I

—¡Aaay, ya no puedo más!

—¿Por qué estáis lloriqueando otra vez, padre? —preguntó Esther Blanchett, con tono de fastidio, a su compañero, que ponía cara como de condenado a muerte.

Rodeada del vapor del tren, a medio bajar la escalerilla, giró el rostro ligeramente bronceado hacia su interlocutor.

—No perdáis el tiempo y bajad en seguida. Si os quedáis ahí, estorbaréis a los demás pasajeros.

—Esther…, ¿no sería posible que me volviera directamente en este tren?

La luz del atardecer que se filtraba a través del techo de cristal teñía el andén de llegadas internacionales de un tono rojizo. En el aire invernal, duro como el beso de una bruja, se movían, atareados, los pasajeros y empleados de la estación.

Quien seguía quejándose con obstinación era el alto sacerdote de rebelde cabellera plateada que acompañaba a Esther. Si hubiera estado callado, podría haberse dicho incluso que era atractivo, pero no abandonó su expresión miserable mientras descendía del vagón con una maleta en cada mano.

—¿Qué es eso tan urgente que quiere la cardenal? Si es un informe, lo podríamos haber hecho en Roma. Venir precisamente aquí… Tengo muy malos presagios. Sé que me volverá a pasar algo horrible.

—Padre, ¿no es una cosa ya habitual que os riña su eminencia? Pensaba que ya estabais acostumbrado.

El padre Abel Nightroad asintió sin dejar de murmurar mientras Esther agitaba con gesto teatral la larga melena pelirroja. Después de un año de trabajar juntos, ya había aprendido que no tenía sentido razonar con aquel quejica. Levantando su maleta con las dos manos, la monja echó a andar por el andén, sin expresión en el rostro.

La zona de llegadas internacionales estaba a rebosar de gente. Debían de estar llegando los participantes de la ceremonia que se iba a celebrar tres días después. Todos los viajeros llevaban grandes maletas, y el aire estaba lleno de conversaciones incomprensibles. En medio de la confusión, la monja se puso en marcha con paso regular…

—¡Ah…!

Al sentir el aire de la noche en los pulmones, Esther lanzó un pequeño suspiro. Como si por fin se hubiera dado cuenta de dónde estaba, se detuvo en seco y miró por una de las ventanas de la estación.

—Claro… He vuelto…

El paisaje que se desplegaba ante sus ojos no era el de Roma, donde había pasado el año anterior.

No era tampoco el de Bizancio, donde habían estado hasta hace pocos días antes, ni el de Skopje, donde habían hecho una parada aquel día. La ciudad rodeada de suaves colinas y atravesada por un río serpenteante era ciertamente parecida a Bizancio o a Roma. Sin embargo, los capiteles retorcidos y los azulejos de cerámica le daban al panorama una personalidad propia, era el paisaje que había rodeado a Esther desde que había tenido uso de razón.

La ciudad de István, protectorado del Vaticano.

Era la más oriental de las ciudades controladas por la humanidad… y el lugar que había visto crecer a Esther.

—No ha cambiado nada…, nada…

Ante la ciudad que volvía a ver un año después, Esther lanzó otro suspiro.

Ella había cambiado mucho, pero su ciudad seguía igual. El correr del Danubio, las grietas de los adoquines… La luz dulce del atardecer abrazaba el mismo paisaje que Esther había abandonado un año atrás.

Sin embargo, aunque pensara que su ciudad seguía siendo la misma, ¿podría sentirse a gusto?

Allí había tenido experiencias tristes y dolorosas, cuyo recuerdo le hacía sufrir. Quizá aquello era inevitable cuando uno volvía a su tierra natal…

—Aaaaay, ¿en qué me habrán pillado esta vez?

La joven estaba ahora absorta en sus cálidos recuerdos, pero volvió en sí en seguida ante aquella voz que parecía salida de lo más profundo del infierno. Molesta, se giró, y se encontró con una larga figura que suspiraba de forma melancólica. El sacerdote de gafas se mesaba los cabellos como un mal actor de tragedia que quisiera transmitir la idea de cargar con todo el dolor del mundo.

—¿Se habrán enterado de que he montado un huerto en el seminario? ¿O habrán descubierto aquellos picos que les añadí a las facturas…? ¡Aaaay, Señor!, ¡protege a su servidor! ¿No puedes conseguir que hagan la vista gorda?

—Tengo la sensación de que antes de haceros religioso ya erais un fracaso como ser humano…

¡Señor! ¡Que no pudiera ni tener un momento de paz estando con aquel compañero!

Esther suspiró profundamente, compadeciéndose de sí misma. Pensándolo bien, era precisamente en ese lugar donde había visto al padre por primera vez, un año atrás. Ese encuentro había sido el principio de la persona en la que se había convertido. En circunstancias normales, sería un recuerdo muy importante. ¿Por qué era incapaz de emocionarse?

—Pero la verdad es que algo de razón sí lleváis, padre… —siguió hablando Esther, con cuidado de no cruzar la mirada con su acompañante—. ¿Por qué nos habrá hecho venir su eminencia a István? Aunque hagan la ceremonia por los caídos, no tenemos por qué asistir nosotros… ¿Será que quiere oír el informe acerca del imperio cuanto antes?

—Si sólo es eso, estaremos de suerte… Para volver a Roma desde Skopje, pasar por aquí tampoco supone un cambio tan importante en la ruta en cuanto a distancia. Pero a la cardenal no le gusta nada cambiar los planes. Que haya dado un contraorden es extremadamente raro… ¡Aaaay, seguro que me han pescado en algo!

Ante la mirada extrañada de la monja, el sacerdote se puso en cuclillas y se agarró la cabeza.

Dos días antes, cumplida sumisión en Bizancio, habían llegado a Skopje, capital del marquesado de Macedonia. Según las instrucciones originales, desde allí debían tomar la vía que avanzaba hacia el oeste con destino a Roma. Sin embargo, había recibido un mensaje cifrado que les ordenaba cambiar los planes: «En vez de volver a Roma, dirigíos a István para participar en la ceremonia por los caídos. Informad de vuestra misión cuando nos encontremos».

La ceremonia a la que se refería el mensaje era en honor a los caídos en la batalla de István del año anterior. La promovía el arzobispo de la ciudad e iban a estar presentes el ministro de Información del Vaticano, Antonio Borgia, y el propio papa Alessandro. Como secretaria de Estado, al cardenal Caterina Sforza también iba a participar, y por eso se encontraba entonces en la ciudad. A ese respecto, reunirse en István para presentarle el informe de la misión tenía sentido. Lo que Esther no entendía era otra cosa…

«Participar en la ceremonia por los caídos». ¿Por qué les había convocado explícitamente a participar en la ceremonia? Quienes la organizaban eran el arzobispado y el ministerio de Información. Esther, que trabajaba para la Secretaría de Estado, no tenía nada que ver con ellos. ¿Sería que había una nueva misión? La verdad era que un poco extraño sí le parecía.

—Bueno, lo más fácil será preguntarle directamente a la duquesa de Milán… Apresuraos, padre.

La aglomeración era considerable. Si no se daban prisa en salir de la estación y tomar un coche de punto, tendrían que ir andando hasta el hotel que les había reservado la Secretaría de Estado. Para intentar evitarlo, Esther levantó a la fuerza a su compañero. Sacando los billetes de los dos, se dirigió con decisión hacia el punto de control.

—Quedarse aquí desvariando tampoco ayuda mucho. Hay que presentarse en seguida ante la cardenal y hacer el informe.

Por motivos de seguridad, el andén de llegadas internacionales estaba separado del exterior por unas puertas giratorias. Esther mostró al funcionario su pasaporte, que la identificaba como empleada de la Santa Sede, y cruzó rápidamente las puertas para salir al exterior. Mientras en sacerdote cumplía con el mismo proceso, se giró para buscar algún coche de punto…

—¡¡¡Hermana Esther!!!

Un brutal y ensordecedor griterío se elevó a su alrededor.

Al mismo tiempo, los ojos se le llenaron de una luz blanca. No tuvo ni tiempo de darse cuenta de que se trataba de los flashes de una multitud de daguerrotipos. La monja desvió la cara mientras una oleada de voces caía sobre ella.

—¡Hermana Esther! ¡Por fin, estáis aquí! ¡Unas declaraciones, por favor!

El coro de voces correspondía a una muchedumbre de hombres y mujeres armados con blocs de notas y plumas estilográficas. Deslumbradas por los flashes, Esther no podía distinguir sus expresiones, pero no parecía que aquellas voces violentas se dirigieran a ella por error o que todo fuera una elaborada broma. Entre la masa se agolpaba alrededor de la monja y el sacerdote seguían brillando los flashes.

—¿Eh? ¿¡Eh!?

Pero ¿qué estaba ocurriendo?

Esther se había quedado atónita, rodeada por los destellos.

Toda aquella gente parecían ser reporteros y periodistas. Los que cargaban con aquella grabadora tan pesada, ¿serían de la radio? Los había de todas las edades y aspectos, pero todos llevaban en el pecho pases de prensa expedidos por el Ministerio de Información del Vaticano. Pero ¿por qué estarían los medios de comunicación tan interesados en ella?

Aturdida por los acontecimientos, Esther no podía hacer nada más que quedarse allí de pie. Fue entonces cuando resonó una risa a su espalda.

—¡Je, je, je! ¡Por fin, ha llegado mi hora! ¡Por fin, reconoce el mundo mi carisma!

Abel, que hasta entonces había estado igual de sorprendido que ella, empezó a fanfarronear con aire jactancioso. Girándose con tal rapidez que parecía que iba a romperse un hueso, ofrecía a las cámaras el perfil que pensaba que más le favorecía.

—¡Hola a todosss! Como veo que tenéis tanto interés, voy a contaros algunos secretos sobre mí. Mi nombre completo es Abel Nightroad. Soy sacerdote itinerante del Vaticano. Soy Virgo y mi número de la suerte es el 13. Respecto a mi carrera, precisamente me estoy planteando escribir unos memorias que… ¿¡Eh!?

Lanzando un grito como de sapo, el sacerdote fue engullido por la masa de periodistas que se apelotonaban sin piedad. Ignorando sus gemidos, los reporteros empezaron a bombardear a preguntas a Esther, que seguía inmóvil en el centro de la multitud.

—Hermana Esther, ¿qué impresiones tenéis al volver a vuestra tierra natal?

—Ya hace un año que acabasteis con Gyula, ¿cómo os sentís ahora?

El griterío resonaba entre el sonido de los disparadores. De forme inconsciente, Esther retrocedió ante el tropel de periodistas y cámaras.

—¿Qu…, qué queréis?

Cuando su cerebro empezó a funcionar de nuevo con normalidad, se dio cuenta de que el objetivo de todo aquello era ella. Pero ¿por qué? ¿¡Qué esperaban todos aquellos periodistas de ella!? ¡Pero si no era más que una simple monja!

Las preguntas que se hacía Esther encontraron respuesta inmediata cuando un periodista de mediana edad, vestido con un abrigo sucio, le mostró un papel.

—Hermana Esther, ¿habéis tenido ocasión de ver el guión de esta nueva ópera? ¿Tenéis algún comentario al respecto?

—¡Eh…, eh…! No tengo ni idea de qué está pasando… ¿Una ópera…? ¿¡Qué ópera!?

Al mirar el papel, Esther se quedó con la boca abierta por la sorpresa.

Era un prospecto impreso en papel de gran calidad. No se podía decir que el diseño de colores variados o las frases propagandísticas fueran del mejor gusto, pero bueno. Más que eso, lo que dejó estupefacta a Esther fue la ilustración central.

Sobre el fondo de una cruz llamativa, una hermosa monja abatía a un hombre de un golpe de espada, vestido con ropas aristocráticas, el caído retorcía el monstruoso rostro y mostraba dos largos colmillos entre los labios. Y la leyenda del dibujo decía…

—«La Estrella de la Desolación. Próximo estreno. Santa Esther y el diablo Gyula: ¡¡¡una lucha apocalíptica!!!». ¡Pero ¿qué quiere decir esto?!

—Es una obra conmemorativa de la liberación de István, hermana Esther. Representa vuestra lucha contra el vampiro… ¿Acaso no sabíais nada al respecto?

Los periodistas la miraron, extrañados, pero Esther no se dio cuenta de ello. No estaba para esas cosas. Estrujando el papel entre las manos, intentó poner en orden el caos de sus pensamientos.

¿Santa Esther?

¡Pero ¿de dónde salía aquello?!

—Pues es una obra muy importante… —continuó el periodista, con cierto orgullo en la voz, como si fuera él mismo el guionista—. No sólo el casting, sino también la producción han contado con el apoyo del Ministerio de Información del Vaticano. El guión lo ha escrito el propio arzobispo de István y se ha invertido un presupuesto de un millón de dinares. Esta noche es el estreno… ¡Ah!, ¿es por eso por lo que habéis llegado hoy?

—¿Eh? Pues…, no…

Ante la pregunta, Esther no tuvo fuerzas más que para negar con la cabeza.

Lo que ocurría ante sus ojos parecía tan poco real que se diría que lo estaba soñando. Ella quería volver a su ciudad natal para pasear otra vez tranquilamente por las calles, visitar la tumba de la obispo, ir a saludar una a una a las familias de sus compañeros partisanos… Mientras recordaba sus planes, un ruido lejano hizo que volviera en sí.

—Hermana Esther Blanchett —resonó una voz monótona sobre el sonido del claxon.

Al buscar aquella voz conocida vio que, más allá de la masa de periodistas, había un coche aparcado. La cara que la miraba desde el asiento del conductor era una que conocía muy bien.

—¿¡Padre Iqus!?

—La duquesa de Milán me ha ordenado que venga a buscaros. Subid al vehículo, por favor —explicó, con voz inexpresiva, Tres Iqus, agente de Ax Gunslinger, con las manos en el volante—. Ignorad a los medios y presentaos de inmediato. Ésas han sido las palabras de su eminencia. Subid en seguida. La duquesa os espera en el teatro de la Ópera.

—¡De acuerdo!

¿Qué sería todo aquel alboroto? ¿Y qué hacía la duquesa en el teatro de la Ópera?

Tenía muchas preguntas en mente, pero asintió y siguió las instrucciones que le habían dado. Las órdenes de su superiora eran claras y con toda seguridad la propia Caterina la sabría explicar algo más acerca de aquella broma de mal gusto.

—Padre Nightroad, ¡levantaos que nos vamos!

—E…, es mi hora… Soy tan carismático…

Arrastrando como si fuera otra maleta a Abel, que aún seguía semiinconsciente, Esther echó a correr con todas sus fuerzas entre la lluvia de flashes y preguntas que le lanzaban los periodistas. Sin girarse hacia la masa que la perseguía, Esther gritó mientras se acercaba al coche:

—¡Padre Iqus, abrid la puerta opuesta!

Hacía tres meses que no se veían, pero no era aquel el momento para largos saludos.

—A quien están persiguiendo es a mí… Me reuniré luego con vosotros, pero servidme de señuelo ahora, por favor.

—Comprendido. Petición cumplida.

El pequeño sacerdote no dudó ni un instante. Probablemente, pensando en las posibles vías de acción, sus circuitos habían llegado a la misma conclusión que Esther. Abriendo con rapidez la otra puerta, añadió:

—Hora actual: dieciocho-cero-cero. La duquesa de Milán se encuentra en el teatro de la Ópera. Dirigíos hacia allí tan pronto como podáis. Yo despistaré a los medios.

Asintiendo con fuerza ante la voz fría pero segura, Esther dejó pasar a su equipaje en el asiento trasero y salió corriendo por el otro lado del vehículo. Justo cuando acabó de esconderse tras unos materiales de construcción y se ajustó la cofia a la cabeza, el coche arrancó.

—¡Esperad, hermana Esther! ¡Unas declaraciones! El plan surtió efecto y los periodistas salieron en tropel tras el vehículo, que había dejado tras de sí sólo el olor de los neumáticos quemados. Quienes habían sido lo suficientemente previsores se montaron en sus propios coches, y los demás tomaron coches de punto. Entre el torbellino de gritos y motores, nadie se fijó en el lugar donde se había escondido la monja.

—Ya se han ido…

Después de comprobar que todos se habían alejado, Esther se levantó y se sacudió el polvo.

¿Qué significaba todo aquello? Mirando el prospecto de nuevo, la joven se mordió los labios.

«Conmemoración del primer aniversario de la liberación de István».

«Santa Esther».

«Diablo Gyula».

Esther arrugó el papel hasta hacerlo una bola y se lo metió en el bolsillo. Aquellas expresiones sensacionalistas le habían dejado una impresión muy desagradable en el pecho.

Tenía que hablar con la cardenal cuanto antes. Tenía que hablar con ella y oír de sus propios labios la verdad sobre toda aquella farsa…

—Un momento, hermana Esther, aún tengo una pregunta para vos —la detuvo una voz ronca justo cuando iba a empezar a andar.

Al girarse se encontró con un hombre enfundado en un abrigo manchado de hollín. Era el mismo periodista que le había dado el prospecto antes, o sea que era el único que se había dado cuenta de su estratagema.

—No esperaba menos de la joven que derrotó al marqués de Hungaria. Sois muy astuta. Y gracias a ello yo tengo mi exclusiva… ¡Ah!, pero si ni siquiera me he presentado. Me llamo Clement, del Picadilly Gazette, de Albión.

El hombre le alargó una tarjeta de visita amarillenta. Aunque sonreía con educación, no dejó pasar la ocasión de repasar a la joven monja con la mirada.

—Ya os he dicho antes que no sé de qué me habláis —respondió Esther, algo atemorizada, apartando por instinto la cara de aquella mirada penetrante—. Si queréis saber más acerca de la ceremonia, os recomiendo que vayáis directamente a la catedral, señor Clement. Yo no sé nad…

—No, no, lo que a mí me interesa son vuestras circunstancias personales, hermana.

Así que quien le sonreía con aire ligeramente burlón en la calle desierta era uno de aquellos famosos paparazzi de la prensa del corazón.

—He estado investigando acerca de vuestra familia… Sé que fuisteis abandonada de niña y que os crió la obispo… ¿Vitez, se llamaba? Por lo tanto, ¿no sabéis quiénes son vuestros verdaderos padres?

—S…, sé algo acerca de mi padre…

¿Qué derecho tenía aquel hombre a inmiscuirse así en su vida privada? Levantando la cara con decisión, le espetó:

—Pero sólo sé que era de Albión. ¿Ya hemos acabado con las preguntas, señor Clement? Tengo mucha prisa. Ya hablaremos en otra ocasión.

—Bueno, bueno, tampoco hay que ponerse así.

Sin embargo, al periodista no pareció afectarle su tono seco. Sin dejar de sonreír, se sacó del bolsillo unas cuartillas amarillentas. Eran documentos oficiales del ayuntamiento, como indicaban los sellos lacrados con el emblema de la ciudad.

—¿Qué creéis que es esto? Es una copia de vuestra partida de nacimiento, que estaba archivada en el ayuntamiento. Según estos documentos vuestro padre fue Edward Blanchett, knight bachelor de Albión. El rango más bajo de la nobleza…

—¡Pero ¿cómo habéis…?!

Al ver los documentos que tenía el periodista, Esther enrojeció de ira y su respiración empezó a acelerarse. Se irguió para hacerle frente y le dijo:

—¡Dadme eso! ¡No tenéis derecho a husmear ahí!

—Si me contáis lo que quiero, os lo daré en seguida. Me ha costado bastante dinero conseguir esta copia. No os la puedo dar así sin más. Entonces…, volviendo a lo que hablábamos…

Clement rió, satisfecho, como disfrutando del hecho de llevar otra vez las riendas de la conversación. Agitando el papel en el aire, como si fuera un señuelo, el periodista prosiguió:

—Bien, vuestro padre fue Edward Blanchett, pero ¿sabéis qué tipo de persona era?

—¿¡No os he dicho que no sé nada más acerca de él!?

—¿Ah, sí? Pues yo tampoco. Y no soy el único. De hecho, absolutamente nadie sabe nada sobre él. Porque la verdad es que nunca existió…

—¿Eh?

Esther había alargado la mano para agarrar el documento, pero se detuvo en seco. Frunció las cejas y miró fijamente al periodista. ¿Qué quería decir con que «nunca existió»?

Como si gozara con la confusión de su interlocutora, Clement siguió hablando con lentitud.

—Según nuestras investigaciones, en Albión no hay huella alguna de un aristócrata llamado Edward Blanchett. Hemos examinado los registros nobiliarios, los archivos de nombramientos, incluso los documentos secretos del Instituto de Heráldica, pero no hay rastro de alguien llamado así.

—Eh…, eh… Pero eso…

Titubeante, Esther intentó encontrar una manera de responderle.

La verdad era que había evitado de forma consciente investigar acerca de su padre. Por su trabajo no lo habría tenido difícil si hubiera querido saber más sobre él, pero le daba miedo lo que podía encontrar.

De cualquier modo, las palabras de Clement eran demasiado impresionantes como para ignorarlas. ¿No había existido nunca un noble llamado Edward Blanchett?

—Claro está que la suplantación de la identidad o la falsificación del propio pasado tampoco son cosas tan raras. No sería el primero que llega a las provincias y dice que es un aristócrata de un país lejano… Pero hay una cosa que me intriga: que usara el nombre de Edward Blanchett dieciocho años atrás…

—¿?

Estaba claro que era una trampa. Incluso siendo consciente de que la palabrería de su interlocutor lo que la estaba cautivando, Esther no intentó escapar. De hecho, incluso le animó a seguir hablando con una pregunta temerosa:

—¿Qué es lo que os intriga, señor Clement?

—Bien, ahora es cuando usted y yo podemos hacer negocios, hermana.

Al ver que su presa había tragado el anzuelo, el periodista agitó los documentos de nuevo y siguió hablando lentamente, mostrando unos dientes manchados de nicotina.

—¿Por qué no me acompañáis un momento? Sería mejor ir a un sitio tranquilo, donde podamos hablar sin que nadie nos importune.

—Pe…, pero es que ahora no tengo tiempo…

—¿No os interesa el trato?

Clement aguzó la mirada como un reptil que localiza a su presa. Con un suspiro teatral, se guardó el documento en el bolsillo.

—Pues entonces no hay nada que hacer. Ya publicaré el resultado de mis investigaciones en mi próximo artículo. «El secreto del origen de la Santa»… ¡Ah!, ya os enviaré una copia cuando salga. ¿Os la mando aquí, o mejor a vuestra oficina en Roma?

Esther tensó el rostro y, llevándose instintivamente los brazos al pecho, gimió:

—¿¡Estáis intentando amenazarme!?

—¡Ah!, veo que lo habéis entendido a la perfección, hermana —respondió el periodista, como si disfrutara de la reacción de la joven. Y añadió en tono amenazador—: ¿No conmigo ahora y me concedéis la exclusiva, o el secreto de vuestro padre…?

—Amenazar al prójimo usando secretos familiares no es una afición muy respetable que digamos, señor.

La voz que resonó en el crepúsculo contrastaba con la de Clement por su serenidad. Al girarse con rapidez, el veterano periodista se encontró con un hombre que negaba lentamente con la cabeza.

—Y más tratándose de una inocente hermana como ésta… ¿Es que los de vuestro oficio no conocéis el significado de la palabra moderación?

—¿Y tú quién eres?

Al levantar la mirada, Esther vio a un hombre de piel oscura.

Parecía tener poco más treinta años. El rostro bien proporcionado y el abrigo Inverness negro que le envolvía eran impecables. Bajo los cabellos morenos, le brillaban unos inteligentes ojos negros a través de las gafas plateadas.

—Disculpad que no me haya presentado. Me llamo Isaac Butler. Soy mayordomo de una de las casas aristocráticas de Londinium.

El joven caballero se levantó el sombrero de copa con el bastón al mismo tiempo que hacía una elegante reverencia.

—No era mi intención entrometerme en vuestros asuntos, pero estaba esperando a alguien y por casualidad he oído vuestra conversación. Señor…, ¿Clement, verdad?, lo cierto es que no puedo alabar demasiado vuestra ética profesional. Violar así la privacidad de las personas y usarla como herramienta para amenazar al prójimo… Deberíais estar avergonzado.

—¿¡Y a ti qué te importa!? —le espetó el periodista, mirándole con ojos de hiena, en un tono que parecía más de matón que de otra cosa—. Si te metes donde no te llaman, puedes salir escaldado… Además, no estoy amenazando a nadie. Aquí estamos sólo hablando sin ninguna coerción. Yo no he hecho anda malo.

—Tomar copias sin permiso de partidas de nacimiento ajenas es un delito —murmuró Butler, levantando la mano.

Al ver lo que llevaba en ella, Clement se quedó estupefacto.

—Pe…, pero ¿cuándo has…?

El mayordomo le mostraba un papel sellado con el membrete del ayuntamiento de la ciudad. Clement se llevó la mano al bolsillo, pero… ¡la partida de nacimiento de Esther había desaparecido!

—¡E…, eres un ladrón! ¡Devuélveme esos documentos de inmediato!

El paparazzi palideció un instante y luego se volvió rojo. Mostrando al dentadura en una mueca horrible, alargó la mano hacia el hombre para intentar quitarle el papel a la fuerza…, pero no llegó a tocarlo. Se oyó un ruido sordo, y el periodista rodó por el suelo.

—Buen trabajo, Guderian susurró Butler al hombre que había aparecido como una muralla entre el periodista y él.

Era un hombre sombrío, de cabellos grises. No era demasiado alto, pero tenía el cuerpo atlético y en las pupilas le brillaba un destello de depredador. Hizo ademán de acercarse al paparazzi, pero Butler le detuvo con un gesto y se dirigió cortésmente al caído:

—Bien, señor Clement. Mi compañero, el señor Guderian, es, al contrario que vos, un caballero, pero también es muy despiadado. No os recomiendo que os enfrentéis con él cuerpo a cuerpo…

El mayordomo encendió una pipa y empezó a fumar mientras seguía hablando con aire indolente.

—Además, ¿no tenéis nada más importante que investigar, en vez de molestar a la señorita? Por ejemplo… ¡Ah, sí!, dicen que este año los daños producidos por los lobos han sido extraordinarios, después de alimentarse de los cadáveres de la guerra del año pasado, parece que los lobos han empezado a atacar al ganado y a los habitantes del lugar. ¿No os parece una noticia interesante?

—…

Clement se incorporó con los ojos llenos de odio, pero con cuidado de tomar la distancia suficiente.

—Vale, me iré… Pero, señor…, ¿Butler era?, nunca olvido una cara. Volveremos a vernos. Ya veréis lo que quiere decir enemistarse con los medios…

—Espero tener el placer de volver a verle. Hasta la próxima, señor Clement.

Como si hubiera olvidado de manera instantánea al periodista que lo había maldecido, el hombre se giró con rapidez hacia Esther. Doblando levemente la cintura con una sonrisa, le ofreció de forma respetuosa el papel por el que había empleado la trifulca.

—¡Qué mal trago habéis pasado, hermana!

—Mu…, muchas gracias, señor…

¿Se conocían de antes?

Con una extraña sensación de haber visto en alguna parte al hombre, Esther bajó la cabeza mientras le daba las gracias y tomaba el documento que le ofrecía.

—Suerte que habéis aparecido. Nunca olvidaré lo que habéis hecho por mí.

—No ha sido nada. Socorrer a una dama en apuros es el deber de cualquier gentleman. ¡Ah!, y por favor, no penséis ahora que en Albión somos todos como ese periodista. La mayoría de nosotros somos auténticos caballeros.

—¿Sois de Albión?

Al oír el nombre del país de su padre, la expresión de Esther se suavizó por un instante, pero en seguida recuperó la tensión anterior. El hombre había dicho ser el mayordomo de un aristócrata, pero ¿qué hacía allí alguien como él? ¿No sería otra treta para ganarse su confianza?

Probablemente, las sospechas se le leían en la cara, porque Butler esbozó una sonrisa avergonzada y procedió a presentarse con todo detalle.

—Es probable que os preguntéis que está haciendo aquí un pobre mayordomo como yo. La verdad es que estoy buscando a alguien. Es un amigo de mi señor, que desapareció hace mucho tiempo… Alguien que tuvo algunos problemas… Causó un escándalo en su juventud y tuvo que huir del país. Mi señor ha averiguado que llegó a esta región y me ha enviado a buscar pistas acerca de su paradero.

—Parece un trabajo muy duro…

Las palabras de Butler tenían sentido y se había explicado sin titubeos. Probablemente estaba diciendo la verdad. Esther decidió creer que el hombre era quien decía ser.

El compañero de Butler le mostró con brusquedad el reloj de bolsillo, y el mayordomo chascó los dedos. Después de apagar la pipa, tomó respetuosamente a Esther de la mano.

—¡Vaya, qué contrariedad! ¡Sí que se ha hecho tarde! Hermana, si no nos necesitáis para nada más, nos retiraremos, con vuestro permiso.

—¡Ah, claro!, yo también tengo un poco de prisa… Muchas gracias por vuestra ayuda; de verdad, señor Butler.

—¡Oh!, por favor, no merezco tanto respeto.

Llevándose levemente la mano de la monja a los labios, el hombre sonrió y le susurró en la lengua de Albión:

It was nice meeting you. I hope to see you again soon.

Mientras la joven se ruborizaba, el mayordomo le hizo una cortés reverencia y se giró. El hombre llamado Guderian le siguió medio segundo después.

Esther se quedó ensimismada, mirando cómo las dos figuras se alejaban por la calle oscura. Cuando volvió en sí se dio cuenta de que las farolas se habían encendido.

—¡Ah!, ¡tengo que darme prisa!

No tenían tiempo que perder. Chascando la lengua, la joven echó a correr hacia el lado opuesto de la calle.