III

—La muerte de la Santa ha sido una tragedia irrecuperable…

La voz de D’Annunzio estaba teñida de tristeza.

Tenía el rostro profundamente hundido, pero estaba claro que sabía perfectamente qué imagen ofrecía a las cámaras. Incluso el gesto de tomar respetuosamente la mano del Papa adolescente estaba, sin duda, calculado para ser el foco de atención. El arzobispo gemía como un actor de drama para los medios que se había reunido a su alrededor.

—Anoche estaba aquí, entre nosotros. Aquí mismo tuvimos la suerte de oír de su boca las palabras del Señor. Y Hoy…, ya no está en este mundo. ¡Qué enorme pérdida! ¡Qué terrible tragedia! ¡Sólo de estar aquí me invade una tristeza que no puedo explicar con palabras!

El escenario del teatro de la Ópera, donde había ocurrido la tragedia de István que ya conocía todo el mundo, seguía igual cuarenta y ocho horas después. El espacio estaba lleno de cascotes, esparcidos como lápidas, y en el suelo se abrían ominosas y profundas grietas. La cinta negra y amarilla con la leyenda «prohibido pasar» estaba por todas partes. Cuando el arzobispo soltó un momento a Alessandro fue para agarrar un pedazo de aquella cinta. Derramando gruesas lágrimas con los ojos fuertemente cerrados, el arzobispo levantó la cara y alzó con fuerza los puños.

—¡Pero superaremos esta tragedia! ¡Superaremos esta tristeza con fuerza de voluntad y mantendremos viva la herencia de la doncella caída en combate! Dicen los Salmos: «Así perecerán los impíos delante de Dios. Más los justos se alegrarán porque sus pies se enrojecerán de sangre de sus enemigos». La Iglesia permanecerá unida bajo Su Santidad el Papa y hará que el castigo de Dios caiga sobre nuestros enemigos.

En cuanto el arzobispo lanzó su grito salvaje, la multitud de cámaras llenó la sala con el resplandor de sus flashes. Al ver que el show había terminado, los periodistas empezaron con su tormenta de preguntas. Desde un rincón del escenario, dos hombres miraban con disgusto la escena.

—¡Cómo le gustan los medios a ese hombre…!

No podía decirse que el hombre enfundado en una armadura blanca hablara con un tono muy amable mientras observara a su antiguo superior. Deslizó la mirada hacia el joven que permanecía con la cabeza gacha junto al arzobispo y añadió:

—¡Así está dejando al Papa en un papel secundario! Por mucho que sea el arzobispo, tratar así a Su Santidad… ¿¡Quién se ha creído que es ese hombre!?

—No hay remedio. Su Santidad es así…

Quien respondió a la ira del hermano Petros fue el joven canoso cruzado de brazos que tenía al lado. Aguzando los ojos ante la lluvia de flashes, dijo con tono apagado:

—Lo raro es que no se haya desmayado ya, con la cantidad de periodistas que le rodean. Además de tener que salir ahí solo con el arzobispo… Si estuviera la cardenal, sería distinto, claro.

—Por cierto, ¿dónde se encuentra la cardenal Sforza?

Las palabras de Abel le hicieron reparar en que no había visto a la hermosa dama de hábito escarlata. Examinó la sala y dijo con risa sardónica:

—¿No ha venido? Es raro que se separe de Su Santidad…

—Se ha quedado inspeccionando los preparativos de la ceremonia en la catedral.

La voz de Abel era malhumorada. Sin apartar los ojos de Alessandro y de D’Annunzio, añadió con expresión agria:

—La ceremonia es mañana a primera hora. Ahora está muy ocupada supervisando los preparativos.

—¿Ah, sí? ¿Y qué hacéis aquí, entonces, padre Nightroad? Si siempre vais pegado a sus faldas como un perrito… ¡Aaaah!, ya lo veo. Os habéis peleado y por eso no queréis verla. ¿Verdad que es eso?

—¿Estáis hablando de vos mismo, hermano Petros? —replicó Abel ante la mirada burlona del inquisidor, como si quisiera quitarse de encima a un perro callejero—. A mí no me han encargado la protección del Papa como castigo por mis errores. ¿Os puedo pedir que no proyectéis sobre mí vuestros problemas?

—¡Insolente! ¿¡Cómo pod…!?

Il Ruinante rugió y golpeó el suelo con su maza. El impacto hizo que la sala retumbara como si hubiera caído una bomba, y todas las miradas se volvieron hacia ellos.

—Pe…, perdón…

Petros bajó la cabeza, avergonzado, ante la multitud de miradas recriminatorias y, bajando la voz, dijo hacia el sacerdote:

—Por mi honor os digo que esta misión no es un castigo. La vampira aún está libre. ¡Alguien tiene que defender al Papa, ¿no?!

—Claro… —respondió Abel con voz amarga, mirando la actuación del arzobispo.

¿Habría hablado ya con él? Mientras ellos perdían el tiempo, la Inquisición seguía con la caza de Esther y la methuselah que la acompañaba. Si las encontraban, sería el fin…

—¿Pa…, pa…, padre Nightroad?

Abel se había olvidado de la realidad, sumido en sus oscuras cavilaciones. El tartamudeo característico de la voz hizo que volviera en sí y se diera cuenta de que tenía enfrente a un adolescente pecoso que le miraba intranquilo.

—¡Ah!, os ruego que me disculpéis, Santidad… ¿Ya habéis acabado de atender a los medios?

—S…, sí. Yo…, yo ya estoy. El arz…, arzobispo aún tiene que hacer su declaración oficial, pe…, pero… ¿puedo descansar un rato? —balbuceó Alessandro mientras se frotaba de forma nerviosa las manos sudadas.

En el escenario, el arzobispo leía para los medios el texto de la declaración oficial que publicarían los periódicos al día siguiente. Había numerosos eclesiásticos y monjas, pero todos estaban preocupados por salir en la foto con el arzobispo. El Papa adolescente había tenido que bajar solo del escenario.

—Tomad asiento aquí, Santidad.

Petros le ofreció una silla al pálido adolescente. Después de ayudarle a sentarse, como si el joven fuera un objeto delicado, se arrodilló frente a él como un fiel perro guardián.

—Descansad y recuperaos. Debéis de estar agotado después de vuestra aparición pública.

—Bueno…, tampoco es que…

La verdad era que D’Annunzio era quien había llevado el acto en solitario, así que no podía haberse cansado mucho. Ante la preocupación sincera del inquisidor, Alessandro esbozó una sonrisa débil.

—No…, no es para tanto. To…, todos est…, estáis trabajando mucho. No v…, voy a ser men…, menos.

—¡Qué palabras tan maravillosas!

Petros enrojeció, agarrando con fervor las manos del Papa con sus guantes.

—¡Qué admirable actitud! ¡Qué misericordia incomparable! ¡Tenéis el agradecimiento sincero de Petros, de todo corazón!

—Eh…

Ante la emoción exagerada del inquisidor, Alessandro puso cara de no saber dónde meterse. Si hubiera sido otra persona, probablemente habrían sido palabras de adulación o de burla sarcástica, pero Il Ruinante las pronunciaba de manera completamente seria. Como para salir de aquella situación incómoda, el Papa le habló a su otro guardián.

—Pa…, padre Nightroad, ¿hay noticias sobre el paradero de la Santa?

—Desgraciadamente, todavía no… —respondió Abel con la cara de quien debe beber una medicina amarga que no tiene efecto—. Cate… La cardenal Sforza está utilizando todos sus recursos, pero aún no hay resultados.

—¡Ah…!, ya veo…

El adolescente suspiró y hundió la cabeza en los hombros. LA desaparición de la muchacha parecía haberle afectado mucho. Después de permanecer unos instantes en un sombrío silencio, preguntó dubitativo:

—Pa…, pa…, padre Nightroad…, la Sa…, la Santa…, ¿me ha traicionado de verdad? Se ha a…, aliado con la vamp…, la vampira, ¿y me ha traicionado? No p…, p…, puedo cr…, creer que haga algo así. Me p…, pa…, Me parece que hay algo que no cu…, cuadra.

—Ahora no tenemos más información, Santidad.

Si supieran algo más acerca de la situación… Abel suspiró por enésima vez, sacudió la cabeza y arrugó profundamente las cejas.

—Por desgracia, no sabemos nada más. ¿Por qué la secuestraron? ¿Por qué acompañaba a la methuselah? No tenemos ni una sola pista.

—¡Eso es que estaban conchabadas desde el principio!

La voz de Petros interrumpió, de repente, la conversación. Con un dedo extendido, el gigante explicó con voz clara:

—Si pensamos que fue un complot desde el principio, todo tiene sentido, ya me pareció raro a mí que la vampira no matara a la hermana Esther en el mismo escenario. ¿¡Qué sentido tiene molestarse en raptarla si lo que quería era verla muerta!?

Abel se giró, molesto, hacia la voz sofocante del inquisidor.

—Esther estuvo todo el rato conmigo. ¿Cuándo se supone que tuvo tiempo de tramar ese complot? —replicó sin esconder en la mirada las ganas que tenía de librarse de Petros—. Además…, primero, que nos desviáramos hacia aquí fue una orden de última hora. Hasta entonces ninguno de los dos podríamos haber imaginado que vendríam…

Abel se quedó callado de improviso, como si algo le hubiera golpeado.

¿Qué acababa de decir?

«Que nos desviáramos hacia aquí fue una orden de última hora».

—Un momento… ¿Cómo sabía la methuselah que Esther iba a venir a István?

Estaba claro que había venido a la ciudad expresamente para raptarla.

Pero los únicos que sabían que aparecería en el escenario eran Caterina, el ministro de Información y…

—El arzobispo D’Annunzio… Nadie más.

—¿Qué pasa con el arzobispo? —preguntó Petros, extrañado, al ver que el sacerdote seguía hablando solo—. Tenéis mal color, Nightroad… ¿Os ha sentado mal algo que habéis comido?

—Un momento, hermano Petros —replicó Abel, mientras le agarraba de la solapa y bajaba la voz con tono conspiratorio—. Tengo que preguntaros algo importante acerca de la noche del ataque vampiro. ¿Notasteis algo raro entre el arzobispo y la methuselah? ¿Se cruzaron algunas palabras, por ejemplo?

—¿A qué viene esto ahora? —respondió Petros, molesto.

Sin embargo, al percibir el tono amenazador del sacerdote, decidió responderle con total sinceridad.

—La verdad es que sí hablaron. No pude oír bien lo que decían… Pero no creo que fuera nada importante. La vampira dijo algo así como «me llevo a Blanchett»…

—«¿Me llevo a Blanchett?». ¿Y eso no os parece raro? ¿Acaso no se supone que había venido a matarla? ¿Qué sentido tiene secuestrarla y aumentar el riesgo de ser detenida antes de cumplir con su objetivo?

—¿¡Cómo voy a saber lo que piensa uno de esos monstruos!? Disfrutan haciéndonos sufrir. Sería para vejarnos aún más —respondió Petros molesto, como para cerrar la conversación, pero Abel no se lo permitió.

—¿Y cómo logró la methuselah infiltrarse en el teatro? ¿Cómo logró burlar unas medidas de seguridad tan estrictas como aquéllas?

—Bueno, hay muchas maneras. Los camerinos, los conductos de ventilación…

—Eso tampoco lo explica todo. Si realmente es una asesina enviado por el Imperio, difícilmente podía conocer los detalles del teatro. Si tenía esa información, ¿quién se la proporcionó?

—¿¡Y cómo se supone que tengo que saber yo eso!?

Las agudas preguntas de Abel le hacían perder la paciencia. Petros gritaba tan furioso que parecía estar a punto de lanzarse a mordiscos sobre el sacerdote, pero éste no parecía darse cuenta de ello.

—Hermano Petros…, ¿qué os parece esta hipótesis? —prosiguió Abel, cuya voz era tan débil que parecía estar hablando consigo mismo pese a tener los ojos fijos en el arzobispo—. Alguien ayudó a la methuselah a infiltrarse en el teatro, alguien que quería que matara a Esther. Por cualquier razón, la methuselah decidió no hacerlo y, en vez de ello, la raptó. Al ver que le había perdonado la vida, Esther decidió ayudarla…

—¡Epa! ¡Un momento, Nightroad! ¿Qué demonios estáis diciendo? ¿Quién es ese alguien? ¿¡No estaréis sospechando del arzobispo!?

Petros intervino para detener el torrente de ideas del sacerdote. Sin embargo, la vehemencia con la que le reprendió dejaba adivinar que él también estaba empezando a tener dudas similares.

—¡Es imposible! A mí ese… A mí su excelencia tampoco me gusta demasiado, ¡pero sigue siendo el arzobispo! ¿¡Cómo podría una persona así compincharse con una vampira para matar a la Santa!? ¿Qué beneficio se supone que obtendría con ello?

—Desgraciadamente aún no puedo responder a esa pregunta, pero…

No tenía pruebas, pero la hipótesis que había tejido era muy plausible. Cuando Abel se disponía a intentar explicárselo de nuevo al obstinado inquisidor…

—¡Ah, Abel!, por fin te encuentro. No sabes lo mucho que te he buscado…

—Cardenal Borgia…

Al sentir en el hombro el golpe que acompañó a la voz frívola, Abel se giró rápidamente. ¿Cuánto rato haría que estaba allí?

—¿Qué ha ocurrido, para que vengáis aquí? ¿Ya están listos los preparativos en la catedral?

—¡Huy, eso es superaburrido! Así que he decidido escaquearme.

El rostro del joven aristócrata no mostraba el más mínimo sentimiento de culpa, mientras Abel lo observaba e intentaba adivinar si había oído su arriesgada hipótesis, el cardenal seguía parloteando sin ton ni son.

—Es que ese tipo de cosas me dan megapalo, ¿sabes?, como que no son para mí, ¿sabes lo que quiero decir? O sea, que estoy como…, como desaprovechando mi talento. Y mientras tanto, los medios le sacan fotos a ese vejestorio, ¿ves?, cuando podrían sacárselas a alguien con mucha más clase, ¿sabes?, como yo, por ejemplo…

—¿Qué os trae exactamente por aquí?

Si no le interrumpía, el cardenal Borgia era capaz de seguir parloteando solo durante horas.

—¿Veníais a buscarme?

—¡Ah, sí! Toma esta carta —dijo el cardenal, entregándole un sobre, sin dejar de mirar con ojos deseosos al grupo de periodistas—. Me la ha dado Caterina. Es una carta para ti. Al decir que venía para aquí me ha pedido que te la trajera… Ahí la tienes.

—¿Una carta? ¿De quién?

Muy poca gente sabía que se encontraba en István. Abel tomó, con cara extrañada, el sobre que le tendía el cardenal, que parecía que le estuviera haciendo el favor de su vida. Después de comprobar que realmente llevaba su nombre impreso, le dio la vuelta.

—El remitente… ¿No lleva remite? ¿Ni dirección? ¿Ni sello?… Eminencia, ¿de dónde ha salido esta carta?

—Y yo qué sé…

Dejándose caer al lado del Papa, el cardenal más frívolo de la tierra hizo un gesto de desinterés.

—Pero el sobre el del hotel Csillag, de la calle Kossuth. ¡Huy!, no sabes lo monas que son las camareras de ese restaurante. Y el bagel de salmón está…

—A veces me pregunto que habéis venido a hacer exactamente a esta ciudad…

Abel abrió el sobre con un gesto cansado, como si ya no le quedaran fuerzas para soportar la palabrería del cardenal. Dejó correr débilmente la mirada por las líneas de texto y… se quedó helado.

—¿De qué se trata, padre Nightroad? —preguntó Petros al ver que el sacerdote se había quedado petrificado, casi sin ni siquiera respirar—, os ha cambiado el color de la cara. ¿Os embargan por las deudas? ¿Os han despedido?

—¿Eh? ¡Ah…! Esto…, esto… Tengo que irme un momento.

Haciendo un gesto con la mano como para desviar la mirada extrañada del inquisidor, el sacerdote se dio la vuelta y se dispuso a salir murmurando una excusa.

—Es que me ha entrado un dolor de barriga de repente… ¿Habrá sido el atún en conserva de antes? ¡Ay, ay, ay…!

—¡Hermano Petros, detén a ese hombre!

El cardenal Borgia se había levantado rápidamente, lanzado un grito agudo. Señalando al sacerdote, le ordenó con severidad al inquisidor:

—Hay que investigarle. ¡Qué no escape!

Ante la fuerza del gigante que le atenazaba, Abel vociferó:

—¡So…, soltadme! ¡Pero ¿qué estáis haciendo?!

El sacerdote se debatía con todas sus fuerzas, pero el inquisidor ni se movió. Haciendo un extraño movimiento con los dedos, el cardenal se le acercó con celeridad.

—¡Soltadme! ¡Yo sólo quería ir al lavabo! ¡Eh…! ¡Ladrón! ¡No está bien leer las cartas de otros, cardenal! ¡Es un atentado contra mi privacidad!

—Lo siento mucho, pero los derechos básicos no son aplicables en este caso. Aquí no hay privacidad que valga —dijo el cardenal, con voz de placer, mientras abría la carta y empezaba a leer—. A ver a ver… «El arzobispo D está preparando un complot. Los detalles están en el hotel Csillag. Estrella». Pero ¿qué es esto? Y yo que pensaba que era una carta de amor…

Antonio había empezado a leer la carta con una cara digna de un ángel del Apocalipsis, pero su expresión pronto cambió a decepción. Dejando correr la mirada por la página impresa, chascó la lengua diciendo:

—¡Pse!, me esperaba cosas más jugosas… Pero esto del «arzobispo D» es D’Annunzio, ¿verdad? Seguro que es él, vamos. «¿Preparando un complot?». Qué poco sexy… ¡Oye!

El aristócrata abrió los ojos con fuerza, como si hubiera hecho un gran descubrimiento. Volviendo la cabeza hacia el sacerdote como si de un resorte se tratara, le preguntó:

—¡No me digas, Abel! Esta Estrella…, ¿es Esther Blanchett?

—¿E…, e…, Esther Blanchett?

El inquisidor, que tenía aprisionado al sacerdote, puso la misma cara que el cardenal. Respiró violentamente en un intento de controlarse y se dirigió al aristócrata.

—Eminencia, esto es muy extraño. Quiere que creamos que el arzobispo trama un complot… ¡Esther Blanchett pretende tendernos una trampa!

—Ya lo sé. Pero aunque sea una trampa, podemos descubrir el paradero de Esther. Y si no lo es…

¿Quién habría imaginado que Antonio podía transformarse en alguien así? El cardenal se giró con una mirada cortante hacia el centro de los flashes que brillaban en el escenario.

—Hermano Petros…, suéltale —ordenó Antonio con su voz frívola habitual, volviendo la mirada hacia el inquisidor—. De cualquier modo, hay que capturar a la hermana Esther. Padre Nightroad, va a ir en seguida a donde dice esta carta.

—¡Yo también voy! —bramó el inquisidor, temblando mientras se golpeaba la mano con el puño—. Si le hacemos ir solo puede ser que nos la juegue. Además, yo también tengo algo pendiente con esa chiquilla. Quiero ir para verlo con mis propios ojos.

—No sé, hermano Petros… ¿El cardenal Medici no te ordenó claramente proteger al Papa? Como se entere de que le has dejado solo te va a caer una buena…

—Grrr…

El comentario del cardenal hizo que al inquisidor se le endureciera la expresión.

Tenía razón. No podía permitirse desobedecer las órdenes de su superior y abandonar su puesto. Pero, al mismo tiempo, Petros se daba cuenta de que estaban muy cerca del meollo del asunto. Si dejaban escapar esa oportunidad, quizá no volverían a tener otra parecida…

—¿Y…, y…, y si yo le doy pe…, permiso?

Una débil voz temblorosa vino en ayuda de Il Ruinante.

—Ca…, cardenal Borgia, yo s…, soy el Papa y le d…, doy mi autorización para ello… Eeeh… ¿Puedo?

—¿Santidad?

Las miradas de Petros, Abel y Antonio convergieron sobre un mismo punto. Quien se dirigía a ellos con voz entrecortada pero clara era la persona con menos poder y personalidad del Vaticano.

Ruborizado ante la atención de sus interlocutores, Alessandro prosiguió con una voz que parecía que fuera a quebrarse en cualquier momento.

—N…, n…, no qui… No quiero que m…, que muera. Por…, por eso, p…, padre Nightroad, hermano P…, Petros, tenéis qu…, que salvarla, por f…, favor.

—Su Santidad…

Petros profundamente emocionado, sorbió por la nariz. A su lado, Abel le susurró a Antonio:

—Eminencia, ¿no decíais que había un bagel de salmón muy rico en ese hotel?

—¿Eh? ¡Ah, claro, claro…! Santidad, ¿qué os parecería salir escoltado por estos dos hombres?

Con una sonrisa traviesa, Antonio volvió a su papel de joven frívolo.

Esther Blanchett estaba considerada una traidora. Aunque fuera el mismo Papa quien le pidiera que la salvaran, no podía permitirlo. Pero…

—El bagel de salmón que sirven en el hotel está superriquísimo. Si os apetece ir a probarlo, podéis llevaros a estos dos guardaespaldas y nadie dirá nada…, incluso aunque haya algún problemilla…

El cardenal le guiñó el ojo al ruborizado adolescente y se giró para decirles con voz serena a los dos hombres:

—Ambos sois servidores del Vaticano. Por la Justicia, la Fe y la Iglesia…, id al hotel y traedme un bagel de salmón inmediatamente.

Aquella noche, mientras revisaba los libros de contabilidad, Miklós recibió la visita de una extraña pareja.

En aquella época del año, a las cinco de la tarde ya había anochecido en István. Sin embargo, tanto el hombre como la mujer que entraron en la farmacia llevaban gafas de sol. Las ropas que vestían eran del mismo color negro que las gafas.

—Vaya, vaya, una pareja de sacerdotes… Bienvenidos, bienvenidos…

Miklós se levantó de la silla, se frotó las manos y se dirigió hacia los clientes, que permanecían en silencio mientras miraban las estanterías llenas de medicinas.

—¿Les puedo ayudar en algo?

—Bueno, estamos buscando una medicina un tanto especial… —respondió la mujer, ante la sonrisa del farmacéutico.

No parecía una mujer normal. Aparte de vestir un hábito de sacerdote impropio de su sexo, llevaba el escote abierto de manera muy poco apropiada. Al ver cómo Miklós se quedaba hipnotizado ante el valle que se abría entre sus pechos, la mujer torció los labios, pintados de carmesí.

—Es una medicina de las que no se ponen en la estantería… ¿Hay?

—Claro, claro. Podemos prepararles cualquier producto que deseen.

No parecían eclesiásticos respetables, pero Miklós siguió atendiéndoles, sin revelar su extrañeza. De cara al público, Miklós Rozsnyai era sólo el encargado de una farmacia polvorienta, pero en el mercado negro era un hombre bastante conocido. Sin dejar de sonreír, bajó un poco la voz para preguntar:

—Abortivos, alucinógenos, marihuana, opio… tenemos de todo. ¿Qué desean?

—No es para un ser humano.

La mujer lanzó una risa vulgar mientras mascaba tabaco. Su acento siciliano daba a sus palabras un eco musical.

—Es para un vampiro. Las pastillas de concentrado de sangre que has vendido esta tarde.

—¿De qué están hablando?

Miklós se hizo el tonto mientras se deslizaba por dentro de la manga el cuchillo. Apretando con disimulo el botón de debajo de la mesa con la pierna, volvió a tomar asiento.

—¿Pastillas de concentrado de sangre para vampiros? Lo siento mucho, pero no dispongo de ese tipo de productos…

—No es bueno mentir a funcionarios de la Iglesia, Miklós Rozsnyai… —murmuró con fastidio la mujer mientras se quitaba las gafas.

Mientras movía con un gesto casi obsceno los dientes y la lengua, le dijo con aire insinuante:

—Hemos descubierto que has conseguido el material. Ahora lo que necesitamos saber es a quién se lo has pasado. Vamos, suéltalo ahora mismo.

—No puedo decirles lo que no sé…

A Miklós le cambió el tono, pero no fue al ver a los cuatro hombres fornidos que habían aparecido en el fondo de la tienda. Fue al darse cuenta de que su interlocutora conocía perfectamente sus actividades ilegales.

—Cuando hay barullo, en este barrio suelen aparecer cadáveres en la calle… Venga, guapa, deja de hacerte la chula. Vete a casa antes de que te coma el lobo.

—El que se está haciendo el chulo eres tú, paleto. —La mujer dirigió sus ojos afilados a los hombres y dijo en tono burlón—: Será mejor que cantes mientras te lo pregunto por las buenas…, o no saldrá nadie vivo de aquí.

—¡No me hagas reír!

Aquella voz airada no era la de Miklós. Los hombres que acababan de aparecer iban armados con porras, mazas y cuchillos, herramientas muy poco apropiadas para trabajar en una farmacia. Bajo la luz vacilante de las lámparas de gas se abalanzaron sobre la mujer…

—Cero como ochenta y un segundos demasiado tarde.

Cuando resonó la voz monótona, las armas salieron despedidas como por arte de magia de las manos de sus dueños, y los hombres cayeron al suelo entre gemidos. Sin mirar a los matones abatidos ni a su compañero, que empuñaba dos enormes pistolas humeantes, la mujer se acercó al asombrado farmacéutico.

—¿Qué estabas diciendo…?

—N…, no era de la ciudad.

Normalmente, tenía suficiente confianza en sus habilidades con el cuchillo, pero en ese momento no se atrevió a mover ni un dedo. Con la mirada fija en las armas humeantes, Miklós explicó apresuradamente:

—Eran huéspedes del hotel Csillag. ¡Eso es todo lo que sé!

—El hotel Csillag… —repitió la mujer con voz ronca.

Le dio a Miklós un par de golpecitos en la cabeza, como para indicar que ya había acabado con las preguntas, y se giró.

—Gracias… Vosotros mejor que le deis las gracias también al canijo. Habéis tenido suerte de que tenga buen pulso…

—¡Te vamos a…!

El grito áspero sonó en aquel momento. Antes de que Miklós pudiera detenerle, uno de los hombres se había levantado y blandía un cuchillo. Era un joven robusto, pero no parecía muy inteligente. Agarró el cuchillo como un hacha y lo lanzó con fuerza hacia las figuras que se dirigían a la puerta.

—¡No!

El aviso de Miklós llegó demasiado tarde. El arma mortífera atravesó el aire y se le clavó a la mujer por la espalda; la punta la salió por el lado opuesto y se alojó en el marco de la puerta.

—¡Im…, imposible!

No fue un grito de victoria lo que pronunciaron los labios del hombre. Tenía los ojos fijos en la mujer, como si se hubiera olvidado incluso de parpadear.

—¡Pse!, para ser un paleto, tienes buen brazo… Me has dado de lleno en el corazón.

La mujer estaba clavada en la puerta, pero lanzó una carcajada.

Desde la punta del filo hasta la empuñadura, el cuchillo empezó a brillar con una extraña luz blanca. Lo más sorprendente era, sin embargo, que con el corazón atravesado la mujer aún se mantuviera en pie por sus propios medios. Además, no sólo no le había salido ni una gota de sangre, sino que el hábito no se le había desgarrado. ¿Qué quería decir todo aquello?

Ante el asombro de todos los presentes, la mujer se dio la vuelta y tendió los brazos hacia los hombres con un ademán provocativo.

—Como ha sido un lanzamiento así de espectacular…, te voy a hacer algo con lo que vas a disfrutar.

—¡Deteneos, hermana Mónica Argento!

Cuando el pequeño sacerdote gritó, la mujer movía las manos como si fueran serpientes. Los dedos extendidos se alargaron hasta el pecho del hombre. Cuando éste intentó apartarlos con un golpe…

—¡Ah…!

Se oyó un gemido. Los dedos de la mujer tendrían que haberse desviado, pero se habían plantado en el pecho del hombre. Y lo más asombroso no era eso, sino que se habían convertido en armas afiladas para atravesar a su víctima. El hombre no sangraba… Sus ropas no se habían desgarrado…

La mujer le hundió el brazo en el cuerpo como un espejismo.

—Reza tus últimas oraciones…

Ante el susurro de la mujer, el hombre puso los ojos en blanco y empezó a temblar violentamente. En un instante, todos los orificios de su cuerpo empezaron a sangrar a chorro.

—¡Aaaaah!

Mientras el resto se cubría el rostro para protegerse de la lluvia de sangre, la mujer retiró el brazo. Ni una gota le había manchado el rostro, pero sus sonrientes labios brillaban como la sangre fresca. El cadáver se desplomó. Salvo la sangre que había perdido, no se apreciaba en él ninguna herida.

—Hermana Mónica, está prohibido provocar más muertes de las necesarias. Me veré obligado a informar de esto a la duquesa de Milán —dijo el pequeño sacerdote, mientras bajaba la mirada hacia el cadáver.

La voz era mecánica, pero contenía un eco de disgusto fácilmente perceptible. La mujer, por su parte, respondió con voz despreocupada:

—Qué serio eres, Iqus. Esto es legítima defensa. Le-gí-ti-ma de-fen-sa. ¿Acaso no tiene derecho a protegerse una débil doncella como yo?

Después de darle una patada al cuerpo caído, la mujer se giró y, riendo, salió de la farmacia. El sacerdote se quedó un momento mirando al suelo, como si fuera a responderle algo, pero finalmente la siguió en silencio.

—¿Eh…? ¿¡Qué te ha pasado!?

No fue hasta que las dos figuras hubieron desaparecido por la puerta que los hombres de la farmacia volvieron en sí. No había duda de que su compañero caído había muerto. Cuando intentaron levantarlo del suelo, el pesado cuerpo ya había empezado a enfriarse.

—¡Pero ¿qué demonios ha hecho ésa…?! —gimió Miklós, tapándose la boca con la mano.

¿Cómo lo había hecho? No se veían heridas por ningún lado. Le levantaron la camisa para observarlo, pero, aparte de unas leves manchas blanquecinas a la altura del pecho, el cuerpo estaba intacto.

—¡Hmmm!, ¿qué es esto?

Cuando estaba a punto de dejar el cadáver de nuevo en el suelo, Miklós frunció las cejas, extrañado. Con la mano que tenía apoyada en el suelo había notado el roce de algo caliente. Al mirar para ver qué era…

—¿¡Eh!? ¡Aaaaaah! —chilló el farmacéutico.

Sobre el suelo de la farmacia había un corazón humano.