Saber estar
Los modales, en general, son vitales para una vida en sociedad, amigos. Por eso no entiendo a todas esas chonis (y sus correspondientes “chonos”) que llevan a gala hablar como si tuvieran la enfermedad de Touareg, que es esa que hace que quien la sufre grite insultos gratuitos cada dos por tres en una conversación. Lo que pasa es que, en el caso del chonismo, somos los demás los que (las) sufrimos. Ser choni, por cierto, debería ser una profesión. Ser choni es un concepto en sí mismo. Y ser choni no es fácil, amigos. Y yo eso también lo valoro. Es normal que no tengan tiempo para aprender a escribir si se les va medio día en hacerse esos cardados imposibles o en ponerse uñas postizas con las que, sorprendentemente, pueden hacer una vida normal (que pueden hasta ponerse lentillas sin dejarse tuertas, flipa).
No voy a meterme con la ortografía de estos orcos del protocolo, porque me daría para un libro aparte, y porque la cultura es como saber besar bien: se nota en cuanto uno/a abre la boca.
Yo hay cosas que llevo peor. Como el que la gente haga ruido comiendo. Y, ojo, que yo entiendo que comer un Kiko o una pipa pues tiene que sonar… Pero ¿¡La sopa!? ¡¡La sopa noooo!! Y que haga ruido mi padre porque tiene bigote y va filtrando… ¡Pase! A mi padre le pones una fideuá caliente y te la enfría a la segunda cucharada de la bocanada de aire que le insufla a la pobre con el mostacho. Eso sí, lo mejor de todo, es que se le van quedando los pelillos de las gambas en su bigote ¡y se le queda que parece la bandera de Valencia!
Y no me tengo yo por una mujer violenta, ojo, que cada uno en su casa que haga lo que quiera… ¡Como si te tocas la Cabalgata de las valkirias comiendo un cocido! Pero hacerlo en un sitio público, como un cine, solo tiene una solución: muerte rápida, sin dolor y, si el tipo o la tipa encima sorbe al beber, pues sin anestesia: ¡Pumba! Me refiero a dejarle sin piños, ¿eh? ¡No sin respirar! Quizá parezca un poco exagerado pero coñe, es que como el cine no tenga mucho volumen, escuchas la peli entrecortada. Esos monstruos deben tener el cerebro en una batukada permanente: ¡Pum, ta pum ta pum, ta pum ta pum!
Hace unos años, en los restaurantes un poco finos, estas situaciones eran horribles porque no suelen tener hilo musical (o si lo tienen es más discreto que el paso de María Teresa Fernández de la Vega por la vicepresidencia del Gobierno). Pero ahora están usando técnicas agresivas contra estas apisonadoras: están juntando mucho las mesas para que las hormigoneras de turno o se callen por vergüenza o se anulen unas a otras. Para que se contrarresten, como César Millán y los perros-toros que educa: cara a cara, hocico con hocico y… Solo puede quedar uno.
Yo hago la prueba de fuego antes de salir a comer con nadie: le pongo peladillas y pasas en un plato. Si no noto la diferencia de cuál está comiendo de los dos… ¡A comer en casa! Planto la radio de fondo y por mí ¡como si se tritura las muelas masticando un yogur! Y a malas pones el extractor de la cocina, que es lo que usan nuestras madres para tirarse sus cuescos mientras guisan y les funciona, a pesar de que ellas dirán que es la coliflor, pero están guisando pollo… ¡A ver cómo salen de esa!
¡Los modales en la mesa son esenciales, hombre ya! Hay que cumplir un protocolo. La vida es un protocolo, ¡mirad si no en Eurovisión cómo nos sigue votando Portugal!
Y lo terrible de esto de los ruidos masticando es si descubres, demasiado tarde, cuando ya le tienes cariño, que tu pareja es un Triturator-Rex. Ahí empezará tu paranoia, que no la suya, ¡porque él no te oye de su propio ruido! Y si ya está difícil conseguir que un hombre te escuche… ¡Imagina una cita así!
Y es que, chicos, es verdad que nos filtráis desde el minuto uno. No se sabe si es cosa genética o pura mala baba pero es un hecho. Ahora, yo tengo la solución: hablaros por saturación: ¡soltar, soltar, soltar, soltar…! Que siempre pienso “¡Mira, Sarita, algo le habrá quedao! ¡Aunque solo sea desasosiego!”.