II
—¡Guaaa! ¿He dormido demasiado?
Cuando abrió los ojos, el sol ya se había hundido en el horizonte. Hacia el oeste, a lo lejos, las nubes brillaban con el color de la sangre.
Había pensado echarse sólo una siesta y levantarse en seguida, pero al final se había quedado profundamente dormida. El cansancio de aquellos días tendría algo que ver, pero también la afectaba el no estar acostumbrada a dormir de día y levantarse de noche, al ritmo del Imperio, rascándose la desordenada cabellera rojiza, Esther preguntó con los ojos medio cerrados:
—¿Eh? ¿Ya es de noche? Pero ¿qué hora es?
—Las veintitrés horas. En el sistema de aquí serían las cinco de la tarde. Buenos días, Esther. ¿Cómo te encuentras? ¿Has podido descansar bien?
—Bu…, buenos días, Shahra…
Haciendo un esfuerzo para despertarse del todo, Esther devolvió el saludo a la joven que le sonreía, sentada en la ventana. La methuselah parecía llevar ya bastante tiempo despierta, porque se había vestido y se había arreglado, y si cama ya estaba hecha. Esther intentó levantarse apresuradamente de un salto, pero se quedó clavada y profirió un grito de dolor. Las noches anteriores había forzado demasiado el cuerpo y los músculos le dolían terriblemente.
—¿Estás bien, Esther? ¿Estás herida?
—No…, no… Estoy bien…
El sueño le había desaparecido de golpe. Aguantándose las ganas de llorar por el dolor que le recorría la pierna, Esther esbozó una sonrisa. Era difícil explicarle lo que era el dolor muscular a una methuselah, cuyo cuerpo podía descomponer el ácido láctico en cuestión de microsegundos. Mirando a través de la habitación, intentó controlarlo.
La suite del Csillag, un hotel de cinco estrellas situado en Pest, al suroeste de la catedral, era espaciosa y estaba decorada con todo lujo de detalles. Antiguamente, el hotel había sido una taberna de las que hay en cualquier ciudad, pero después de la liberación había recibido una enorme inversión de un banco de Roma y se había convertido en un hotel de lujo.
Había tomado el nombre de Csillag del apodo que recibía Esther en su época de partisana, y cada una de sus cuarenta habitaciones estaba decorada con escenas de sus gestas. La muchacha pelirroja que las observaba desde encima de la chimenea era, al menos, un treinta por ciento mayor y más hermosa que la real. Evitando con todo cuidado mirar las pinturas, Esther volvió la vista a su compañera.
—Aún estoy un poco cansada por lo de ayer… ¿Y vos, Shahra? ¿Habéis dormido bien?
—Como un tronco… Ahora estaba viendo la puesta de sol.
Con una amplia sonrisa, la hermosa muchacha morena señaló la persiana de la ventana en la que estaba sentada. Los rayos ultravioletas de onda larga, dañinos para los methuselah, eran muy abundantes durante la salida del sol, pero casi inexistentes en la puesta. Aguzando los ojos, Shahrazad lanzó un suspiro de admiración mientras miraba las nubes teñidas de carmesí.
—¡Qué maravilla! No sabes la envidia que os tengo porque podéis mirar siempre esa luz tan hermosa. Si pudiera, querría volver a nacer y ser terrana.
—¡Hmmm…! Es una opinión muy original.
En una esquina de la habitación tenían las ropas dispuestas sobre un carrito. Mientras se vestía son el hábito, que estaba tan limpio y planchado que parecía nuevo, Esther respondió, medio emocionada, medio confusa:
—En el Imperio conocí a bastantes methuselah, pero es la primera vez que oigo a uno decir eso… Ya decía yo que sois algo especial, Shahra…
—Es que mi vida ha sido un poco diferente.
Shahrazad no pareció molestarse al ser calificada con el adjetivo ambiguo de especial. Con la mejilla pegada a la ventana, la methuselah lanzó un suspiro triste.
—Ya te he contado que, tras la muerte de mis padres en un accidente, me crió mi tío, el duque de Tigris, ¿verdad? Como el tío Sulayman tenía que viajar mucho por su trabajo, me llevó con él a diferentes ciudades cuando era niña. Misr, Chipre, Palmira… Todos eran lugares magníficos y hermosos. Pero en las ciudades fronterizas hay pocos methuselah. A veces, sólo éramos mi tío y yo.
Aparentemente, también los methuselah se ponían melancólicos ante la puesta de sol. O quizá era que le recordaba el sol de su niñez. Fuera como fuera, la muchacha no apartó los ojos de la luz que estaba a punto de apagarse en el horizonte.
Shahrazad ocupaba una posición importante como gobernadora de Timisoara y durante la rebelión de su tío le había proporcionado a éste información obtenida gracias a su cargo, la verdad era que ella no tenía ni idea de que su tío estaba organizando un golpe de Estado, pero filtrarle aquella información era un delito de todos modos. Por eso, antes de que la convocaran ante el Consejo Secreto, había decidido huir del Imperio.
Esther opinaba que si declaraba que no había tenido ninguna mala intención todo se solucionaría, pero para unas criaturas tan orgullosas como los methuselah, tener que explicar sus propios actos era casi peor que la pena de muerte. Una sombra pasó por el rostro de la muchacha, que había perdido su patria probablemente para siempre.
—En aquellas ciudades en las que no había methuselah, los terranos se hicieron amigos míos. Además, estaban los vasallos de mi casa. Ellos eran mis únicos amigos y mi única familia. Por eso, tengo casi más simpatía por los terranos que por los methuselah. Sí, efectivamente soy un poco especial, como tú dices.
No había ni un ápice de reproche en la voz de la muchacha. Si Esther se disculpó fue puramente por su mala conciencia.
—Perdón Shahra… Si ayer no hubiera mordido el anzuelo… Si no hubiera caído en aquella trampa tan burda, ahora ya estaríais reunida con vuestros vasallos.
—No, Esther, no lo decía para reprocharte nada.
La methuselah pareció sorprendida ante las disculpas de Esther y negó con la cabeza, como si fuera ella quien se sitiera culpable. Después de abrazar a la monja, le dijo, mirándola a los ojos:
—D’Annunzio fue muy artero, pero no tienes que sentirte culpable por eso. Sólo el hecho de que quieras ayudarme ya me da ánimos, ¿entiendes?
La mirada de amatista que se reflejaba en los ojos de Esther lanzaba una luz dulce. La muchacha, a la que los periódicos de István llamaban «vampiro», «diablo infernal» y «demonio chupasangre», abrazó de nuevo a la monja y hundió el rostro en su melena rojiza.
—Si no te hubiera conocido, pensaría que todos los terranos del exterior son como D’Annunzio. Quizá os hubiera odiado a todos. Quizá habría querido mataros a todos… Estoy muy agradecida de haber tenido la suerte de conocer a alguien tan bondadoso como tú, hermana Blanchett.
—¡Pero…, no digáis eso…!
La muchacha olía como un lugar soleado. Esther sonrió, dominando su turbación.
—Ya os he dicho que hasta la semana pasada estaba en el Imperio, ¿verdad? Allí tuve la suerte de conocer a mucha gente que ayudó. Por eso quiero hacer lo mismo por vos… No es nada más que eso. No hace falta que digáis esas cosas…
Unos golpes educados resonaron al otro lado de la puerta. Seguidamente, después de una breve pausa de la duración precisa que recomendaría un manual de buenos modales, se oyó una voz cortés.
—Con vuestro permiso, señoritas. ¿Ya estáis despiertas? La cena está lista y el dueño ya ha llegado…
—¡Ah, sí! En seguida salimos, señor Butler —respondió Esther, abriendo precipitadamente la puerta.
La habitación contigua estaba habilitada como comedor, para que los huéspedes de la suite no tuvieran que preocuparse de salir a comer. La mesa estaba llena de platos que desprendían un aroma apetitoso.
—Buenos días, señoritas. ¿Habéis descansado bien?
Quien las saludaba con una reverencia era un hombre moreno que las esperaba al lado de la mesa. Detrás de él, como una sombra, se encontraba el joven de cabellos grises con expresión tenebrosa. En contraste con ellos, el gigante que estaba sentado en la mesa les dio la bienvenida con gestos exagerados.
—¡Csillag! ¿Has dormido bien? Este buen mozo me contado lo de anoche. Parece que fue bastante desastroso…
—Perdona por haber aparecido así de golpe, Ignaz…
Esther se disculpó, avergonzada, ante el dueño del hotel, Ignaz Lukács. Después del alboroto de la noche anterior habían conseguido deshacerse de la persecución y se había refugiado en el hotel. Extenuada, Esther se había desplomado sobre la cama sin ni siquiera saludar a su antiguo compañero partisano. Rascándose la cabeza, la muchacha dijo, ruborizada:
—No sabes cómo te agradezco que nos acojas. Creo que un hotel de lujo como éste será el último lugar en el que nos buscarán.
—¡Je, je, je!, ¡y encima en la suite!
Se notaba que ya había tomado alguna que otra copa. Cuando les guiñó un ojo, las mejillas del gigante tenían el color del alcohol. En los tiempos en que ayudaba al movimiento partisano de Esther con material y provisiones, ya estaba algo relleno, pero últimamente parecía haber engordado aún más. Al reír le vibraban las gruesas mejillas.
—Sea la Iglesia o sea quien sea, nadie le pone la mano encima a mi Santa… Puedes quedarte aquí cuanto quieras.
—Bueno, pero eso tampoco es una solución.
Esther tomó asiento con cara de preocupación. Sin tocar la comida, se sinceró ante su antiguo compañero.
—Supongo que te lo habrá dicho el señor Butler: el arzobispo D’Annunzio está planeando algo terrible. Ignaz, ¿a cuántos de nuestros antiguos compañeros crees que podemos reunir? Hay que actuar esta misma noche para solucionarlo antes de la ceremonia de mañana.
—¿Nuestros antiguos compañeros? Si les llama Csillag vendrán, pero… —La sonrisa había desaparecido del rostro del gigante. Posó el vaso sobre la mesa y dijo con esfuerzo—: Pero no te puedo prometer cuántos.
Están todos muy ocupados con sus trabajos.
—¿Sus trabajos? ¿Qué hacen?
Como si no se hubieran dado cuenta de la luz de impaciencia que brillaba en la mirada de lapislázuli, Ignaz se puso a contar despacio con los dedos.
—El tío Imre es el director del museo de la Liberación. Ady lleva una empresa de transportes. A Gundel acaban de hacerle asesor honorario de un banco. El bribón de Krúdy se casó con una viuda rica de Venecia y se marchó de la ciudad… Todos tienen su vida…
—Ya veo…
Esther chascó la lengua y se quedó pensativa. Debería haberlo imaginado. Ella misma había cambiado mucho durante aquel año. Era normal que sus antiguos compañeros hubieran seguido con sus vidas, cada uno por su camino. No tendría que haber sido tan optimista ni pensar que podría contar con sus viejos camaradas. Sería preciso replantearlo todo desde el principio.
—¿No hay nadie más en quien podamos confiar?
A su lado, Shahrazad parecía intranquila. Esther intentó sonreír para calmarla y dijo con un tono que quería sonar despreocupado:
—Nuestro adversario es el arzobispo. En cuanto podamos contactar con la cardenal Sforza, seguro que hará algo, pero nosotros no debemos quedarnos cruzados de brazos…
—Es precisamente eso, Csillag…
Ante la sonrisa forzada de la muchacha, Ignaz endureció la expresión. Desvió la mirada, como si le resultara difícil hablar, y encogió los hombros.
—No sé cómo decirlo, pero… no será fácil encontrar a alguien que quiera enfrentarse al arzobispo. Yo mismo no lo veo muy claro. Oponerse a alguien tan magnífico…
—¡Pero ¿qué dices?!
¿Acaso no había oído lo que había ocurrido en la catedral? Esther estalló ante la mirada del gigante de mejillas sonrosadas. Sin esforzarse por ocultar su indignación, le preguntó de inmediato:
—¿Es que no te ha contado nada el señor Butler? ¡Ese hombre intenta matarnos y provocar una cruzada aprovechando nuestra muerte! ¿¡Cómo puedes llamarle «alguien tan magnífico»!?
—No te pongas así… Yo no entiendo de guerras ni de cruzadas…
Ignaz hizo un gesto con la mano ante la dura mirada de Esther, después de beberse de un trago la copa para animarse, prosiguió:
—Pero la verdad es que ha sido gracias a él que István ha podido recuperarse. Todos le están agradecidos por ello. Los antiguos partisanos son tratados como héroes. Quien quiere montar un negocio puede recibir en seguida inversiones de Roma. A quien quiere una casa, se la construyen de inmediato. Todos están contentos con él.
Ignaz suspiró mientras miraba la lujosa decoración de la estancia. Se le trataba como a un héroe cuando antes no era más que un tabernero. Si se había convertido en dueño de un hotel de lujo era precisamente gracias a D’Annunzio. No era extraño que le alabara de aquella manera. Con la fuerza que le daba el alcohol, añadió con voz atronadora:
—Además, las cosas aún no son fáciles por aquí. La vida es dura. Todo por culpa de aquel Gyula que nos explotaba. Y del Imperio, claro. Esos monstruos nos acechan desde el otro lado de la frontera. Todo es culpa de esos vampiros que…
—Si me disculpáis la interrupción. Señorita Esther, he conseguido aquello que me pedisteis.
La afable voz interrumpió la conversación justo en el momento en que a la muchacha le había cambiado de color el rostro. Esther había levantado las cejas al oír la expresión «esos vampiros», pero Butler se dirigió a ella oportunamente, y rompió el silencio que había mantenido hasta entonces. Después de chascar los dedos, sacó algo del bolsillo de Guderian y lo posó sobre la mesa. Era una caja metálica con pastillas.
—Las pastillas de concentrado de sangre que queríais. Obviamente, un producto así he tenido que obtenerlo en el mercado negro, pero puedo dar fe de su calidad.
—Muchas gracias, señor Butler.
Quien tomó la caja mientras le daba las gracias fue Shahrazad. Como si no hubiera oído lo que acababa de decir Ignaz, se echó una pastilla en el vaso de agua y dibujó una amplia sonrisa.
—Cuando me capturaron, me quitaron toda el agua de la vida que llevaba. Sin esto, pronto habría tenido problemas…
—Encantado de haberos ayudado, my lady.
No les había dicho el nombre del aristócrata que le empleaba, pero no había duda de que se trataba de alguien importante. Butler hizo una reverencia perfecta a la vampira y sonrió de forma serena. El mayordomo se acercó a la ventana y, mientras levantaba ligeramente la cortina, dijo como quien habla de chismes insustanciales:
—Por cierto, ya que habláis del arzobispo D’Annunzio, recuero haber leído un artículo interesante acerca de sus políticas en los periódicos de Albión.
La calle que pasaba por delante del hotel estaba perfectamente asfaltada e iluminada. Si se miraba sólo eso, István se podía considerar una ciudad de la categoría de las mismas Roma o Milán. Sin embargo, los montones de basura y cascotes apilados al lado de la calzada o los perros salvajes que merodeaban entre ellos no formaban parte del paisaje de esas ciudades. Butler observaba aquella imagen mientras hablaba:
—El artículo decía que últimamente hay muchos desperfectos en la ciudad producto de los cuervos y los perros salvajes. Parece que es porque la recogida de basuras y el alcantarillado, entre otras infraestructuras, no han sido reparadas después de la liberación. La respuesta del arzobispo ha sido organizar grupos para exterminar a los animales salvajes.
Un coche de caballo pasó chirriando ante la mirada del mayordomo. En la puerta llevaba dibujado un cuervo atravesado por una flecha: el emblema de la Agencia de Exterminio de Animales Salvajes de István.
—Pero parece que exterminar a los animales no es una solución real. Si se dispone de fondos para financiar un grupo así, sería mucho más provechoso para la salud pública invertirlos en reconstruir las infraestructuras.
Al tiempo que lanzaba una mirada irónica al coche de caballos, Butler cerró la cortina.
—Claro está que el público no piensa así. La gente ve cómo exterminan a los animales salvajes y piensa: «el arzobispo hace un buen trabajo» o «toda la culpa es de los cuervos». Por eso apoyan al arzobispo. Los animales salvajes siguen siendo un peligro, pero nadie parece preocuparse por ello.
Se giró hacia la habitación; el mayordomo mantuvo un silencio significativo mientras recorría con la mirada las caras de los presentes. Ignaz parecía avergonzado, Shahrazad se había quedado inexpresiva y a Esther se la veía sumida en sus pensamientos.
—Para desviar el descontento de la población, crea un enemigo que todos pueden ver. Es una técnica muy antigua. Me parece que ahora el arzobispo está intentando hacer lo mismo pero a mayor escala. Pretende utilizar el Imperio como enemigo común de la humanidad…
—No se lo permitiré… —dijo Esther con decisión, estrechando la mano de la methuselah. La ira le brillaba en sus azules ojos cuando golpeó con fuerza la mesa—. ¡No le permitiré que incite al odio por una razón así!
—Vuestro rival es poderoso, hermana Esther.
Butler permanecía sereno, en contraste con la ira apasionada de Esther. Con un chasquido de los dedos, hizo que Guderian desplegara sobre la mesa unos recortes de periódico.
—Miren esto. Es el periódico de hoy. El arzobispo sabe perfectamente cómo manejar al Vaticano y los medios…
—Pe…, pero…
«Muerta la Santa». Esther abrió los ojos como platos al ver el titular sensacionalista que le señalaba Butler. Parecía que los ojos se le iban a salir de las cuencas cuando gimió:
—¿¡Yo, muerta!?
—En resumen, el Vaticano ha tomado la decisión de cazaros a las dos —señaló Butler mientras le llenaba a Esther el vaso de agua—. Antes que un escándalo, prefieren tener una mártir. En vista de la situación, el plan de reunir a los antiguos compañeros parece poco eficaz. No veo otra opción que conseguir la colaboración de alguien que esté por encima del arzobispo.
—Alguien por encima del arzobispo… Parece que efectivamente sin la ayuda de la cardenal Sforza no podremos hacer nada… —se lamentó Esther, mirando como su rostro se reflejaba en el vaso de agua.
La noche anterior, Esther había pensado entablar contacto con Abel y explicarle la situación, pero no sólo no lo había conseguido, sino que D’Annunzio les había hecho caer en la trampa y había tenido que salir huyendo. No podían aplazarlo más. ¡Había que avisar en seguida a la cardenal de lo que pasaba!
—Pero aunque intentemos establecer contacto, la vigilancia es extremadamente estricta. Infiltrarse también supone un riesgo considerable…
Una voz cordial respondió a la confusión de la muchacha.
—A ese respecto, querría atreverme a ofreceros mi ayuda —dijo Butler, guardando los periódicos—. Tengo un conocido entre los eclesiásticos de István… y podría pedirle que nos sirviera de puente para contactar con la cardenal.
—¿Es un amigo vuestro?
¿Podían confiar en él?
Aquel caballero de Albión había sido extremadamente amable con ella desde que le había conocido, incluso hasta el punto de ayudarla aun sabiendo que Shahrazad era una vampira. Una oferta tan generosa era un poco sospechosa.
Sin embargo, Esther pronto se dio cuenta de que sus preocupaciones no tenían fundamento. Si Butler hubiera querido hacerles algún mal, no habría tenido por qué ayudarlas tanto hasta entonces. Aunque el plan no saliera bien, la situación tampoco podía ponerse peor de lo que estaba.
—¿Puedo pediros que os encarguéis de ello? Ahora mismo escribiré la carta. Tiene que ser entregada a un sacerdote llamado Nightroad. Si él recibe nuestras noticias, seguro que podrá ayudarnos.
—Pero, Csillag…
La voz vacilante no era la del mayordomo. Ignaz, que hasta entonces había estado bebiendo en silencio, le preguntó con voz malhumorada:
—¿Seguro que puedes confiar en esa cardenal Sforza? ¿Y si ella también se quisiera deshacer de ti?
—¡Imp…, imposible! —respondió Esther con confianza.
Caterina nunca abandonaría así a una subordinada. Y mucho menos a la mensajera que acababa de volver de una misión clave en el Imperio y de la que todavía no había recibido un informe completo en condiciones. Era seguro que ella también estaría pensando en algún plan para salvarla.
—Venga. No hay tiempo que perder. Shahra, podéis comer tranquilamente. Yo voy a escribir la carta…
—Pero, Esther, un momento…
Ignaz se levantó al mismo tiempo que Esther, y le hizo una señal con la mano, bajo la mirada extrañada de la muchacha, la acompañó hasta el pasillo y cerró la puerta tras ellos.
—¿¡Estás hablando en serio, Csillag!? ¿¡De verdad pretendes colaborar con ese monstruo!?
—¿Eh?
Esther miró a su antiguo amigo con la misma cara de incomprensión. Podía entender que un ex partisano como él llamara «monstruo» a una methuselah, pero ¿a qué venía preguntarle si hablaba en serio?
—¿Te refieres a contactar con la cardenal Sforza? Claro. ¿Acaso hay algo malo en ello?
—¿¡Que si hay algo malo en…!? Pero, bueno, ¿te das cuenta de lo que estás haciendo? Es una vampira, como lo era Gyula. ¿Cómo puedes ayudarla? ¿¡Te has vuelto loca!?
El hombre sacudía la cabeza con sincera incredulidad.
—Lo que hay que hacer es llamar a la Guardia. Ahora la vampira está desprevenida y será más fácil matarla.
—Pero ¿qué dices, Ignaz?
Esther no podía creer lo que estaba oyendo. Se irguió miró fijamente los ojos, nublados por el alcohol, de su interlocutor.
—Pero ¿en qué estás pensando? ¿Es que no has oído nada de lo que he dicho? ¡Ella es la víctima! ¡Tú no estás bien!
—¡La que no está bien eres tú, Csillag!
Agarrándola por los hombros, Ignaz miró a Esther con dureza. Desde que la muchacha había partido hacia Roma, probablemente su antiguo amigo había vivido mucho mejor. La papada se le había llenado y sus manos habían perdido fuerza. Pese a ello, Ignaz todavía era fornido y sostuvo a Esther mientras le llenaba la cara de saliva al gritarle:
—¡Despierta, Esther! ¡El enemigo son los vampiros! ¿¡Cómo puedes hablar de salvarla!? ¡Ésas no son las palabras de la Santa que nos lideró hace un año en la lucha contra el monstruo!
—Eso…, eso…
Mirando su propio reflejo en los ojos de su interlocutor, Esther se mordió los labios.
Probablemente para alguien que la hubiera conocido un año atrás, sus palabras parecerían las de una desconocida. Las experiencias de aquel período y todas las gentes con las que se había encontrado la habían cambiado en muchos sentidos. Pero era imposible hacerle entender aquello a Ignaz. No era que le considerara tonto, pero lo que había ocurrido durante aquel año no podía explicarse con palabras, sino que había que experimentarlo. Seguramente sólo el sacerdote canoso podía entender por lo que Esther había pasado.
Lo único que podía hacer la muchacha era intentar cerrar la conversación.
—Por favor, Ignaz, confía en mí… Quiero hacer las cosas como se deben hacer. Dame un voto de confianza aunque ahora no me entiendas. Por favor.
—De acuerdo, Csillag…
El gigante soltó un profundo suspiro. Después de levantar las manos que tenía posadas en los hombros de la chica, sacudió la cabeza de derecha a izquierda.
—Eres mi Santa… A ti no puedo negarte nada.
—Gracias, Ignaz. Perdona si sueno caprichosa…
—No digas más. Somos camaradas, ¿no?
El gigante guiñó el ojo de manera torpe, pero tierna, a la muchacha que le miraba tristemente.
—Perdóname por lo que he dicho… Ve a escribir la carta.
—Gracias, Ignaz.
Esther sonrió y se giró como un pajarillo para desaparecer con paso ligero por el corredor.
Ignaz se la quedó mirando un momento, pero pronto se puso también en movimiento. Sus pasos rápidos le llevaron hasta el teléfono instalado en una esquina del pasillo. Después de levantar el auricular, se dispuso a hablar con la centralita.
—¿Centralita? Soy Lukács. Dame línea exterior, por favor. —Tras agarrar nerviosamente el aparato, el antiguo partisano susurró—: Ponme con el 0001 de la catedral de István. Sí, con el despacho del arzobispo. ¡Y deprisa!