II

Se oía el sonido de las gotas de lluvia.

¿Hacía mal tiempo? Precisamente el día que quería hacer la colada.

Había estado tan ocupada últimamente que la ropa sucia se le había acumulado. Tantos viajes no le habían dejado un momento de respiro. Empezó en Cartago, luego la capital del Imperio, luego Skopje… Justo cuando pensaba que podría volver a Roma, se había visto envuelta en aquel extraño incidente en István…

¿¡István!?

Aquella palabra hizo que Esther volviera en sí y abandonara los plácidos jardines del sueño.

Después de deshacerse de una patada de la manta que la cubría, lo primero que vio fue un techo de cemento desnudo y las gruesas columnas y arcos que lo sujetaban. Aparte del débil efecto de la quimioluminiscencia, era un mundo completamente oscuro e incoloro. No sólo el techo, sino también las paredes eran de cemento agrietado y le recordaban a las celdas del castillo de Sant’Angelo que había visitado una vez. Pero aquello no era Roma. Aquella oscuridad húmeda y el aire viciado durante un año…

—¿¡Estoy en los antiguos túneles de metro!? —exclamó Esther, mirando al escalón que tenía delante, donde se veían los raíles herrumbrosos.

No había duda, en su época de partisana había pasado por allí alguna vez. Se encontraba en los túneles del metro de István, mejor dicho, en sus ruinas.

Después del Armagedón, había habido un intento de reconstruir la antigua red de metro, pero el proyecto se había abandonado a medias por problemas técnicos. Esther se encontraba en una estación desierta. Levantándose del banco en el que estaba tendida, lanzó una mirada a su alrededor.

La triple fila de raíles se perdía en la oscuridad. Lo que sonaba como lluvia era el goteo de las aguas subterráneas que se filtraban por las grietas. El débil efecto de la quimioluminiscencia parecía una procesión de fuegos fatuos que llevara al otro mundo.

—Esto es una estación de la línea 3… ¿Forgách Utca, quizá? Eso querría decir que estamos bastante al norte de Pest, pero ¿cómo…?

Mientras pensaba todo aquello, Esther se puso rígida de golpe, los recuerdos de la noche anterior había aparecido vivamente en su memoria.

Una vampira la había atacado sobre el escenario del teatro de la Ópera. Pero ¿por qué no la había matado? Era evidente que no recordaba nada de lo que había sucedido después. ¿Sería aquello su escondite?

—¡Ah…! ¿Estará la vampira cerca de aquí ahora? —murmuró Esther, temerosa, mirando a su alrededor.

Hasta donde le alcanzaba la vista no había ni rastro de otra presencia en la estación. Sin embargo, para una methuselah no era difícil hacerse indetectable para los terranos, si así lo deseaba. No sería raro que la estuviera acechando por la espalda en aquellos precisos momentos, con un suspiro, la monja se dio cuenta de la inutilidad de sus esfuerzos y dejó de escudriñar el vacío con la mirada.

Lo importante era salir de allí cuanto antes, no sabía cuánto hacía que la vampiro la había dejado sola, pero si se quedaba cruzada de brazos estaba claro que regresaría tarde o temprano. Volviera cuando volviera, en treinta minutos o en una hora, si quería escapar de allí aquél era el momento de hacerlo.

—¡Venga!

Esther decidió ponerse en camino, aprovechando su experiencia como partisana y el entrenamiento que había recibido en el Vaticano.

Aunque diera algún paso en falso, la situación no podía ponerse peor de lo que ya estaba e intentar hacer algo era mil veces mejor que quedarse allí cruzada de brazos. Dándose un ligero golpe en la mejilla para despertarse, Esther bajó de un salto a la vía. Guiándose por el débil brillo de la quimioluminiscencia, empezó a caminar hacia el sur, en dirección al centro de István. Evitó las grietas del cemento y avanzó tan rápido como puso por el lado de las vías.

Por suerte para Esther, la methuselah no había contado con que su pasado de partisana le había dado un profundo conocimiento de los túneles del metro de István. Durante los combates contra la Guardia había ido y venido tantas veces por ellos que podría haberlos recorrido con los ojos cerrados si hubiera querido.

Esther había avanzado unos trescientos metros cuando se detuvo. Si no recordaba mal, aquel túnel estaba bloqueado por un montón de cascotes. Un año atrás, huyendo de la Guardia, los partisanos lo habían volado. Para llegar al túnel alternativo que habían excavado, se metió en una abertura lateral…

—¿?

Esther giró el rostro de repente.

Había oído un sonido en la oscuridad, un sonido que no había producido ella, sino alguien más. Eran pasos.

Y no sólo eso. A lo lejos, empezó a ver una débil luz amarillenta y titilante. Estaba claro que se acercaba hacia ella.

—¡No!

Esther echó a correr y, después de entrar por la abertura, enfiló otro ramal. No sabía qué hora era pero, esperando que fuera de día, intentó alcanzar la superficie. Aunque lo pretendiera con todas sus fuerzas, nunca podría vencer en un combate directo a la methuselah, pero si conseguía salir a la luz del día… Guiándose por sus recuerdos, la muchacha se apresuró hacia la escalera más cercana.

—¡Ah!

Lo que debía haber sido la carrera decisiva terminó en apenas cincuenta metros. Al girar la última esquina antes de llegar a la escalera, Esther lanzó un grito y se quedó completamente rígida. El suelo había desaparecido ante sus ojos. El pasillo se había derrumbado y lo que tenía ante ella era un enorme lago oscuro. El agujero que se veía en el techo era probablemente todo lo que quedaba de la escalera que pensaba usar. Sin alas, no había manera de llegar a la abertura.

—¡Pero ¿qué hace este agujero aquí?!

Si se hubiera dado cuenta medio segundo más tarde, con seguridad, habría caído al agua. Mordiéndose los labios, Esther contempló cómo los pedazos de cemento que había desplazado al frenarse se precipitaban ruidosamente al lago.

Un año atrás el impacto de La Estrella de la Desolación había provocado la destrucción de parte de la ciudad, y las aguas del Danubio se habían filtrado hasta los niveles subterráneos. Por eso se había formado aquel lago; aunque más que un lago, era propiamente un río subterráneo, atravesado por veloces corrientes. Intentar atravesarlo a nado habría sido un suicidio.

—¡Mierda! Tengo que encontrar otra manera de escapar…

—¡Alto! ¿¡Qué haces ahí!?

Esther miraba por todos lados en busca de una salida como un ratón acorralado, cuando una voz masculina la detuvo. Al mismo tiempo, el brillo de una linterna atravesó la oscuridad, cegándola.

—¿Hermana Esther? ¿Sois la hermana Esther, verdad? ¡Sargento, levantad la linterna!

Mientras se cubría los ojos, acostumbrados a la oscuridad, Esther notó que la voz que la había llamado era distinta de la primera. Extendiendo con rapidez la mano, el segundo hombre hizo que el primero bajara el rayo de luz. Gracias a ello, la muchacha empezó a reconocer las siluetas de los hombres que tenía enfrente.

—¿Vo…, vosotros?

Esther miró con desconfianza a la decena de figuras. Cuando los ojos se acostumbraron por fin a la luz, se dio cuenta de que iban vestidos con uniformes de color gris azulado y llevaban rifles…

—¿¡La Guardia!?

—¡A vuestro servicio! Soy el teniente Ferenc Dobó… Os hemos buscado por todas partes, Santa… —dijo el líder del grupo con voz de alivio, y repasó respetuosamente con la mirada a la muchacha—. ¿Estáis herida? ¿Dónde está la vampira?

—No, no; estoy bien. Es maravilloso que me hayáis encontrado…

Había venido a salvarla. La monja estuvo a punto de desmayarse de la emoción, pero reunió todas sus fuerzas para mantenerse en pie. Aún no podía decirse que estuvieran a salvo. Era muy posible que la vampira todavía se hallara en las proximidades. Con voz temblorosa, Esther se dirigió al hombre que se había identificado como Dobó:

—Teniente, debemos alejarnos de aquí de inmediato. La vampira puede estar todavía cerca. Ni siquiera diez hombres serían suficientes para hacerles frente.

—¿Puede estar cerca de aquí…? ¿Queréis decir que no sabéis dónde se encuentra la vampira, entonces…?

Repitiendo las palabras de la joven, Dobó extendió la mano hacia la cintura y, sin dejar de sonreír, desenfundó su cuchillo de combate.

—Vaya, hemos tenido suerte… Perfecto, ahora que no nos va a molestar nadie, empezaremos ocupándonos de vos…

—¿Eh?

Esther se encogió puramente de instinto, medio segundo después, produciendo un horrible silbido en el aire, el cuchillo pasó brillando por el espacio donde antes había tenido la cabeza. Incluso cuando empezó a sangrarle el rasguño que le había hecho el arma en una mejilla, Esther aún no comprendía lo que estaba ocurriendo.

Sólo cuando la primera gota de sangre le rodó por la cara cayó en la cuenta de que estaban intentando matarla.

Ante la mirada estupefacta de la monja, que aún no acababa de creerse lo que veía, Dobó chascó la lengua. Mientras la sangre caía por el cuchillo de combate, murmuró con un deje lastimoso en la voz:

—Y yo que quería enviaros a los pies del señor sin haceros mucho daño…

—Pe…, pero ¿qué quiere decir esto?

Esther balbuceaba, confusa, sin acordarse ni siquiera de la escopeta que llevaba en un pliegue de la falda. Estaba claro que los soldados de la Guardia que tenía delante querían matarla, pero no era capaz de entender el porqué. Desconcertada, Esther repitió su pregunta:

—¿Por qué la Guardia…? ¿No habéis venido a rescatarme?

—Claro que hemos venido a salvaros pero, por desgracia, cuando hemos llegado, nos hemos encontrado con que la Santa había muerto a manos de la vampira y… Bueno, creo que ya os podéis hacer una idea de por dónde van los tiros…

Dobó hablaba torciendo al sonrisa, con un tono que no dejaba lugar a dudas acerca de sus intenciones asesinas. A la espalda, Esther tenía los remolinos del lago oscuro. A no ser que le salieran alas, no había manera de escapar. Frente a la mirada turbada de la monja, el teniente jugueteaba con su arma mientras decía con voz teatral:

—Nunca olvidaremos el trágico destino de nuestra Santa…, así que podéis morir tranquila.

El ataque de Dobó superó todas las expectativas de Esther. Justo cuando la monja buscaba una oportunidad para saltarle por encima, el teniente pareció deshacerse en el aire y cargó contra ella como una exhalación. Inmovilizándole la mano con la que intentaba sacar la escopeta, lanzó a la muchacha de espaldas contra el cemento. Al intentar lanzar un gemido de dolor, Esther se encontró con la punta del cuchillo en el pecho.

La carne se abrió con un ruido horrible y el eco de la sangre que fluía a borbotones se extendió por la sala.

—¡Ah!

Pero quien había gritado era Dobó, que soltó el cuchillo y dio unos pasos atrás, agarrándose en brazo ensangrentado.

Esther había visto cómo ante sus propios ojos un filo invisible partía en pedazos el cuchillo. El arma rota se había clavado en el brazo de su propio dueño y había provocado que la sangre fresca fluyera a chorros, los demás soldados se quedaron helados, pero no fue por lo extraño de aquel fenómeno.

—Dejad en paz a la chica, terranos… —dijo una voz suave como la seda.

Entre la Santa caída y el teniente que se tambaleaba había aparecido como por arte de magia una figura. La cabellera morena recogida y los ojos color de amatista parecían, más que reales, cincelados por un genial artista en la cúspide de su talento. Lo único que desequilibraba la imagen eran unos colmillos demasiado largos que le aparecían entre los labios.

Encarándose con los soldados, la mujer levantó sus plateados brazos y repitió:

—Vuestra Santa es ahora mía… No dejaré que la manoseéis así…

—¡La va…! ¡La vampira!

Al mismo tiempo que uno de los hombres elevaba un grito aterrorizado, nueve cañones apuntaron a aquel monstruo con formas femeninas. Con rostros horrorizados ante el enemigo mortal de la humanidad, los soldados pusieron el dedo en el gatillo.

—Quietos…

La reacción de la vampira fue indolente, casi como si le dieran lástima los hombres. Con un teatral movimiento de brazos, produjo una reacción increíblemente violenta que contrastaba con lo elegante de sus gestos.

Las piedras preciosas encastadas en los guantes empezaron a brillar, y el suelo de cemento se resquebrajó con gran estruendo. Las grietas que corrían desde la hermosa vampira hacia los soldados se extendieron en un abrir y cerrar de ojos como las fauces de un demonio y se tragaron a los hombres, desconcertados, decenas de metros más abajo, se oyó el eco de los cuerpos que caían al agua y los gritos de horror al ser arrastrados por los remolinos.

—Por eso os he avisado… No hay nada que hacer con tipos como éstos… —dijo la responsable de la tragedia, con una calma más que inapropiada para la situación.

La vampira había saltado con fuerza sobrehumana por encima de los soldados, llevándose en brazos a la monja, y después de mirar al fondo del abismo que había abierto, bajó la mirada hacia la muchacha.

—Tú también me metes en unos líos…, Esther Blanchett. Husmear por aquí es peligroso para los terranos.

—¿¡Sois la methuselah que…!? —dijo Esther, temblorosa, bajo la suave mirada de la mujer.

Era efectivamente la methuselah que la había secuestrado en el teatro de la Ópera la noche anterior. Pero ¿por qué era ella quien la había salvado? O, mejor dicho, ¿por qué quería matarla la Guardia? La muchacha estaba sumida en la consternación, incapaz de encontrar respuesta a sus preguntas.

La methuselah, por su parte, parecía incluso disfrutar de la situación. Mirando el desconcertado rostro de la muchacha le dijo con voz agradecida:

—¿Methuselah? Vaya, es raro que una terrana del exterior nos llame así. Tampoco pareces tenerme mucho miedo… ¡Ah!, pero si todavía no me he presentado. Soy la condesa de Babilonia, Shahrazad Al Rahman, subconsejera militar del gobernador de Timisoara, en el Imperio. Bueno, lo era hasta la semana pasada… —explicó la mujer, mirando con dulzura a Esther mientras la ayudaba a ponerse en pie con mano experta—. Perdona por haberte asustado, pero las circunstancias no me dejaban otra opción… No te preocupes, nunca he tenido la menor intención de hacerte daño. Anoche cuando te rapté del teatro fue porque me lo ordenó un hombre, el mismo que ha enviado a esos guardias a matarte.

—¿A matarme?

Esther, atónita, miraba a la methuselah, que le hablaba fluidamente en la lengua de Roma. Sin embargo, no acababa de entender el significado de sus palabras, que repitió de forma mecánica:

—Matarme… ¿Quién quiere matarme?

—Hay alguien que desea tu muerte con toda su alma, alguien que ha capturado a mi familia y me ha ordenado que te mate…

Mientras ayudaba a Esther a desempolvarse, una sombra oscura cruzó el rostro de la methuselah. El odio y la repugnancia empañaron los ojos de amatista cuando escupió con voz turbia:

—Es… Emanuele D’Annunzio, el arzobispo de István.