II
El teatro de la ópera de István estaba situado en la calle Andrássy, la avenida central de la ciudad. Era un edificio de estilo antiguo que había sobrevivido al Armagedón. Después de la batalla de liberación, fue el primer espacio restaurado por el arzobispo, para que sirviera de edificio público para los ciudadanos.
El edificio estaba construido en un magnífico y delicado estilo neorrenacentista. Era una obra imponente, que se podía comparar a la Scala de Milán, la Opernhaus de Viena o la Státní de Praga. La fachada tenía un aire recogido, pero una vez dentro las decoraciones de colores dorados y morados sobrecogían al visitante con su lujo. La entrada de huéspedes de honor que atravesaba Esther no era una excepción. En los palcos que daban al amplio escenario, las alfombras eran tan gruesas que le llegaban a los tobillos, como si estuviera en una fastuoso palacio. Las paredes estaban forradas de obras de arte y todo el mobiliario había sido importado expresamente de Roma o Florencia.
Sin embargo, todo palidecía al compararlo con la belleza de la mujer que la esperaba sentada en el sofá.
—Bienvenida, hermana Esther. Estarás agotada después del viaje…
La cardenal Caterina Sforza, duquesa de Milán, secretaria de Estado del Vaticano y responsable de su política exterior, dio una amable bienvenida a la monja. Indicándole que se sentara en el sofá que tenía enfrente, donde ya se encontraban los dos sacerdotes, posó su taza de té en la mesa.
—Ya me han dicho que habéis tenido unos momentos difíciles con los medios en la estación. Me alegro de que estéis bien.
—No ha pasado nada… Más que nada, ha sido una sorpresa que…
Mirando a los ojos grises que le sonreían tras el monóculo, la monja movió desmañadamente la cabeza como un títere. Para Esther, la cardenal era una persona casi tan sagrada como la Virgen. Cada vez que se presentaba ante ella no podía evitar ponerse nerviosa y tensa. Se sacudió de la frente el sudor que no tenía y continuó con voz inquieta:
—Eminencia, los periodistas me llamaban Santa… ¿De qué tipo de broma se trata? ¿Y por qué soy yo la protagonista de la obra que se va a representar aquí esta noche?
—De todo eso hablaremos luego…
Ajustándose el monóculo, la hermosa mujer miró hacia el escenario, con el telón aún cerrado, y suspiró.
—Su Santidad llegará en seguida. Le acompaña el ministro de Información, que es quien ha organizado todo esto. Yo misma no sé más que parte de la historia. Será mejor que nos cuente todo él en persona… Lo que quiero oír ahora es qué noticias me traéis del Imperio.
La cardenal hablaba con la serenidad de siempre. Sin embargo, su voz se había endurecido ligeramente al dirigir de nuevo la mirada hacia la monja y el sacerdote, mientras cruzaba las piernas bajo el hábito.
—¿Pudisteis entrar en contacto con la emperatriz?
—Sí, tenemos que informaros acerca de ello.
Esther se puso firme y la voz le cambió cuando empezó a recitar el informe que había estado ensayando por dentro durante todo el camino:
—Tuvimos la fortuna de trabar contacto directo con la emperatriz en…
—Bueno, la verdad es que no pudimos hablar directamente con ella…
Todo lo que había preparado Esther se quedó en nada cuando la otra voz la interrumpió, impidiéndole hablar.
—¿¡Eh!?
No tuvo ni tiempo de detenerle. Al girarse hacia la voz, vio que Abel seguía hablando con una palabrería incontenible, que no le dejaba ni un resquicio para intervenir.
—Hicimos todo lo posible para entregarle en persona el mensaje de su eminencia, pero, claro, entrevistarse con la emperatriz en persona estaba fuera de nuestras posibilidades. Aun así no debéis preocuparos, porque le pedimos a una noble del lugar, la marquesa de Kiev, Astharoshe Asran, a quien ya conocía de antes, que nos sirviera de intermediario. El mensaje habrá llegado a su destino; podéis estar segura de ello.
—¿Eh? Pe… Padre… Un momento…
¡Pero ¿qué estaba diciendo?!
Esther se ajustó con nerviosismo el hábito como para hacerle una señal, pero Abel no dejó de parlotear ni un instante, gesticulando exageradamente con las manos.
—Eso sí, sufrimos lo indecible para conseguirlo. En el extranjero, ¿verdad?, uno no sabe cómo se hacen las cosas… Para cumplir con nuestra misión nos pasamos los días sin dejar de correr arriba y abajo… se me saltan las lágrimas sólo de recordarlo ahora que os lo cuento, y sin duda, vos también lloraréis… Imaginaos, ¡qué perdí tres kilos!
¿De dónde salían todos aquellos disparates? Esther consiguió volver en sí y resistir la curiosidad por ver hasta dónde sería capaz de llegar el sacerdote.
—¡Un…, un momento, padre! ¡Dejaos de dislates!
No sabía a qué venían aquellas tonterías, pero si seguía así Caterina acabaría por pensar que no habían visto a la emperatriz. Tapándole a Abel la boca con la mano, Esther gritó en dirección a la cardenal:
—¡No le hagáis caso, eminencia! Sí que…
«¡Sí que hablamos directamente con la emperatriz!».
Justo cuando Esther, roja por el esfuerzo, estaba a punto de gritar esa frase…
—Cardenal Sforza, ruego que me disculpéis…
Una elegante voz masculina resonó al mismo tiempo que se abría la puerta. Al levantar la mirada, le cardenal se encontró con un hombre que la saludaba respetuosamente y que iba a la cabeza de un grupo de tres personas. Era de mediana edad y llevaba sobre el hábito la banda violeta que indicaba su condición de arzobispo.
—Perdonad que os interrumpamos en plena conversación, eminencia. Han llegado Su Santidad y el cardenal Borgia.
—¡Hola, guapa!
La segunda voz se diría que estaba formada por un batido de frivolidad aderezado con cursilería. Era difícil imaginar alguien menos indicado para llevar el hábito cardenalicio que el joven de larga cabellera teñida y voz nasal que acababa de entrar. Aquél era Antonio Borgia, el ministro de Información.
—¡Cuánto tiempo, ¿verdad?! Hace taaanto que no veía lo fantástica que estás que me parece que se me ha atrofiado el sentido estético, ¿sabes? ¿Cómo andamos?
—Buenas tardes, cardenal Borgia. Os veo muy alegre. Si no me equivoco, nos vimos anteayer en Roma, ¿no?
Respondiendo agudamente al joven, Caterina dirigió su mirada a la tercera figura del grupo. Al ver el rostro del adolescente que venía detrás de los dos hombres, la fría mirada se le suavizó.
—¡Ah, Alec…! ¿Qué tal ha ido el vuelo? ¿Te has vuelto a marear?
—S…, s…, sí, hermana…
Vestido con hermosos ropajes blancos, el papa Alessandro XVIII hablaba con voz queda. Además de ser extremadamente tímido ante la gente, hasta el punto de bordear el autismo, salir de Roma o incluso del palacio papal suponía una terrible aventura para él. Sin embargo, el rostro de su hermana pareció tranquilizarlo un poco, porque prosiguió, balbuceante:
—M…, me he mareado un p…, un poco… Pe…, pero ahora ya est…, estoy bien…
—¿Ah, sí? Pero no tienes muy buen color. Haré que te preparen un poco de medicina… Espera, aprovecharé para hacer las presentaciones, ya que estamos todos. Ésta es la hermana Esther de la Secretaría de Estado. Es la Santa de István.
Exhortada por Caterina, la monja saludó respetuosamente.
—Encantada de conoceros. Es un honor encontrarme en vuestra presencia, Santidad.
Todos los empleados del Vaticano sabían del carácter reservado del papa. Para no provocarle ningún sobresalto, Esther habló con voz serena al mismo tiempo que depositaba un leve beso en su mano.
—No soy digna de que me concedáis la gracia de arrodillarme ante vos…
—¡Ah…! N…, no…
Al sentir el roce de los labios de la joven, el papa pasó de pálido a ruborizado. Su respiración se aceleró, como si fuera a darle un ataque, y retiró azorado la mano.
—Y…, y…, yo… Y…, y…, yo…, yo…
—Santidad, debéis de estar cansado… —dijo el primer hombre que había entrado, posando la mano sobre el hombro del balbuceante adolescente.
Habría pasado ya el medio siglo de vida, pero su rostro conservaba unos rasgos varoniles que, con toda seguridad, causaron estragos en el sexo opuesto cuando era joven. Con expresión atenta, hizo sentar al joven Papa en el sofá.
—La función todavía tardará un poco en comenzar. Descansad un poco aquí. Si me lo permitís, me encargaré del discurso.
—Gracias, arzobispo D’Annunzio…
Ante los ojos de Esther, el Papa jadeaba con dificultad, como si le fuera a dar un ataque de algo. Quien le secó el sudor de la frente para tranquilizarlo fue Caterina.
—Perdona que te haga pasar por algo así, pero esta ceremonia les ha costado tanto esfuerzo que…
—¡Oh, no importa! Es un honor poder nuestro granito de arena al trabajo de su eminencia y del Vaticano.
Emanuele D’Annunzio, arzobispo de István, sonrió con amabilidad mientras tomaba a Caterina de la mano. Después de besarla como un caballero besa a una dama, volvió los serenos ojos verdes hacia su hermoso rostro.
—El guión de la obra de esta noche lo he escrito yo mismo. Me temo que no estará a la altura del gusto refinado de su eminencia, pero será u honor que lo escuchéis… No sé cómo resultará la representación, pero…
—Quedará genial, ¿sabes? Seguro: súper superbien.
Quien respondió así a las humildes palabras del arzobispo no fue Caterina, sino el otro cardenal presente. Antonio, arreglándose en flequillo, prosiguió con una voz levemente molesta.
—Porque, oye, ¿es que no os hemos ayudado en la producción desde el Ministerio? O sea, el escenario, y la dirección, y los actores… Tooodo de súper mega primera clase. Así que, si sale mal, será por culpa del guión, ¿sabes?
—Estaremos eternamente agradecidos por vuestro apoyo, cardenal Borgia. Es un honor que hayáis dedicado vuestro valioso tiempo a nuestra representación…
Las palabras de D’Annunzio eran amables, pero en su tono había una sombra de provocación. Su verde mirada estaba fija en el joven, como un león adulto que encarara al cachorro que le quiere quitar el puesto.
—La ceremonia de hoy es muy importante para nosotros, porque servirá al mundo nuestra recuperación. Su éxito servirá también para dar a conocer el poder del Vaticano… Esperamos seguir contando con el apoyo del Ministerio de Información de aquí en adelante.
—…
Aunque el tono era desafiante, no se podía decir que en las palabras del arzobispo hubiera ninguna salida de tono. Antonio se quedó en silencio, algo raro en él, como sin saber qué responder, sintiendo claramente la diferencia de madurez que había entre él y su interlocutor.
A sus cincuenta años, el arzobispo D’Annunzio era un hombre experimentado que había desempeñado un papel crucial en el Vaticano ya desde la época del anterior papa Gregorio XXX. Como mano derecha de Alfonso d’Este, que era entonces jefe del Colegio Cardenalicio, había desempeñado cargos importantes como director de la Santa Inquisición o secretario en jefe del Vaticano. En su tiempo libre había escrito decenas de novelas y más de doscientas obras de teatro, y era considerado uno de los genios literarios de su tiempo. Sin embargo, su brillantez había provocado la envidia de Alfonso, quien acabó alejándose del centro. Su fama sólo la superaba la de los cardenales Medici y Sforza, hermanastros del papa. Nadie sino un hábil político habría conseguido que la ciudad de István renaciera de sus ruinas sólo un año después de la catástrofe de La Estrella de la Desolación.
—¡Ah!, pero si todavía no he saludado a la invitada principal… Después de acallar al joven, el arzobispo se giró rápidamente hacia Esther, quien observaba en silencio el combate dialéctico entre los dos altos cargos religiosos.
—Es la primera vez que nos vemos, pero os conozco muy bien, hermana Esther. Ruego que nos disculpéis por haberos hecho venir desde tan lejos.
—En…, encantada, excelencia…
Esther se levantó, azorada, del sofá ante la sonrisa amable del religioso y bajó la cabeza, ruborizada ante sus rasgos varoniles.
—Me siento muy honrada de que me hayáis invitado. Es un honor conoceros personalmente.
—En absoluto, el honor es mío por poder saludar a la Santa en persona. Investigué ampliamente acerca de vos para escribir este guión. Llevo mucho soñando con conoceros, pero… la verdad es que me habéis sorprendido. No pensaba que fuerais tan hermosa…
—¿He…, hermosa? Para nada…
Ante los halagos del arzobispo, Esther hundió profundamente la cabeza y se puso aún más roja. Medio confusa, medio azorada, buscó con la mirada a Abel para que acudiera en su ayuda.
—A mí es le primera vez que me invitan a un palco de honor en la ópera, pero, oye, ¡qué vista! ¡Je, je, je!, me siento como Dios…
El sacerdote estaba ensimismado, observando el teatro, y no se dio cuenta de que la monja le miraba. En su imaginación, Esther le dio un puntapié en la espalda, mientras se rascaba la cabeza pensando cómo responder al arzobispo.
—¿Podría pediros que no me llamarais Santa? Es una palabra demasiado importante que no merezco para nada…
—¿Qué no la merecéis? Sois demasiado modesta, hermana… —respondió D’Annunzio sin dejar de sonreír, como si disfrutara ante el azoramiento de la joven.
Alargando una mano para arreglarle la cofia, el arzobispo la miró con cara traviesa.
—Sois la doncella santa que protegió al pueblo y acabó con el malvado diablo… Como arzobispo de István no puedo estaros lo suficientemente agradecido. La representación de esta noche es mi humilde intento de ayudar a que vuestra gesta permanezca en la memoria de las generaciones futuras.
—Os estoy muy agradecida, pero…
Con una sonrisa tensa, Esther negó torpemente con la cabeza. Su rostro había perdido de repente el color sonrosado.
¿Santa Esther? ¿A qué venía aquello?
Si murmuraba así en su interior con la mirada baja no era sólo porque el apelativo la disgustara.
Un año atrás un hombre había expirado en sus brazos. Era alguien que había amado a su esposa humana, alguien que había decidido luchar contra el mundo como venganza porque los propios humanos le habían arrebatado a la mujer que amaba. El «malvado diablo» al que se refería D’Annunzio era aquel ser. Esther había sido elevada a la categoría de santa por la «gesta» de haberle matado, pero había algo que no la convencía. Todo aquello le parecía una farsa en la que no deseaba verse envuelta…
—¡Ah!, por cierto, eminencia, ¿y el cardenal Medici? Creía que también iba a estar presente en la ceremonia por los caídos…
—Por desgracia, sus compromisos no le permiten alejarse de Roma. Dijo que enviaría a un representante, pero… ¿aún no ha llegado?
D’Annunzio y Caterina se pusieron a hablar de temas prácticos. Aliviada por no ser ya el centro de la conversación, Esther volvió los ojos hacia la platea.
Más de un millar de espectadores llenaban el teatro. Todos eran personajes célebres de la ciudad, pero Esther no reconocía ninguna cara. Durante la reconstrucción de István, D’Annunzio había dado trato preferente a los industriales de Roma y Venecia para que instalaran sus fábricas y bancos en la ciudad. Los asistentes eran todos gente riza de esa clase. Los ecos de las conversaciones que se oían no eran en húngaro, sino mayoritariamente en la lengua oficial de Roma.
El telón seguía bajado, pero se podía ver que los actores esperaban entre bastidores, probablemente para salir a saludar antes de la representación. Entre ellos había una joven monja sonriente, la heroína retratada en el folleto. El jorobado que tenía al lado sería, entonces, el marqués de Hungaria. El maquillaje siniestro resaltaba su aspecto monstruoso y mostraba unos largos colmillos de depredador. No podía estar más claro que él era el malo de la historia.
La frágil y hermosa heroína pasaría por muchas dificultades, pero al final vencería al monstruo y traería la paz a la ciudad. Era una historia tan previsible que sólo con ver a los actores ya se podía imaginar.
Pero…
«Pero la lucha final fue mucho más compleja», pensó Esther, agarrando de forma inconscientemente el rosario que le colgaba del cuello.
«No son ganas de matar. No tengo tan mal gusto como para disfrutar con una carnicería».
«Esto es la lucha por la vida».
El hombre que había dicho aquello no era un simple «malvado diablo», ni Esther había luchado por motivos estrictamente santos. Aún había muchas cosas que no comprendía del todo, pero estaba claro que aquello había sido una lucha por la supervivencia. Si hubiera perdido, habrían sido Esther y sus compañeros quienes habrían muerto. Sin embargo, al joven no podía quitarse de la cabeza una pregunta: «¿Realmente fue un conflicto inevitable?».
Una monja como ella no podía hacer una pregunta así en voz alta. Mientras trabajara para el Vaticano, una duda como ésa equivalía a cuestionar su propia identidad…
—¿Eh?
Esther se había quedado un momento ensimismada, pero en seguida volvió en sí.
Entre los actores que se habían reunido en una esquina del escenario, le había llamado la atención una figura que había salido con discreción de detrás del telón por la esquina opuesta.
Era una chica más o menos de la misma edad que Esther, tenía la piel morena, de un color inusual en la región, y el pelo de un azabache brillante. La combinación de la atrevida abertura del vestido con los largos guantes decorados con piedras preciosas le daba un aire espectacularmente extremado. Pero lo que atrajo el interés de Esther no fue ni su figura ni la ropa que llevaba. Aquellos ojos violeta que brillaban en el rostro bien proporcionado… los había visto antes en algún lado.
—Esa chica me resulta familiar…
—¿Ocurre algo, Esther?
La voz que resonó a su espalda era la del sacerdote espigado, que vagaba con aire distraído por el palco de honor. Mientras devoraba con los ojos el plato de pastas de té que había al lado de la joven, le preguntó:
—De repente te has quedado callada, con esa cara… ¡Ah!, ¿tienes dolor de barriga? ¿Quieres que me coma yo esas pastas? No me importa hacerte el favor…
—No —respondió secamente Esther, cortando al sacerdote. Y añadió, señalando a la chica con el dedo—: ¿No os suena de algo esa muchacha, padre? Esa cara la he visto ya… y no hace mucho.
—Eh, ¿qué chica? —preguntó el sacerdote con voz intrigada, y mirando hacia donde indicaba Esther, puso cara de confusión—. No veo a ninguna chica… ¡Ah!, ¿quieres decir esa actriz de ahí?
—No, me refiero a la que ha salido por el otro lad… ¿Eh?
Al volver la mirada de nuevo hacia el escenario, Esther frunció el ceño, igual que Abel. La figura femenina que había visto un instante antes había desaparecido.
—Pero qué raro… Si hace un momento…
—¡Guau! ¿Ésa es la actriz que hace tu papel? La había visto en el folleto, pero ¡al natural es incluso más guapa!
Abel ya había perdido todo el interés en Esther y estaba absorto observando al grupo de actores. No hacía ningún esfuerzo por ocultar que se le caía la baba mirando a la actriz.
—¡Pero qué belleza! Tanto en estilo como en atractivo es mucho mejor que la orig… ¡Ah!, pero no te enfades, Esther. Es innegable que es mucho más guapa, elegante y seductora que tú, pero tú tienes tu atractivo especial. No tienes por qué preocuparte.
—¿¡Eso me lo tengo que tomar como un halago!?
Esther posó la taza de té en el plato, dispuesta a responderle al sacerdote como se merecía, pero…
—¡Ah!, está a punto de empezar la representación… —murmuró el arzobispo, alzando la vista hacia el reloj, y se levantó para despedirse del Papa y los cardenales—. Santidad, eminencias, espero que disfrutéis con la representación. Si me disculpáis, iré a dar la bienvenida al público… Vamos, hermana Esther.
—¿¡Qué!? ¿Yo?
Esther se quedó atónita, señalándose a sí misma con el dedo mientras parpadeaba con sorpresa. ¿Por qué tenía que acompañar al arzobispo a saludar a los asistentes?
Al ver la confusión de la monja, el arzobispo esbozó una sonrisa y, con voz dulce, dejó caer la bomba:
—Vamos a saludar juntos al auditorio… Supongo que habéis preparado un pequeño discurso.
—¿Sa…, saludar a…? ¿¡Un discurso!?
Ante aquellas palabras por completo inesperadas, Esther se quedó estupefacta. ¿Era una broma? ¡No podía esperar que saliera así como así al escenario ante la multitud e improvisara un discurso!
—¡Un…, un momento! Es un poco precipitado…
—Pero ¿no habéis venido preparada? Pero qué despistada es mi Santa… Bueno, qué se le va a hacer. Como supuse que podía ocurrir algo así, me he permitido la libertad de preparar un pequeño borrador. Sólo tenéis que leerlo.
—¿Eh…? Pero…
El arzobispo parecía hablar completamente en serio y le entregó un montón de papeles. Esther los recibió sin saber muy bien qué hacer y buscó con mirada dubitativa al sacerdote para que la ayudara…
—¡Ah, Esther!, si vas al escenario, ¿puedes pedirle a esa actriz que me firme un autógrafo? Que ponga: «Para el padre Nightroad, con cariño», o algo así, ¿de acuerdo? ¡Je, je, je…!
—¡!
Guardándose el instinto asesino para más tarde, Esther lanzó un profundo suspiro.
No había manera de escapar de aquello.
—¡Uf, qué tarde llego!
Aunque aún estaban a principios de noviembre, el frío invernal ya había caído sobre István. Unas nubes sombrías cubrían el cielo y, pese a que se suponía que el edificio estaba equipado con calefacción, se podía ver al aliento blanco de la gente que paseaba por el vestíbulo del teatro de la Ópera.
Sin embargo, la figura masculina que entró corriendo en el vestíbulo parecía inmune a todo ello. Del hombre gigantesco que cruzó la sala devastando la alfombra emanaba una sensación sofocante de calor estival. Ni que decir tiene que una figura así atraía todas las miradas, como si en la sala hubiera aparecido de repente un monstruo de otro mundo; pero el hombre parecía ajeno a ello y avanzaba con una mirada dura, como si se encontrara penetrando en territorio enemigo.
—¡Qué miseria haber sufrido un contratiempo precisamente cuando estoy representando al cardenal Medici! ¡Este despiste te puede salir muy caro, Petros!
Vestido con el uniforme de oficial de la policía secreta, el hermano Petros levantó la mirada hacia el reloj como si observara a un antiguo enemigo. Aunque todavía faltaban veinte minutos para el inicio de la función, había cometido una falta gravísima al no haber llegado antes de que Su Santidad hiciera su entrada.
De cualquier modo, no hacía más que unos minutos que había llegado a la ciudad, enviado por su superior, que tenía demasiados asuntos que lo retenían en Roma. No había llegado por vía aérea, como el Papa, sino que había tomado la ruta terrestre. La inspección de las instalaciones militares que se había planeado le había tomado más tiempo del previsto, y eso había causado el retraso.
Si bien la inspección había sido satisfactoria, era escandaloso que el director de la Santa Inquisición llegara después que la comitiva papal. Sin duda, le esperaba una severa reprimenda por parte de Francesco cuando volviera. Si fuera sólo una bronca lo que le esperaba… Había otra cosa que Petros tenía aún más…
—¿Dónde estará el palco de honor? ¿Eh…? ¿Dónde demonios estoy?
En cuanto hubo atravesado el vestíbulo, Petros se detuvo. Tuvo que aceptar que se había perdido y empezó a mirar a su alrededor, pero ninguna de las puertas que veía era la que buscaba.
En efecto, no sabía dónde estaba. Había cruzado el vestíbulo como una exhalación, pero no tenía ni idea de cómo llegar al palco de honor. Resignado a buscar a tientas, empezó a explorar los alrededores para ver si encontraba algún rastro con una mueca fiera, pero no consiguió nada más que hacer llorar a un niño que pasaba.
La cuestión era que el palco de honor no era accesible desde la entrada general, sino que tenía su propia boca de acceso, pero Il Ruinante no tenía manera de saberlo. Apretó los dientes y se dispuso a deshacer su camino cuando…
—¿¡Ay!?
Detrás del intrépido monje guerrero se oyó un pequeño grito de dolor.
Al girarse, Petros había chocado frontalmente con una muchacha que venía caminando tras él. La chica cayó de espadas sobre la alfombra, soltando lo que llevaba entre las manos.
—¡Aaah! ¡Perdonadme, hermana! ¡Qué torpe que eres, Petros!
El hombre intentó disculparse mientras recogía los papeles, que habían quedado desparramados por el pasillo. La monja seguía gimiendo en el suelo, agarrándose la cofia.
—¡Disculpad mi ineptitud! ¿Estáis bien? ¿Eh? ¿¡Vos!?
Mientras ayudaba a la monja a levantarse, a Petros le cambió el color de la cara y rugió, sorprendido, a su interlocutor, que aún se tambaleaba:
—¡Vos sois Esther Blanchett!
—¡Ah!, hermano… Petros, ¿verdad?
Conmovida por la violencia con la que el inquisidor había dicho su nombre, la joven retrocedió, levantando la mirada llorosa hacia Il Ruinante, y le hizo una reverencia.
—Hacía mucho tiempo que no nos veíamos… ¡Ah!, gracias de nuevo por vuestro apoyo en Cartago.
—No, por favor, soy yo quien os deb… ¡Pero ¿qué estoy diciendo?!
Petros empezó a responder al saludo de forma automática, pero en seguida volvió en sí. ¡No era el momento de quedarse charlando!
—¡Esther Blanchett! ¿¡Qué estáis haciendo aquí!? ¡Éste no es lugar para vos!
Finalmente la monja se irguió con extrañeza en sus ojos.
—Bueno, me estaba preparando para el discurso. El arzobispo D’Annunzio me ha ordenado que salude a los asistentes con unas palabras y estaba repasando el guión…
—¿Lo ha ordenado el arzobispo? Imposible. ¿Cómo puede ser que…?
Riendo como si estuviera hablando con una niña pequeña, Petros echó una mirada al guión y su expresión pasó de repente del escepticismo a la sorpresa. Encabezando las hojas estaba… ¿¡el sello del arzobispo!? En inquisidor empezó a leer precipitadamente el texto.
—¡Pe…, pero ¿qué…?! «Ante todos vosotros aquí reunidos quiero levantar mi voz para denunciar…».
«Ante todos vosotros aquí reunidos quiero levantar mi voz para denunciar que existe el Mal puro en el mundo. Quiero levantar mi voz para decir que mientras ese Mal no sea exterminado, no tendremos ningún futuro. Debemos unirnos para luchar y defender todo aquello que amamos, todo aquello que respetamos. Será una lucha difícil y dura, pero todos unidos en nuestra Fe debemos hacer frente a…».
Era increíble, pero aquello parecía ser, en efecto, el guión de un discurso. Y ocupaba casi cincuenta páginas. El tono era un poco afectado y en exceso dramático, pero la firma del arzobispo que cerraba el texto parecía auténtica.
—¡Hmmm!, y lo firma el arzobispo… ¡Pero no me lo puedo creer! ¿¡Por qué os ha pedido que…!? —dijo, mirando a la monja con ojos desconfiados—. ¿¡Acaso estáis conspirando contra mí!? ¡Decidme la verdad o lo lamentaréis!
—¿Eh? La verdad es que hace ya un rato que no sé de qué habláis…
La joven se rascó la cabeza, sinceramente confusa. Era como hablar con un borracho que no hiciera más que repetir la misma historia.
—No es que no me parezca extraño estar aquí, la verdad. Primero recibo un aviso de parte de la duquesa de Milán para que venga a István, luego me piden que dé un discurso… Lo cierto es que…
—La duquesa de Milán… ¿¡La cardenal Sforza!?
Petros reaccionó rápidamente a las palabras de la joven. La cardenal… ¿qué estaría tramando aquella víbora?
En realidad, lo que más preocupaba a Petros era lo que pudiera hacer la hermanastra del Papa durante la visita. Aprovechando la ausencia del cardenal Medici, podía intentar manipular al Pontífice o hacer alguna maniobra extraña… Había que estar preparado para cualquier cosa, y los hechos le daban razones para sospechar.
Así que la víbora ya se había puesto en marcha… Pero no volvería a tropezar con la misma piedra de Cartago. ¡Esa vez no se le escaparía!
Contemplando a la monja, que le miraba con aire desconcertado, Petros cerró el puño con fuerza.
Aquella bruja se la había jugado en Cartago. Justo cuando estaba a punto de descubrir su complot, todas las pruebas habían quedado destruidas. Sabía con certeza que había tenido contacto con los vampiros, aunque se le había escapado en el último momento. Pero esa vez la pillaría. ¡Descubriría qué estaba tramando alrededor del Papa y la denunciaría ante el mundo!
—¡Ah!, ahí estáis, hermana Esther…
Una voz fría despertó al inquisidor de sus inflamadas cavilaciones. Era una elegante voz masculina, que le había interrumpido como para proteger a la monja.
—Llevo un rato buscándoos. ¿Eh? Creo que ya nos hemos visto antes… ¿Qué trae por aquí a la Inquisición, hermano Pietro Orsini?
—¡E…, excelencia!
Al oír después de tanto tiempo su nombre secular, Petros se giró como si una corriente eléctrica le hubiera atravesado el cuerpo. Al ver al arzobispo que se acercaba, hizo un saludo forzado.
—¡Cuánto tiempo! ¡Qué alegría volver a veros!
—Sí, mucho tiempo, Orsini. La última vez que nos vimos fue cuando dejé mi puesto de director de la Inquisición, ¿verdad? No eras más que un chaval y mírate ahora. ¡Cómo pasa el tiempo!
—¡No os estaré nunca lo bastante agradecido por vuestros consejos y vuestra atención! —dijo Petros, haciendo una profunda reverencia, como si fuera un muñeco de muelles.
La espada del Il Ruinante era temida dentro y fuera del Vaticano, pero había cuatro personas ante las que inclinaba la cabeza. Una de ellas era el arzobispo D’Annunzio.
—Os ruego que disculpéis mi retraso. La revisión de las tropas me ha llevado más tiempo del que había calculado y las carreteras estaban colapsadas…
—Ya me lo contarás luego… —le cortó inmediatamente el arzobispo, y se dirigió luego con voz dulce a Esther, que los miraba, atónita—. Hermana Esther, ¿habéis tenido ocasión de leer el guión? Ya falta poco para vuestro discurso. Vayamos subiendo al escenario.
—Sí, he leído el texto… —respondió la monja, azorada, tomando los papeles que le había devuelto el inquisidor con un impetuoso ademán—. Pero, excelencia, ¿de verdad debo leer ese discurso?
—¿Eh? ¿Qué queréis decir, hermana?
EL arzobispo se quedó extrañado al ver la luz oscura que había cubierto la mirada de la joven, y le preguntó con expresión cautelosa:
—¿No os gusta el parlamento que os he preparado? ¿No cumple con vuestras expectativas literarias?
—No, no es eso. Está maravillosamente escrito y transmite muy bien las ideas… Pero el mensaje…
A la monja se le atragantaron las palabras… Después de dudar y balbucear unos segundos, levantó la mirada, decidida.
—¿Por qué hacer una llamada tan clara a la guerra? Hace un año luchamos contra el marqués de Hungaria, es cierto. Pero fue una pura lucha por la supervivencia. No pensábamos en frases bonitas como la «gloria divina» o la «seguridad de la sociedad humana»…
—¡Ah!, a eso os referís…
D’Annunzio interrumpió con gran serenidad la ardorosa voz de la joven. La sonrisa del arzobispo conservaba su encanto, pero su tono tenía un cierto eco inhumano.
—No hace falta tomárselo tan en serio, hermana Esther. El público reunido aquí esta noche no he venido a escuchar la verdad. Lo que esperan es una historia dramática y emocionante… Quieren la historia de la doncella heroica que abatió al malvado vampiro. ¿Acaso no es nuestra obligación responder a sus expectativas?
—Pe…, pero…
—Escuchadme, Santa…
D’Annunzio hizo callar a Esther con un gesto y negó con la cabeza. El pasillo había empezado a llenarse y el arzobispo bajó la voz, mientras devolvía los saludos a los invitados que pasaban.
—Sois una muchacha muy dulce, Esther. Entiendo perfectamente que no os gusten las palabras duras. Pero reflexionad un momento. Aunque se ha recuperado mucho durante este año, István todavía pasa por momentos difíciles. La vida de los ciudadanos, vuestros compatriotas, es aún muy dura. Pensad lo importante que sería para ellos tener una heroína…
El arzobispo le posó una mano blanquísima sobre el hombro mientras la miraba profundamente a los ojos.
—Esther Blanchett, debéis ser su Santa. Debéis ser la imagen que dé aliento a sus corazones. Debéis ser la fuerza y la esperanza de todos aquellos a quienes amáis, de toda la humanidad. Yo os mostraré cómo.
—…
Esther se quedó dubitativa ante las poderosas palabras del arzobispo, después de abrir y cerrar los labios como sin saber qué decir, la muchacha suspiró profundamente.
—Bueno. Lo intentaré.
—Buena chica.
Asintiendo con satisfacción, D’Annunzio le abrió la puerta que llevaba al escenario.
—Hermana Esther, es hora de salir a escena. El público os espera.
—De acuerdo…
«El público os espera». Tendría que haberse sentido animada, pero la expresión preocupada de la muchacha no cambió. Incluso podría decirse que el sufrimiento se le hizo más evidente en el rostro. De todos modos, Esther empezó a caminar arrastrando los pies. Atravesó la puerta que le había abierto el arzobispo y desapareció por el oscuro pasillo.
Después de cerrar la puerta, D’Annunzio hizo una mueca sarcástica.
—Vaya Santa más difícil de manejar… Uno se rompe la crisma para convertirla en una estrella, y ella, a cambio, se queja…
—¿Eh?
Ante la risa fría del arzobispo, Petros levantó, extrañado, la mirada. Abriendo de nuevo la puerta, D’Annunzio dijo con voz clara, ante la sorpresa de su antiguo subordinado:
—Nunca sé cómo tratar a las listillas. Es tan aburrido tener que soltarles esos discursos… Las herramientas deberían estar calladitas y limitarse a hacer lo que se les pide.
—¿Herram…? Excelencia, ¿cuándo decís «herramienta» os referís a esa muchacha? ¿Y qué quiere decir eso de «convertirla en estrella»? —preguntó con asombro Petros.
¿O sea que no creía realmente que fuera una santa?
—¡Ah!, pero si todavía está ahí el director de la Inquisición…
El arzobispo de István se giró como si viera a un desconocido y le respondió con el tono de alguien que acabara de descubrirse una mancha en la ropa.
—Me has oído perfectamente. Santa Esther no es más que una imagen creada por el Vaticano. Es una enorme ficción promovida a través del manejo de los medios y la inversión de grandes cantidades de dinero…
El obispo hablaba con tono confiado en el oscuro pasillo, como explicándole todo a un subordinado dura de mollera.
—Como ya sabes, el Vaticano está perdiendo poder respecto a los Estados seculares. Para detener esa tendencia hay que volver a recuperar el centro de la atención social. Crear a una santa forma parte de ese proyecto. Esther Blanchett no es más que una herramienta para nuestros planes…
«No adorarás ídolos», la Biblia lo decía muy claro. ¿Acaso no lo sabía el arzobispo? D’Annunzio hablaba como si no sintiera ninguna aprensión ni sentimiento de culpa por jugar así con la vida de la chica y la fe de millones de personas.
—Además, como herramienta, es de primera clase. Su pasado es impoluto, y no hace ningún daño que se así de guapa… Tiene una cara muy coqueta, ¿no te parece, Orsini?
—¿Eh?, bueno, yo no sabría…
Ante la turbación del caballero, el arzobispo le miró con ojos burlones.
—¿No sabes de eso? Bueno, da lo mismo… Tengo que presentarle al público mi Santa. Orsini, puedes ir hacia el palco de honor. Luego, hablaremos sobre su retraso. Prepárate.
D’Annunzio se giró, tras dejar caer aquellas frías palabras, y alargó la mano hacia la puerta que llevaba a escenario.
—¿Eh…?
Atemorizado, Petros se dispuso a huir de su antiguo superior, pero, justo cuando iba a hacer una reverencia de despedida, recordó que aún tenía algo que preguntarle algo.
—Excelencia…, la verdad es que tengo una pregunta que haceros antes de presentarle ante Su Santidad.
A medio cerrar la puerta, el arzobispo se volvió con gesto molesto ante la voz de su cargante interlocutor.
—¿Cuál?
La voz de D’Annunzio recordaba a la de un maestro que anunciara a un alumno que le había suspendido. Petros reprimió a duras penas sus ganas de salir huyendo y se acercó corriendo al arzobispo para preguntarle:
—Acabo de pasar revista a la Guardia de la ciudad, pero… Excelencia, ¿qué significa este despliegue? He visto una división completa o incluso más. ¿¡Y carros de combate y aeronaves!?
D’Annunzio siguió andando como si no se diera cuenta de la alarma que resonaba en las palabras de Il Ruinante.
—Admiro cómo habéis conseguido reformar en sólo un año una organización que había quedado por completo destruida. Pero para ser una fuerza de orden público resulta un poco desproporcionada. ¿Ocurre algo?
—¿Eh? ¿Qué va a ocurrir?
El arzobispo se detuvo por primera vez. Torciendo la boca, respondió con voz fría a la mirada perpleja de Petros.
—Ciertamente, los efectivos de la Guardia superan ahora los que tenía hace un año. Nadie lo oculta. Pero sí de toma en consideración la situación de la ciudad no se puede decir que sean suficientes. Al fin y al cabo, István es la columna central de la línea de defensa oriental del Vaticano. Su potencial defensivo tiene que ser tan grande como sea posible…, ¿no crees?
—Si me permitís hablar con franqueza, ¡creo que hay un problema de magnitud! En esta área está desplegada la Segunda División del Ejército del Vaticano, a la que le corresponde ocuparse de las labores de defensa. La Guardia de la ciudad debería desempeñar únicamente funciones policiales. ¿Qué sentido tiene equipar a la policía como si fuera un ejército?
La única respuesta que obtuvo el ardiente parlamento de Petros fue una sonrisa glacial.
—Vaya, vaya, veo que sigues sin entender nada, Orsini…
El arzobispo no hacía ningún esfuerzo por ocultar la malicia y el desprecio de su rostro. Como si tuviera lástima de la estupidez de su interlocutor, hizo una mueca, riendo por la nariz.
—Sí que hay una división del ejército estacionada aquí. Pero en caso de guerra, esas tropas abandonarán la región. ¿Acaso no tendrá que defenderse István sola, entonces? Es por eso por lo que hemos ampliado los efectivos de la Guardia… Claro está que nos cuesta muchos recursos, pero no por eso podemos permitirnos reducirla.
—¡Pero eso desmonta todos los planes de Roma y el cardenal Medici! Además, habláis de guerra, pero ahora que la región se ha estabilizado, ¿de dónde va a venir el riesgo de conflicto bélico? Los países vecinos respetan la autoridad del Vaticano y no hay señal de que se vaya a producir ningún disturbio que…
—¡¡¡Hermano Petros!!!
El grito resonó como un látigo de hielo.
Lanzando una desafiante mirada al inquisidor, el arzobispo esculpió con voz dura sus palabras en el aire oscuro del pasillo.
—¿¡Eres el director de la Santa Inquisición y no entiendes algo así!? ¿¡Has olvidado quién es el enemigo mortal de la humanidad!? ¿¡Has olvidado que ese Imperio de terribles diablos lo tenemos al lado!? Si lo has olvidado, te lo recordaré. No lo olvides nunca: esto es István, ¡la primera línea de la batalla contra los vampiros!
—¿Eh…? Pe…
Cualquiera que hubiera asistido a su diálogo se habría quedado helado de la sorpresa. Il Ruinante, conocido como el hombre más implacable del Vaticano, se había quedado callado.
Al comprobar que Petros no iba a replicarle, el arzobispo suavizó la expresión.
—Bueno, no quiero darte más sermones. Vuelve al vestíbulo. ¿No habías venido a escoltar a Su Santidad? Eso es todo para lo que vales. Al menos cumple con la misión que te han encargado.
—¡S…, sí! Con vuestro permiso…
Apretando los dientes, Petros hizo una reverencia. No le convencían en absoluto las razones alegadas por su antiguo superior, pero no tenía en aquel momento una réplica apropiada. Tampoco tenía tiempo. Se daba la vuelta hacia la salida cuando…
Justo entonces la puerta se cerró enfrente de él. Y, como si estuvieran esperando ese instante, los guardias echaron el cerrojo desde fuera.
—¿Eh?
¿¡Le habían encerrado!?
Petros miró, desconcertado, a su alrededor. Las puertas que llevaban a la platea estaban todas cerradas con cerrojo. La iluminación de la sala empezó a hacerse más tenue al mismo tiempo que tomaba fuerza la del escenario. El sacerdote guerrero oyó entonces el sonido de la voz del presentador a través del micrófono:
—¡Damas y caballero, bienvenidos al teatro de la Ópera de István! En breves momentos empezará ante todos ustedes La Estrella de la Desolación.
—¡Petros, eres un torpe!
El inquisidor empezó a ponerse nervioso. ¡Tenía que encontrar la forma de llegar al palco del Papa cuanto antes!
Sin embargo, por mucho que buscaba por todos lados no era capaz de encontrar una puerta abierta. Al parecer, las medidas de seguridad pasaban porque el público estuviera efectivamente encerrado dentro del teatro. Tampoco era que no pudiera hacer abrir una de las puertas, invocando su autoridad como director de la Inquisición, pero si lo hacía, desviaría la atención del discurso que iba a empezar en el escenario, y cuando se enterara el arzobispo, le caería una buena.
—Antes de comenzar, pronunciará unas palabras de bienvenida el autor del guión… ¡Su excelencia el arzobispo de István, Emanuele D’Annunzio!
—Buenas noches, damas y caballeros.
Mientras Il Ruinante sudaba al tiempo que buscaba desesperadamente una salida, en el escenario había empezado el discurso de bienvenida. Tomando el micro, el arzobispo sonreía con todo su encanto viril. Sin embargo, la voz que empezó a resonar por la sala tenía la serenidad propia de un servidor de Dios.
—Sean todos bienvenidos. Hace ya un año que recibí mi nombramiento como arzobispo de esta ciudad. El camino no ha sido fácil, pero con la ayuda del Señor y la colaboración de todos ustedes, hemos logrado superar felizmente todas las dificultades que se nos han presentado hasta ahora. Durante este año hemos defendido en István la gloria del Señor, que nos trajo una muchacha. Creo que podemos estar orgullosos de ello.
Después de pronunciar aquellas frases casi sin respirar, el arzobispo se quedó un instante callado. Cerró los ojos como si estuviera recordando todos los esfuerzos de aquel año y levantó la cara hacia el techo. Petros se dio cuenta de que aquello no era más que un gesto teatral, pero los espectadores parecieron entenderlo como una reacción sincera de piedad religiosa. Algunas mujeres maduras incluso empezaron a sollozar quedamente de la emoción.
Entonces, después de comprobar que toda la sala se había quedado en absoluto silencio, el arzobispo abrió los ojos de nuevo. Sin dejar de sonreír con serenidad, levantó al brazo derecho para señalar a la pequeña figura que esperaba en la base del escenario.
—Esta noche me conmueve tener la oportunidad de expresar nuestro agradecimiento a la persona que hizo posible el renacimiento de esta ciudad. ¡Damas y caballeros, permitidme que les presente a la heroína que liberó a István del monstruo maligno! ¡Nuestra esperanza ante los diablos que nos amenazan! ¡La hermana Esther Blanchett, Santa de István!
Mientras se elevaba un aplauso atronador, apareció la figura dubitativa de la monja, equipada con un micrófono. Parpadeando por el brillo de los focos y encogida de hombros, la muchacha parecía diminuta en medio del enorme escenario, como si no fuera más que una niña.
«No es más que una pobre chiquilla…», pensó Petros al ver a Esther avanzar por el escenario.
Pensándoselo bien, la pobre chica merecía su compasión por muchos motivos.
Primero, porque pertenecía a la Secretaría de Estado, que era la guarida de la bruja Caterina Sforza. Además, debía trabajar con aquellos agentes, que tenían una reputación horrible de sacrílegos. No era capaz de imaginarse cómo podía llevar una vida pía de monja entre ellos.
Encima, todo el espectáculo de aquella noche no lo había buscado ella, sino que la había implicado el entorno de D’Annunzio. A su corta edad, ser adorada como Santa y recibir el encargo de hacer un discurso ante tal audiencia no podía considerarse sino una desventura.
—Eh…, eh… B…, buenas noches a tod… ¡Ay, no…! Buenas noches, da…, damas y caballeros. Es un honor presentarme ante ustedes. Soy Esther Blanchett. No tengo palabras para expresar mi agradecimiento por esta función que se realiza en mi honor.
Mientras Il Ruinante la miraba con ojos compasivos, la monja había empezado a hablar balbuceando. Al inquisidor se le encogía el corazón sólo de ver cómo tenía la frente perlada de sudor y cómo se movían sus azules ojos llenos de inseguridad. Intentando sonreír débilmente, la joven posó sobre la mesa el guión que le había dado antes el arzobispo. Justo cuando desplegó las primeras páginas y se dispuso a empezar a leer… ocurrió la tragedia.
—¿¡Ah!?
Lo primero que resonó por los altavoces fue un pequeño gemido.
Los folios del guión que Esther iba a leer salieron volando por el escenario.
—¡No! —gritó Petros, mientras los papeles caían revoloteando como hojas levantadas por el viento.
¿Se habría olvidado de volver a atar bien la cuerda que mantenía los folios juntos? La monja intentaba recogerlos con premura, pero muchos habían caído ya fuera del escenario. El rostro tenso de la muchacha había perdido todo rastro de color.
Pero Petros y el resto del público no tuvieron que aguantar la respiración durante mucho tiempo.
Al principio, la monja estaba tan atónita que no podía ni hablar, era natural. Tener que improvisar un discurso ante tal multitud, y además siendo personas de tanto poder en la sociedad… Incluso a un político veterano le habría resultado difícil. ¿Cómo iba a costarle a una muchacha que acababa de cumplir los dieciocho? A la vista de los acontecimientos, nadie la habría criticado si hubiera huido del escenario. Pero la Santa no lo hizo.
Mordiéndose los labios como si hubiera tomado una decisión, se puso de pie arreglándose los bajos del hábito. Aún estaba un poco pálida, pero en los ojos azules le brillaba una luz poderosa. Como atraídos por aquella mirada, la atención del público se concentró en el rostro de la chica cuando ésta comenzó a hablar…
—Les ruego que me disculpen mi torpeza… Temer que hablar ante tanta gente me ha dejado un poco aturdida… —empezó Esther con una voz vigorosa, casi salvaje—. Esta noche se va a representar una obra en mi honor y quiero expresarles mi enorme agradecimiento por dedicar su valioso tiempo a asistir a la función.
¿Era aquélla la misma monja nerviosa que temblaba unos minutos antes? Esther se dirigía al público con la cabeza erguida, como si hubiera desaparecido toda la perplejidad de antes.
—Pues para estar improvisando lo hace muy bien… —se dijo Petros con admiración, mientras buscaba al arzobispo con la mirada.
Entre batidores, D’Annunzio parecía estar más tenso que antes, pero seguía mirando a la joven con una sonrisa de satisfacción. Como la monja ya había leído antes el guión, a poco que recordara, las cosas saldrían más o menos como él las había planeado.
Petros esperaba lo mismo cuando devolvió la mirada a la muchacha. Probablemente, invocaría a Dios y el Vaticano, alabaría el valor de los combatientes un año atrás y llamaría a los presentes a seguir unidos. Si decía aquello no se notaría nada que…
—Darles las gracias a todos ustedes, ésa era mi intención… Pero ahora he cambiado de parecer…
Petros tardaría mucho en olvidar cómo cambió el ambiente de la sala con sólo esa corta frase.
¿¡Qué iba a decirles!?
Al mirar entre bastidores, vio cómo el arzobispo se había quedado rígido, y contemplaba con estupefacción a la monja, como quien observara a una muñeca de cerámica que se hubiera puesto a hablar de repente. Esther no miraba al arzobispo, sino a la sala llena de espectadores. En sus pupilas se reflejaban los innumerables rostros extrañados que se habían clavado en ella. El público parecía hipnotizado por las palabras de la Santa, que susurraba despacio:
—He venido a rezar con todos ustedes por las almas de los que derramaron su sangre en la batalla un año atrás. Para eso he vuelto a ésta, mi ciudad.
La voz no era demasiado potente, pero dominaba por completo la sala, donde no se oía ni una tos. Sin ser demasiado aguda ni demasiado grave, llenaba el aire de una sensación limpia y serena. Era el ejemplo perfecto de una voz placentera. Como prueba de ello, al oírla, Petros había olvidado del todo que tenía que dirigirse al palco de honor, nada más lejos de su mente en aquel momento que alejarse de allí. Il Ruinante se había quedado ensimismado, atendiendo al fluir de aquella voz.
—Hace un año, hicimos correr mucha sangre. Sangre de nuestros compañeros, sangre de nuestros enemigos… Fue una batalla horrible. Pero entonces pensaba que no había otra opción. Para sobrevivir había que luchar. No podíamos evitar derramar aquella sangre. En esos momentos parecía que estábamos en una encrucijada entre la vida y la muerte. Sí, ésa era realmente la situación. Por eso tomamos la espada… Pero ahora, un año más tarde, tengo la sensación de que «no había otra opción» no es explicación suficiente para aquella lucha…
Esther se quedó un momento callada después del largo parlamento. Al verla cerrar brevemente los párpados como para sumergirse en los recuerdos, Petros pensó que aquella monja no parecía la muchacha que él conocía. Más que a un ser vivo, recordaba a las imágenes de santas que aparecían en los murales y cuadros religiosos de las catedrales.
Al abrir de nuevo los ojos, le brillaba una luz dulce pero intensa. Mirando al público, que seguía en un silencio absoluto, prosiguió con voz serena.
—Durante aquella batalla conocí a una persona…, una persona que entonces era mi enemigo. Era el hombre al que yo intentaba matar. Pero él también creía que tenía que matarme a mí para sobrevivir.
Su expresión no podía decirse que fuera muy refinada, ni el sonido de las palabras muy hermoso. A pesar de ello, no había nadie en la sala que no estuviera prendado de la voz de la Santa. Ninguna de aquellas celebridades y personas distinguidas pronunció una sola palabra. Todos estaban concentrados, escuchando a la muchacha, que seguía hablando como si aquello fuera lo más normal del mundo.
—Pero no era cierto, nadie tendría que haber muerto; sin embargo, por un malentendido, al principio, tanto él como yo pensábamos que teníamos que matarnos para sobrevivir… Y no sólo él. Creo que entre aquellos a los que matamos y que nos mataron había muchos como él. Muchos que reían como nosotros, lloraban como nosotros. Muchos a los que odiábamos. Todas la posibilidades quedaron destruidas por un malentendido.
Quizá fue el recuerdo de aquel hombre lo que hizo aparecer un poso de sufrimiento en la voz serena de la muchacha. El público sintió también en el pecho el pinchazo de aquel recuerdo doloroso. Mirando al frente, Esther hablaba sin apresurarse, sin forzar las palabras, penetrando hasta el último rincón de los corazones de los asistentes.
—Damas y caballeros, desconfíen de ustedes mismos. Desconfíen de la justicia. Quizá somos demasiado simples. Desconfíen de sus ideas acerca de la justicia en el mundo. ¿Son realmente correctas? ¿Acaso no son muchas veces sólo lo que queremos creer? ¿Acaso no se las imponemos muchas veces al prójimo? Desconfíen. Desconfiar en estos temas no es malo.
«Desconfíen de la justicia». Al oír aquellas palabras, el público experimentó un leve estremecimiento.
Desde que la monja había empezado su discurso, ése fue el primer momento de duda. El público había estado embelesado con ella hasta entonces, pero poco a poco los asistentes empezaron a volver en sí. Esther no se puso nerviosa ante el cambio en la audiencia, sino que se esforzó aún más en su parlamento, movimiento expresivamente los brazos.
—Puede ser que estas palabras les hagan entristecerse. Puede ser que piensen que todo es falso y que no hay nada seguro. Dios y la justicia no son más que espejismos… Pero no es así. Podemos desconfiar, desconfiar y desconfiar, pero siempre quedará algo. Siempre queda algo que no se puede negar… Por ejemplo, en una noche invernal como ésta, reunirse con toda la familia frente a la estufa y sentir la calidez en el corazón.
Las familias que había entre el público cruzaron las miradas, como animadas por las palabras de la muchacha.
—O mirar el cielo estrellado desde un prado desierto y sentir lo preciosa que es nuestra pequeña existencia…
Como para abrazar a todos los presentes, la monja extendió los brazos y siguió hablando, pretendiendo tal vez acariciarles el alma con la voz.
—El amor a uno mismo y al prójimo…, eso es lo que queda al final. Eso es lo que hace que yo crea en Dios. Porque Dios nos ama y nos ha concedido estos dones. Por eso, recemos juntos. Recemos por toda la sangre que se vertió y las almas de todos los caídos… Amén.
—Amén.
—Amén.
—Amén.
Aunque lo hubieran querido ensayar antes, le respuesta de los presentes no habría salido más conjuntada. Parecía que hubieran coordinado no sólo la respiración, sino incluso el pulso. Apenas se había consumido el eco de aquellas palabras cuando se elevó una salva atronadora de aplausos. La ovación no disminuyó después de que la monja acabara de hacer las reverencias de agradecimiento. Tras el parlamento del arzobispo, el público se había quedado sentado, pero las palabras de Esther hicieron que todos los asistentes se pusieran de pie para aclamarla.
Incluso Petros, al ver la reacción de la sala, fue incapaz de reprimir un grito de admiración.
—Y no es más que una chiquilla… ¡Qué carisma!
Sólo con el dudoso apelativo de Santa, la muchacha había logrado emocionar a más de mil personas. Aquello no era normal. Pensando en el futuro, Petros sintió una ligera preocupación.
Si a la Santa artificial que D’Annunzio y Borgia querían fabricar se le añadía aquella capacidad de atraer al público, el potencial de la chica no era nada despreciable. Si desarrollaba su carrera bajo la guía de Sforza, sería una formidable oponente para el cardenal Medici y sus seguidores…
—¡Oye, tú! ¿¡Adónde crees que vas!? ¡Aún no es momento para eso!
Aquellas palabras en tono de reproche que salieron de la base del escenario hicieron que el monje soldado volviera en sí.
Al girarse vio que un soldado de la Guardia, enfundado en su uniforme azul grisáceo, discutía con alguien que llevaba un enorme ramo de flores. Probablemente, quería dárselo a la Santa.
Quien portaba el ramo era una joven adolescente. Por el atrevido vestido de noche que llevaba parecía ser la hija de alguno de los asistentes. Sin embargo, su tez morena y sus facciones pronunciadas eran una combinación poco común en aquellas tierras. Tenía los ojos rasgados y las pupilas de un color amatista imponente.
El soldado que la agarraba con los guantes grises empezó a hablar con voz cada vez más ruda.
—¿Es que no me has oído? Si quieres darle un ramo de flores a la Santa tienes que esperar a que baje del escenario. Vuelve a tu asiento y quédate quietecita.
—¡Aparta, terrano!
Al joven movió ligeramente el brazo que el otro sujetaba, Pareció un gesto sólo simbólico, pero lo que ocurrió entonces fue todo menos eso. El soldado, que medía metro noventa y pesaba cien kilos, salió volando de manera increíble y golpeó de cara contra la pared.
El impacto debió de hacerle perder el conocimiento. El ruido horrible de la nariz al romperse fue lo único que acompañó su desplome hasta el suelo. La escena no pasó desapercibida. Entre el público empezaron a oírse gritos apagados de asombro y en el palco de honor los cardenales se habían puesto de pie con el rostro tenso.
Sin embargo, Petros no perdió el tiempo en observar las reacciones de los asistentes, porque se había dado cuenta de que a la joven le asomaban entre los labios unos caninos demasiado largos…
—¡No! ¡Alejaos todos de ella! —gritó Il Ruinante, mientras empuñaba con cada mano las mazas screamer que llevaba en su cintura—. ¡No es humana! ¡Es una…!
—Encantada de conoceros, terranos. Me llamo Shahrazad y vengo del Imperio de la Humanidad Verdadera —dijo la joven, con una voz tan hermosa como una campanilla, pero a la vez llena de una fuerza desafiante.
Al tirar al suelo el ramo de flores, los largos guantes engarzados con piedras preciosas que llevaba empezaron a brillar. Apoyándolos en la pared, la muchacha, o, mejor dicho, la vampira, miró directamente a Esther, que no hizo ningún signo de querer huir.
—Esta noche he venido a ver a la asesina que llamáis la Santa… ¡y a matarla!
Con un ruido sordo, la pared empezó a resquebrajarse como una telaraña.