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El edificio era frío y oscuro, se podía escuchar un suave zumbido de maquinaria que rompía el silencio, y que se escuchaba incluso por encima de los tremendos latidos de su corazón. El lugar no era muy grande, quizá de unos diez metros por sesenta, pero formaba una única estancia, lo bastante amplia como para hacerla sentirse intranquila, vulnerable. Unas pequeñas luces se encendían y se apagaban al azar a su alrededor, como si fueran docenas de ojos que les vigilaran desde la oscuridad.

Tío, odio esto.

Rebecca pasó el haz de luz de su linterna por la pared oeste del edificio en busca de algo que se saliera de lo habitual e intentando no sentirse a punto de vomitar al mismo tiempo. En las películas, los detectives privados y los policías que entran a hurtadillas en la casa de alguien siempre caminan con tranquilidad, en busca de pruebas, como si el sitio fuera suyo. En la vida real, meterse en un sitio en donde estaba claro que no debías estar era terrorífico. Sabía que eran los buenos, que estaban haciendo lo correcto, pero aun así sentía las palmas de las manos llenas de sudor y el corazón le martilleaba más que le palpitaba, y deseó desesperadamente tener un lavabo al que poder ir. Le parecía que su vejiga se había reducido al tamaño de una avellana.

Y eso tendrá que esperar, a menos que quiera entrar chorreando en mitad de territorio enemigo

No era algo que Rebecca deseara.

Se inclinó para tener una mejor visión de la máquina que tenía enfrente, un aparato del tamaño de una nevera cubierto de botones, la etiqueta del frente decía «Estación OGO», a saber lo que era. Hasta donde podría contar, la habitación estaba repleta de enormes y macizas máquinas llenas de interruptores. Si el resto de los edificios estaban equipados de forma similar, encontrar el panel oculto de acceso iba a llevarles toda la noche.

Cada uno se ocupaba de una pared, y John investigaba las mesas situadas en el centro del cuarto. Probablemente había una cámara de vigilancia en alguna parte del edificio, lo cual hacía la urgencia todavía más grande… aunque todos esperaban que el personal mínimo significaría que nadie estaría observando. Si tenían mucha suerte, el sistema de seguridad ni siquiera estaría operativo aún.

No, eso sería un milagro. Bastante suerte tendremos si conseguimos entrar y salir de esto vivos e ilesos, con o sin ese libro…

Desde que habían dejado la furgoneta, las alarmas internas de Rebecca habían estado sonando hasta convertirla en un manojo de nervios. Durante el poco tiempo que llevaba en los STARS, había aprendido que confiar en sus instintos era importante, quizá incluso más importante que tener un arma; el instinto le decía a las personas cuando esquivar las balas, a esconderse cuando el enemigo estaba cerca, a saber cuando esperar y cuando actuar. El problema era, ¿cómo saber si era el instinto o sólo estás acojonada? Ella no lo sabía. Lo que sabía era que no se sentía bien en su incursión nocturna. Tenía frío y estaba nerviosa, su estómago le dolía, y no podía sacarse de encima la sensación de que algo malo iba a ocurrir.

Por otro lado, debería tener miedo… todos deberían estarlo. Lo que estaban haciendo era peligroso. Algo malo podría ocurrir realmente, reconocerlo no era paranoia, era ser realista.

—Hola. ¿Qué es eso?

Justo a la derecha de la máquina OGO había algo que parecía un calentador de agua, un aparato alto y redondeado con una ventanilla delante. Tras el pequeño cuadrado de cristal había una bobina de papel cuadriculado, cubierta con unas hileras negras, nada que hubiese reconocido, lo que había captado su atención era el polvo en el cristal. Era el mismo polvo que parecía haber por toda la habitación… pero había algo más. Había un borrón a través de la suciedad, una línea húmeda que podría haber sido causada por el dedo de alguien.

¿Un borrón en el polvo?

Si alguien hubiese pasado la mano sobre el polvoriento cristal, habría dejado algo más. Rebecca lo tocó frunciendo el ceño… y sintió la irregular superficie del polvo, las diminutas crestas y espirales como papel de lija bajo sus dedos. Lo habían espolvoreado o pulverizado encima… así pues, falso.

—Creo que tengo algo —susurró, y tocó el cristal donde se encontraba el borrón. La ventana se abrió, balanceándose y mostró un brillante cuadro metálico tras ella, un equipamiento de diez teclas en un panel limpio de polvo. El papel cuadriculado también era falso, tan solo parte del cristal.

—Bingo —musitó John tras ella, y Rebecca dio un paso atrás sintiendo un arrebato de emoción mientras los demás se les unían, sintiendo la tensión que provenía de ellos. Sus respiraciones combinaciones formaron una nubecilla en la helada habitación, recordándola lo aterida que estaba.

Demasiado frío… deberíamos volver a la furgoneta, volver al hotel para darnos un baño caliente. Ella podía captar la desesperación en su voz interior. No era el frío, era el lugar.

—Brillante —dijo David con suavidad y dio un paso al frente, sosteniendo su linterna en alto. Había memorizado los códigos de Trent, once en total, cada uno de ocho dígitos.

—Va ser el último, ya veréis —le susurró John. Rebecca habría lanzado una carcajada si no hubiera sido porque sentía tanto miedo.

John se quedó callado cuando le vio empezar a teclear el primero de los números. Rebecca pensó que si ninguno de ellos funcionaba, tampoco se sentiría demasiado decepcionada.

Jackson había llamado y había informado a Reston con su voz tranquila y educada que dos equipos de cuatro hombres cada uno se hallaban en camino tras partir en helicóptero de Salt Lake City.

—Resulta que nuestra oficina allí disponía de algunas tropas —le dijo—. Tenemos que agradecérselo a Trent. Nos sugirió que comenzásemos a redistribuir algunos de nuestros equipos de seguridad antes del gran estreno, por así decirlo.

A Reston le había encantado oír aquello, pero no estaba demasiado contento con que ellos estuvieran allí, tres hombres y dos mujeres armados dando vueltas alrededor de la entrada a Planeta en mitad de la noche…

—No pueden entrar, Jay —le interrumpió con suavidad para tranquilizarle—. No tienen acceso.

Reston se había tragado la cáustica respuesta que se le había ocurrido, y en vez de eso le dio las gracias. Jackson Cortlandt era probablemente el hijo de puta más arrogante y displicente que Reston jamás había conocido, pero también era extremadamente competente… y extremadamente feroz si necesitaba serlo. El último hombre que se había cruzado en su camino y le había cabreado acabó regresando a su familia en diferentes envíos postales. Decirle «¡Y una mierda!» al miembro más antiguo era como saltar desde el tejado de un edificio muy alto.

Jackson le había dejado bastante claro que aunque agradecía que le hubiera llamado, lo mejor sería que Jay manejara ese tipo de asuntos por su cuenta en el futuro, y que si se molestara en mantenerse al día sobre los cambios internos, se habría enterado de la existencia de los equipos en Salt Lake City. No se había tratado de una bofetada explícita, pero Reston captó el mensaje de todas maneras. Colgó el teléfono sintiéndose tremendamente humillado. Ver cómo los cinco intrusos se dedicaban a dar vueltas por el edificio de la entrada no hizo más que aumentar todavía más la tensión que sentía.

No tienen el código, no tienen acceso aun en el caso de que encuentren el teclado.

Veinte minutos. Lo único que tenía que hacer era esperar veinte minutos, media hora en el exterior. Reston respiró profundamente, y dejó escapar el aire con lentitud…

… y se olvidó de inhalar de nuevo cuando vio que uno de ellos, una chica, apretaba la ventanilla que daba acceso al teclado. Lo habían encontrado, y seguía sin saber quiénes eran o cómo conocían la existencia de Planeta…, pero por el modo en que uno de ellos se acercó al teclado y comenzó a pulsar botones, le pareció que veinte minutos sería demasiado tiempo para esperar la ayuda.

Está intentando adivinarlo, está marcando números al azar, no es posible que

Reston se quedó mirando cómo el individuo alto y de cabello oscuro continuaba marcando números y recordó lo que Trent les había dicho en la última reunión: que era posible que en White Umbrella hubiera un infiltrado.

Alguien filtra información, alguien de muy arriba. Alguien que conoce los códigos de entrada.

Alargó la mano para levantar el auricular de nuevo, pero se detuvo. La sutil advertencia de Jackson le provocó un ligero sudor frío. Tenía que manejar la situación él en persona, era él quien tenía que impedir que entraran, pero todo el mundo estaba dormido y no disponía de servicio de intercomunicadores, tenía una pistola en su habitación, pero si tenían el código, no le quedaba tiempo para…

¡Control manual de anulación!

Reston se apartó de las pantallas y se dirigió a la puerta, dándose de bofetadas mentalmente mientras salía de la sala de control. Había un control manual de anulación en un panel oculto al lado del montacargas, y podía mantenerlo abajo aunque tuvieran el código de acceso…

Los equipos de seguridad llegarán y pillarán a nuestro pequeño grupo de invasores, y yo habré logrado manejar la situación.

Sonrió, con un gesto carente por completo de humor, y comenzó a correr.

Leon miró con ansiedad a David mientras tecleaba otra serie de cifras, esperando que su presencia no hubiese sido detectada todavía. No había visto ninguna cámara, pero eso no significaba que no hubiese una. Si Umbrella podía construir unos inmensos laboratorios subterráneos y crear monstruos, podían esconder una cámara de vídeo.

David pulsó una última tecla… y oyeron y sintieron un movimiento y un sonido al mismo tiempo: el suave siseo de unos engranajes hidráulicos y el distante zumbar de una maquinaria. Una gigantesca parte del muro situado a la derecha del teclado se elevó. Los cinco levantaron sus armas al unísono… y las bajaron de nuevo cuando vieron la gruesa puerta de rejilla y el hueco negro y vacío de un ascensor.

—Maldita sea —dijo John, con un tono de temor en su voz, y a Leon no le quedó más remedio que estar de acuerdo.

El panel tenía tres metros de ancho, y estaba repleto de máquinas adosadas a él, y sin embargo, había desaparecido en dos segundos por la abertura del techo. Fuese cual fuese el mecanismo que lo hacía funcionar, tenía que ser tremendamente poderoso.

—¿Qué es eso? —dijo Rebecca, y Leon lo oyó un segundo más tarde: un zumbido lejano.

Al parecer, el código de entrada también servía para llamar al ascensor. Podían oír cómo iba subiendo, el resonante eco de un aparato bien engrasado en el helado hueco del ascensor. Subía con rapidez, pero todavía estaba muy abajo. Leon se preguntó, y no por primera vez, cómo demonios había logrado Umbrella construir algo semejante. El laboratorio de Raccoon City también había sido inmenso, con Dios sabía cuántas plantas llenas de instalaciones, y todas a gran profundidad bajo la ciudad.

Deben tener más dinero que Midas. Y un pedazo de arquitecto.

—Puede que hayamos activado alguna clase de alarma —dijo David en voz baja—. Puede que no esté vacío.

Leon asintió, lo mismo que los demás. Todos se quedaron en silencio y en tensión mientras esperaban, con John apuntando su rifle automático hacia la puerta de rejilla.

Reston encontró el panel liso y sin ranuras, y lo abrió sin ningún problema…, pero había una cerradura sobre el interruptor, un pequeño pasador enganchado a la parte superior, lo que impedía que se pulsara hasta el fondo. No fue hasta que vio la cerradura que se acordó de ello: era otra de las precauciones tomadas por Umbrella, una que le pareció increíblemente estúpida en aquel momento.

Las llaves, todos los trabajadores tienen un manojo, a mí me dieron uno cuando llegué

Reston se pasó las manos por el pelo, azuzando a su cerebro, sintiéndose desesperado y exasperado.

¿Dónde he puesto las puñeteras llaves de seguridad?

Cuando oyó que el montacargas subía a la superficie segundos después, fue lo único que pudo hacer para no ponerse a gritar. Tenían el código. Tenían armas, eran cinco y tenían el código.

El montacargas tarda dos minutos en llegar arriba, todavía tengo tiempo y las llaves están en

En blanco. Su mente estaba en blanco, y los segundos pasaban con rapidez. Ya había pulsado el botón de llamada, pero el montacargas no bajaría si alguien abría la puerta de la superficie. Por lo que él sabía, los asesinos o los saboteadores o lo que puñetas fuesen ya habrían abierto la puerta y estarían mirando cómo subía el montacargas, esperando…

O quizás están lanzando unos cuantos kilos de explosivo plástico por el hueco… o… ¡control! ¡Están en la sala de control!

Reston se dio la vuelta y echó a correr por el ancho pasillo, a los tres metros giró hacia la derecha para entrar en el pequeño ramal que llevaba a la sala de control. En su primer día en Planeta, uno de los encargados de construcción le había enseñado dónde estaban todas las cerraduras internas: generador de apoyo, la enfermería con las medicinas y las drogas… y el control manual de anulación. Se había aburrido bastante a lo largo del recorrido, y después había tirado las llaves en un cajón de la sala de control, a sabiendas de que no las necesitaría.

Cruzó la puerta a toda prisa, y decidió que más tarde se fustigaría por olvidarse de las llaves. Se preguntaba cómo era posible que la situación se hubiera salido de madre en un tiempo tan corto. Hacía tan sólo diez minutos estaba disfrutando de un poco de coñac y relajándose…

Y dentro de diez minutos, puede que estés muerto.

Reston corrió más deprisa.

El ascensor era muy grande, de al menos tres metros de ancho por cuatro de largo. John entrecerró los ojos cuando comenzó a aparecer delante de ellos: la fuerte luz de la bombilla sin pantalla que colgaba del techo era casi cegadora después de todo el tiempo que llevaban en la oscuridad.

Al menos está vacío. Ahora, todo lo que tenemos que hacer es procurar no caer en una emboscada y que nos maten cuando apretemos el botón de bajada.

El ascensor se detuvo con suavidad. El pestillo que mantenía cerrada la puerta de rejilla se abrió y ésta se deslizó hasta desaparecer en la pared. Miró a David, quien le indicó con un gesto de la cabeza que entrara.

—Primera planta: zapatos, ropa de caballero, capullos de Umbrella —dijo, y no le importó demasiado que los demás no se rieran. Cada uno de ellos tenía su método preferido para enfrentarse a la tensión. Además, su sentido del humor estaba mucho más desarrollado.

Muy por encima de ellos, pensó mientras echaba un vistazo a las paredes del ascensor en busca de algo raro. Bueno, quizá no por encima de ellos; más bien se trataba de que no apreciaban su fino ingenio. Lo importante es que él lograba mantenerse alegre y entretenido, lo que impedía que se quedara helado, incapaz de moverse, o que se convirtiera en un simple tronco inmóvil.

El ascensor parecía estar en orden, lleno de polvo pero sólido. John entró con paso cuidadoso en su interior, con Leon justo detrás…, y en ese preciso momento, John oyó un ruido, a la vez que una señal roja comenzó a parpadear en el panel de control del ascensor.

—Quedaos quietos —dijo con un siseo, levantando la mano. No quería que nadie más entrase hasta que hubiese comprobado qué quería decir aquella luz roja…

La puerta de rejilla se cerró a su espalda y el pestillo se aseguró con un chasquido. Se giró y vio que Leon ya estaba dentro, vio a Rebecca y a Claire lanzarse en dirección a la puerta desde el otro lado y a David corriendo hacia el teclado.

Se oyó un chasquido y Leon, que era el que estaba más cerca, avisó con un grito a Rebecca y a Claire…

—¡Atrás!

El panel de la pared estaba bajando, estaba cortando el aire, y las chicas retrocedieron trastabillando. John pudo ver una última imagen de sus rostros pálidos y desencajados en la penumbra… La puerta quedó cerrada, y aunque él no había tocado absolutamente nada, el ascensor comenzó a bajar. John se puso en cuclillas al lado del panel de control, apretando diversos botones, y comprendió el motivo del encendido de la luz roja.

—Es un control manual de anulación —dijo, y se puso en pie, mirando al joven policía, sin saber qué decir. Su sencillo plan acababa de joderse por completo.

—Mierda —dijo Leon, y John se limitó a asentir, pensando que lo había resumido a la perfección.