V
—¿Eh?
Esther se dio cuenta de que probablemente tenía la boca abierta de la sorpresa, pero no se veía capaz ni de cambiar de expresión. Mirando a su amiga con cara llorosa, le preguntó con voz ronca:
—Pe…, pero ¿qué estáis diciendo, Shahra? No es el momento para bromas…
—Claro. Pero es que esto no es ninguna broma, Esther.
La methuselah hablaba en voz baja, con los ojos completamente serenos. Sin apartar el guante del adolescente, que seguía sin entender lo que ocurría, repitió, cortando una a una las palabras:
—Voy a matar al Papa.
—¡Un momento, Shahrazad!
Una voz interrumpió, entonces, el diálogo. Abel se había quedado igual de sorprendido que el resto ante el comportamiento de la methuselah, pero por fin pareció volver en sí.
—Tranquila. Tranquila… Empecemos por apartar la mano de la frente del Papa…
—¡Tú no te metas, terrano!
Shahrazad ni siquiera se giró, pero un gesto de la mano fue suficiente para enviar volando a Abel. Y no sólo a él. La onda de fuerza que produjo el brazo de plata, que convirtió el aire en un puño inmenso, fue suficiente para abatir a todos los que rodeaban al Pontífice.
—¡E…, eminencia! ¡Padre!
—¡No te muevas, Esther! ¡Ni vosotros, terranos!
El grito hizo que se detuvieran en seco los policías que quedaban en pie y Esther, que instintivamente se había acercado hacia a Abel y Caterina para comprobar que estaban bien. Con la mano derecha fija sobre el Papa, Shahrazad gritó con tono maligno:
—Esther, ven aquí. El resto, quietos… Si os movéis morirán el Papa y la Santa.
—Alto todos, esperad instrucciones —ordenó el hermano Mateo a sus hombres.
A su lado, Tres Iqus levantó decidido sus armas, pero el inquisidor le detuvo, abalanzándose sobre él.
—¡Alto he dicho, padre tres! ¡Pensad en la seguridad del Papa!
Observando con el rabillo del ojo los movimientos de inquisidores y agentes, Esther se acercó con los pies a rastras hacia la methuselah y le preguntó con voz temblorosa:
—¡Sha…, Shahra! ¿¡Qué significa esto!? ¿¡Os dais cuenta de lo que estáis haciendo!?
—Perfectamente, Esther…, perfectamente —respondió Shahrazad, con una sonrisa ensangrentada—. Yo ya no me puedo salvar… Sé muy bien lo que le está ocurriendo a mi cuerpo. Al menos me iré habiéndome vengado de vosotros, estúpidos terranos.
—Pero… venganza…
¿La Shahrazad dulce que había conocido había sido sólo un cruel engaño?
«Si pudiera, querría volver a nacer y ser terrana».
«Estoy muy contenta de haberos conocido a todos. Sólo es eso. Esther, os quiero mucho. No lo olvidéis».
¿Todo aquello…?
—¿¡Todo ha sido mentira!?
—…
La pregunta desesperada de Esther sólo encontró como respuesta una leve sonrisa. Los labios, que casi había perdido todo el color, le respondieron con voz débil:
—Yo soy vampira, tú eres humana… Yo te he utilizado. Eso es todo.
—¡No! ¡No puede ser! ¡No! ¡Tú eres capaz de hacer algo así! —gritó Esther, abatida.
Aquello no era posible. Había algo que no cuadraba. Había algún error… ¡Shahrazad nunca le haría algo así! Entonces… ¿por qué estaba sucediendo aquello?
En su turbación, la muchacha oyó una voz, limpia como la de un ángel.
—Dispárame, Esther.
Era demasiado débil para ser una orden, pero demasiado enérgica para ser una súplica. Esther levantó la mirada hacia ella.
—Tienes que dispararme, Esther.
Los ojos asombrados de la monja se encontraron con una sonrisa tan noble que provocaba pavor. Escudándose en el Papa, Shahrazad le hablaba débilmente:
—Gracias por todo lo que has hecho por mí… Pero esto es el final. Dispárame, deprisa.
—¡Pero ¿qué decís, Shahra?! —preguntó Esther, sin comprender las intenciones de su amiga—. ¡No os desesperéis! ¡Aún podemos salvaros! ¡Os sacaré de aquí! ¡Os…!
—Si no me disparas, mataré al Papa… ¿Lo harás ahora?
—¿¡!?
Ante la mirada confusa de la monja, Shahrazad empezó a hacer fuerza con la mano que tenía posada sobre el Pontífice adolescente. Alargando la otra mano hacia su amiga, dijo con expresión dura:
—Si le mato, los terranos querrán vengarse de los methuselah. Eso provocará muchísimas muertes en ambos bandos. ¿Es eso lo que quieres, Esther?
—Shahra… —gimió en vano Esther.
No había duda de que si Shahrazad le hacía algo al Papa, la humanidad lanzaría una cruzada para vengarle. Estaba claro que correría mucha sangre y perderían muchas vidas valiosas.
—Además, ya que tengo escapatoria… Esther, mátame tú. Así serás la Santa… La Santa que mató a la vampira.
La methuselah se dirigía a ella como si fuera su hermana menor, con dulzura pero con decisión.
—¡!
Shahrazad tenía el rostro blanco como la nieve, pero Esther se puso aún más blanca mientras la escuchaba, jadeando violentamente como si le hubieran parado los pulmones, sólo logró decir:
—¡No…! ¡No digáis tonterías!
La escopeta estaba a punto de escurrírsele entre los dedos.
¡Shahrazad quería sacrificarse! Para salvarla a ella… Para salvar a la Santa, ¡estaba dispuesta a morir como una vampira diabólica!
—¡Si para ser Santa tengo que mataros, prefiero que me lleve a la hoguera la Inquisición! ¡Si la alternativa es asesinaros, prefiero morir yo como bruja!
—¡Esther!
La voz era demasiado débil como para poder considerarse un reproche, pero golpeó a la monja en los tímpanos como un látigo.
Como resignándose a la derrota, Esther saco el dedo del gatillo y dijo con voz dolorida:
—No, no puedo… No puedo dispararos.
—Esther…
Sus súplicas no habían recibido respuesta, pero Shahrazad sonrió.
Esther no olvidaría nunca la sonrisa de aquella «enemiga de la humanidad».
Si en aquel mundo maldito existían de verdad las santas, la muchacha morena que tenía delante era una de ellas. Tal era la pureza de su sonrisa.
—Gracias, amiga…
Incluso siguió sonriendo después de que resonara la detonación.
—¿¡Shahra!?
Al ver el brazos de plata que se había alargado hasta la copeta humeante que portaba, Esther se quedó sin palabras. La bala de plata que había salido disparada había alcanzado a la methuselah a la altura del pecho izquierdo. La mano que había apretado el gatillo empezó a perder fuerza, y la muchacha morena se desplomó como una marioneta a la que le hubieran cortado las cuerdas.
—¡Shahra! ¡No, Shahra!
Esther se desmoronó como si fuera ella la que hubiera recibido un disparo. Agarró la mano de su amiga y gimió entre la desolación y la ira:
—Os salvaremos… ¡Os salvaremos!
—Gracias…, pero es imposible…
No parecía sentir ya ningún dolor. Cerrando lentamente los párpados, la methuselah parecía serena, como si por fin pudiera descansar. No mostraba miedo a la muerte ni apego a la vida. Su expresión era satisfecha, como si hubiera logrado completar lo que se había propuesto…
—Perdóname, Esther… Te he hecho hacer… un trabajo desagradable, al final… —Sonrió la aristócrata, hablando con voz apenas audible—. Pero así serás la Santa… La Santa que mató a la vampira…
—¡Basta!
Ninguna maldición habría sonado más estremecedora que aquel grito. Tapándose los oídos con las manos, Esther negaba violentamente con la cabeza.
—¡No! ¡Yo no soy la Santa! ¡Yo no quiero ser Santa!
—No, sí que lo eres… Tienes que serlo… Lo sabes, ¿verdad?
La methuselah sonrió para animar a su amiga. Mirando a la monja y al adolescente que había a su lado, susurró como para sí:
—Si podemos… Vivir juntos en armonía…, eso será…
Los ojos se le habían cerrado casi completamente, pero Shahrazad daba la impresión de estar viendo el futuro lejano y le hablaba, no a la amiga que tenía arrodillada enfrente, sino a la Santa que veía en ella.
—Sí, serás la Santa… Estoy segura…
—¿Shahra?
Cuando su amiga se quedó en silencio, Esther la zarandeó, pero la luz ya había abandonado su mirada y sus labios habían perdido la palabra para la eternidad, de todos modos, Esther repitió su nombre como si quisiera aún retener su espíritu.
—¿Estáis bien, hermana Esther?
La voz era cortés, pero con un eco gélido.
Al girarse, se encontró con un hombre de ojos afilados acompañado de dos policías especiales. Con expresión solícita, el hermano Mateo le dijo:
—Ha sido un disparo magnífico… ¿Os ha herido el monstruo?
Algo se hizo pedazos en el interior de la monja al oír aquellas palabras. ¿Quién será el monstruo? Esther intentó levantarse con cara de tener náuseas.
Sin embargo, de repente, se le apareció en la mente el rostro de su amiga.
«Tienes que ser la Santa». Eran las últimas palabras que le había dejado Shahrazad.
—…
—¿Estáis bien, Santa? —preguntó de nuevo el inquisidor, ante el silencio de Esther.
La muchacha se dio la vuelta y se encontró con la mirada fría del hermano Mateo. Probablemente él no había oído las últimas palabras de su amiga.
—¿Os encontráis mal? ¿Queréis que llame a una camilla?
—No, no hace falta… Ocupaos de Su Santidad… y del cadáver…
Esther soltó la mano de la methuselah con expresión de tremendo cansancio. Mientras hundía la cabeza para que nadie le viera el rostro, se mordió los labios hasta hacerse sangre.
—Yo… he acabado… con esta vampira…