Capítulo 9
Isabella le dirigió una mirada interrogante.
—¿Qué hacemos aquí?
—Buscamos un lugar seguro en el que puedas instalarte —respondió él con tranquilidad, y se puso en marcha.
—¡Espera! —Le tironeó de la chaqueta—. ¡No puedo quedarme aquí!
Matthew se detuvo y lanzó un suspiro. Sabía que aquel momento llegaría. Se armó de paciencia y la miró a los ojos. Esperaba que ella comprendiera el porqué de aquella situación.
—Es perfecto, nadie podrá imaginarse jamás que tú estás aquí; es precisamente lo que necesitamos.
Isabella sabía que los argumentos que Matthew le estaba dando eran válidos, pero en su cabeza no lograba concebir que él y ella pudieran llegar a convivir bajo el mismo techo; mucho menos después de lo que había sucedido en la habitación de su casa. Era simple: no podía aceptar.
—No puedo; no puedo vivir aquí contigo —dijo por fin.
—¿Por qué no? —preguntó él mientras dejaba la maleta en el suelo—. Es un lugar que no llama mucho la atención; hay suficiente espacio para que podamos convivir sin ningún problema y, además, a Boris le encantará tener un poco de compañía femenina.
Isabella frunció el ceño.
—¿Boris?
—Sí, ya lo conocerás —dijo y sonrió de oreja a oreja—. Subamos y discutamos el asunto mientras comemos algo. No sé tú, pero yo vengo hambriento.
Volvió a recoger la maleta y comenzó a caminar hacia la entrada del edificio mientras Isabella continuaba de pie en el mismo lugar. Aquello no podía estar sucediendo, debía hallar una solución y marcharse cuanto antes.
—¿Piensas quedarte ahí mucho tiempo? —le preguntó él mientras entraba.
Isabella se cruzo de brazos para contrarrestar la rabia que estaba sintiendo. Había aceptado ayudarle y dejar que le buscara un lugar donde quedarse por su propia seguridad, pero nunca había esperado que él la llevara a su casa. Podría haberse quedado atornillada allí hasta que el sol que caía directamente sobre su cabeza terminase por asarla y demostrarle así que no estaba de acuerdo con lo que pretendía hacer; sin embargo sospechaba que él era capaz de dejarla allí; sabía que tarde o temprano, acabaría por ceder. Comenzó a avanzar pesadamente hacia él y cuando lo alcanzó junto a la puerta Matthew se mordió el labio inferior para contener la risa.
—Qué bueno que hayas comprendido lo que es mejor para ti.
Cuando Isabella lo miró, sus ojos castaños despedían chispas de cólera.
—Todavía no está dicha la última palabra —respondió secamente.
Caminaron hasta un montacargas enorme que funcionaba como ascensor y él le cedió el paso. Ella entró y se recostó contra la pared en el lado opuesto a Matthew. Tenía la vista clavada en el techo y evitó tener contacto visual con él en todo momento. Segundos después, el ascensor se detuvo y Matthew salió primero. Isabella echó un vistazo al pasillo, aquel lugar parecía demasiado solitario.
—¿Hay otros inquilinos aparte de ti y del tal Boris? —preguntó mientras caminaba detrás de él.
—Solo hay cuatro lofts en el edificio, solo tres están habitados. Te van a encantar mis vecinos. —Se detuvo y le señaló una de las dos puertas que había en aquel pasillo—. Allí viven Mónica y Jessie, con la pequeña Priscilla; en el tercer piso, viven el señor y la señora McKey y sus cinco gatos. Ya irás conociéndolos a todos.
Según sus palabras Matthew esperaba realmente que aceptara quedarse en aquel lugar. Sería mejor hablar en serio con él y hacerle entender que aquello no era más que una locura.
Llegaron hasta la puerta que estaba al final del pasillo e Isabella supo que, detrás, se encontraba el mundo privado de Matthew Lawson; un mundo al que no estaba segura de querer entrar y, mucho menos, conocer.
Matthew entró y arrojó las llaves dentro de una vasija de barro que descansaba sobre una mesita de mimbre.
—Bienvenida a mi hogar. —Extendió los brazos y la invitó a pasar.
Isabella se preguntó a cuántas mujeres habría llevado a aquel lugar y les habría dicho lo mismo. Con seguridad la detective Susan Wilder había tenido el honor de conocer la casa también.
Isabella se sorprendió gratamente cuando puso el primer pie dentro de aquel lugar. No era una vivienda tradicional sino un enorme loft con paredes revestidas en ladrillo rústico que imitaban la fachada externa del edificio. Unas columnas de hormigón, distribuidas de forma simétrica, parecían sostener el techo. Todo estaba ubicado en un solo ambiente. El salón comedor y la cocina estaban separados de lo que, supuso sería la habitación principal, por una puerta corredera de madera. Un gran ventanal daba a una terraza completamente cubierta donde Isabella distinguió unos cuantos aparatos de gimnasia.
El salón apenas estaba amueblado; había un enorme juego de sofás color azul, adornado con almohadones de gobelino, y la mesa de centro era un baúl bajo de cuero color peltre. A un costado una estantería de madera de dos puertas sostenía una enorme pantalla de televisión.
Enfrente había una mesa de billar donde las bolas de marfil estaban esparcidas sobre el paño verde y gastado, como esperando una partida pendiente. Dos de los muros estaban cubiertos por posters de viejas películas de ciencia ficción y terror.
—¿Te gusta? —Por la expresión de fascinación en el rostro de Isabella sabía de antemano cuál sería su respuesta.
Isabella caminó por el salón y salió a la terraza. Matthew corrió detrás de ella y se dejó contagiar por su entusiasmo; parecía que no le iba a costar tanto convencerla, después de todo.
Además de los aparatos de gimnasia y las pesas, había un juego de mesa y sillas de madera y macetones de terracota con flores de diversas variedades al pie del balcón. Se dirigió hacia el mirador y a pesar de no estar a demasiada altura, la vista desde allí era maravillosa. Se podía ver el centro de Fresno y se imaginó la belleza de aquel mismo panorama en una noche de luna llena.
—¡Es maravilloso, Matthew! —En ese momento, todas las excusas que había recopilado en su cabeza para negarse a su loca idea de vivir con él se disiparon ante la magnitud y belleza de aquel sitio. Era consciente de que no debía mostrarse tan entusiasmada frente a él; en especial, después de haber protestado y rechazado su propuesta. Pero debía reconocer que no le molestaría pasar unos días en aquel lugar.
—Sí, lo es —dijo él y apoyó los codos en el balcón—. No lo cambiaría ni por la casa más lujosa del mundo.
Isabella distinguió algo blanco que se movía entre las enormes hojas verdes que caían de una de las jardineras. Se inclinó y con las manos apartó el follaje para descubrir quién estaba oculto mirándola con sus enormes ojos pardos. Un bulldog obeso, con el hocico ancho y respingón, se asomó con timidez.
—Hola, encanto. —Le acarició la cabeza al perro que parecía estar complacido por sus mimos—. ¿Cómo se llama? —quiso saber.
—Te presento oficialmente a Boris, el verdadero dueño de este lugar.
Isabella sonrió.
—Entonces este es el famoso Boris —comentó mientras rascaba la barbilla al bulldog.
—Pues sí. Parece un chico agradable cuando acabas de conocerlo pero, créeme, puede convertirse en un verdadero fastidio —bromeó.
—Yo no lo creo. —Lo miró con suspicacia—. ¿Sabes lo que dicen, no? Los perros siempre terminan pareciéndose a sus dueños.
Matthew frunció el ceño.
—Si buscabas ofenderme, lo has logrado.
Isabella sonrió.
—No seas tonto. —Volvió a dirigir toda su atención a Boris, que se empeñaba en lamer la mano de Isabella como si fuera un delicioso hueso.
—¡Boris, compórtate! —le advirtió Matthew; alzó la mano y le apuntó con el dedo.
—Déjalo, no me molesta. —Le acarició el lomo salpicado por dos manchas marrones y Boris se arrojó al suelo.
—Lo has conquistado realmente. —Aquello no era habitual. Boris siempre había sido un tanto receloso a la hora de recibir visitas; sobre todo cuando se trataba de mujeres—. No tiende a ser tan cariñoso con los extraños; en especial, con los de tu género.
Isabella intentó ignorar su comentario pero si Boris hubiese podido hablar, le habría preguntado cuántas mujeres habían pasado por allí antes que ella.
—Tengo una conexión especial con los animales. —Su voz se tornó melancólica de repente.
Matthew sabía que el recuerdo de haber visto la cabeza de su gato no le sería fácil de olvidar; tal vez, Boris y sus lengüetazos lograran animarla.
—¿Te imaginarás por qué lo llamé Boris, no?
—Creo que sí. ¿Eres fanático del cine de terror?
—No, no. Clásicos de terror y ciencia ficción —la corrigió.
—Ok, no es difícil concluir que lo llamaste así debido a Boris Karloff.
—El gran Boris Karloff —la volvió a corregir—. Supongo que habrás visto algunas de sus películas.
Isabella negó con la cabeza.
—Eso tiene arreglo. Tengo una colección completa de películas del género.
—Suena interesante —no supo qué más decir, pues las películas de terror no eran sus favoritas; prefería una buena comedia romántica o alguna película de época.
—No te veo muy entusiasmada con la idea. —Sus labios se curvaron en una sonrisa.
—Me encantará ver alguna de tus películas —mintió.
—No te creo, pero no importa.
Boris lentamente se fue quedando dormido mientras ella le rascaba la barriga con suaves movimientos circulares.
—Así cualquiera se relaja —dijo Matthew mientras observaba cómo los delgados dedos de Isabella acariciaban la barriga prominente de su perro.
—Dejémoslo que duerma, al parecer, está cansado.
—Sí, de romper todo lo que encuentra a su paso.
—Es un perro y los perros suelen hacerlo; sobre todo para llamar la atención de sus dueños —le explicó mientras bajaba la voz.
—Entonces quisiera saber cuál es su secreto para haber obtenido la tuya casi de inmediato. —Él también había bajado la voz y sonaba más grave de lo habitual. Un escalofrío bajó por la espalda de Isabella. Recordó las palabras de Sarah cuando le dijo lo sensual que era su voz, y debía reconocer que su amiga tenía razón.
Matthew notó que su comentario la había perturbado.
—Entremos, así conoces el resto —le sugirió.
Ella asintió y regresaron al interior.
La siguiente parada era la cocina. Era pequeña, pero con el mobiliario necesario. En el centro, había una encimera con cajones y puertas a ambos lados; dos taburetes de madera la rodeaban. De la pared colgaban tres armarios con laminado plástico blanco con detalles en caoba.
—Es sencilla, pero confortable —comentó.
—La decoré yo mismo, y no solo la cocina. —Le tomó la mano—. Ven.
Ella se dejó llevar sin oponerse. Se detuvieron frente a la puerta corredera que Matthew abrió en un santiamén. Como Isabella había adivinado, aquella era su habitación y él estaba invitándola a conocerla. El suelo, a diferencia del resto del lugar que era de linóleo color ocre, era de madera de navío restaurada. Un armario con espejo biselado de estilo inglés descansaba junto a otra puerta que daba al cuarto de baño. La cama estaba rodeada con un dosel de bronce que le daba un aspecto muy señorial, y una manta color índigo combinaba a la perfección con las paredes empapeladas en azul celeste; una gran butaca descansaba junto a la ventana. Le llamó la atención la miniatura de una goleta sobre la mesita de noche.
—¿Te gusta navegar?
—Mucho. —Esbozo una sonrisa—. Tengo mi propio velero —le contó.
—¿De veras?
—Sí, está anclado en la bahía de San Francisco. De vez en cuando me gusta ir hasta allí y navegar en él hasta llegar a la bahía Suisun.
—Suena relajante.
—Lo es. —Metió ambas manos en los bolsillos de sus pantalones—. Me gustaría llevarte a dar un paseo algún día.
Lo dijo sin pensarlo, sin detenerse a considerar las consecuencias de aquel ofrecimiento, solo quería que ella pudiera experimentar la misma paz que él sentía cada vez que se internaba en el océano a bordo de su barco.
Isabella no dijo nada, apenas le devolvió la sonrisa. La idea de salir a navegar con él sonaba excitante pero no estaba dispuesta a enfrentar el peligro que representaría estar a solas con él en alta mar.
Isabella echó un nuevo vistazo a la cama. Al parecer era la única en el lugar y no entendía cómo él pretendía que ella durmiera allí. Era su habitación, su cama, su espacio, y ella no quería invadir su intimidad.
—Supongo que dormiré en el sofá del salón —afirmó.
—Supones mal, Isabella. Como un caballero que soy no puedo permitir que una dama duerma allí. Dormirás en mi cama, yo usaré el sofá.
—Matthew, no tienes por qué hacer eso; puedo perfectamente dormir en el salón.
—Si quieres compartir el sofá conmigo, no voy a poner ninguna objeción; pero creo que estaríamos más cómodos si tú duermes aquí. —Mantuvo una expresión grave pero había una chispa de risa en sus ojos.
Isabella se sonrojó e intentó fruncir el ceño, sin embargo, una sonrisa, al fin, se abrió paso en sus labios.
—Creo que tienes razón pero todavía estas a tiempo de arrepentirte.
—Buscaré tu maleta para que acomodes tus cosas.
Cuando salió aprovechó para echar un vistazo al cuarto de baño.
Las paredes estaban completamente cubiertas de azulejos blancos estampados con motivos marinos. El conjunto de sanitarios eran de una tonalidad azulada, al igual que la bañera que yacía recostada en un rincón, rodeada por una cortina de plástico. Salió cuando escuchó a Matthew entrar en la habitación.
—Aquí tienes. —Colocó la maleta sobre la cama.
—Gracias.
—Acabo de pedir una pizza —le avisó—. Supongo que debes estar hambrienta.
Comer ocupaba en ese instante el último lugar en su lista de prioridades a pesar de no haber probado bocado en lo que iba de día. Lo que más deseaba era darse un baño y relajarse un buen rato.
—En realidad no tengo hambre. —Se puso la mano en el vientre—. Tengo el estómago cerrado.
—Son los nervios, la tensión por la que has tenido que pasar.
Asintió; tenía razón en lo que decía aunque sabía muy bien que se debía a algo más, y ese algo tenía que ver precisamente con él.
—Me gustaría darme un baño y recostarme un rato —dijo ella mientras esperaba a que saliera de la habitación y la dejara sola.
—Por supuesto —respondió él sin moverse.
Isabella se cruzó de brazos.
—¿No deberías esperar al repartidor de pizzas en otro sitio?
Matthew la miraba fijamente, el azul de sus ojos se había vuelto más intenso. Isabella sintió que la garganta se le secaba.
—¿Podrías salir, por favor?
—Claro, por supuesto. Lo siento. —Estaba actuando como un tonto—. Siéntete como en tu casa, te guardaré un par de porciones —le dijo y cerró la puerta corredera tras él.
Ya sola, Isabella se dejó caer sobre la cama y suspiró. Pasó las manos por la manta, se sentía suave al tacto como si fuera de terciopelo. Cerró los ojos en un intento por calmarse un poco. ¿Qué estaba haciendo allí, en la habitación de aquel hombre y recostada en su cama? Levantó los párpados y observó los cuatro delgados postes de bronce que se erguían alrededor del lecho. Le parecía estar en otra época, en un palacio señorial, y aquella cama perfectamente podría pertenecer a algún rey europeo. Se rió de sus propios pensamientos y de lo soñadora que solía ser a veces. Se levantó de un salto y preparó la bañera, regresó a la habitación y comenzó a quitarse la ropa, no sin antes cerciorarse de que Matthew hubiera cerrado bien la puerta antes de irse. Buscó algo de ropa dentro de la maleta y volvió a meterse en el cuarto de baño.
Mientras tanto, en la cocina, Matthew se estaba comiendo una porción de pizza de pepperoni acompañado por Boris. Habría preferido compartir aquel almuerzo improvisado con Isabella pero comprendía que lo que más necesitaba ella era descansar. La imagen de Isabella durmiendo en su cama lo estremeció. No sabía cómo haría para ignorar lo que ella despertaba en él al tenerla tan peligrosamente cerca, pero tenía bien claro en su cabeza que no podía involucrarse con esa muchacha. Debía mantener su objetividad y pensar en ella solo como testigo potencial del caso en el que estaba trabajando y que debía resolver por el bien de tanta gente. Le dio un pedazo de pizza a Boris y guardó el resto en el horno porque, con seguridad, Isabella se despertaría con hambre luego.
Tenía que volver a la comisaría, no había hablado con Susan después de la discusión y quería ponerse al tanto de los resultados de las investigaciones en casa de Isabella.
Fue hasta la sala y buscó la chaqueta. La puerta de su habitación estaba como él la había dejado. No supo por qué, pero camino hasta ella y apoyó la cabeza contra la madera. No se escuchaba nada, con seguridad, ya estaría dormida. Apretó la manilla. Lo que estaba a punto de hacer no era lo más prudente, pero necesitaba verla antes de marcharse. Corrió con cuidado la puerta y la observó desde allí. Dormía tranquilamente, su rostro se veía apacible y su cabello caía sobre la almohada. Se había cubierto solo con las sábanas y la manta estaba a los pies de la cama. La blusa de manga corta que llevaba dejaba sus brazos desnudos, uno descansaba encima de la almohada, mientras que el otro caía sobre su vientre. Se quedó observando el movimiento de su pecho, que subía y bajaba al ritmo de su respiración. De pronto, Isabella se movió inquieta y entonces Matthew se percató de lo que estaba haciendo y cerró la puerta sin hacer el menor ruido. Caminó a toda prisa hacia la cocina, buscó un lápiz y un papel para dejarle una nota; la dejó sobre la mesa y salió.
En el pasillo, se cruzó con Mónica y Jessie Barton.
—Hola, Matthew. ¿Cómo estás? —saludó el joven matrimonio.
—Estoy bien. Disculpad, pero llevo prisa. —La puerta del montacargas se abrió—. Dadle un beso a la pequeña Priscilla de mi parte.
—Lo haremos —respondió Jessie—. ¿Por qué no vienes a cenar esta noche?
—Os agradezco, pero no puedo. —Les dedicó una sonrisa amable.
—No deberías trabajar tanto —dijo Mónica con el ceño fruncido.
—Ya me conoces, Mónica —respondió Matthew y se encogió de hombros mientras la puerta del montacargas se cerraba.
Unos extraños arañazos en la puerta la despertaron. Por un momento no recordó dónde se encontraba y se asustó. Luego, cuando reconoció la habitación, comenzó a calmarse. Apretó el rostro contra la almohada. Aún conservaba el perfume de Matthew; ni siquiera el perfume de gardenias que ella usaba había disipado el fuerte aroma de su loción masculina. Se incorporó y observó la hora. Su reloj de pulsera le indicó que eran ya las tres de la tarde y por lo tanto había dormido más de dos horas. Miró hacia la puerta cerrada, parecía que alguien quería derribarla. Volvió a alarmarse, pero cuando escuchó los gimoteos de Boris del otro lado se levantó de inmediato y fue en su busca.
Apenas abrió la puerta, el perro se abalanzó sobre ella buscando sus manos.
—Hola, Boris. —Le apretó los mofletes y a él pareció no molestarle en absoluto—. Es bueno verte.
Luego, el bulldog corrió y se metió debajo de la cama. Lo escuchó revolcarse sobre el suelo de madera.
—¿Qué haces ahí?
Isabella se arrodilló y se agachó para poder ver mejor. Boris estaba mordiendo una vieja toalla hecha jirones.
—¡Eres un chico malo, Boris! —lo reprendió mientras movía la mano.
Boris dejó de morder y la miró con sus expresivos ojos pardos. Parecía que no era la primera vez que escuchaba aquellas palabras.
Se arrastró hacia ella y dejó los jirones a un lado.
—No debería hacerte mimos —le dijo con una seriedad que se esfumó cuando él comenzó a lamerle el rostro.
—¡Para! —La lengua húmeda le hacía cosquillas—. ¡Que te quedes quieto, Boris! ¡Esto no es gracioso!
No tuvo más remedio que tirarse al suelo y jugar un rato con la mascota. Cuando él, finalmente, desistió de ella y regresó bajo la cama, Isabella notó que había algo además de la toalla hecha jirones, allí debajo.
—¿Qué tienes ahí?
Estiró el brazo, y su mano rozó una delicada tela, seda o algo parecido. Por fin, logró sacarla y descubrir de qué se trataba.
—¡Vaya, vaya! —Lo que Isabella había hallado era un sujetador de seda color negro y adornado con encaje. Estaba sucio, pero seguía casi intacto. Con la prenda en la mano no supo qué hacer. Seguramente, alguna de las amantes de Matthew lo había olvidado allí. Pensó que, tal vez, pertenecía a su compañera. Podía imaginarse el motivo de la discusión que habían tenido Matthew y la detective Wilder aquella mañana. Lo más probable era que él le hubiese comunicado sus intenciones de llevarla a su loft, y, por supuesto, eso había enfurecido a la detective.
Se puso de pie, se dirigió al cuarto de baño y arrojó el sujetador en la cesta de la ropa. No era asunto suyo; sin embargo, le molestaba haberlo encontrado debajo de la cama de Matthew. ¿Cómo haría él para llevar a alguna mujer con ella allí? Tal vez su vida amorosa se vería reducida por su culpa. No lo lamentaba; después de todo la idea de ofrecerle su casa había sido de él.
Regresó a la habitación pero ya no había señales de Boris. Sacó algo de ropa de la maleta y se decidió por unos vaqueros sencillos y una blusa. Se había despertado hambrienta y los ruidos en su estómago solo podrían aplacarse con algo de comida. Se recogió el cabello y abandonó la habitación.
El lugar estaba en completo silencio y Matthew no estaba por ningún lado. Debía de haberse marchado mientras ella dormía. Echó un vistazo a la terraza y descubrió a Boris jugando con un hueso de goma encima de una de las banquetas que acompañaban a los complementos de gimnasia.
Entró en la cocina y vio la nota de inmediato. La sacó y la leyó.
«Isabella,tehedejadopizzaenelhorno.Dispóndetodocomosifueratuyo.Regresomástarde,Matt.»
Isabella hizo una bola con el papel y la tiró en al cesto de la basura. Abrió el horno y sacó la caja de pizza. La colocó sobre la encimera que servía también de mesa y prefirió servirse un refresco antes que abrir una de las latas de cerveza que había visto. Se llevó un pedazo de pizza a la boca. Estaba fría pero no le importó. Encendió la radio y buscó la emisora de música más popular de Fresno, era la que siempre escuchaba. La melodía de una canción bastante melosa resonó en la cocina; al menos la música le haría compañía. La locutora de turno, de voz estridente, dio unos cuantos comerciales y luego dio paso al conductor de aquel programa vespertino. Se llamaba Bob y se notaba que sabía hacer bien su trabajo. Los oyentes comenzaron a llamar a la estación para pedir sus temas preferidos. Isabella canturreo las canciones que conocía y Boris regresó, curioso, a la cocina. Isabella le dio otro pedazo de pizza y terminó de beberse su refresco mientras se balanceaba al ritmo de una canción que hablaba del amor no correspondido. El tema terminó y el locutor anunció que tenían una dedicatoria muy especial.
—Nos ha llamado un caballero que prefiere quedarse en el anonimato y mantener así el misterio, para dedicar una canción a una dama muy especial. Me pidió recitar una parte de la letra del tema que escucharemos a continuación. Dice así: «Te enviaré nomeolvides para ayudarte a recordar.» La canción es del año 1982; se titula Recuérdame y la intérprete es Patrice Rushen. Bella, quienquiera que seas, tú eres la afortunada, y este tema va dedicado a ti.
Isabella se quedó quieta, casi sin atreverse a respirar. Sintió una punzada de dolor aguda en la cabeza. Esa misma canción ya la había oído antes. Le era extrañamente familiar. El dolor de cabeza se hizo más persistente y tuvo que sentarse en uno de los taburetes para no caerse. Poco a poco la melodía se fue acabando y con ella cada nota que parecía perforar su cerebro. Sin embargo, la sensación que le había provocado se negaba a abandonarla.