13
A los pocos minutos del ataque, Leon se dio cuenta de que Cole no estaba en condiciones de ir en cabeza. El trabajador de Umbrella caminaba a ciegas, y a duras penas seguía la dirección en la que necesitaban ir, más por casualidad que por voluntad propia.
Y ahora que sabemos que también pueden atacarnos por tierra…
Ni él ni John tenían que vigilar el cielo al mismo tiempo, por así decirlo.
—Henry… ¿Por qué no me dejas ir en cabeza un rato? —le preguntó Leon, y miró a John. Éste asintió, sin tener un aspecto tan seguro de sí mismo en aquel momento. Se le veía extremadamente tenso, mirando de un lado a otro sin cesar, con el M-16 apretado con fuerza en las manos.
Quizás está pensando en los demás. Sobre eso de que hayan sido «pillados».
—Sí, vale, eso estaría…, vale —le respondió Cole mientras asentía con la cabeza. Su alivio era evidente. Se pasó la mano por el sudoroso cabello castaño y se apresuró a colocarse detrás de Leon. John se mantuvo a retaguardia.
Leon estaba nervioso, pero no tan atemorizado como había estado antes, al menos por ellos tres. Los pájaros, aquellos dáctilos, eran desagradables y peligrosos, pero había sido un alivio verlos: no eran tan terribles como su imaginación le había hecho creer al oír sus primeros chillidos salvajes. Los monstruos de la mente siempre son peores que los de la realidad, y los dáctilos no eran tan resistente ni de cerca. Mientras John y él se mantuvieran en guardia, todo iría bien.
Se dirigían hacia el sur, de modo que Leon les hizo girar de nuevo, y se dio cuenta de que estaba empezando a vislumbrar algunos retazos de lo que podía ser la pared más alejada. Todo el montaje era bastante desorientador; los árboles no estaban tan pegados, pero estaban esparcidos de modo que el bosque pareciera denso cuando mirabas hacia el otro lado. La gruesa cobertura del suelo, fabricada con alguna clase de plástico moldeado, no cedía bajo sus pasos, pero había ondulaciones y pequeñas crestas en el material que hacían todavía más difícil darse verdadera cuenta del tamaño de la estancia.
Todo esto es tan extraño, tan raro… tan verdaderamente propio de Umbrella.
Era como la inmensa instalación de laboratorios que se encontraba bajo Raccoon City, que además de una factoría propia incluía su propio servicio de metro. Algo increíble, excepto que él lo había visto en persona. Y sabía por los otros STARS que también había existido otra instalación en una ensenada apartada y solitaria de la costa de Maine protegida por zombis causados por un virus, además de una mansión «abandonada» en el bosque de Raccoon, la residencia Spencer, la que había estado repleta de secretos, llaves, códigos y pasadizos secretos, como en la ambientación de una película de espías que nadie se creería.
Y ahora aquello: un ambiente natural de imitación en las desiertas llanuras de sal de Utah. ¿Cómo lo había llamado Reston? Planeta. Era un derroche extravagante, decadente, inmoral. Una ridiculez, si no fuera por…
… si no fuera porque estamos metidos en su interior, y sólo Dios sabe a qué nos enfrentaremos después.
Leon siguió avanzando, intentando no pensar por lo que podían estar pasando Claire y los demás en esos momentos. Reston estaba obviamente seguro de que el resto del equipo había sido capturado, pero en realidad no lo sabía. Tampoco tenía ni idea de lo que eran capaces Claire y Rebecca, o el brillante estratega que era David. Ya habían escapado de las garras de Umbrella con anterioridad, y no existía motivo alguno para pensar que no lo podían hacer otra vez.
Leon estaba tan concentrado en su charla privada consigo mismo que no se dio cuenta de que habían llegado a un claro casi hasta meterse de lleno en él, a menos de seis metros de él. Se detuvo en seco y recordó el ataque anterior, y se reprochó no haber estado atento.
—Vamos a dar la vuelta y a rodearlo —dijo… y en ese momento oyó el batir de alas, y supo instantáneamente que era demasiado tarde.
Uno, dos, tres de ellos, medio ocultos en las lánguidas sombras por encima del espacio abierto, se lanzaban en picado desde sus perchas sobre el claro.
¡Mierda!
Uno de ellos comenzó a chillar, y de repente, los demás, ocultos por encima de sus cabezas en los árboles falsos, se unieron al grito, formando una cacofonía horrenda y ensordecedora de sonidos agudos. Leon retrocedió, y de pronto, se encontró con John a su lado, con el rifle apuntando al espacio abierto.
El primero se dirigió hacia los árboles, girando sobre sí mismo como si se dispusiera a volar entre ellos. Ascendió en el último instante de forma tan repentina que no pudieron reaccionar para dispararle. Leon vio, mientras aquél ascendía, que había otros dos en el suelo que arrastraban hacia delante sus nervudos cuerpos apoyándose en sus alas dobladas.
¡Aquel ruido! Era doloroso, tan agudo y terrible como mil bebés que chillaran, y Leon sintió más que oyó los disparos de su nueve milímetros cuando la pesada arma de metal saltó entre sus manos. Los pájaros se quedaron en silencio cuando el más cercano de los dos recibió el disparo en su pescuezo curvado. El agujero se abrió justo por encima de su delgado pecho, y los trozos de pellejo marrón grisáceo se extendieron como los pétalos de una flor oscura. La sangre acuosa surgió de la herida, pero el segundo ya estaba pasando por encima del cuerpo espasmódico de su compañero, con un único objetivo en su mente: atacar. Leon apuntó con cuidado y… Eh, eh, oh, mierda…
El grito histérico de Cole lo distrajo, y el disparo se desvió a la derecha, fallando. John disparó contra el segundo dáctilo, y la ráfaga del rifle automático partió al animal. Leon se dio la vuelta y vio a Cole retrocediendo espantado, con otro de los feroces pájaros atacándole de lleno. ¿Cómo no lo hemos visto?
Leon volvió a apuntar con cuidado. El dáctilo estaba a menos de dos metros de Cole, y justo mientras apretaba el gatillo, otra de las criaturas se lanzó en picado directamente por encima de su cabeza. A una distancia tan corta, el proyectil de nueve milímetros atravesó el pecho del animal y le abrió un agujero del tamaño de un puño en la espalda. El dáctilo ya estaba muerto antes de caer al suelo. El recién llegado dio un gran aletazo y las puntas de sus poderosas alas barrieron el suelo antes de retroceder y alejarse.
—¡Henry, ponte detrás de mí! —le gritó Leon mientras levantaba la vista… y veía que otro dáctilo saltaba desde una de las perchas situadas justo por encima de los tres, replegaba las alas y se lanzaba directamente hacia ellos. Necesitaba ayuda—. ¡John!
El pájaro abrió sus correosas alas a muy poca distancia del suelo y se posó de un modo sorprendentemente grácil. Se dio la vuelta hacia Leon y comenzó a acercarse a él. Oyó a su espalda una ráfaga de disparos… que dejó de sonar. Lo que sí oyó fue el exabrupto de John y al M-16 de aleación de aluminio caer al suelo y repiquetear.
El dáctilo que estaba justo delante de Leon abrió su largo pico y graznó, con un sonido furioso y voraz, deslizándose hacia delante sobre sus alas dobladas con la misma rapidez con que Leon retrocedía. La criatura se tambaleaba hacia un lado y otro, y Leon no disponía de suficiente munición como para desperdiciarla, necesitaba un tiro claro… y el animal dio un salto, un extraño brinco que lo dejó a treinta centímetros de él. Lanzó su cabeza hacia delante con otro chillido agudo, y su pico abierto se cerró alrededor del tobillo de Leon. Pudo sentir, incluso a través del grueso cuero, la punta de sus dientes, la fuerza de su mandíbula…, y antes de que pudiera dispararle, apareció John. Pisó el serpenteante cuello del dáctilo y apuntó con su pistola…
¡Bang!, el proyectil le partió la espina dorsal. Una de las vértebras de su estrecha espalda explotó en pedazos, y los pálidos fragmentos de hueso saltaron junto a los chorreones de sangre acuosa. El animal soltó el tobillo, y aunque su cuello continuó retorciéndose, el resto del cuerpo se quedó inmóvil, inmóvil y sangrando.
Cuántos, cuántos quedan…
—¡Vámonos! —les dijo John mientras recogía del suelo su rifle automático y se daba la vuelta para echar a correr—. ¡A la puerta, tenemos que llegar a la puerta!
Echaron a correr. Atravesaron el claro con Cole pegado a sus talones, con el batir de alas a sus espaldas, con otro chillido agudo resonando en el aire. Volvieron a entrar en el bosque, en aquel bosque sin vida, tropezando con las ramas caídas y rodeando los troncos retorcidos de plástico.
—¡La pared, ahí está la pared!
Y también estaba la puerta, una compuerta de doble hoja con un cerrojo situado en la parte baja, a la derecha…
Leon oyó el terrible chillido en su oído, a escasos centímetros, y sintió un soplo del aire en la nuca…, dobló las piernas, dejándose caer al suelo, y sintió un dolor repentino cuando algo le agarró un mechón de cabello de la parte trasera de la cabeza y se lo arrancó.
—¡Cuidado! —gritó Leon cuando levantó la vista y vio al inmenso pájaro cernirse sobre John, que estaba casi en la puerta, con Cole a su lado.
John se giró, sin achicarse, sin retroceder ni un paso. Alzó su pistola y apretó el gatillo: un disparo certero a quemarropa, y el dáctilo cayó al suelo como si fuera de plomo cuando su pequeño cerebro se licuó de repente por el tiro y salió desparramado por el aire.
Cole estaba forcejeando para abrir la puerta, y John no dejó de apuntar por encima de la cabeza de Leon, y éste oyó otro chillido, como el de una Furia mitológica, en algún punto a su espalda…
La puerta se abrió de par en par… y Leon echó a correr de nuevo, con John cubriéndole mientras seguía a Cole trastabillando. Salieron del frescor del bosque oscuro a un calor abrasador. John entró justo detrás de él, cerró la puerta de golpe…
… y entraron en la fase Dos.
Rebecca seguía corriendo, ya sin aliento, exhausta pero sin poder parar, sin poder descansar. David y Claire corrían con ella, sosteniéndola, pero aun así sentía que cada paso que daba era un esfuerzo de pura voluntad. Sus músculos ya no querían cooperar y estaba desorientada, con el equilibrio perdido, con los oídos zumbándole. Estaba herida, y no sabía con qué gravedad, sólo sabía que le habían disparado, que en algún momento se había golpeado la cabeza, y que no podían detenerse hasta que estuvieran bastante lejos de las instalaciones.
Estaba oscuro, demasiado oscuro como para ver el suelo que pisaban, y hacía frío. Cada inspiración era una daga helada en su garganta y en sus pulmones. Tenía la mente confusa, pero sabía que había sufrido alguna clase de disfunción cerebral, aunque no estaba segura de qué tipo. Las posibilidades la atemorizaron. La bala era menos complicada: sabía por el dolor palpitante dónde la habían alcanzado. Le dolía horriblemente, pero no creía que hubiera sufrido una fractura, y la sangre no estaba saliendo a borbotones. Estaba mucho más preocupada por su falta de coherencia mental.
El disparo ha atravesado el glúteo izquierdo y se ha alojado en el isquion, suerte, suerte, suerte, ¿shock o conmoción? ¿conmoción o shock?
Tenía que pararse y comprobar su pulso en el temporal, comprobar que no le salía sangre por los oídos… o fluido cerebroespinal, que era algo en lo que ni siquiera quería pensar. Incluso en el estado de confusión en el que se encontraba, sabía que perder fluido cerebroespinal era probablemente una de las peores consecuencias de un golpe en la cabeza.
Después de lo que le pareció muchísimo tiempo, y de más cambios de dirección de los que pudo contar, David bajó el ritmo de marcha y le dijo a Claire que se parara para poder dejar en el suelo a Rebecca.
—De costado —les dijo Rebecca—. La bala está en el izquierdo.
David y Claire la bajaron cuidadosamente hasta el frío suelo. Rebecca estaba jadeando, falta de aire, y pensó que jamás se había sentido tan agradecida de estar tumbada. Tuvo un breve atisbo del cielo nocturno cuando David le dio la vuelta. Las estrellas eran increíbles, claras y resplandecientes en un profundo mar negro…
—Linterna —les dijo ella, dándose cuenta de nuevo de lo extraños que se habían vuelto sus pensamientos—. Hay que comprobar algo.
—¿Ya estamos lo bastante alejados? —preguntó Claire, y Rebecca tardó unos momentos en darse cuenta de que estaba hablando con David.
Oh, mierda, esto no va bien…
—Deberíamos estarlo. Y les veríamos venir —dijo rápidamente, y encendió su linterna. El rayo iluminó el suelo a pocos centímetros de la cara de Rebecca.
—Rebecca, ¿qué hacemos? —le preguntó, y ella notó el tono de preocupación de su voz y sintió una oleada de cariño hacia él por eso. Eran una familia, lo habían sido desde lo de la ensenada, y él era un buen amigo y un buen hombre…
—¿Rebecca? —Su voz sonó atemorizada esa vez.
—Sí, lo siento —exclamó, preguntándose cómo explicarles lo que estaba sintiendo. Decidió que lo mejor sería empezar a hablar y que ellos se dieran cuenta.
—Miradme el oído —les dijo—. A ver si hay sangre o alguna clase de fluido de color claro, creo que tengo una conmoción cerebral, no puedo pensar con claridad. Miradme el otro oído también. Me han disparado, y creo que tengo la bala metida en el isquion, en la pelvis. Suerte, suerte. No debería estar sangrando mucho, puedo desinfectarlo, vendarlo, si me dais mi botiquín. Hay gasas, y eso es bueno, aunque la bala podía haberme seccionado la espina dorsal o haberme machacado la arteria femoral. Mucha sangre, eso es malo, y yo, el único médico, herida…
David le iluminó la cara mientras hablaba, y luego le levantó suavemente la cabeza y miró al otro lado antes de dejarla en su regazo. Sus piernas eran cálidas, y sus músculos temblaban por el esfuerzo.
—Un poco de sangre en tu oído izquierdo —le dijo—. Claire, quítale la mochila a Rebecca, por favor. Rebecca ya no tienes por qué hablar más, te curaremos. Intenta descansar, si puedes.
No hay pérdida de fluido cerebroespinal, gracias a Dios… Quería cerrar los ojos, dormir, pero tenía que acabar de decírselo todo.
—La conmoción parece ser menor, lo que explica la confusión, el tinnitus y la falta de equilibrio… puede durar sólo unas horas. O unas semanas. No debe ser muy grave, pero tampoco debería moverme. Descanso en la cama. Busca mi pulso temporal, está en un lado de mi frente. Si no puedes, quizá sea el shock: calor, aumento de…
Aspiró profundamente, y se dio cuenta de que la oscuridad ya no estaba solo fuera. Estaba cansada, muy, muy cansada, y una especie de velo negro comenzaba a rodear su campo de visión.
Eso es todo, les he dicho todo… John. Leon.
—John y Leon —exclamó, mientras intentaba levantarse un poco, horrorizada por haberse olvidado de ellos, aunque sólo hubiera sido por unos instantes. Darse cuenta de aquello fue como si le hubieran dado una bofetada en la cara—. Puedo andar. Estoy bien, tenemos que regresar…
David apenas la tocó, pero descubrió que tenía la cabeza de nuevo en su regazo. Claire levantó un poco la parte trasera de su camisa y pasó una gasa por su cadera, enviando una nueva oleada de dolor por todo su cuerpo. Cerró con fuerza los ojos, intentando respirar profundamente, intentando respirar, por lo menos.
—Regresaremos —le dijo David, y su voz pareció llegar de muy lejos, desde el borde superior del pozo en el que ella estaba cayendo—. Pero tenemos que esperar a que se marche el helicóptero, suponiendo que lo haga… y necesitas algo de tiempo para recuperarte…
Si dijo algo más, Rebecca no lo oyó. En vez de eso, se durmió, y soñó que era una niña que jugaba sobre la fría nieve.
¡El desierto!
No había animales a la vista; debían estar al otro lado de la duna, pero Cole pensó que tenía una cierta idea de cuáles eran los que pertenecían a la fase Dos. Cole comenzó a barbotear antes de que John o Leon pudieran dar un paso adelante, antes incluso de que los oídos dejaran de zumbarles por los terribles chillidos de los dáctilos.
—El desierto, la fase Dos es un desierto, así que deben ser los escorps, los escorpiones, ¿entendéis?
John estaba sacando un cargador curvo, entrecerrando los ojos debido a la brillante luz artificial procedente del techo. Debía de haber al menos unos cincuenta grados de calor en aquel lugar, y entre las paredes blancas y la tremenda luz, parecía que hacía todavía más. Leon observó con cuidado la reluciente zona arenosa que tenían por delante de ellos, y se giró hacia Cole con la misma expresión que si se hubiera comido un limón.
—Estupendo, esto es genial. ¿Escorps? Escorps y dáctilos… ¿Cómo se llaman los demás, Henry? ¿Te acuerdas?
La mente de Cole se quedó en blanco por un momento. Asintió mientras se rompía la cabeza intentando recordar, con el sudor del cuerpo completamente evaporado ante aquel calor abrasador.
—Ah, eran motes: dáctilos, escorps… ¡Cazadores! Cazadores y escupidores, los manipuladores les habían puesto esos sobrenombres…
—Qué bonito. Como Chuchi o Pelusa —les interrumpió John mientras se secaba el sudor de la frente con el dorso de la mano—. ¿Y dónde están?
Los tres miraron a su alrededor, en la fase Dos, a la enorme duna de arena que se alzaba en mitad de la estancia, reluciente bajo la brillante luz de las lámparas solares del techo. Tenía unos ocho o diez metros de alto, y les impedía ver la pared sur, incluida la puerta situada en el extremo derecho de la misma. No había nada más que ver.
Cole sacudió la cabeza, pero no les dijo nada: los escorps estaban en algún lugar, y tenían que cruzar la ardiente y reluciente duna de arena para llegar a la salida.
—¿Cómo eran las demás fases? ¿Las de montaña y ciudad? ¿Las has visto? —le preguntó Leon.
—La Tres es como un, ¿cómo se llama?, como un abismo, en una cima. Es como un precipicio en una montaña, algo así, muy rocoso. Y Cuatro es una ciudad, bueno, unas cuantas manzanas de una ciudad. Tuve que comprobar las conexiones de vídeo en todas las fases en cuanto llegué aquí.
John asintió y miró a su alrededor, entrecerrando los ojos debido a la fuerte luz.
—¡Eso es!… el vídeo. ¿Te acuerdas de dónde están las cámaras?
¿Para qué querrá saber algo así?
Colé le señaló a la izquierda, hacia una pequeña lente cristalina metida en la pared a unos tres metros de altura.
—Hay cinco en este lugar. La más cercana es ésa…
John sonrió de oreja a oreja, alzó las dos manos y levantó los dedos corazón, bien a la vista.
—Chupa de aquí, Reston —dijo en voz bien alta, y Cole estuvo seguro de que John le caía bien, pero que muy bien. Lo cierto es que Leon también, y no porque fueran su único modo de salir con vida de aquella situación. Fuesen cuales fuesen sus motivos para estar allí, era obvio que eran los buenos de la película, y que fueran capaces de bromear en un momento como aquél…
—Entonces, ¿tenemos un plan? —preguntó Leon en voz alta sin dejar de mirar el muro de arena de color amarillo claro que se alzaba ante ellos.
—Vamos hacia allí —le respondió John señalando hacia su derecha—. Luego subimos. Si vemos algo, disparamos.
—Es brillante, John. Deberías dejarlo escrito. Sabes, creo que…
Leon se calló de repente, y Cole lo oyó entonces. Era un sonido repiqueteante, como el de unas uñas al golpear repetidamente una mesa de madera hueca, el sonido que había oído unas semanas antes mientras arreglaba una de las cámaras.
Un sonido de pinzas abriéndose y cerrándose, como mandíbulas chasqueantes…
—Escorps —dijo John en voz baja—. ¿No se supone que los escorpiones son bichos nocturnos?
—Estamos en Umbrella, ¿te acuerdas? —le respondió Leon—. Tienes dos granadas, yo tengo una…
John asintió, y luego dijo:
—¿Sabes cómo utilizar una semiautomática?
El individuo grande estaba mirando la duna, así que Cole tardó un segundo en darse cuenta de que le estaba hablando a él.
—Oh. Sí. Nunca he utilizado una, pero fui a unas prácticas de tiro con mi hermano, hace seis o siete años…
Habló en voz baja todo el rato, escuchando con atención aquel extraño sonido.
John lo miró directamente, como evaluándolo… y luego asintió mientras sacaba una pistola de aspecto pesado de su funda. Se la entregó a Cole, con la empuñadura por delante.
—Es una nueve milímetros, con dieciocho balas. Tengo más cargadores si te quedas sin munición. ¿Conoces todas las reglas de seguridad? ¿No apuntes a nadie a menos que quieras matarlo, no me dispares a mí ni a Leon, y todas esas cosas?
Cole hizo un gesto afirmativo con la cabeza y empuñó la pistola; era pesada, y aunque tenía más miedo del que jamás había sentido en sus treinta y cuatro años de vida, el sólido peso del arma en su mano le hizo sentir un alivio increíble. Recordó lo que le había dicho su hermano pequeño sobre lo de la seguridad y comprobó con mano torpe si había una bala en la recámara antes de levantar de nuevo la mirada.
—Gracias —le dijo, y lo dijo de corazón. Había atraído a aquellos dos a una trampa, y aun así, le estaban dando un arma; le estaban dando una oportunidad.
—No importa. Así no tendremos que preocuparnos de tener que cubrirte el culo además de cuidar del nuestro —le contestó John, con una leve sonrisa—. Venga, pongámonos en marcha.
John se colocó en cabeza con Leon situado a su espalda. Comenzaron a dirigirse hacia el este, avanzando lentamente a través del entorno uniforme. La arena era arena de verdad. Se movía bajo los pies, y junto al tremendo calor, hacía que caminar fuera una tarea difícil.
Sólo habían avanzado unos metros cuando Leon les dijo que parasen.
—Ropa interior térmica —murmuró mientras enfundaba su arma antes de quitarse su camiseta negra y atársela a la cintura. Debajo llevaba puesta una camiseta blanca gruesa—. No pensé que llegaríamos hasta el Sahara…
Todos lo oyeron, un segundo antes de verlo… de verlos a los tres, alineados en la cresta de la duna. Unos pequeños arroyos de arena bajaban de cada una de sus múltiples patas, cada una tan gruesa y de aspecto tan sólido como un bate de béisbol recortado. Tenían garras, unas grandes garras delgadas y negras en forma de pinza con el borde interior serrado, y unos largos cuerpos segmentados que se estrechaban hasta las colas, retorcidas y dobladas sobre sus espaldas… y acabadas en aguijones. Unos aguijones de al menos treinta centímetros, de aspecto peligroso y goteantes.
El trío de criaturas de color arenoso, cada una de unos dos metros de largo y uno de alto, comenzó a castañetear. Las protuberancias estrechas y levantadas parecidas a colmillos y situadas bajo los ojos de arácnido de las criaturas, chascaron unas contra otras produciendo el extraño ritmo de repiqueteo que habían oído antes… y entonces, las tres criaturas, los monstruos, empezaron a deslizarse hacia ellos con un equilibrio perfecto, avanzando sobre la escurridiza arena con facilidad. Y en la cresta de la duna, aparecieron otras tres.