II
—¿Estarán bien los padres?
Pese a que aquélla era una de las carreteras principales de la ciudad, no pasaba por ella ni un solo coche.
Nunca había sido tampoco un sitio muy popular para pasear, y además poca gente consideraría salir de paseo en una noche gélida de invierno como ésa. Aquella desolación era probablemente el paisaje normal, pero a Esther le pareció que habían tenido una suerte enorme. De no ser así, no se habría visto capaz de conducir aquel monstruo blindado de seis ruedas sin chocar con nadie. Agarrando con fuerza el volante, murmuró para sí misma:
—¿Habrán podido escapar del padre Iqus y su acompañante? Sea como sea, tengo que volver allí en cuanto solucionemos esto… Es que siempre pasa igual, en el momento decisivo no sabe dar el jaque mate…
—Esther, hay algo que quiero preguntarte…
Quien interrumpió su monólogo fue la muchacha que tenía sentada al lado. Observando la carretera desierta, Shahrazad preguntó con voz extrañada:
—El padre de cabellos canosos… Parece que se preocupa mucho por ti. ¿Qué relación hay entre vosotros?
—¿¡Eh!? ¿¡Có…, có…, cómo que qué tipo de…!? —balbuceó Esther, sorprendida por la súbita pregunta.
¿Qué quería decir con «qué relación»? Mientras intentaba encontrar una manera de responder, la monja frotó el cristal frontal con la mano para ganar tiempo. El grueso cristal antibalas estaba bastante empañado, y limpiar por dentro no ayudaba demasiado. Al darse cuenta de ello, Esther puso en marcha los limpiaparabrisas, que tendrían más efecto.
—La verdad es que no es una pregunta fácil de responder… Somos simples colegas de trabajo. ¡Ah!, pero no malinterpretéis lo de antes. Ha sido una situación fuera de lo común. Normalmente nos llevamos como perro y gato…
—¿Ah, sí?
Shahrazad torció la cabeza ante la atolondrada respuesta de Esther, que en general era más taciturna. Con cara de curiosidad, siguió escuchando cómo al monja parloteaba, nerviosa:
—Sí, sí, sí. Además es un glotón, es pobre… ¡Uf!, tiene un montón de defectos. Normalmente finge que no le interesan las mujeres, pero cuando se cruza con una guapa se pone a babear… Hablando claro, no vale la pena.
—Ya veo…
La methuselah escuchaba en silencio las explicaciones de la monja. Cuando por fin ésta se cansó de charlar, Shahrazad le respondió, frotándose el mentón:
—Esther… Estoy muy contenta de haber salido al exterior.
—¿Eh?
¿Qué le parecería tan divertido para sonreír así? Mientras observaba cómo se elevaban a lo lejos las torres de la catedral, Esther preguntó, confusa:
—¿Qué queréis decir? ¿Os parece que he dicho algo gracioso?
—No, no es eso. Es que… —respondió Shahrazad con dulzura, al ver la expresión decepcionada de la monja— estoy muy contenta de haberos conocido a todos. Sólo es eso. Esther, os quiero mucho. No lo olvidéis.
—¿Eh?
Esther se giró de repente hacia la methuselah, pero no fue por no haberla oído bien. En su voz cálida había sentido algo…, algo muy valioso, que le recordó la sensación de soltarse las manos por última vez en una despedida.
—Pero ¿a qué viene esto ahora? Shahra, tenéis unas cosas… —respondió la monja, como queriendo quitarse de encima un presentimiento triste—. Eso mejor que lo digáis cuando hayamos solucionado todo. Todavía nos queda mucho por hacer. Hay que rescatar a vuestros vasallos, desenmascarar al arzobispo… Tenemos mucho trabajo pendiente.
—Eso también es verdad…
Shahrazad sonrió ante la respuesta de Esther. ¿Era porque está de acuerdo con ella o porque no quería herir sus sentimientos? La monja nunca llegó a saberlo. La methuselah abrió la boca como para continuar pero se detuvo de golpe y giró la cabeza hacia atrás.
—¿Eh? ¿Qué ocurre?
—Alguien nos está persiguiendo… ¡Deprisa!
Al mismo tiempo que Shahrazad la avisaba, la luz de una faro empezó a bailar en el retrovisor.
Era una motocicleta de la Guardia que llegaba atronando por la carretera desierta. Quien la montaba, sin embargo, no era un soldado, sino una figura vestida con un hábito de sacerdote exageradamente escotado.
—¡Es la mujer que estaba con el padre Iqus!
—¡Cuidado…! ¡Se nos echa encima!
El ruido sordo del motor se les acercaba. Con diversas maniobras temerarias, la motocicleta se plantó delante del vehículo blindado, que era tan poderoso pero lento.
—Maldita sea… ¡Vamos a chocar!
Esther agarró con fuerza el volante. Tenían a su perseguidora tan cerca que casi la podían tocar. Por supuesto, el vehículo blindado podría chocar con una motocicleta así sin casi notarlo, pero la conductora de la motocicleta no tendría tanta suerte. Como poco, se haría graves heridas. Haciendo sonar el claxon, la monja intentó mantener el máximo de distancia posible, pero…
—Es imposible, Esther… ¡Demasiado tarde!
El aviso de Shahrazad no llegó a tiempo. Aunque lo hubiera hecho, habría servido de poco. La motocicleta salió de improviso desde el ángulo muerto y chocó con fuerza con su rueda delantera contra el parachoques, equipado para golpear vehículos enemigos en acciones de combate. La motocicleta cayó como un ratón que hubiera chocado contra un elefante. Las ruedas del vehículo blindado le pasaron por encima y en el interior notaron una vibración en el suelo, como si se quebrara algo.
—¡No! ¡Nos la hemos cargado!
Era imposible que hubiera salido con vida de aquello. Pálida, Esther miró, nerviosa, por el retrovisor.
En medio de la carretera se veían los restos irreconocibles de lo que había sido la motocicleta, pero de la extraña mujer no había ni rastro. ¿Sería que se había quedado atrapada bajo el vehículo blindado?
—¡No! ¡No pares!
Cuando apretó el freno, Esther oyó la voz cortante de su compañera. Al girarse, vio que miraba hacia el techo con el rostro tenso.
—La tenemos encima.
—¿Encima? ¿Encima del techo?
Esther levantó la mirada, incrédula. ¿Cómo era posible que hubiera escalado hasta allí en aquel instante? Por muy hábil que fuera parecía una hazaña imposible.
—No… Es imposible que esté ahí…
Esther intentó tranquilizar a su compañera con una voz que quería aparentar serenidad, y volvió rápidamente la mirada al retrovisor. ¿Dónde se había metido la mujer?
—Hola, guapa, ¿me estás buscando a mí?
—¿¡Eh!?
Cuando le apareció delante de repente aquel rostro, Esther se quedó sin respiración. Al otro lado del parabrisas se veía una sonrisa maligna. La mujer vestida de sacerdote estaba pegada al cristal como una araña monstruosa.
—¡Cálmate, Esther!
Si Shahrazad no hubiera alargado el brazo en aquel momento para agarrar el volante, habrían perdido el control y se habrían estampado contra la cuneta. La muchacha morena dio un par de violentos golpes de volante mientras intentaba calmar a Esther.
—¡Tenemos que quitárnosla de encima!
—Epaaa, no deis esos bandazos que vamos a tener un accidente… —dijo, burlona, la mujer desde el otro lado del cristal.
Los ojos lo brillaban con crueldad, como los de un animal carnívoro que mirara a su presa. Entonces, un brillo blanco le apareció en las manos.
—Será mejor que entre antes de que pase una desgracia…
—¡Pero ¿qué?!
En los ojos de la noble imperial, que no sabía lo que era el miedo, brillaron la sorpresa y el odio. Como peces saliendo del agua, las manos de la mujer atravesaron el parabrisas. Y no sólo ellas. Los brazos, los hombros, el rostro sonriente, el escote abierto de manera escandalosa… El tronco de la mujer les apareció delante como si no existieran los veinte milímetros de cristal antibalas.
—A…, atraviesa cuerpos sólidos… ¿¡Schimbator!?
—¿Esquimbator? ¿Así nos llamáis en el Imperio? Aquí usamos una palabra más fácil: hechicera.
La mujer dibujó una sonrisa estremecedora. Con medio cuerpo dentro del vehículo, parecía una estatua vanguardista hecha por un artista loco. La prueba de que se trataba de algo real eran los brazos que se les acercaban, delgados como patas de araña. Con un movimiento provocativo, los dedos se posaron sobre el cuello de Esther, que se había quedado helada por la sorpresa.
—¿¡Aaah!?
—¡E…, Esther!
Al oír el grito ahogado de su compañera, Shahrazad intentó agarrar a la intrusa, pero sus dedos sólo cortaron en vano el aire. Intentaba asirle los brazos o rasgarle la cara, las manos de la methuselah atravesaban la figura de la mujer como si fuera un holograma. La fuerza sobrehumana de Shahrazad era inútil si no conseguía tocar a su adversaria. Mientras tanto, el rostro de Esther empezó a cambiar de color.
—No te esfuerces, vampy… Preocúpate mejor del volante, no sea que nos vaya a pasar algo…
—¡Oh!
Al ver que se dirigían de cabeza a una de las farolas que iluminaban la carretera, Shahrazad maniobró apresuradamente el vehículo. Esther ya no podía ni gemir y casi ni respirar. Era sólo cuestión de tiempo que muriera de asfixiada.
Fue entonces cuando el vehículo vibró violentamente. Una de las ruedas delanteras había golpeado contra el bordillo. Shahrazad había extendido el brazo para protegerse del salto cuando notó cómo el parabrisas temblaba.
—¡Claro!
Al ver cómo la figura de la mujer vibraba, igual que el cristal, a Shahrazad se le encendieron los ojos, había tenido una idea.
—¡Suelta a Esther! —gritó la methuselah, golpeando con fuerza con la mano extendida sobre el cristal.
Encorvándose como un muelle para absorber el impacto, intentó llamar la atención de la intrusa.
—¡Haz lo que digo o te arrepentirás!
—¿Me arrepentiré? Qué cosas más graciosas dices… Si vas a hacer algo, hazlo ya.
La mujer rió, como si las amenazas de la methuselah fueran un chiste. En sus ojos se veía el orgullo cruel de quien se cree infinitamente superior al resto del mundo.
—En cuanto acabe con esta mocosa, tú serás la siguiente… ¿Cómo quieres morir, vampy? ¿Quieres que te ahogue, como a éste? ¿O prefieres que te arranque el corazón el corazón de cuajo?
Shahrazad no oyó la risa de la hechicera hasta el final, porque había golpeado el parabrisas con fuerza a la vez que activaba los brazos de plata. La potencia desmesurada producida por la corriente eléctrica se transmitió al cristal y se extendió por todo el vehículo. El impacto hizo que el motor se incendiara y que enormes grietas se abrieran en el blindaje.
—¿¡!?
Y no fue sólo el vehículo el que recibió el impacto. La hechicera, que se creía invulnerable, empezó a gritar y a temblar violentamente. Al convulsionarse, se le escapó entre los dedos el cuerpo de la monja, que estaba ya al borde de la muerte.
—¡Esther! Shahrazad abrazó de inmediato el cuerpo caído de la monja. Cuando el vehículo, ya sin ningún control, voló por encima del bordillo, la methuselah dio una patada a la escotilla, sin soltar a su compañera.
—¡E…, espera! ¡Maldita seas!
Dejando atrás los gritos de la hechicera, Shahrazad dio un salto, como una bala. El vehículo blindado empezó a hacer trompos… y explotó para quedar convertidos en una bola de fuego.
—Tendría que haber ido con más cuidado…
Las llamas del incendio proyectaban una sombra diabólica sobre el asfalto.
Tras ponerse cuidadosamente en pie, a una distancia prudencial del vehículo en llamas, Mónica Argento chascó la lengua. Aún sentía por todo el cuerpo el efecto del impacto.
Su técnica de atravesar cuerpos sólidos parecía imbatible para quien no supiera cómo lo conseguía, pero en realidad tenía varios puntos débiles.
La derrota que acababa de sufrir era prueba de ello. Al atravesar objetos su cuerpo se volvía parte de ellos y, por tanto, sufría también los daños de cualquier impacto que recibiera. Había pagado caro por no tomarse en serio a las dos chicas, pero aquello no volvería a repetirse.
El vehículo blindado seguía ardiendo, convertido en una masa informe. La gasolina había prendido fuego. Si las muchachas se hubieran quedado dentro ahora estarían completamente carbonizadas. Pero al seguir la carretera con la mirada, Mónica sonrió. Una de las tapas de alcantarilla que había al lado de la carretera estaba ligeramente abierta.
Ahora entendía por qué la Zorra del Vaticano le había encargado la caza. Eran presas más duras de pelar de lo que había pensado.
Mónica rió, ajustándose el collar.
Intentaran lo que intentaran, no podrían escapar de los colmillos de Black Widow. La lista de vidas que se habría cobrado tenía ya tres dígitos y sólo se le había escapado una presa: la zorra que le había puesto aquel collar. El resto de sus objetivos habían caído, todos, con los cuellos partidos o los corazones arrancados. Nacida en la familia del capo de capos de la Cosa Nostra siciliana, desde que tenía uso de razón, matar era un honor. La derrota simplemente no era una opción.
Ignorando el dolor, Mónica se preparó para reanudar la persecución con todas sus fuerzas.
Las chiquillas no podían andar todavía muy lejos. La agente examinó el asfalto en busca de la manera de atajar camino por la superficie.
—Claro… Había leído sobre ello, pero es la primera vez que lo veo con mis propios ojos. Así que ésa es la técnica de penetración de objetos sólidos.
Lo que desconcentró a la agente fue una serena voz masculina.
En la oscuridad de un camino que daba a la carretera había una sombra de gran estatura. Iba vestida con un abrigo Inverness negro y se apoyaba en un bastón, pero por la voz parecía bastante joven. La cara la tenía cubierta por un sombrero de copa calado hasta los ojos, y Mónica no podía verla bien.
—¿Y tú quién eres?
—Soy un amigo de las señoritas que habéis conocido hace un momento —respondió el hombre, cortésmente.
Bajo la sombra del ala del sombrero sus labios esbozaron una sonrisa. Había que reconocerle el valor de actuar así frente a la mujer vestida de sacerdote.
—Ha visto el accidente y me he decidido a ayudar, pero al ver vuestra técnica me he quedado absorto y se me ha escapado la ocasión… Es una lástima.
—¡Hmmm…! ¿O sea que quieres jugar un poco conmigo?
Mónica sonrió de forma seductora mientras extendía los filos Cinque Dea.
Si el hombre pretendía interponerse en su camino tendría que matarlo. Bien pensado, tendría que matarlo de todos modos. No podía permitirse dejar con vida a un testigo ocular así. Ocultando su sonrisa asesina, la mujer preparó una expresión que habría excitado las bajas pasiones de cualquier hombre.
—Bueno, no tenemos mucho tiempo, pero vamos a pasar un buen rato… ¿A qué quieres jugar?
—Lo siento profundamente, pero dar placer a las damas no es mi fuerte…
La respuesta del hombre sorprendió a Mónica. Con una sonrisa forzada, señaló a la espalda de la agente con el bastón.
—Por eso…, he decidido pedirles a esos señores que se ocupen de vos.
—¿¡!?
Al girarse, Mónica se quedó helada.
Alrededor del vehículo blindado en llamas se había formado una procesión de luces verdosas, junto con el hedor de los monstruos, emanaba de ellos una sensación casi física de instinto asesino.
—Lobos… No, perros salvajes…
Cuando la agente se dio cuenta de lo que estaba viendo, unas sombras empezaron a acercarse desde el fondo de la oscuridad. Bajo las luces verdosas brillaban los afilados colmillos que los rodearon rápidamente.
—¿¡Qué significa esto!?
La manada parecía haberse convertido en un único monstruo gigantesco. Intentando esquivar el ataque disciplinado de los perros, Mónica lanzó un grito. Ante tan cantidad de adversarios le sería imposible escaparse. La agente les rasgaba las pieles a patadas, pero a los perros seguían abalanzándose sobre ella como si conocieran el miedo. Después de quitarse de encima a un enorme perro negro que la había atacado por detrás, Mónica echó a correr. Enfrente tenía al hombre del sombrero de copa.
Había algo que no era natural en aquellos perros. Sin lanzar ni un solo gruñido, atacaban de manera mecánica, sin ningún temor. No eran animales normales. Intuía que aquellos tenían que ver, de algún modo, con el hombre. Si lo tomaba como rehén, quizá podría controlarlos…
Sin embargo, Black Widow se paró en seco a media carrera.
Se había dado cuenta de que el hombre no estaba solo. Había algo a su espalda, algo que arrojaba un hedor de peligro extremo…
Al ver el brillo verdoso que había al lado del hombre, Mónica confirmó lo acertado de su intuición.
Un monstruo de grandes dimensiones y pelo gris avanzó lentamente hasta ponerse entre el hombre y la hechicera.
Era gigantesco. Su figura, recorrida por poderosos músculos, mediría más de dos metros. Pero ¿qué era? Se mirara por donde se mirara, no podía ser un perro. Por la forma parecía más bien un lobo… Pero no existían lobos de aquel tamaño. Era algo distinto. Algo más peligroso. Algo más maligno.
El monstruo rugió.
Fue un rugido tenebroso, como si anunciara su intención de devorar a todo ser viviente. Su eco hizo vibrar la carretera desierta. Cuando el sonido llegó a oídos de los ciudadanos que dormían plácidamente a lo lejos, el monstruo ya se había lanzado a la carga sin levantar ruido. Los colmillos afilados se abalanzaron sobre el cuello de la hechicera.
—Va a l’inferno, bestia.
Tras dar un salto para esquivar el ataque, la hechicera blandió los Cinque Dea mientras gritaba en su lengua materna. Los filos penetraron con precisión en el cuello del monstruo. Un chorro de sangre salió despedido violentamente de las venas abiertas…, pero quien gimió de dolor fue Mónica.
—¡Imposible! ¡No!
Mónica se quedó estupefacta, mirándose el brazo, al notar el dolor penetrante que lo recorría. El monstruo le había clavado sus afilados colmillos. Sin ni siquiera gemir de dolor, la agente intentó quitarse el animal de encima a base de sacudir violentamente el brazo, pero el atacante la desequilibró y la lanzó contra el suelo…
—¡!
Mónica salió volando y se golpeó contra el asfalto. Una persona normal habría sufrido roturas en todos los huesos y habría sentido cómo el cráneo se le quebraba y llenaba la carretera de líquido encefálico. Pero en el momento del impacto su cuerpo pareció deshacerse y penetró en el asfalto. Aparte del débil brillo de una mancha de sangre, no quedó señal alguna de que allí hubiera habido un ser humano.
—Magnífico… No esperaba menos de una agente. Ha sido una huida magistral.
Mirando el lugar donde Mónica había desaparecido, el caballero del sombrero de copa aplaudió con sincera admiración. La jauría olisqueaba los restos de sangre entre aullidos, pero sin mostrar ningún signo de miedo.
—Por mucho que lo intentemos no la atraparemos nunca… Pero al menos no podrá perseguir a las señoritas con esa herida en el brazo. Buen trabajo.
El caballero posó la mano sobre los ojos ensangrentados del monstruo gris, y le habló como si fuera un ser humano. Una forma metálica le sobresalía del cuello. Eran los restos retorcidos de los Cinque Dea, que la agente había conseguido clavarle mientras le atacaba. Después había sabido encontrar el momento en el que los colmillos se habían separado de ella para atravesar el suelo.
Desde lejos se iba acercando un ruido de silbatos y botas militares. Probablemente, las fuerzas de orden público habrían oído el alboroto. Mientras se arreglaba el sombrero de copa, Isaac Butler no parecía tener ninguna prisa. De pie tranquilamente ante las llamas, le susurró al monstruo que le acompañaba:
—Venga, es hora de irse. Ya hemos visto lo que teníamos que ver. Ahora hay que retirarse.