tiempo que se ponía de nuevo el cigarro en la boca, D’Annunzio tomó el auricular.

—¿Centralita? Necesito línea interna —ordenó con voz monótona a la telefonista, sorprendida por la hora intempestiva de la llamada.

Desde el principio ya había sospechado que alguien como Dobó sería incapaz de capturar a la vampira. No era más que un cebo para que picara la Santa. Para obtener el mayor éxito, necesitaba que las muchachas hicieran aún otro movimiento…

Imaginando con excitación los enormes cambios que nacerían de los sucesos de aquella noche, el arzobispo ordenó:

—Sé que es tarde, pero ponme con el número cuatro… Sí, sí, la habitación de la cardenal Sforza.

—Hemos hecho que los objetivos se dirijan hacia el palacio. Calculo que no tardarán en llegar.

—«Bien. Nos ocuparemos aquí del resto, pues…».

Al responder al informe de su subordinado, la voz del arzobispo rebosaba maldad.

Fuera porque el aparato de escucha telefónica no era de la mejor calidad o porque el arzobispo había instalado herramientas antiespionaje en la línea, la grabación del diálogo estaba llena de ruido, pero su contenido era compresible a pesar de todo. Serviría perfectamente como prueba para el informe cuando todo hubiera acabado. En aquellos momentos la clave estaba en el contenido. Mientras aguzaba el oído, el inquisidor le preguntó al subordinado que había traído la cinta:

—La Guardia sigue sin solicitar nuestra colaboración, ¿verdad, brigada?

—Así es. Incluso han informado de que tienen en su poder al objetivo.

El interior del vehículo blindado estaba lleno hasta el techo de instrumental electrónico. El brigada tenía que ir con cuidado de no golpearse la cabeza al gesticular hacia su superior. Sin ocultar su desprecio por la Guardia, que se suponía que era una aliada, dijo:

—A las veinte horas esa panda de aficionados se han dirigido al hotel Csillag, pero no ha habido ninguna comunicación con nosotros desde entonces. Está claro que no quieren que nos enteremos.

—Bueno, no es la primera vez que se niegan a colaborar con nosotros.

Sin apartar los ojos de la cinta, que seguía rodando, el hermano Mateo encogió los hombros. Al contrario que el brigada que no hacía ningún esfuerzo por disimular el desdén que sentía por el ejército privado del arzobispo, el inquisidor permanecía con expresión serena. Sin embargo, en el fondo de la mirada le brillaba una luz misteriosa.

—¿Cuáles son las órdenes, señor? ¿Presentamos una reclamación ante el arzobispo y nos sumamos a la caza de la vampira?

—No, no hace falta presentar nada… El arzobispo aún no sabe de nuestros movimientos. Que los pelotones especiales sigan fingiendo que están buscando a la vampira.

Sonriendo levemente, el hermano Mateo detuvo la cinta. Extrayéndola cuidadosamente del reproductor, la metió junto con el resto de documentos en un sobre y se lo entregó a su subordinado.

—Graba dos copias y haz que el original llegue a manos del cardenal Medici. Después di a los equipos de mantenimiento que pongan a punto el Uriel. En diez minutos tienen que estar en marcha todas las unidades.