16
John sintió que el puente se hundía unos cuantos centímetros antes de que las cuerdas se partiesen. Alzó las manos de un modo instintivo sin dejar de correr, pensando que lograría llegar… y un instante después, estaba cayendo. Las rodillas golpearon contra un suelo de planchas de madera en movimiento, y sus manos se cerraron sobre lo primero sólido que tocaron…
Todo lo que oyó fue el sonido del aire al pasar rápidamente junto a su oído, luego, los nudillos de su mano derecha chocaron contra la roca, y descubrió que estaba colgando sobre un barranco bastante profundo, con un trozo de madera suelta en su mano izquierda. Había logrado agarrarse a una de las planchas que seguían amarradas a la cuerda del puente, que colgaba de uno de los lados. Los dos cabos que lo habían mantenido sujeto al lado norte de la hondonada se habían partido.
John dejó caer el trozo inservible de madera y lo oyó estrellarse contra el fondo del barranco junto a varias piezas que se habían soltado. Intentó levantar el brazo para agarrarse mejor… y ¡plaf!, un pegote de mucosidad roja apareció de repente justo delante de él, a un palmo a la derecha de su cara, y empezó a escurrirse por la pared del barranco hasta formar un hilo de baba.
Menuda mierda…
¡Bangbangbang!
Alguien estaba disparando una nueve milímetros, y el chasquido creciente de los escupidores preparándose para arrojarle más babas, le indicó que tenía que subir ya.
Alzó el brazo de nuevo y flexionó los bíceps, la tela de su sudadera se tensó cuando se agarró a una de las rocas salientes y se elevó unos centímetros. Unos disparos sonaron de nuevo por encima de él, más cercanos, y luego oyó un grito de Leon que fue interrumpido por el tronar de nuevos disparos.
Muy bien, chicos. Ya voy…
Ascender subiendo una mano tras otra era una putada, sobre todo con los nudillos sangrando y un rifle colgando del cuello, pero pensó que lo estaba haciendo bastante bien, y alargó el brazo para agarrarse al siguiente asidero cuando una humedad tibia cubrió el dorso de su mano derecha, y le dolió, era como el ácido, abrasaba…
Soltó aquella mano, sacudiéndola para quitarse de encima el frío ácido y frotándosela de forma frenética contra la sudadera. Se mantuvo agarrado al tembloroso puente con la mano izquierda, pero por los pelos, pues el dolor era un fuego enloquecedor. Fue lo único que pudo hacer para resistirse a su instinto natural, que era taparse la herida con la otra mano, y por la comezón que empezó a sentir en los dedos, pensó que no tendría que preocuparse mucho más por ello.
—¡Ya está aquí!
Un grito histérico directamente encima de él. John alzó la cabeza y vio a Cole agachado sobre el borde del barranco, con su camisa de trabajo subida hasta taparle la nariz y con una mirada en los ojos entre frenética y atemorizada.
—¡John, dame la mano! —le instó, y alargó el brazo todo lo que pudo, varios trozos de cemento cayeron al ser desprendidos por las suelas de sus botas. Si dijo algo más, John no lo pudo oír por los nuevos estampidos del arma de Leon, que intentaba mantener a raya a los escupidores.
John sólo tardó una fracción de segundo en reaccionar a la orden de Cole, y en ese breve instante, se dio cuenta de que se caería. Henry Cole medía como mucho un metro setenta de altura, y probablemente pesaba unos sesenta y cinco kilos. Con ropa mojada puesta. Lo que era todavía mejor, parecía una especie de tortuga enloquecida metida en el interior de su caparazón.
Esto es demasiado divertido.
Divertido, y frenéticamente conmovedor, y aunque la puñetera mano todavía le dolía a base de bien, había olvidado por completo el dolor durante uno o dos segundos.
John sonrió e hizo caso omiso de los temblorosos dedos de Cole, y se obligó a sí mismo a concentrarse en subir con su mano herida. Oyó más gritos reverberantes a su espalda, pero por el momento no cayeron nuevas bombas de saliva corrosiva.
—Dile a Leon que utilice su granada —dijo entre jadeos, y Cole se giró, gritando para hacerse oír por encima de otra andanada de disparos de la semiautomática de Leon.
—… ¡tu granada! ¡John dice que utilices tu granada!
—¡Todavía no! —le gritó Leon por respuesta—. ¡Que salga de ahí!
Plaf, plaf. Otros dos salivazos cruzaron el barranco; uno le dio de lleno a Cole en la bota, y el otro cayó a escasos centímetros de la cara de John.
Ponte las pilas, John…
John se agarró a la madera del extremo superior con un tremendo gruñido final y se alzó otro trecho, tiró de nuevo de sí mismo y de repente tuvo que agacharse para poder poner la rodilla sobre el suelo.
—¡Ya estoy aquí, vámonos!
Cole, la tortuga loca, no necesitaba más incentivos. Empezó a correr mientras Leon continuaba cubriendo a John y éste corría encorvado hacia él y metía su mano herida en la mochila de cadera sacando su última granada. Ya le había quitado la anilla de seguridad cuando vio que Leon tenía la suya en la mano.
—¡Hazlo! —le gritó John cuando llegó a su lado.
Leon echó el brazo atrás y arrojó bien alto la potente carga explosiva hacia los escupidores. Ambos echaron a correr, y John echó un vistazo a su espalda y vio que tres o cuatro de los animales ya habían saltado al interior del barranco.
No había tiempo para pensar. John arrojó su granada hacia abajo con toda la fuerza que pudo, y el artefacto desapareció en el vacío al mismo tiempo que la de Leon caía justo delante de las otras criaturas…
Un momento después, los dos se tiraron de cabeza al suelo y rodaron sobre sí mismos. Las explosiones fueron casi simultáneas, ¡BOOUUUMM! Oyeron el ruido de los trozos de roca cayendo y los chillidos increíblemente agudos que sonaban procedentes de algún lugar…
—¡Los habéis pillado! ¡Los habéis pillado!
Cole estaba de pie delante de ellos, con una expresión de júbilo incontenible y de no poco asombro en su estrecho rostro. John se irguió, Leon le imitó, y ambos se giraron para ver lo ocurrido.
No los habían matado a todos. Dos de los cuatro que se habían quedado al otro lado estaban casi intactos, vivos… pero cegados y rotos, con las patas partidas y con un fluido negro que tapaba lo que quedaba de sus caras mientras chillaban de rabia, como el mismo sonido de un conejillo de indias al ser pisado. Los otros dos debieron estar situados justo delante de la explosión: no eran más que bolsas de carne rotas y sangrantes, con huesos que sobresalían del montón de restos como… como huesos rotos. Del barranco artificial también salían chillidos agudos, y del mismo no surgió ninguna criatura dispuesta a atacarlos. Aquel enfrentamiento se había acabado a todos los efectos.
John se puso en pie y miró detenidamente el dorso de la mano herida. Al contrario de lo que se esperaba por lo que había sentido, la piel no se había derretido. Vio que se estaban formando unas cuantas ampollas, y que la piel parecía quemada, pero no estaba sangrando.
—¿Estás bien? —le preguntó Leon mientras se ponía en pie y se sacudía la ropa. Sus rasgos juveniles ya no le parecieron tan juveniles a John.
No pienso volver a llamarle novato.
John se encogió de hombros.
—Creo que me he roto una uña, pero sobreviviré.
Vio que Cole seguía mirándolos, con el cuerpo todavía tembloroso por la adrenalina descargada que seguía en su cuerpo. Parecía incapaz de encontrar las palabras adecuadas para hablar, y John recordó de repente y con toda claridad cómo se había sentido después de su primer combate, el primero en el que había actuado con valentía. Lo exultante que se había notado sin poder evitarlo. Lo increíblemente vivo.
—Henry, eres un tipo curioso —le dijo a Cole al mismo tiempo que le daba una palmada en la espalda al hombrecillo y le sonreía.
El electricista le sonrió a su vez, inseguro, y los tres se dirigieron hacia la puerta que los conduciría hasta la fase Cuatro, dejando atrás los furiosos chillidos de los animales moribundos.
Cuando el polvo se aclaró y vio que los tres hombres seguían con vida, Reston golpeó con el puño el tablero de mandos sintiendo a la vez ira y un miedo creciente. El estómago le dio un salto, y se quedó con los ojos abiertos de par en par por la incredulidad que sentía.
—¡No, no, no, estúpidos cabrones, estáis muertos!
La voz le salía un poco pastosa, pero estaba demasiado asombrado como para darse cuenta, demasiado cabreado. No sobrevivirían a los cazadores, de eso estaba seguro…
Pero tampoco hubieran tenido que sobrevivir a los Ca6.
Reston no podía creerse que hubieran llegado hasta allí. No podía creerse que de los veinticuatro especímenes con los que se habían enfrentado, sólo hubiese sobrevivido uno de los dáctilos, y que todos los demás habían acabado muertos o moribundos. Sobre todo, no podía creerse haber permitido que siguiera aquella situación, que su orgullo y ambición le hubieran impedido hacer lo que tendría que haber hecho en primer lugar. No es que estuviese fuera de su terreno, pertenecía al círculo interior, ya tenía superadas toda aquella clase de inseguridades… pero debería haber hablado con Sidney, al menos, o con Duvall. No en busca de consejo, sino para cubrirse las espaldas. Después de todo, no podía ser responsable de todo aquel asunto si había consultado a uno de los otros miembros más antiguos…
Todavía no era tarde. Llamaría y les explicaría su plan, les explicaría que estaba algo preocupado… Podía decir que los intrusos todavía estaban en la fase Dos, eso ayudaría, ya modificaría la hora que aparecía en los vídeos más tarde… y los cazadores ya habían sido puestos a prueba con anterioridad, en cierto sentido, no los de la clase 3K, pero sí los 121. Algunos se habían escapado de la propiedad Spencer, y por los datos que se habían recopilado sobre aquello, sabía que los tres hombres morirían en la fase Cuatro. Incluso si no los mataban, no podrían salir de allí, y con el apoyo de la oficina central, casi se saldría con la suya y quedaría limpio.
Satisfecho por haber tomado la decisión correcta, Reston alargó la mano bajo el tablero de control y levantó el auricular.
—Umbrella, Divisiones Especiales y…
Silencio. La suave voz femenina al otro lado de la línea se interrumpió en mitad de la frase, ni siquiera se oía el ruido de la estática.
—Soy Reston —dijo con un tono de voz perentorio, y se dio cuenta de que una sensación helada se estaba apoderando de su corazón, ahogándolo—. ¿Hola? ¡Soy Reston!
Nada. De repente, un momento después, se dio cuenta de que la luz de la estancia había cambiado, de que se había hecho más intensa. Se dio la vuelta sobre la silla, deseando fervientemente no ver lo que le parecía que era…
En toda la hilera de pantallas que mostraban lo que ocurría en la superficie sólo se veía estática. Las siete, fuera de servicio…, y pocos segundos después, antes de que Reston ni siquiera pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, las siete se apagaron de golpe y se quedaron completamente negras.
—¿Hola? —le susurró al teléfono inútil, y su febril aliento cargado de alcohol empañó el auricular. Silencio.
Estaba solo.
Andrew «Asesino» Berman tenía un frío de narices, además de estar aburrido y de preguntarse por qué el sargento se había molestado en poner a nadie de guardia al lado de la furgoneta. Los malos no iban a volver, ya se habían marchado hacía rato… e incluso si decidían regresar, estaba muy claro que no iban a intentar llegar hasta su vehículo. Sería un suicidio.
O tienen otro coche de apoyo o se han helado en algún lugar de esa llanura. Esto es una mierda.
Andy se subió la bufanda hasta las orejas, y flexionó los dedos para agarrar mejor su M41. Cinco kilos de rifle no parecían mucho peso, pero llevaba mucho rato de pie. Si el sargento no regresaba pronto, se metería en la furgoneta durante un rato, descansaría los pies y se quitaría el frío del cuerpo. No le pagaban lo bastante como para que se le congelaran las pelotas en la oscuridad.
Se apoyó en el parachoques trasero y se preguntó de nuevo si Rick estaría bien. No conocía demasiado a los demás tipos a los que les había pillado la granada de fragmentación, pero Rick Shannon era su colega, y estaba cubierto de sangre cuando lo metieron en el helicóptero.
Que esos cabrones se atrevan a volver y yo les dejaré ensangrentados a ellos…
Andy sonrió al pensar que lo habían apodado Asesino por algo. Era un tirador de narices, el mejor de su equipo, y era el resultado de toda una vida cazando ciervos.
Y también era un tipo helado, aburrido, cansado e irritable. Menuda mierda de obligación. Si el trío de capullos aparecía de nuevo, se comía los calzoncillos.
Todavía estaba pensando en ello cuando oyó la voz suave y gimoteante que surgió de la oscuridad.
—Ayúdenme, por favor… No me disparen, por favor, ayúdenme. Me han disparado…
Una voz dulce y femenina. Una voz atractiva, y Andy agarró su linterna e iluminó la oscuridad, descubriendo a la propietaria de la voz a menos de diez metros de él.
Era una chica, vestida con ropas negras ceñidas, y que se tambaleaba en su dirección. Estaba desarmada y herida, iba cojeando de una pierna, con el rostro descubierto, pálido y vulnerable bajo la luz de la linterna.
—Eh, quieta —le dijo Andy, aunque no con demasiada rudeza.
Era joven, y aunque él mismo sólo tenía veintitrés años, ella parecía incluso más joven que él, apenas mayor de edad. Y una mayor de edad bastante buena.
Andy bajó un poco el cañón de su arma pensando en lo bien que estaría ayudar a una dama en apuros. Puede que ella fuera una de aquellos tres criminales, lo más probable es que así fuera, pero era obvio que no representaba una amenaza para él. Podía retenerla hasta que regresara el helicóptero, y quizás ella se mostraría agradecida por su ayuda…
Comportarse como un héroe es un buen modo de ganar puntos, seguro que sí. Puede que los tipos agradables lleguen en último lugar, pero desde luego se acuestan con muchas mujeres en el camino.
La chica se le acercó cojeando y Andy apartó la luz de la linterna de su rostro para no deslumbrarla. Puso la nota adecuada de sinceridad en su tono de voz (las pavas se tragan todo eso), y dio un paso hacia ella, alargando un brazo.
—¿Qué ha ocurrido? Ven, déjame que te ayude…
Algo oscuro y pesado le golpeó por el costado con fuerza, y lo derribó al suelo dejándole sin respiración. Antes de darse cuenta de lo que había pasado, la luz de una linterna le estaba iluminando la cara y el M41 le era arrancado de las manos mientras se esforzaba por volver a respirar.
—No te muevas y no te dispararé —dijo un hombre, inglés por el acento, y Andy sintió el frío cañón de un arma clavándose en un lado de la garganta. Se quedó inmóvil, sin atreverse a mover ni un solo músculo.
¡Oh, mierda!
Andy levantó la mirada y vio a la chica empuñando el rifle, su rifle, mirándolo a su vez. Ya no parecía tan indefensa.
—Zorra —dijo con un gruñido, y ella sonrió levemente mientras se encogía de hombros.
—Lo siento. Si te sirve de consuelo, tus dos amigos también picaron con el mismo truco.
Oyó la voz de otra mujer a su espalda, y sonó divertida.
—Además, piensa que ahora entrarás en calor. El cuarto del generador es muy agradable y calentito.
Asesino no lo encontraba nada divertido, y se juró a sí mismo, mientras lo ponían en pie y lo obligaban a bajar hacia el complejo, que era la última vez que subestimaba a una pava, y aunque no pensaba comerse sus propios calzoncillos, desde luego iba a recordar aquello la próxima vez que se sintiese aburrido.