Capítulo 4
Isabella estacionó su escarabajo rojo cereza a un costado de la casa y, antes de apagar el motor y poner un pie fuera, echó un vistazo al reloj. Había llegado cuarenta minutos más tarde de lo habitual después de haber trabajado todo el día en Sunrise Press, una de las editoriales más prestigiosas de California. Trabajaba allí desde hacía casi tres años y nunca dejaría de agradecerle a Jennifer Shelton haberle dado la oportunidad de sumarse a su equipo. Jennie era su jefa y, además, una amiga que no había dudado ni un segundo en emplearla cuando se presentó en su oficina temerosa y casi segura de recibir un «no» como respuesta.
Isabella había sido sincera con ella desde el principio; le contó lo que le había sucedido un año antes: su secuestro y su posterior amnesia. Jennifer decidió darle la oportunidad, sin importarle su pasado ni el hecho de no haber podido terminar la carrera y graduarse en la universidad. Las palabras de su jefa le quedaron grabadas en la mente desde aquél día. «No necesitas un diploma; sé lo que vales y lo que puedes hacer.»
Aquella entrevista había sido la primera cosa buena desde el día de su reaparición tras su cautiverio de tres meses. Había entrado en la editorial y se había ganado el respeto y la confianza de todos. Dos años más tarde, y con el apoyo de Jennifer, de Sarah y de su hermano Jason, había podido completar lo que le quedaba de la carrera de Diseño Gráfico hasta finalmente graduarse, incluso con honores. Había sido una época difícil, trabajaba durante el día y estudiaba por las noches en su casa para presentarse, una vez por mes, a hacer los exámenes. Podría haber asistido a la universidad y haber ido a clases nocturnas, pero prefirió no hacerlo. Regresar de noche al mismo sitio en donde había sido secuestrada era una situación que solo la habría traumatizado aun más.
Dejó escapar un suspiro, cogió su bolso de corderoy color borgoña y la enorme carpeta de cartón en donde guardaba sus diseños, y se bajó del automóvil. Subió los tres escalones que daban a la cocina y se detuvo antes de entrar. Observó la cesta de mimbre a un lado de la puerta. Estaba habituada a que Otelo estuviera allí cada vez que ella regresaba a casa, pero estaba vacía y, su juguete preferido, un aro de plumas multicolor, continuaba allí desde el día anterior. Seguramente, estaría dentro de la casa, durmiendo sobre su sillón favorito y correría hacia ella apenas la viera para restregarse contra sus piernas y recibir una caricia afectuosa en la cabeza.
La cocina estaba vacía cuando entró; dejó el bolso y la carpeta sobre una mesita junto a la puerta.
—¡Sarah! ¿Estás en casa? —Se sirvió un vaso de agua fría.
Su amiga bajó los escalones corriendo.
—¡Ya has llegado! —exclamó y entró en la cocina.
Isabella apoyó el vaso en la mesa.
—¿Sucede algo? —Había una expresión extraña en el rostro de su amiga que no le gustaba nada.
Sarah no respondió y lanzó una mirada al vaso que segundos antes. Isabella había dejado en la mesa.
—Sarah, te conozco y sé que quieres decirme algo; desde esta mañana, he notado que estás un poco nerviosa. —Frunció el ceño—. ¿Acaso ha regresado el policía nuevamente?
Sarah negó con la cabeza.
—¿Entonces, qué es? —La actitud de su amiga comenzaba a asustarle.
—Se trata de Otelo. —Sus palabras salieron de sus labios rápidamente como si así la noticia causara menos impacto.
—¿Qué sucede con él? —Isabella sintió pánico.
—Esta mañana, cuando vino el detective guapo, salió disparado y no ha vuelto desde entonces.
Isabella pasó por su lado sin siquiera mirarla. Buscó a su gato, de manera frenética, por todos los rincones de la casa, en sus lugares favoritos, pero no había señales de él. Sarah se unió a su búsqueda, aunque sabía que sería inútil; ella misma lo había buscado varias veces durante el día sin obtener resultados. Bajaron al sótano y después salieron al patio. Uno de sus vecinos les dijo que lo había visto por la parte trasera de la vivienda esa mañana temprano, pero cuando había vuelto a mirar, el gato ya no estaba allí.
Le dieron las gracias y volvieron a la casa. Isabella, exhausta y abatida, se dejó caer en el sofá de la sala.
—Tal vez haya una gata en celo en el vecindario —comentó y se cruzo de brazos. No era la primera vez que Otelo desaparecía, solo que la vez anterior se había subido a la copa de un árbol y, por miedo a bajarse, se había quedado allí arriba todo el día hasta que Jason pudo finalmente bajarlo—. ¡El árbol!
—Ni siquiera te molestes, Isabella. Yo ya he estado ahí y no está. Además, no creo que sea tan tonto para subir allí de nuevo, después de todo el escándalo que causó la otra vez —dijo y esbozó una sonrisa para quitarle un poco de drama al asunto.
—Estaba asustado de verdad. —Isabella sonrió al recordar sus enormes ojos verdes y lo rápido que latía su corazón cuando lo acurrucó contra su pecho.
—Aparecerá, Isabella. —Se sentó a su lado—. Seguramente está haciéndose el donjuán con alguna gata del vecindario mientras tú estás aquí afligida por él.
Isabella asintió con un leve movimiento de cabeza. Deseaba, con todo su corazón, que así fuera. Otelo era, para ella, más que una mascota; adoraba a esa bola de pelos color fuego que había llegado a su vida dentro de una caja de cartón, prolijamente envuelta y adornada con un enorme lazo de color rojo en forma de rosetón. Lo adoraba, porque había sabido conquistarla de inmediato con sus maullidos y ronroneos; pero, sobre todo, porque había sido un regalo de su hermano Jason que había aparecido una tarde con la caja y con un aire misterioso. Habían pasado seis meses desde su reaparición, y Otelo fue como una chispa de alegría en medio de tanta tristeza.
Sarah le dio unas palmaditas en la mano.
—No te preocupes, cuando le duela la barriga de hambre, regresara.
—Sí —respondió apenas. Levantó las piernas y se las rodeó con ambos brazos, apoyó el mentón sobre las rodillas y cerró los ojos. No quería llorar, y apretó los parpados con fuerza.
—Distraigámonos un poco. —Sarah tomó el mando a distancia y encendió la televisión. Estaba sintonizado en el canal de las noticias cuando, de pronto, escuchó una voz masculina hablar. Isabella abrió los ojos de inmediato.
—¡Mira, es el detective Lawson! —exclamó Sarah y se acomodó mejor en el sofá.
Isabella continuaba con la mirada fija en la pantalla del televisor.
La voz grave del hombre que había estado esa misma mañana hablando con ella se mezclaba, en ese momento, con la de los insistentes reporteros.
—Es mucho más guapo en persona, ¿no crees? —preguntó Sarah.
Isabella la miró.
—Es en lo que menos me fijé mientras estuvo aquí —contestó con seriedad. Anhelaba que su amiga quedara satisfecha con su respuesta. Una de las cámaras hizo un primer plano a su rostro, e Isabella experimentó un leve estremecimiento al recordar la forma en que aquellos ojos, intensamente azules, la habían mirado esa mañana.
—Di lo que quieras, pero a mí me parece guapísimo. Además, tiene una voz muy seductora.
—Cállate, no me dejas escuchar —dijo tajante antes de que su amiga siguiera enumerando las virtudes de aquel hombre.
—Detective, ¿tiene alguna pista de quien cometió los crímenes? —preguntó una mujer.
—¿Cree usted que el Asesino de las Flores atacará de nuevo? —quiso saber otro reportero.
—Hay preguntas que no puedo responder para no entorpecer nuestra investigación. —La expresión de fastidio desapareció de su rostro—. Esperamos que el asesino no vuelva a atacar, estamos haciendo nuestro mejor esfuerzo para atraparlo. —Hizo una pausa que duró unos cuantos segundos y, entonces, miró directamente a la cámara—. Toda la ayuda que podamos recibir será bienvenida. Debemos desterrar a este criminal de las calles de Fresno lo antes posible, no podemos permitir que se cobre la vida de otra víctima inocente.
Isabella tragó saliva y se movió en su asiento presa de la inquietud. Presentía que cada palabra que Matthew Lawson pronunciaba estaba dirigida especialmente hacia ella.
—¡Boris, sal de aquí!
La lengua áspera y húmeda del bulldog de más de veinticinco kilogramos le había dejado una mancha pegajosa en la mejilla y en la parte baja de la mandíbula. Intentó apartarlo con una sola mano, ya que con la otra sostenía una de las mancuernas de hierro que levantaba cada mañana, no solo para mantenerse en forma, sino para relajarse y olvidarse un poco del estrés del trabajo.
—¡Te lo advierto, pequeño demonio! —Pero sus amenazas no surtieron el efecto deseado; el robusto y mofletudo Boris insistía en que aquella mañana el rostro de Matthew fuera su juguete favorito.
Matthew tomó, entonces, la toalla que descansaba sobre el aparato de pesas y la arrojó lo más lejos posible. Fue a dar al otro lado de la terraza, junto a la puertaventana que daba al salón comedor y que, por fortuna, había dejado abierta; de otro modo, el perro se habría estrellado contra ella.
Lo observó mientras corría en busca de su presa; a pesar de su sobrepeso y sus patas cortas, poseía la velocidad que, seguramente, solo le daban su ímpetu y sus ganas de complacer y jugar con su amo.
Se sentó en la banqueta de cuero negro y dejó la mancuerna en su lugar antes de que Boris regresara a entregarle la toalla. Apoyó los codos sobre las piernas y se pasó ambas manos por el cabello. Cerró los ojos en un intento por normalizar su respiración. Se preguntó por qué Boris estaba tardando en regresar con la toalla. Cuando levantó por fin la vista lo supo, el pequeño bribón se había quedado dentro de la sala y estaba recostado sobre la toalla o lo que quedaba de ella. Su fuerte mandíbula mordía unos cuantos jirones, mientras sus garras tironeaban con fuerza de la tela hacia abajo.
Matthew no supo si reprenderlo o dejarlo que siguiera entreteniéndose con su nueva adquisición. Se decidió por lo último, al menos, por un rato, se olvidaría de él.
Se puso de pie y levanto los brazos por encima de la cabeza y los estiró lo más que pudo. Respiró profundamente un par de veces y los bajó.
Repetía aquella rutina de ejercicios, al menos, cinco veces a la semana y de alguna manera, le servía de escape de su rutina de trabajo que se iniciaba cada mañana a las ocho. Miró el reloj que colgaba en la pared de enfrente, tenía todavía treinta minutos, el tiempo suficiente para pegarse una ducha y desayunar de forma decente. Se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano y sin perder tiempo, se dirigió hacia el cuarto de baño.
Quince minutos después, renovado y oliendo a menta, se preparó un desayuno rápido. Aquella mañana consistía en una buena taza de café y un par de rosquillas que había comprado en la mejor pastelería de todo el Tower District, como él la consideraba.
Se sentó sobre la mesa y le dio un mordisco a la crujiente masa. No se sorprendió cuando Boris apareció de la nada y se sentó a su lado para mirarlo con ojos de corderito degollado, con la clara intención de obtener lo que quería.
Matthew sonrió, le arrojo la mitad de una rosquilla y lo observó irse contento a su rincón predilecto para saborearla. Bebió un sorbo de café y, de pronto, como una ráfaga que llega sin previo aviso, la imagen de Isabella Carmichael vino a su mente.
Habían pasado dos días desde la visita a su casa, y no había tenido noticias suyas. Estaba asustada en ese momento, sus ojos castaños habían reflejado el terror que significaba para ella revivir la historia de su secuestro. Habría deseado no necesitarla, poder prescindir de ella y dejarla tranquila, pero no podía. Estaba seguro de que ella era la única que podía ayudarle a atrapar al asesino. Porque ya no dudaba de que era el mismo que la había secuestrado cuatro años atrás y había acabado con la carrera de su propio padre. Mientras terminaba de beberse el café, decidió que, aunque ella no lo llamara ni quisiera saber nada con él, insistiría en su propósito y lograría convencerla. Sería una tarea difícil, pero no se detendría hasta derribar la barrera de temor que le impedía poder recordar. Isabella era una mujer frágil y vulnerable, una mujer a la que cualquier hombre querría proteger y cuidar. Lo embargó la misma sensación que había experimentado cuando, sin querer, sus brazos se tocaron. Había algo en ella que le atraía, y no era solo su belleza, era algo que había llegado a percibir detrás de su mirada. Quería volver a verla. Dos necesidades completamente diferentes se debatían dentro de él. Precisaba a Isabella para resolver el caso, quizá, y detener a aquel hombre que tanto daño había hecho. Pero la necesitaba aun más de una manera que todavía no llegaba a comprender, y eso le desconcertaba. Tampoco comprendía por qué no había podido dejar de pensar en ella durante esos dos días. Se dijo a sí mismo que solo era porque sospechaba que estaba en peligro y quería protegerla, y de paso, obtener la ayuda que solo ella podía brindarle; pero sus propias cavilaciones al respecto no lograron convencerlo por completo.
Debía verla de nuevo. Tenía que verla. No supo exactamente la razón de su deseo, pero lo único que sí sabía era que la volvería a buscar; y la próxima vez, necesitaría ser más convincente.
La taza casi se le cayó de las manos cuando la melodía de su teléfono móvil comenzó a sonar.
—Lawson —dijo con voz fuerte y clara.
—¿Estás fuera de la cama, compañero?
La voz de Susan al otro lado de la línea sonaba demasiado seria.
—Sí. ¿Qué sucede? —Sabía que eran malas noticias.
—Ha atacado de nuevo, Matt. —Se oyó un suspiro.
Matthew dejó escapar una maldición en voz baja.
—¿Dónde?
Tras oír los datos que le pasó su compañera, colgó. Sin perder tiempo, se colocó la cartuchera y se cercioró de que su arma reglamentaria estuviese en su lugar. Buscó su chaqueta de cuero y antes de marcharse saludó a Boris que continuaba destrozando su presa y que apenas le prestó atención.
Al llegar a la escena del crimen, creyó que vomitaría la rosquilla que había desayunado apenas unos minutos antes. Todo el lugar parecía una copia idéntica de las dos escenas anteriores. Metódico, organizado. El sujeto que buscaban era lo suficientemente calculador y muy seguro de su propio control.
—Se siente poderoso al ejercer su control frente a su víctima, pero obtiene más poder al controlarse a sí mismo —murmuró en voz baja.
—¿Perdón?
Susan había llegado un par de minutos antes que su compañero y al entrar al lugar del hecho, le pareció estar frente a un déjà‑vu.
—Siente placer por el solo hecho de someterlas a su poder —explicó mientras sacaba un par de guantes de látex y se los colocaba.
—¿Un sádico sexual?
Matthew negó rotundamente con un enérgico movimiento de cabeza.
—No, no hay violación. No es lo que le interesa. —Caminaron hasta donde se encontraba el cuerpo cubierto con una sábana blanca—. Las víctimas son sagradas para él.
Susan le lanzó una mirada cargada de incredulidad.
—¿Sagradas? ¿Por eso las mata? ¡Vamos, Matt, este tipo es un maniático!
—No lo subestimes, Susan. —Miró hacia la puerta de entrada—. ¿Por qué no ha llegado Zach todavía?
—He hablado con él hace un momento, el pobre estaba en medio de una autopsia. No tardará en llegar.
—Bien, veamos lo que tenemos aquí mientras lo esperamos. —Se agachó y esperó hasta que Susan se agachara a su lado para levantar la sábana.
Matthew bajó la tela hasta su cuello y una vez más, la imagen de aquella pobre muchacha le resultó cruelmente familiar.
—¿Han logrado identificarla?
—Sí. —Se sacó una libreta del bolsillo de su camisa color verde limón—. Se llamaba Tessa Hodgins, tenía veintitrés años, estudiaba medicina y vivía sola.
—La misma edad que tenía Isabella cuando fue secuestrada —afirmó.
Susan asintió.
—Tú que has hablado con ella y la has visto en persona —hizo una pausa—, ¿se parece realmente a las víctimas de este sujeto?
Matthew observó el rostro pálido de Tessa Hodgins, tan blanco como la sábana que cubría su cuerpo ya sin vida.
—Sí, tiene su mismo cabello, sus ojos son muy parecidos. —Los ojos abiertos de la joven miraban hacia el cielorraso.
—Es escalofriante.
—Sí. —Matthew deslizó la sábana para cerciorarse de que el nudo celta estuviera tatuado debajo de su cintura, pero lo que apareció ante los ojos asombrados de ambos policías fue más perturbador.
—¡Por Dios! ¡No me digas ahora que este tipo no está loco de remate!
Matthew no le respondió. Sus ojos azules seguían clavados en el vientre de la muchacha muerta. Un nombre había sido tallado, de manera cruel, sobre su ombligo. Sintió que se le helaba la sangre al leer lo que aquel hombre había escrito. Cinco letras, cinco garabatos perfectamente legibles en letra de imprenta. «Bella.» Repitió el nombre en su cabeza decenas de veces para convencerse de que no era una alucinación.
—¿Qué crees que ha usado para hacer eso? —preguntó Susan mientras observaba a su compañero, que estaba absorto mirando el cadáver.
—No lo sé; sabremos más cuando Zach realice la autopsia.
—He escuchado que alguien mencionaba mi humilde nombre. —Zach Colby irrumpió en la habitación con su habitual maletín.
Susan se puso de pie y le sonrió apenas.
—Tienes trabajo, Zach —le anunció y devolvió la libreta a su lugar.
—¿Otra más, verdad?
Ambos asintieron al unísono.
—Hay algo diferente esta vez, Zach. —Matthew le mostró el mensaje que el asesino había dejado en el cuerpo de su tercera víctima.
—¡Cielos! —Zach abrió su maletín y después de calzarse los guantes tocó los surcos rojos que había dejado la incisión en la piel de Tessa Hodgins—. El corte es casi simétrico, parece estar hecho con una especie de daga pequeña o un bisturí —indicó.
—Susan, dile al fotógrafo que venga a sacar las fotos antes de mover el cuerpo.
—Enseguida, Lawson.
Se dispuso a abandonar la habitación cuando algo llamó poderosamente su atención, junto a la ventana, algo blanco relucía bajo los rayos de sol que se filtraban por el cristal. Caminó hasta el lugar y se agachó para observar mejor. Lo reconoció de inmediato: era maquillaje en polvo; alguien lo había pisado y se había impregnado en la alfombra. Se levantó y caminó hacia el tocador de la víctima. Como había imaginado, la polvera no estaba. Se inclinó, había más polvo en aquel lugar; echó un vistazo debajo del armario y encontró la polvera abierta y casi vacía. La levantó y la sujetó con cuidado.
—Matt, ven aquí.
—¿Qué sucede?
—¡No te lo vas a creer! —Una sonrisa de oreja a oreja se dibujó en su rostro.
Lo llevó hasta donde había encontrado la huella parcial cerca de la ventana.
Matthew no quería ilusionarse demasiado; la huella de calzado que el polvo había desvelado solo era parcial, y tal vez pertenecía a la víctima.
—Busca al fotógrafo, y que luego hagan un molde de la huella —le indicó.
Susan asintió.
—Quizá tengamos suerte, y haya cometido el primer error —auguró.
—Esperemos que sea así; por el momento, no podemos adelantarnos.
Susan fue en busca del fotógrafo, y Matthew regresó junto a Zach.
—Esto es completamente nuevo, Matt. La primera vez que deja un mensaje —le comentó el forense.
—Lo sé. —Se pasó la mano por la nuca y trató de relajarse con una respiración profunda, pero no le sirvió de nada—. ¿Cuánto hace que murió?
—El rigormortis ha alcanzado ya su máxima rigidez —indicó mientras movía el cuerpo—. Lleva muerta entre seis y doce horas; sabré más cuando tome la temperatura de su hígado. La incisión fue postmortem, no hay rastros de sangre.
Matthew lo observó mientras sacaba un largo termómetro del maletín y lo colocaba en el costado derecho de la víctima.
—La temperatura apenas alcanza los trece grados centígrados. —Quitó el termómetro—. Eso nos da un parámetro más exacto: diez horas.
Matthew miró su reloj de pulsera.
—Significa que murió a las diez y media de la noche, aproximadamente.
—Exacto.
El fotógrafo forense y uno de los peritos llegaron. Tras tomar algunas fotografías del cuerpo y de la escena del crimen, el fotógrafo se marchó, no sin antes avisar a Matthew de que su compañera había salido de la casa para interrogar a los vecinos.
—Debe de ser abrumador para ella cada vez que se enfrenta a una escena como esta —comentó Zach mientras extraía unos tubos de plástico de uno de los tantos compartimientos de su maletín de trabajo.
—Creo que, sencillamente, está acostumbrada —repuso Matthew mientras observaba cómo el perito volcaba el yeso sobre la huella.
—¿Lo crees de verdad? No considero que alguien pueda acostumbrarse a la muerte una y otra vez, y salir indemne después.
—¿Y lo dices tú?
Zach asintió mientras levantaba las cejas.
—Parece ilógico, pero es así, llevo más de siete años haciendo esto y creía que, con el tiempo, me acostumbraría. Por supuesto que me he habituado a los cadáveres, porque convivo con ellos —sonrió—, ya sé que «convivir» no es el término adecuado, pero paso la mitad del día entre ellos. Solo que es a esto a lo que nunca podré adaptarme —señalo el cuerpo inerte de Tessa Hodgins— personas inocentes que caen en las manos equivocadas y terminan siendo asesinadas de manera demasiado cruel.
Matthew le sonrió con comprensión. Entendía a lo que se refería, él podía fingir que no lo afectaba pero era inútil hacerlo. Había elegido ser policía no solo para complacer a su padre, sino porque creía en lo que hacía. Proteger y salvaguardar la vida de las personas era lo que siempre había considerado su principal regla a seguir, aunque en la academia no le habían enseñado qué hacer con el resentimiento y la impotencia que lo aturdía cada vez que era testigo de una escena grotesca como aquella.
—Estrangulada como las demás muchachas —afirmó Zach.
—Sí. —Los ojos azules se desviaron otra vez hacia el vientre de la muchacha.
—¿Quién será «Bella»? —preguntó Zach y se rascó la barbilla. No tardó en llegar a una conclusión—. ¿Es ella, verdad? ¿La mujer a la que intenta representar a través de sus crímenes?
Matthew lo miró y no pronunció palabra. En aquel momento, Zach comprendió que su silencio encerraba un «sí» como única respuesta.
Estaba de nuevo en aquella sala después de dos días. Esta vez esperaba obtener una respuesta más positiva de su dueña. Sus dedos tamborileaban nerviosos sobre una de sus rodillas, y todavía ni siquiera había tocado la taza de café que le había ofrecido Sarah.
«Isabella bajará en un momento», le había dicho antes de desaparecer por las escaleras que supuso llevarían a su habitación. Habían pasado ya más de veinte minutos, y su paciencia estaba a punto de ceder.
No se marcharía sin hablar con ella; si lo que pretendía Isabella Carmichael era lograr que se cansara de esperarla y se marchase, estaba muy equivocada. Estaba dispuesto a esperar el tiempo que fuera necesario.
Cinco minutos después, la vio bajar las escaleras con lentitud. Llevaba unos vaqueros bastante holgados y una blusa blanca que dejaba por completo al descubierto sus hombros. Advirtió de inmediato en su rostro el fastidio por verlo allí, y no se molestó en disimularlo.
Matthew se puso de pie y extendió su mano, pero ella rechazó cualquier contacto y se sentó en el sofá de una plaza y quedó frente a él.
—No creí que volvería —le dijo tajante mientras observaba una carpeta que él llevaba consigo.
Matthew volvió a sentarse y cuando la miró, le sonrió. Pero la actitud fría y distante de Isabella le borró la sonrisa de la cara.
—Era necesario hacerlo, Isabella.
Le molestaba que la llamara por su nombre de pila; prefería que la llamara «señorita Carmichael», pero no le dijo nada. Se veía claramente extenuado. Unos surcos se dibujaban debajo de sus ojos, el nudo de su corbata de seda estaba casi deshecho y la camisa color beige, que llevaba debajo de la chaqueta, arrugada. Apartó de inmediato la mirada cuando él descubrió el escrutinio al que estaba siendo sometido. Juntó ambas manos sobre su regazo. Aquel hombre solo lograba que ella se sintiera inquieta.
—Le dije que no había nada que yo pudiera hacer para ayudarlo. —Intentó sonar calmada y segura de lo que decía.
—Tal vez esto logre hacerle cambiar de opinión. —Colocó la carpeta que había llevado sobre la mesa.
—¿Qué es esto?
—Descúbralo usted misma.
Isabella posó su mirada en la carpeta de cartón oscuro que el detective señalaba. Dudó un instante sobre lo que estaba a punto de hacer, pero al no obtener ninguna respuesta de parte de Matthew, supo que abrir esa carpeta era lo único que podría sacarla de su confusión.
Levantó la solapa y la cerró de inmediato.
—¡Por Dios! —Un escalofrío le recorrió la espalda—. ¿Qué pretende al mostrarme esto?
—Que conozca la realidad. Es lo único que pretendo de usted —le dijo con seriedad. Podría haberle dicho que también esperaba un poco de comprensión y buena voluntad de su parte, pero se lo aclararía en otro momento.
Isabella trató de ponerse de pie, pero él fue más rápido y la sujetó de la muñeca.
—¡Suélteme! —le rogó.
Matthew no la soltó; por el contrario, la obligó a sentarse nuevamente, pero Isabella se apartó cuando él se acomodó a su lado.
—Es usted la que me obliga a ser grosero y comportarme de este modo —le dijo para justificar su actitud impulsiva.
—¡No puede obligarme a hacer algo que no quiero! —le gritó y lo miró directamente a los ojos.
¿Cómo haría para convencerla de que sólo quería protegerla y no dañarla?
La soltó lentamente, pero no podía dejar de contemplarla. Aun con el temor y la rabia reflejados en sus pupilas, aquellos ojos castaños parecían haber lanzado un hechizo en su contra, y no estaba seguro de querer romperlo.
Después del silencio y la tensión, por fin Matthew le habló.
—Lo siento, debería haber sido menos rudo con usted, Isabella.
Isabella se enderezó en el asiento y se cruzó de brazos, como si con aquel gesto pudiera defenderse de aquel hombre y de lo que pretendía con ella.
—Quiero que entienda que si he regresado a verla es porque las cosas han cambiado. —Hizo una pausa para respirar hondo—. Ha vuelto a atacar. —Observó que ella entraba en estado de alerta—. Esta vez nos ha dejado un mensaje.
—¿Un mensaje? —El ceño fruncido le daba el aspecto de una mujer capaz de sobreponerse a sus miedos, pero Matthew sabía cuán frágil era en realidad.
—Es mejor que lo vea por usted misma. —Tomó la carpeta y buscó entre las fotografías tomadas al cuerpo sin vida de Tessa Hodgins.
—Creo que ya he visto lo suficiente —le dijo. Sintió náuseas de solo pensar en las imágenes que había visto segundos antes, sabía que tardaría en borrarlas de su mente.
Matthew encontró la foto que quería que ella observara y cubrió la mitad con uno de los papeles metidos en la carpeta; no era necesario enfrentarla de nuevo con la imagen del rostro de la muchacha muerta.
Isabella lo miró, mientras él hacía el esfuerzo por cubrir la parte más horrible de la foto y la acercaba hacia ella. Antes de descubrir lo que él insistía tanto en mostrarle, volvió a mirarlo a los ojos y logró tranquilizarse, aunque sin conocer la razón de aquella repentina calma.
Leer lo que estaba escrito en el cuerpo de aquella mujer fue devastador para ella. Experimentó una fuerte presión en la cabeza y creyó que le estallaría en cualquier momento.
—Isabella, ¿se siente bien? —Matthew guardó la fotografía y, sin dudarlo, la tomó de la mano.
Inconscientemente, ella la apretó con fuerza. La mano de Matthew estaba tibia, mientras que la de Isabella estaba tan fría como un témpano de hielo.
—Me duele la cabeza —susurró y cerró los ojos.
—¿Qué puedo hacer por usted? —Se sentía tan impotente.
—Nada, ya se me pasará. —Se recostó en su lugar y cuando abrió los ojos se dio cuenta de que su mano seguía en la mano de Matthew. Con un movimiento rápido, la quitó y se la llevó al pecho—. No puedo creerlo.
—Ahora más que nunca, estoy convencido de que estos crímenes tienen que ver con usted. —Apretó la mandíbula—. Le ha dejado un mensaje.
Ella volvió a mirarlo y sus ojos estaban húmedos. A Matthew se le hizo un nudo en la garganta.
—Comprendo lo difícil y traumático que puede resultar todo esto para usted, pero si no nos ayuda, tal vez, nunca lo atrapemos —le aseguró—. Es un sujeto bastante inteligente y organizado, no deja huellas en las escenas de los crímenes y entra en las casas de sus víctimas sin despertar la mínima sospecha.
—Pero yo no recuerdo nada de él —dijo a punto de llorar—. ¿Cómo puedo serle de utilidad si ni siquiera sé lo que me pasó durante los tres meses que estuve desaparecida?
—Solo le pido que acepte colaborar en el caso. —Reprimió el impulso de apretar nuevamente su mano al ver que una lágrima rodaba por su mejilla—. Iremos despacio y si es necesario, recurriremos a alguna terapia alternativa para hacerle recordar.
Isabella lo miró aturdida.
—¿Qué quiere decir con eso?
—He estado indagando y hay buenas probabilidades de que, si se somete a la hipnosis, pueda recuperar su memoria —explicó.
Ella no pronunció palabra durante un rato. No era la primera vez que alguien le mencionaba la idea de hipnotizarla para recuperar sus recuerdos. Y como aquella primera vez, no estaba tan segura de que eso fuera, en realidad, lo que quería hacer. Era terrible convivir, día a día, con la incertidumbre de no recordar lo que había sucedido en esos tres meses, pero sería más terrible aún descubrir qué había ocurrido realmente con ella durante su cautiverio.
—No lo sé —respondió, por fin.
—Piénselo, sería de mucha ayuda —le dijo. Sentía, por fin, que la barrera que se había creado entre ambos comenzaba a desmoronarse poco a poco.
—Bella —dijo ella de repente.
—¿Le trae algún recuerdo ese nombre?
Isabella movió la cabeza.
—No, nunca nadie me ha llamado así. —Se mordió el labio inferior—. Al menos, que yo sepa.
—Parece que, al menos, una persona sí la llamaba de esa manera —sentenció Matthew.
Isabella sintió un escalofrío bajar por su espalda.
—Es extraño.
—¿El qué? —Matthew enarcó las cejas.
—Como le he dicho, nadie me llama así; sin embargo, siento que estoy familiarizada con ese nombre.
—Tal vez es un recuerdo que pugna por salir de su mente —adujo él.
—No, ni siquiera es eso, es solo… una sensación. —Quería que comprendiera lo que trataba de explicarle, pero estaba habituada a que la gente se quedara mirándola cada vez que decía algo como aquello. Después de su secuestro, era común despertarse con la sensación de vivir algo ya vivido, o escuchar una melodía por primera vez y tararearla de principio a fin. Eran sensaciones que la sorprendían de improviso; cualquier cosa podía despertarlas: un perfume, una canción, una imagen. Pero nunca conseguía nada más y cuando se esforzaba por recordar, lo único que obtenía era un terrible dolor de cabeza.
—Entiendo —respondió él. Pero Isabella sabía que, en realidad, no era así.
Isabella se enjugó las lágrimas con la mano y volvió a clavar sus ojos castaños en él. Aquel hombre esperaba una respuesta de su parte y aunque estaba segura de que se arrepentiría toda la vida por lo que estaba a punto de hacer, no dudó cuando le dijo que aceptaba ayudarlo.
Una amplia sonrisa iluminó el rostro anguloso de Matthew Lawson.
—Sabía que tarde o temprano me diría que sí.
—¿Es confianza en sí mismo o pura arrogancia? —preguntó mientras se ponía de pie.
—Soy la clase de persona que, cuando se empeña en conseguir algo, hace lo imposible por lograr sus objetivos.
—Lo tendré en cuenta, detective.
—Por favor, llámeme Matthew; después de todo, de ahora en adelante, vamos a pasar mucho tiempo juntos.
Isabella esbozó una tenue sonrisa. Las palabras del detective quedaron rondando en su mente mientras lo acompañaba hasta la puerta. «Pasar mucho tiempo juntos.» No sabía exactamente a lo que se refería, pero esperaba que él no la presionara demasiado. Se conocía y sabía que no podía desenvolverse bien bajo la presión de los demás.
Antes de marcharse, Matthew se volvió y la observó.
—Buscaré al mejor especialista en hipnosis del país si es necesario —le aseguró.
Por un instante, Isabella tuvo miedo de su convicción, sobre todo, porque la de ella distaba mucho de la de él.
—¿Puedo pedirle algo?
—Lo que sea.
—No corra; necesito tiempo para habituarme a la idea.
Matthew lanzó un suspiro.
—Tiempo, lamentablemente, es lo que no tenemos, Isabella.
Ella asintió sin decir nada. Él extendió la mano para despedirse y cuando sus manos volvieron a unirse, ninguno de los dos estuvo ajeno a la corriente de calor que los envolvió.
—Seguimos en contacto —dijo él sin soltarla todavía.
—Tengo su tarjeta —respondió Isabella.
Sus manos se separaron, pero la sensación que ambos habían compartido permaneció en el aire mucho más tiempo.
No percibieron su presencia; tampoco se dieron cuenta de que estaban siendo observados.
Isabella se despertó tarde a la mañana siguiente, era su día libre y le gustaba quedarse retozando en la cama durante un buen rato. Extrañaba a su compañero de aventuras, y su semblante se nubló al observar que Otelo no estaba durmiendo a sus pies hecho un ovillo, como cada mañana. Habían pasado tres días desde su desaparición y nadie parecía haberlo visto. Ella y Sarah habían pegado carteles dentro del complejo de viviendas y también en la zona aledaña. Pero nadie había llamado para dar ningún dato, aun con la recompensa de quinientos dólares que ofrecía.
No le había mencionado nada a Jason todavía y agradecía que él continuara fuera de Fresno supervisando la construcción de una escuela en Easton, porque sabía que lamentaría tanto como ella la desaparición de Otelo.
Se levantó de la cama y observó que el día había amanecido con un sol espléndido y que, a esa hora de la mañana, ya comenzaba a hacer calor. Abrió las cortinas de par en par y dejó que los rayos de sol inundaran la habitación. Estiró los brazos sobre la cabeza, exhaló e inspiró un par de veces y Matthew Lawson se apoderó de sus pensamientos. Eso la pilló por sorpresa.
Había insistido y finalmente la había convencido. Estaba segura de que con su persuasión, podría conseguir muchas cosas en la vida.
—¿En qué piensas? —Sarah entró a la habitación. Cargaba una bandeja con una taza de café, un par de croissant y un enorme vaso de zumo de pomelo.
—¿Todo eso es para mí?
—Depende.
—¿De qué? —Isabella intentó a quitarle la bandeja a su amiga, pero Sarah la apartó a un lado.
—De que me digas en qué o en quién estabas pensando cuando he entrado.
—En nadie —soltó enseguida Isabella.
—¡Ah! Entonces estabas pensando en alguien y no en alguna cosa. —Sarah entrecerró los ojos.
Isabella intentó arrebatarle la bandeja una vez más, pero fue inútil.
—¿Qué diferencia hay?
—Mucha. —Finalmente le entregó la bandeja y se sentó a su lado en la cama—. Apuesto a que no me va a costar mucho adivinarlo.
Isabella se encogió de hombros.
—¿Es el detective guapo, verdad?
Ella se metió un trozo de croissant en la boca para no responderle.
—Tu silencio es bastante elocuente, amiga.
Isabella tragó la crujiente masa y la miró.
—¡No he dicho nada porque no podía hablar! ¡Estaba comiendo!
—Tú di lo que quieras, pero sé que no me equivoco. —Entrelazó los dedos sobre su regazo—. Ha venido a verte tan solo un par de veces y sin embargo sé que te ha impactado.
Isabella frunció el ceño y sonrió nerviosa.
—Estás equivocada. —Miró su reloj—. Son más de las diez, ¿no llegas tarde a la oficina?
—Si piensas que vas a evadir hablar del tema, te advierto que no lo vas a lograr. —Se puso de pie e hizo un ademán con los brazos—. ¡No me niegues la posibilidad de ilusionarme con la idea de que, por fin, te gusta un hombre después de no sé cuánto tiempo!
—Lamentaré decepcionarte, entonces —respondió.
—Será mejor que continuemos con esta charla luego, si no me voy, mi jefe me va a matar.
Se despidieron con un beso en la mejilla.
—¡Ah, lo olvidaba! —Sarah le gritó desde las escaleras—. ¡Ha llegado un paquete para ti, lo he dejado en la mesita de la sala!
—¡Está bien! —respondió Isabella.
Se terminó el desayuno y como la curiosidad era más urgente que su ducha matinal, bajó hasta la sala para buscar el paquete que le habían enviado. Seguramente era algún obsequio que le mandaba su hermano. Desde lo de su secuestro vivía consintiéndola y debía reconocer que le agradaba sentirse mimada por él. Jason era su única familia y siempre habían estado muy unidos, en especial después de quedarse solos cuando eran ambos adolescentes.
Bajó corriendo las escaleras y la vio de inmediato. Una enorme caja cuadrada forrada en papel celofán color rojo. Se acercó y buscó alguna tarjeta, pero no la halló. Pensó que la encontraría dentro, rompió el envoltorio y lo arrojó al suelo. Parecía una niña que ansiaba abrir su regalo la mañana de Navidad, hasta sonreía como una. Pero esa sonrisa se congeló cuando quitó la tapa y descubrió, por fin, lo que se escondía en el interior de la caja.
Sus gritos de espanto retumbaron en el silencio de aquella soleada mañana de verano.