IV

—¡Imposible…! ¡Pero ¿qué significa esto!? —dijo Esther, mirando atónita a su alrededor.

¿Era un pelotón de soldados armados y un exoesqueleto lo que veía? ¿Qué hacían tantas tropas allí reunidas? Era como si supieran de su llegada y hubieran estado esperándolas. Aunque Dobó hubiera logrado avisar desde el hotel, era imposible que pudieran reunido a tantos efectivos en tan poco tiempo.

Pero lo que hizo que Esther perdiera el color de la cara no fue aquello. Se quedó sin habla al ver a las dos figuras que había en una esquina: el adolescente de hábito blanco y la hermosa mujer de hábito escarlata que le abrazaba.

—Eminencia… ¿¡Su Santidad!?

Una voz masculina jactanciosa llegó entonces a sus oídos.

—Os esperábamos, Santa. Llegáis bastante tarde… ¿Han sido difíciles de entender las indicaciones del teniente Dobó?

—¿¡Arzobispo D’Annunzio!?

Esther se quedó petrificada al ver al atractivo hombre de mediana edad que la miraba desde el centro de los soldados. Al ver su rostro maléfico y los alabardieri caídos a su alrededor, todas las dudas quedaron disipadas.

«Las indicaciones de Dobó…». ¿Había sido todo una trampa?

El ataque al hotel había sido sólo una manera de echarles el cebo. Al darse cuenta de lo que ocurría, Esther gritó:

—¡Shahra, salvad a Su Santidad, por favor!

Sacó rápidamente la escopeta e intentó atraer hacia sí la atención de los soldados. Al aparecer en medio de la emboscada que les habían tendido, habían perdido todas las opciones de escapar. Pero haría todo lo posible para que se salvaran los hermanos. Aunque la abatieran a tiros, esperaba que la methuselah pudiera sacarlos de allí.

—¡No os preocupéis por mí! ¡Deprisa, vosotros huid!

Esther no había olvidado el encuentro con los dos agentes. Iba a intentar salvar a su superiora, quien había querido deshacerse de ella. Pero pese a todo no dudó. Tras lanzar un grito con una voz sorprendentemente potente para lo pequeña que era, se giró hacia sus adversarios.

Sin embargo, al ver que la methuselah no le respondía, giró la cabeza un momento, extrañada. Su compañera se había quedado helada, completamente pálida.

—¿Shahra?

El hermoso rostro moreno parecía el de un cadáver, Su mirada, siempre llena de alegría y dulzura, estaba empañada, clavada en un punto: la puerta abierta del calabozo. Más exactamente, en las figuras que estaban dentro.

—¿¡Pero…!? ¡No puede ser!

Al seguir la mirada de Shahrazad descubrió cinco masas sangrientas encadenadas a la pared. Un presentimiento sombrío le cruzó la mente. Lo que miraban los ojos desesperados de la methuselah eran… los cadáveres de aquellos a quienes amaba.

D’Annunzio, has sido capaz de…

La ira la dejó sin palabras. Esther buscó en vano la manera de expresar el odio que le despertaba el arzobispo y, esforzándose para articular su cólera, le gritó:

—¡Desde el principio has engañado a Shahra…, a la condesa de Babilonia! ¡Mataste a sus vasallos y le mentiste…!

—¿Es que esperabas otra cosa?

El arzobispo le respondió calmado, sin rastro de turbación. Como quien explica algo obvio, señaló hacia Shahrazad con un golpe de mentón mientras decía:

—Aunque tengan forma humana, quienes se someten a ser animales domésticos de los vampiros son una vergüenza… Esos sucios animales no merecen vivir.

—¿Sucios animales?

No fue Esther quien repitió las palabras del arzobispo.

La methuselah, que hasta entonces había estado petrificada como una estatua, empezó a hablar lentamente. Como si hubiera perdido toda emoción, fijó la mirada en D’Annunzio mientras le decía:

—Ellos eran mi familia. Eran lo que más quería en este mundo… ¿Les has llamado «sucios animales»?

—Si no te gusta que les llame «animales» les puedo llamar «esclavos»…

El arzobispo encogió los hombros con evidente desinterés. Sus ojos eran los de un científico que observara a una serpiente venenosa encerrada en una jaula. Sin hacer ningún esfuerzo por ocultar el desprecio que sentía por su interlocutora, le espetó con aire de superioridad:

—Sea como sea, son traidores a la humanidad que merecen pudrirse en el infierno… Eliminarlos lo antes posible es un deber natural ante Dios.

La methuselah no respondió a las palabras desafiantes de D’Annunzio.

En cambio, se giró para buscar a Esther con la mirada.

—Esther, yo nunca os he odiado.

Esther no había visto jamás aquella expresión en el rostro de su compañera. Era una sonrisa de una serenidad y tristeza hasta entonces desconocidas.

—Sois distintos de nosotros en muchas cosas, pero también reís, lloráis y os enamoráis… Por eso no os he odiado nunca, pero…

Sin cambiar su sonrisa transparente, la muchacha levantó los brazos y, como si se despidiera del mundo, declaró:

—Pero, Esther…, hoy por primera vez voy a matar a un terrano por odio…

—¡No, Shahra!

El grito de Esther llegó un segundo demasiado tarde.

La mano de la monja se extendió en vano en el aire. Antes de que su compañera pudiera detenerla, la methuselah había dado un gran salto en el aire hacia el grupo de soldados que rodeaban al arzobispo.

—¡Fuego!

Al resonar la voz aguda del oficial, todos los soldados levantaron sus armas y dispararon hacia la terrorífica figura que se les caía encima. Por un momento, pareció que la descarga atravesaba a la hermosa joven…

—¡Aaah!

Lanzando un grito, Shahrazad levantó los brazos cruzados. Las ondas de choque producidas por los brazos de plata actuaron de escudo y desviaron las balas. En un instante, la defensa se tornó ataque. Usando el escudo invisible como arma, la methuselah cayó sobre los soldados. Los que intentaron huir recibieron el impacto de la onda como si fuera un espolón y se convirtieron en una tormenta de sangre. El resto de hombres vieron cómo el ataque les arrancaba las extremidades y la cabeza, y los lanzaba contra las paredes convertidos en una masa informe.

—Monstruo…

D’Annunzio no mostró la menor señal de miedo ante el pavoroso espectáculo; se limitó a observar con altanería cómo la muchacha ejecutaba su danza de la muerte.

Incluso cuando los ojos inyectados en sangre se fijaron en él, el arzobispo permaneció impasible. Convertida en una furia asesina, Shahrazad se abalanzó sobre él al tiempo que preparaba el golpe con los brazos de plata…

—¡!

El grito que se alzó no fue el de la agonía del arzobispo.

Un rayo brillante impactó en la methuselah, que cayó rodando por el suelo con un grito de dolor.

—¡Sha…, Shahra! —chilló Esther, al ver cómo su amiga se desplomaba.

En el último instante, el exoesqueleto que tenía detrás el arzobispo había lanzado un relámpago escarlata que había abatido a la methuselah. Y no era un rayo cualquiera. Algo estaba cambiando en el cuerpo de la aristócrata.

—¿Qué te parecen los rayos ultravioleta, vampira?

D’Annunzio rió casi con placidez. Al mirar cómo la methuselah se retorcía en el suelo como una mariposa con las alas arrancadas, su rostro tenía una luz casi de afecto paternal. Sin embargo, sus palabras contenían el más cruel veneno de la muerte.

—Tengo que daros las gracias de todo corazón a ti y a la Santa. No negaré que me habéis traído algunos problemas, pero al final me habéis ofrecido un espectáculo mucho mayor del que yo mismo me esperaba… Gracias a vosotras podré deshacerme no sólo de la Santa, sino también del Papa y de esa zorra.

Nadie respondió al discurso del arzobispo. En el cuerpo de Shahrazad el bacilo había empezado a actuar, en respuesta al impacto de los rayos ultravioleta. Su piel morena se había llenado de horribles queloides que se extendían con rapidez. D’Annunzio posó el pie sobre la nuca de la aristócrata, que no podía ni gritar de dolor, y sonrió de placer mientras la pisaba.

—¡Ba…, basta, arzobispo!

Esther no pudo resistirse al ver la humillación a la que estaba siendo sometida su compañera. Olvidándose del peligro, se abalanzó sobre la methuselah para protegerla, pero uno de los soldados le puso la zancadilla y la hizo caer allí mismo al suelo.

—Excelencia, dejad que nos ocupemos del resto.

El exoesqueleto avanzó, cubriendo la figura del arzobispo, que ya parecía entregado completamente al éxtasis de la victoria, puso en marcha de nuevo la sierra eléctrica y se preparó para dar el golpe de gracia a la aristócrata, que temblaba levemente sobre el suelo.

—No la mates demasiado deprisa. Este monstruo será oficialmente el responsable de haber asesinado a Su Santidad y a su eminencia —le advirtió el arzobispo, lanzando una mirada cuidadosa a los hermanos custodiados por los soldados.

Si el Papa y la duquesa de Milán eran asesinados por un ataque vampiro, habría elecciones a nuevo sumo Pontífice. No tendría pocos rivales, como los cardenales Medici y Borgia, pero el haber sido el héroe que abatió a la asesina del Papa le daría muchos puntos. Aunque se le escapara el trono papal, la nueva cruzada haría que, como líder de la vanguardia, su poder creciera enormemente. De cualquier modo, tenía mucho que ganar y nada que perder.

—Si la matas al instante luego habrá muchas preguntas. Que parezca que tuvo que luchar mucho antes de poder ponerle la mano encima al Papa.

—Entendido. Iremos con cuidado —respondió respetuosamente el exoesqueleto, al mismo tiempo que levantaba la sierra eléctrica.

Como si aquello fuera una señal previamente establecida, los soldados formaron un gran círculo alrededor, con los rifles preparados.

—¡Shahra!

El desesperado rostro de Esther se tiñó de rojo. Entre las manchas escarlata que le cubrían mirada, pudo ver cómo las balas de plata atravesaban el vientre de la methuselah. Cuando aún no se había apagado el eco de su grito de dolor, una segunda ráfaga le alcanzó en los hombros.

—Muy bien. Ahora las extremidades. No la matéis aún.

Los disparos siguieron las instrucciones del arzobispo, que observaba el proceso como quien lleva a cabo un experimento químico.

Los soldados ametrallaron a la methuselah con más de diez descargas: brazos, piernas, cintura, espalda… La aristócrata permanecía caída en una tormenta de sangre fresca; la carne horriblemente lacerada aparecía entre los queloides.

—¡¡¡!!!

Shahrazad no podía ni siquiera gritar. Cada descarga hacía que su cuerpo saltara como en una horrible danza macabra. Sin embargo, incluso aquella reacción se iba haciendo más débil cada vez…

—¡Basta…! ¡Basta, por favor!

Era Esther quien gritaba, en vez de la methuselah inerte. Chapoteando entre la sangre, hizo un nuevo intento de acercarse a su amiga moribunda, pero un filo de acero le cortó el paso.

Sobre la sierra eléctrica que se había clavado en el suelo se reflejaba, como un espejo, la expresión de cólera y horror de la monja. Con la mirada clavada en Esther, que retrocedía, atemorizada, el exoesqueleto le hizo una reverencia cortés. Quizá quería transmitirle el honor que sentía de ser el instrumento del martirio de la Santa. La sierra eléctrica se levantó casi con dignidad, como si supiera que iba a ejecutar a una víctima de gran nobleza.

—¡!

Esther se quedó petrificada al sentir cómo la sierra eléctrica al sentir cómo la sierra eléctrica cortaba el aire. Con un chirrido agudo, la muerte, convertida en acero cortante, cayó sobre la Santa…

—¡Esther!

Lo que detuvo el final inevitable de la Santa fue una voz masculina, acompañada de una ráfaga de seis disparos.

Los disparos resonaron casi al mismo tiempo y alcanzaron al exoesqueleto a la altura de las rodillas. El impacto sobre las articulaciones, que no estaban blindadas, hizo que el soldado mecanizado cayera con gran estruendo. Antes casi de que la sierra eléctrica golpeara el suelo, una figura se interpuso como un torbellino entre el exoesqueleto y la monja.

—¿¡Estás bien, Esther!?

—¡Padre!

El anticuado revólver de repetición que empuñaba el sacerdote canoso aún estaba humeando. Esther luchó contra el impulso irresistible de desmayarse y le avisó:

—Cuidado padre… ¡El arzobispo quiere matarnos a todos! A nosotras…, ¡y también a la duquesa y a Su Santidad!

—Ya lo sé.

Abel asintió con dulzura en dirección a la monja, quien parecía estar a punto de romper a llorar. Sin embargo, en seguida endureció de nuevo la mirada para encararse a D’Annunzio, que se había quedado helado ante la inesperada intrusión. Con una voz cortante, rara en él, le gritó:

—Arzobispo D’Annunzio, ¡éste es vuestro final! No sólo habéis intentado asesinar a la hermana Esther, sino que habéis conspirado contra Su Santidad y a su eminencia… ¡Preparaos para lo que os espera!

—¡Padre Nightroad! ¿¡Cómo demonios habéis…!?

La voz de D’Annunzio era gélida y en su mirada se veía la sorpresa de quien ve caminar a alguien que creía muerto.

—¿¡Qué ha pasado con las tropas que envié al hotel!? ¿¡Cómo habéis superado a…!?

—El resultado de un combate no lo deciden sólo los números.

La voz que resonó entonces era afilada como si se hubiera convertido físicamente en un cuchillo.

Entre los uniformes gris azulado de las escaleras se levantó un coro de gritos de dolor. Una figura diabólica blandía sus mazas de combate, convertidas en un torbellino, y abatía sin esfuerzo a los soldados.

—¡Se presenta el hermano Petros! ¡Ha llegado vuestro castigo, sacrílegos! ¡Mientras esté vivo no permitiré que le pongáis un dedo encima a Su Santidad!

—¡Il Ruinante!

Un alarido de terror recorrió las filas de los soldados, al reconocer al guerrero más poderoso del Vaticano. Muchos tiraron instintivamente sus armas por el miedo, mientras el arzobispo los insultaba, encolerizado:

—¡Cobardes, no huyáis! Son sólo dos… ¡Ah, ya lo tengo! ¡Utilizad al Papa como escudo! ¡Si tenemos al Papa de rehén no nos podrán hacer nada!

Al oír la voz de su líder, algunos soldados empujaron con sus rifles al Papa adolescente, pero en un instante cayeron todos abatidos por una ráfaga salida de la pared. A través del agujero de la pared, que parecía haber sufrido un mordisco monstruoso, apareció la figura de un pequeño sacerdote. Recargando las pistolas aún humeantes, se dirigió con voz monótona a la cardenal.

—Despejado… Duquesa de Milán, solicito informe de daños.

—¡Gunslinger! —suspiró Caterina.

El tercer intruso se enfrentó a los soldados y cubrió al Papa y a su hermana. Las ráfagas que disparaban sus pistolas de doble cañón se convirtieron en un muro de acero que los protegía.

Sólo eran dos agentes y un inquisidor, pero el centenar de soldados que quedaba en pie retrocedió, atemorizado.

—¡Idiotas! ¿¡De qué tenéis miedo!?

D’Annunzio gritaba de ira con voz miserable. La victoria total que antes creía ya degustar había desaparecido de golpe ante sus ojos. Encolerizado, chillaba a los soldados, pálidos de terror:

—¡No son más que tres! ¡Acabad con ellos!

—¡Qué os digo que los números no lo son todo! ¡Mira que eres testarudo!

Bramando encolerizado, Il Ruinante se convirtió en un torbellino mortal y se abalanzó hacia la masa de soldados que rodeaba al arzobispo.

—Lo que decide el combate es la Justicia y la Fe… ¡Y el ánimo! A ti te falta todo eso. ¡Nunca vencerás, D’Annunziooooo!

—¡Ah!

Al ver que sus soldados caían abatidos, como cañas partidas por el viento, D’Annunzio retrocedió, atemorizado. Cuando miró a su alrededor en busca de apoyo, vio cómo Tres ametrallaba a quienes habían intentado atacar a Caterina. No había nadie que le pudiera salvar. Gritando de terror, buscó desesperadamente una manera de huir.

Mientras observaba el desarrollo del combate, Esther se dirigió con voz llorosa al sacerdote.

—Padre, Shahra…, ¡salvadla por favor! —gritó abrazada a su amiga, empapada en sangre—. ¿Se…, se salvará? Se salvará, ¿verdad? Ella es una methuselah. Estas heridas…

—No lo sé. Hasta que no intentemos tratarla…

Al ver las heridas de la aristócrata, la voz de Abel se oscureció. Los queloides habían dejado de extenderse, pero la sangre seguía fluyendo a borbotones. Si el cuerpo extremadamente resistente de la methuselah no había cerrado las heridas ya sólo podía ser una cosa…

—Es complicado… Ha recibido mucha plata en el cuerpo… —susurró el sacerdote con voz grave.

La plata era profundamente dañina para el bacilo kudlak que vivía en la sangre de los methuselah. Las partículas de plata hacían que el bacilo alojado en sus células entrara en un estado letárgico en cuestión de minutos y que dejara de funcionar completamente en menos de diez horas. Por la cantidad de plata que había impactado en ese cuerpo, no había duda de que el bacilo se habría visto afectado por todo el cuerpo. Era por ello que no podía regenerar las heridas y que, pese a la enorme cantidad de sangre que había perdido, no había sufrido ningún ataque de sed. ¿Podría la methuselah sobrevivir a algo así?

—Esther…

La monja y el sacerdote oyeron entonces un hilillo de voz. Mientras abría ligeramente los ensangrentados párpados, Shahrazad alargó el brazo, con una leve sonrisa, hacia el rostro lloroso de Esther.

—Creo que esto es el final…

—¡No…! ¡No digáis tonterías!

Limpiándose las lágrimas de las mejillas, Esther estrechó la mano de su amiga. Estremeciéndose por dentro ante el tacto frío, se esforzó por sonreír.

—¡Os salvaremos! ¡No os rindáis!

—Gracias, Esther…

Fuera porque creía realmente las palabras de la monja o porque no quería forzarla a seguir mintiendo, Shahrazad sonrió débilmente. Sus labios iban palideciendo al mismo tiempo que el cuerpo se le enfriaba.

—De momento vamos a llevarla a un lugar seguro… —dijo Abel, apartando el rostro de los disparos y los gritos que llenaban la estancia mientras buscaba un sitio para transportarla—. Aquí puede ser que aún sufra más daño, hay que encontrar una habitación más pequ…

—¡No escaparás, vampira!

Fue entonces cuando una desagradable voz mecánica de eco metálico resonó por la sala. Sobre sus cabezas se cernía una sombra funesta. Era el exoesqueleto que, una vez recuperado por fin el equilibrio, los amenazaba a gritos entre los chirridos de su sierra eléctrica.

—¡Moriréis!

—Aparta.

Abel permaneció sereno ante el brillo tenebroso de la sierra eléctrica. Apartó a un lado a Esther, que seguía abrazada a la methuselah, y se arregló el puente de las gafas.

—Si no nos dejas, te arrepentirás… Me voy a enfadar mucho.

—¿Que te vas a enfadar? ¿Y a mí qué?

El exoesqueleto rió con sequedad y miró los fríos ojos del sacerdote. Activó la sierra eléctrica y la preparó para atacar.

—¡Os voy a hacer trizas a los tres a la vez! ¡Moriréis retorciéndoos!

—¿Retorciéndonos? Cuidado no seas tú quien se retuerza…

Abel seguía tranquilo frente al estruendo del arma que blandía su enemigo. Levantó el revólver y gritó con voz clara:

—Ya te he avisado… ¡Me voy a enfadar!

Una explosión resonó del fragor de la sierra eléctrica. Abel vació el cargador completo de su revólver en rápida sucesión de disparos. De todos modos, enfrentarse a un exoesqueleto con un anticuado revólver de repetición era bastante ridículo. La armadura del soldado mecanizado estaba preparada para resistir el impacto directo de proyectiles antitanque, de modo que unas balas de revólver teóricamente no podían hacerle nada, pero…

—¡I…, imposible!

Cuando resonó el grito incrédulo del soldado, el líquido de transmisión ya fluía como la sangre por todo el exoesqueleto. Lo que tenía clavado por todos lados eran pequeñas piezas de acero. Las balas del revólver habían impactado en la sierra metálica, haciendo saltar los dientes como un látigo supersónico contra su propio dueño. Ser capaz de acertar el punto exacto al que apuntar en una sierra eléctrica en movimiento era casi digno de milagro. Antes de darse cuenta de lo que había ocurrido, el exoesqueleto retrocedió tambaleándose, abierto desde el hombro derecho hasta la pierna izquierda.

El soldado intentó, a la desesperada, evitar que el exoesqueleto cayera hecho pedazos, pero el sacerdote canoso ya había contado con ello.

Con un leve movimiento de la mano derecha recargó el arma como por arte de magia y apuntó con pulso firme hacia la articulación y apuntó con pulso firme hacia la articulación de la rodilla.

—¡Éste es tu fin!

Los seis disparos dieron de lleno en el blanco y esa vez la articulación quedó completamente destruida.

—¡!

Entre gritos de ira y chorros de líquido de transmisión, el exoesqueleto cayó en medio del grupo de soldados.

—¿¡Por qué!? ¿¡Por quéee!?

El grito que resonó por la sala había perdido toda traza de soberbia. D’Annunzio se había quedado petrificado, pálido como si estuviera teniendo un sueño. O, mejor dicho, una pesadilla.

Tres hombres habían bastado para hacer trizas a la flor y nata de su Guardia. Y no sólo eran sus tropas las que habían sido destruidas. Los mismos planes que había preparado cuidadosamente estaban a punto de desvanecerse. Unos minutos antes todo marchaba según lo previsto, pero, de repente, la gloria a la que había consagrado ocho años de planificación se desmoronaba ante sus ojos.

—No. No puede ser… ¡Esto no puede acabar así!

D’Annunzio tenía muchos defectos, pero el ser derrotista no era uno de ellos.

Sus ojos inyectados en sangre, se fijaron en una puerta metálica que había en la pared. El ascensor general estaba bloqueado por Gunslinger. Il Ruinante le cerraba el paso a la escalera. Pero el montacargas… Dejando a su suerte a los soldados que combatían por él, el arzobispo retrocedió lentamente, hasta que tuvo el montacargas a su alcance, y apretó el botón de llamada, con un ruido sordo, la maquinaria se puso en movimiento.

Después de fallar en su intento de asesinar al Papa, lo mejor sería esfumarse por un tiempo. Se escondería en algún lugar hasta que los ánimos se hubieran calmado. Mientras tanto, pondría en marcha a sus aliados dentro del Vaticano para que le concedieran una amnistía. Para Roma, la traición de un arzobispo tampoco sería un escándalo que estarían demasiado dispuestos a hacer público…

—¡Arzobispo D’Annunzio!

Una voz llena de odio e ira hizo que el arzobispo volvería en sí. Al levantar la vista se encontró de cara con un cañón de escopeta que le apuntaba.

Frente a D’Annunzio, que la miraba con un rostro desesperado, la muchacha pelirroja gritó:

—¿¡Adónde pensáis huir!? ¿¡De verdad creéis que os vamos a dejar escapar así como así después de todo lo que habéis perpetrado!?

—Es un ma…, un malentendido, Esther. Todo es un malentendido… —intentó decir con dificultad el arzobispo, que miraba aterrorizado a la monja y la muchacha morena a la que abrazaba el sacerdote—. Yo no quería hacerte daño. Sólo quería dar un escarmiento a los hijos del antiguo Papa, pero nunca quise hacerte daño… ¡De verdad!

—Pero ¿admites haber querido matarnos a nosotros?

Aquella voz helada como el acero no era la de Esther. Al seguirla con la mirada, el arzobispo se encontró con la mirada, el arzobispo se encontró con la mirada gélida de la hermosa mujer envuelta en un hábito ensangrentado. Mientras sostenía al adolescente, que por fin se había despertado, la cardenal le miraba desde el fondo de su monóculo.

—Es una pena, D’Annunzio… No sabes cuánto me has decepcionado…

Las palabras de Caterina sonaron como una sentencia de muerte. Detrás de ella, los últimos soldados huían como podían de la sala. Temblando, D’Annunzio apartó la mirada de la cardenal y su hermano, y bajó la cabeza como si finalmente hubiera comprendido su derrota.

Con un ruido metálico casi solemne, una voz serena se extendió por la sala.

—Bueno, es hora de poner punto y final a esto…

Las puertas del montacargas, que había llegado justo en ese momento al subterráneo, se abrieron entonces. Desde su interior se oyó una voz masculina, amplificada por un altavoz. Antes de que se hubiera extinguido su eco, una figura gigantesca salió del montacargas, ligeramente agachada para no golpearse la cabeza con el techo.

Era un exoesqueleto de color tostado, como de sangre seca, que anunció con tono flemático:

—Al habla la Inquisición. Tirad todos las armas.

—¿¡He…, hermano Mateo!?

El grito incrédulo salió de Petros, que se detuvo en seco a media persecución de los soldados supervivientes. Al ver el exoesqueleto y los hombres de uniforme negro que le acompañaban se quedó estupefacto.

—¿¡Qué hacen aquí el Uriel y la policía especial!? ¿¡No estabais en misión de búsqueda por la ciudad!?

—¡Qué llegada más oportuna! ¡Ayudadme, hermano Mateo!

Una voz desesperada interrumpió las preguntas de Petros. D’Annunzio, que parecía a punto de desmayarse ante la escopeta de Esther, se abalanzó sobre el exoesqueleto como una liebre en fuga y le pidió, lloriqueando:

—¡Ha venido la vampira para asesinar al Papa! Y no ha venido sola. La Santa y la cardenal Sforza están confabulados con ella…

—¡Qué no te engañe, hermano Mateo! —intervino Caterina, con voz cortante, en réplica al discurso teatral del arzobispo ante los ojos brillantes del Uriel y los cañones de las armas de los policías especiales—. ¡Quien ha querido atentar contra la vida de Su Santidad ha sido él! ¡Detenedlo inmediatamente!

—¡Mentira! ¡Hermano Mateo, es la cardenal Sforza quien está detrás de todo esto!

Si dejaba que le ganaran la batalla retórica estaba perdido, pero si lograba ponerse a la Inquisición de su lado… El exoesqueleto permanecía en silencio, como dudando, cuando D’Annunzio le apeló con voz aún más dramática:

—¡Mirad! Esther Blanchett y la vampira… ¿¡Acaso no es eso prueba suficiente!? ¡Sforza ha usado a su subordinada para infiltrar y asesinar al Papa!

—Ya, como pone en vuestro guión…

La voz que salió de los altavoces del Uriel tenía un eco de emoción, pero en seguida se convirtió en una risotada al mismo tiempo que apuntaba con sus lanzarrayos al arzobispo.

—Lo siento, excelencia, pero tengo que deteneros. Sois sospechoso del intento de asesinato de Su Santidad y la cardenal. Sospechoso de traición, hace una media hora hemos detenido al teniente Dobó y nos ha contado un par de cosas.

—¡!

D’Annunzio palideció, pero no fue por efecto de las palabras de Mateo, sino por haber descubierto a la figura que acompañaba a los policías especiales. El uniforme gris azulado estaba manchado de sangre y el rostro hinchado era casi irreconocible, pero no había duda de que se trataba del subordinado que había mandado al hotel Csillag. El arzobispo se tambaleó sin fuerzas ante las acusaciones que llovían sobre él.

—Además, hace dos días que estamos interceptando vuestras comunicaciones. Todas vuestras órdenes a la Guardia han sido descodificadas y enviadas al cardenal Medici. La Inquisición está a punto de enviar una citación formal a juicio. Si me hacéis el favor de esperar un poco…

—¡Ma…, Ma…, Mateo! ¡Me has engañado!

El alarido histérico pareció romperle la voz. Arrancándose los cabellos como un demonio enloquecido, D’Annunzio vociferaba:

—¡Ha sido idea de Francesco!, ¿verdad? ¡Sospechaba de mí desde el principio, pero me ha hecho el juego para destruirme!

—Es que era una oportunidad demasiado buena…

En contraste con la enajenación del arzobispo, la voz del inquisidor era serena, pero tenía un poso de malicia. Bajo su superficie cortés, había un eco de mofa cruel.

—En resumen, excelencia, vuestro guión era una historia demasiado trillada… Llevadlo arriba.

Mateo cerró el diálogo e indicó a los policías especiales que detuvieran a D’Annunzio. Los hombres de uniforme negro rodearon al arzobispo enloquecido y le esposaron sin piedad. No estaba claro cuál sería el veredicto concreto del cónclave cardenalicio de Roma, pero el intento de asesinato del Papa era el mayor delito que existía. Era probable que le esperara un destino infinitamente peor que la muerte.

—Shahra, huyamos… —susurró una figura, observando cómo se llevaban al arzobispo esposado.

Aún apoyada en el sacerdote, Esther se había dirigido a la methuselah. Al otro lado de la sala, la policía especial estaba desarmando a los soldados supervivientes. Después de las bajas que habían sufrido a manos de Tres y Petros, no tenían ninguna moral para enfrentarse a un nuevo enemigo y se rendían son resistencia.

La detención del arzobispo significaba que el Papa y la cardenal se habían salvado. Aparentemente todo había acabado bien, pero no era así… Si no hacían nada, Shahra también sería detenida y estaba muy claro lo que les pasaba a los vampiros que caían en manos del Vaticano.

—Yo os acompañaré… Huyamos deprisa u os matarán —explicó Esther rápidamente.

Abel pareció ir a decir algo, pero la monja le detuvo con la mirada.

—Tienes razón…

Al contrario que su compañera, Shahrazad parecía muy tranquila. Se había quedado pálida por la pérdida de sangre, pero su expresión tenía de nuevo la serenidad que la caracterizaba, mientras observaba la derrota de D’Annunzio y los suspiros de tranquilidad de la cardenal y su hermano.

¿Le habrían afectado las heridas a la capacidad de reacción? Esther le tomó la mano para ayudarla a levantarse.

—¡No tenemos tiempo que perder! Deprisa, podéis apoyaros en mí, pero… Shahra, ¿¡adónde vais!?

El grito de Esther llegó demasiado tarde. Cuando quiso agarrar a su amiga, la muchacha morena ya se había puesto en pie y había echado a andar a grandes pasos. Como si no hubiera visto a los inquisidores y la policía especial, se dirigió directamente hacia el adolescente de hábito blanco.

—Buenas tardes… Vos sois el Papa, ¿verdad?

Desde el ataque en el teatro de la Ópera, el rostro de la methuselah había sido ampliamente difundido, pero la seguridad con la que la muchacha se le acercó hizo que ni los policías ni la cardenal se pararan a detenerla. Entre miradas de estupefacción, Shahrazad abrazó al Papa, que no parecía entender lo que estaba pasando. Cuando Caterina, que estaba hablando con los inquisidores, se dio cuenta y se giró, la muchacha se había puesto detrás del Pontífice, usándolo como escudo. Poniendo uno de sus guantes plateados a Alessandro entre las cejas, la methuselah se dirigió a su amiga:

—Esther, tienes razón… —dijo—. Me matarán. Por eso…, antes, mataré al Papa.