Capítulo 26

Isabella se asió del picaporte y no se sorprendió de que la puerta cediera con tanta facilidad. Entró y la cerró tras de sí aunque comprendió que sería inútil. No tenía cerradura. Buscó algo para colocar contra la puerta y de ese modo impedir su entrada, pero no lo halló.

El lugar donde se encontraba no era tan grande como la sala atestada de viejas máquinas; del techo colgaban cortinas blancas que llegaban hasta el suelo. Comenzó a caminar y se abrió paso entre ellas. Eran unas cuantas y, cuando traspasaba una, otra volvía a surgir. De pronto, las cortinas parecieron rodearla y no supo en qué dirección seguir. Parecía estar en medio de un laberinto de tela, debía encontrar la salida, de algún modo, debía encontrarla.

Las cortinas la envolvían y, por fin, distinguió un halo de luz delante de ella. Se detuvo. Era la última; sabía que si traspasaba aquella cortina, lograría salir. Ignoraba lo que le esperaba del otro lado. Respiró hondo y comenzó a caminar nuevamente.

Corrió con cuidado la última barrera y comprendió que seguía atrapada. El laberinto solo había dado paso a una prisión más aterradora. Isabella comprendió en ese instante que su pasado la arrastraba sin remedio hacia un círculo vicioso, donde su vida parecía estar condenada a repetir lo mismo, una y otra vez.

Su cuerpo se desplomó de rodillas. El suelo de cemento era áspero y la lastimaba, pero ni siquiera le importó. Sus ojos castaños estaban clavados en la escena que él había preparado para ella.

El lugar no tenía ventanas; la luz que había percibido provenía de una claraboya que había en el techo. Había una cama junto a una de las paredes y unas esposas colgaban de los barrotes de la cabecera. El perfume de nomeolvides inundaba el lugar. Isabella vio los pétalos esparcidos sobre la cama y el suelo.

No había nada más; solo la cama, las esposas y las flores. Tres cosas que su mente había enterrado por tanto tiempo y que, sin embargo, habían esperado pacientemente por ella, para acecharla y recordarle que había un destino que cumplir. Un destino del que ya no podría escapar.

No lo escuchó acercarse pero supo de inmediato que estaba detrás de ella. Después de todo, hacía tiempo ya que venía siguiéndola, como una sombra que se pierde en medio de otras sombras.

La sujetó del brazo y la levantó. No protestó ni luchó. Tampoco lo hizo cuando la acostó en la cama y pasó las esposas alrededor de una de sus muñecas.

—No estarás atada por mucho tiempo esta vez, Bella —le susurró mientras pasaba la cadena de acero por detrás de dos barrotes y cerraba el otro extremo de las esposas en la muñeca libre de Isabella.

Ella cerró los ojos para no ver su rostro desagradable. No la había vendado, pero sentía la enorme necesidad de apretar sus párpados con fuerza.

—Quiero que me mires, Bella. —La tomó de la barbilla—. Abre los ojos.

Isabella los cerró con más fuerza aún, hasta sintió que comenzaban a dolerle.

—¡Abre los ojos, Bella! —le ordenó.

Ella empezó a llorar, pero sus ojos seguían cerrados. Pensó en Matthew y en la última vez que lo había visto. Si iba a morir, al menos quería que la última imagen que se llevase fuera la del hombre que amaba.

—¡No! ¡No! —le gritó y le sacudió la cabeza.

Entonces, él la sujetó del cuello y apretó su garganta.

—¡Mírame!

Isabella abrió los ojos; las lágrimas acumuladas le habían nublado la visión, pero aún así pudo distinguir la furia y la mueca de disgusto en su rostro.

Su mano seguía presionándole la garganta e Isabella sintió cómo, poco a poco, se le escapaba el aire. Se retorció en la cama, intentó mover las piernas, pero él se había sentado encima de ellas.

De pronto, la expresión de su rostro cambió radicalmente y la soltó.

—Lo siento, Bella. —Le acarició la mejilla—. Lo siento.

Se puso de pie de un salto y caminó hasta los pies de la cama.

—Haces que pierda la cordura, Bella. —Había ladeado la cabeza y una sonrisa siniestra comenzó a dibujarse en su rostro.

—¿Por qué me haces esto? —le preguntó entre sollozos.

Se acercó de nuevo y se sentó junto a ella.

—¡Oh, Bella! ¿Acaso no lo entiendes? —Su dedo índice subió por su pierna, sus ojos oscuros seguían aquel lento movimiento. Volvió a mirarla—. Estamos destinados el uno para el otro, Bella. Te amo y sé que tú me amas.

—¡Estás loco! —le gritó Isabella y observó cómo su dedo seguía subiendo por su pierna.

—No, no lo estoy —respondió tranquilo—. Te he amado desde la primera vez que te vi. Fue en el patio de la universidad; tú estabas con unas amigas y, en ese preciso momento, supe que eras para mí. Te veías tan bella, tan cercana e inalcanzable al mismo tiempo.

Isabella intentó buscar en su memoria los recuerdos de aquella época, pero estaba segura de que nunca lo había visto antes.

—Yo, yo no me acuerdo de ti —balbuceó.

—No. —El tono de su voz cambió—. Ni siquiera sabías que existía; yo te amaba en silencio, te admiraba desde mi lugar, desde las sombras. Porque solo era eso, una sombra que vivía solo por ti y a la cual ignorabas por completo.

Isabella notó enojo en aquellas palabras.

—Toda mi vida me habían enseñado que mirar a una mujer era pecado y que su cuerpo era la morada que el demonio había elegido para tentar al hombre. —Su dedo se detuvo en la parte más alta de su muslo—. Pero cuando te conocí a ti, supe que existía otra clase de mundo.

Los ojos castaños de Isabella se fijaron en su dedo.

—¡Tú no formabas parte de mi mundo! —le espetó ella.

—De alguna manera sí lo hacía —aseveró—. Te quería para mí, Bella. Mi mundo y toda mi vida eras tú. Eres tú —se corrigió—. No importa cuánto luches por negarlo; aunque reniegues de lo que nos espera, terminaremos juntos.

—¡Prefiero morir a estar contigo! —Le escupió al rostro y entonces él apartó el dedo. Comenzó a reír e Isabella se aterrorizó. Había cometido un error y estaba segura de que lo pagaría.

—¿Por qué te niegas a aceptar que nuestro destino es estar juntos para siempre? —Se puso de pie e hizo un ademán con las manos en alto.

—¡No te amo! ¡Ni siquiera te conozco! —le gritó con furia—. ¡Eres un loco enfermo!

Peter se dio media vuelta. No podía verle el rostro en ese momento, pero sabía que lo que acababa de decirle solo lograría enardecerlo más.

Le vio lanzar un suspiro y alzar la cabeza. Unos segundos después, se giró para volver a mirarla.

—¿Es por él, verdad? —Sus ojos eran dos dagas afiladas y cargadas de rencor—. Él no te ama, Bella. Nadie podrá amarte como yo lo hago. —Volvió a acercarse—. Tuvo el descaro de profanar tu cuerpo, el templo de tu cuerpo que estaba destinado a unirse al mío en la eternidad.

Isabella sabía que estaba delirando; no podía concebir que él, de verdad, creyera lo que le estaba diciendo.

—¡Nadie ha profanado nada! ¿De qué demonios hablas?

—Cometió un sacrilegio y deberá pagar por eso, Bella. —La miró directamente a los ojos—. Nunca debería haber puesto las manos sobre ti; tú eras mi virgen sagrada y se ha atrevido a poner sus asquerosas manos sobre ti.

¡Por Dios! ¡Aquel hombre estaba completamente desquiciado! Hablaba como si ella fuera alguna especie de divinidad que no podía ser profanada. Hablaba como si supiera lo que había sucedido entre Matthew y ella. Los había visto.

—¿Tú vigilabas la vivienda de Matthew? —Después de decirlo tuvo la certeza de que era así.

Él asintió.

—Os vi esa noche en la terraza, Bella. Tu cuerpo se friccionaba contra el suyo —dijo en voz baja—. No eras tú, lo sé. Un demonio te obligó a hacerlo; el mismo demonio que puso a ese hombre en nuestro camino.

—¡No existen los demonios, lunático! ¡Solo los que están en tu cabeza! —Se movió en la cama; las lágrimas le bañaban el rostro—. ¡Lo que viste esa noche fue la más bella demostración de amor que un hombre y una mujer se pueden dar! ¡Algo que tú nunca vas a vivir en tu perra vida, desgraciado!

Él levantó una mano y su movimiento fue tan rápido que, cuando la vio acercarse a su rostro, ni siquiera sintió el golpe seco que la dejó inconsciente.

—Vas a pagar tu traición, Bella, y la vas a pagar de la peor manera.

La comisaría comenzó a llenarse de gente poco a poco y cuando las personas más cercanas a Isabella comenzaron a llegar, Matthew sintió que un nudo amargo se le formaba en la garganta.

—¡Matthew! —Jason entró en la oficina acompañado de Sarah y Brandon Tanner.

Él le puso una mano en la espalda.

—Créeme que estamos haciendo todo lo posible —le dijo. Sabía que no era suficiente para su hermano escuchar aquello, porque él tampoco conseguía conformarse. Deseaba salir corriendo y buscarla, aun sin saber por dónde empezar.

Jason asintió y se dejó caer abatido en una de las sillas.

—¡No puedo creerlo! —Sarah estaba conmocionada, sostenía un pañuelo blanco y no cesaba de llorar—. ¡Yo misma lo acerqué a ella!

—Sarah, no pienses en eso. —La tranquilizó—. Habría encontrado la manera de llegar a ella de cualquier modo.

—¡Es culpa mía! Si algo malo le sucede a Isabella…

Matthew la interrumpió.

—¡Nada malo le va a pasar a Isabella!

Sarah asintió pero sabía que solo buscaba calmarla.

—Será mejor que te sientes con Jason y Brandon. —Le hizo señas al diseñador para que fuera a buscarla—. Brandon, quédate con ella.

Él se la llevó y la sentó junto a Jason, pero regresó a su lado.

—Detective. —Frunció el ceño—. ¿Tienen alguna pista certera de dónde puede estar?

Matthew sabía que, en aquellos casos, a veces era necesario mentir u ocultar parcialmente la verdad, pero él no tenía ganas de hacerlo.

—No —respondió abatido—. Estamos vigilando su casa y nuestros hombres la están poniendo patas arriba; si hay alguna pista de dónde pueden estar, lo sabremos de inmediato.

—Pobre chérie. —Se cruzó de brazos—. Confió en ese loco y ni siquiera sabía con quién estaba realmente.

Matthew no dijo nada, mucho menos le mencionó que, en algún momento de la investigación, había sospechado de él. Sobre todo tras el incidente con Boris, cuando apareció de repente en el edificio para ayudar a Isabella.

Había estado equivocado y había dirigido su atención a la persona errónea, tal vez solo por celos, y estaba pagando las consecuencias.

Susan abrió la puerta de la oficina y tras saludar fugazmente a todos le hizo señas de que saliera al pasillo.

—Me acaban de llamar los muchachos; han dicho que han encontrado un par de recibos de alquiler de un depósito en el centro de la ciudad. Al parecer, lo alquiló a principios de mes y todavía sigue pagando.

—Que envíen a la unidad de rescate y a los SWAT si es necesario —le indicó y regresó a su oficina—. Voy por mi arma.

Susan asintió y se puso en camino.

—¿Qué sucede? —preguntó Jason y se levantó de un salto.

—Tenemos una pista. Estamos yendo en este mismo momento —le respondió mientras se acomodaba la cartuchera en la cintura.

—¡Yo también voy!

—¡De ninguna manera! No podemos arriesgar la vida de ningún civil —le dijo y lo detuvo antes de que saliera con él—. Esperad aquí, yo mismo os avisaré si hay alguna novedad.

Jason respiró hondo.

—Tráela de regreso, Matthew —le pidió.

Matthew no dijo nada, solo asintió.

En el pasillo, Phil Conway le salió al encuentro.

—¿Dónde está Susan?

—Organizando el operativo —le informó.

—Supongo que llevarás suficientes refuerzos.

—He pedido a los SWAT.

—Bien, has hecho bien, hijo. —Le dio una palmadita en el hombro—. Cuídate.

Salió de la comisaría y, cuando faltaban unos cincuenta metros para llegar a su coche, su teléfono móvil comenzó a vibrarle dentro de los pantalones.

—¡Maldición, ahora no!

No le hizo caso y dejó que siguiera sonando, aunque quien fuera que quisiera hablar con él debía tener mucha urgencia.

Con una mueca de fastidio sacó el teléfono y respondió.

—Diga.

No se oyó más que silencio en el otro lado. La insistencia de quien llamaba parecía haberse evaporado al oír el sonido de su voz. Se le tensaron los músculos del estómago. Era él. Lo sabía.

—Eres tú, ¿verdad? —Hizo un tremendo esfuerzo por no gritar.

—Tu intuición no te falla, detective.

—¿Dónde la tienes? —Observó que Susan le hacía señas de que se diera prisa.

—Yo he sido quien ha llamado y, por lo tanto, seré yo quien hable —le dijo, molesto.

—Adelante, te escucho.

—Quiero que sepas que Isabella está bien, porque está donde tiene que estar; donde siempre debería haber estado: a mi lado. —Hizo una pausa que solo logró impacientar más a Matthew—. No pensaba hacerlo, pero he decidido darte la oportunidad de verla por última vez. Verla antes de que se una a mí definitivamente.

Matthew sabía lo que aquello significaba.

—¿Cuál es tu plan? Porque seguro que tendrás uno —dijo y aparentó calma. No podía quitarse aquellas palabras de la cabeza. «Verla por última vez, verla antes de que se una a mí definitivamente.»

—Deberás venir solo y no avisar a nadie, tampoco a tu compañera, la pelirroja.

—Está bien.

—Nada de armas ni de teléfonos móviles —le advirtió.

—Como tú digas.

—Espero que entiendas que te estoy dando una gran oportunidad y que si la desperdicias, ni siquiera la verás por última vez: la mataré antes de que llegues.

—¡No! ¡Haré lo que me pidas!

—Está bien —le indicó dónde estaban y, antes de colgar, volvió a advertirle—. No juegues sucio, detective, si no Bella pagará las consecuencias de tu estupidez.

Matthew cortó y caminó hacia Susan.

—¿Qué hablabas por teléfono?

Se quedó absorto y miró a su compañera.

—Unos datos que me ha enviado uno de los muchachos que está en la casa de Massey —respondió y mostró tranquilidad.

—¿Algo importante? —Abrió la puerta del Lexus.

—Susan —sabía que iba a sonar extraño, pero no tenía otra salida—, ¿por qué no vas con uno de los oficiales?

—¿Me estás echando de tu coche, Lawson?

—El dato que acabo de recibir tal vez sea importante. Encárgate tú de supervisar el operativo; yo te alcanzó después —le aseguró y la dejó parada junto a la puerta del acompañante.

—¿Estás seguro de que es lo que quieres hacer? —Susan lo miró atónita.

—Sí, Susan. Tú adelántate. Debo confirmar unos datos primero.

—¿De qué se trata?

—Prefiero que hablemos después. —Se subió al Lexus—. No perdamos tiempo; nos vemos luego.

Ella iba a decirle que su actitud le parecía demasiado extraña, pero ni siquiera pudo abrir la boca. Matthew y el Lexus desaparecieron del lugar en solo cuestión de segundos.

Estacionó justo en la esquina de aquella manzana. Echó un vistazo, había dos edificios en el lugar pero sabía a cuál debía dirigirse. El viejo automóvil de Peter Massey estaba semioculto en la parte lateral del edificio ubicado más al este.

Se quitó la cartuchera y la dejó en el asiento del acompañante. Lo que estaba haciendo era una locura pero cualquier cosa valía si podía volver a verla y arrancarla de las manos de aquel asesino. No podía arriesgarse, debía dejar su 9 milímetros allí. Sacó el teléfono móvil del bolsillo de sus pantalones y lo colocó junto a la pistola. Había algo que, en cambio, sí podía hacer. Lo dejó encendido. Cuando Susan notara su ausencia comenzaría a llamarlo y si la conocía bien, sabía que, al extrañarle su desaparición, lo primero que haría sería rastrear dónde estaba ubicado el teléfono. Revisó que tuviera suficiente batería y se bajó del Lexus.

Estiró las piernas y echó un vistazo alrededor. No había nadie, solo él y los dos grandes edificios. Se encaminó hacia el indicado y, tras recorrer un largo pasillo, comenzó a subir las escaleras. Le había dicho que estaban en el último piso. Los peldaños se esfumaron tras sus grandes zancadas y unos minutos más tarde, llegó hasta la puerta de madera que le había dicho que hallaría.

Respiró hondo, no sabía con lo que se encontraría una vez allí dentro. Solo esperaba que hubiese cumplido con su parte del trato.

Abrió la puerta y las cortinas aparecieron ante sus ojos. Estaban por todas partes, desde el techo hasta el suelo. Comenzó a abrirse paso entre las telas y, al final, percibió la luz que le indicaba que había terminado su recorrido.

Corrió la última tela y entonces la vio. Un dolor aplastante dentro del pecho lo obligó a detenerse. Se sujetó de la cortina. Isabella estaba acostada en la cama, llevaba el mismo vestido que las víctimas y también la misma trenza. Sus manos estaban esposadas y le había atado los pies desnudos con un pedazo de cuerda.

No se movía; su cabeza descansaba sobre la almohada y sus ojos estaban cerrados. La sangre se le heló, desde allí no podía saber si aún seguía respirando. Avanzó hacia ella y se arrojó a su lado. La tomó de los hombros y quiso levantarla pero estaba inconsciente; revisó su pulso y comprobó, aliviado, que aún vivía. Sus botas habían pisado los pétalos de nomeolvides. Todo el lugar parecía una más de las escenas de los crímenes y, esa vez, era Isabella la protagonista principal. Comenzó a desatar la cuerda que apretaba sus tobillos y entonces lo vio acercarse por el rabillo del ojo.

—Yo no haría eso, detective.

—¡Déjala ir! —Se puso de pie y caminó hacia él.

Peter sacó la mano que ocultaba detrás de la espalda y le mostró la navaja.

—Me temo que eso no va a ser posible, si he permitido que vengas hasta aquí ha sido solo para que seas testigo del momento en que Bella y yo nos uniremos para siempre.

Matthew iba a lanzar una maldición, pero se volvió al escuchar que Isabella se quejaba.

—Matt. —Su voz era apenas audible.

—Aquí estoy, Isabella. —Corrió hasta ella y le acarició el rostro.

Peter rodeó la cama y se colocó en el lado opuesto.

—¡Suéltala! ¡No la toques!

Matthew lo miró arrojarse a la cama y acercarse a Isabella; su navaja estuvo enseguida contra su cuello.

No tuvo más remedio que alejarse.

—¿Por qué haces esto?

—Porque Bella y yo debemos cumplir con nuestro destino. —Se acomodó junto a ella y movió la navaja hacia arriba hasta ubicarla en la parte más alta de su cuello—. Solo hay una manera de que estemos juntos para siempre.

Matthew vio el terror en los ojos de Isabella. Tendría que tener cuidado, cualquier error y ella saldría lastimada.

—Ambos sabemos que ella nunca te ha pertenecido en realidad, Peter. Solo estás viviendo una fantasía y tu loca obsesión no te permite ver lo que en realidad sucede.

—No hables, tú eres el menos indicado para decirme lo que siento por Bella —le dijo mientras la miraba—. La amo desde el primer día que la vi, cuando tú ni siquiera sabías que ella existía. Me pertenece desde entonces y hoy, por fin, cumpliremos nuestro sueño de amor.

—Isabella no te ama y tú tampoco la amas —debía hablarle mientras pensaba qué hacer—. No confundas amor con obsesión, Peter. Entiendo que te hayas sentido atraído hacia ella, sobre todo después de crecer creyendo que mirar o tocar a una mujer era pecado. Conociste a Isabella y creíste que era el fruto prohibido que se te había negado durante tanto tiempo.

—¡No! Bella era pura, reservada para convertirse en mi mujer —comenzó a decir—. Por eso no podía permitir que estuviera con otro; debía tenerla solo para mí.

—Jack Gordon fue un obstáculo para ti hace cuatro años y, antes de que volviera a tenerla, decidiste que la apartarías de él y del resto del mundo.

—¡Él no la amaba! ¡Solo quería lucirla ante los demás como un trofeo!

—Buscaste vengarte y lo culpaste a él por tus crímenes, ¿verdad?

—Jack Gordon siempre ha sido un patán, un engreído que tenía lo que no se merecía, lo que por ley me pertenecía a mí.

Isabella los observaba. Le temblaba el cuerpo y le dolía la mandíbula debido al golpe que había recibido y la había dejado inconsciente. La punta afilada de la navaja seguía clavada en su garganta.

—Y luego apareciste tú y, una vez más, me fue arrebatada. —Pasó un dedo por la mejilla de Isabella—. Debería haberte llevado conmigo la noche que entré en tu casa, Bella. Me habría evitado mucho dolor.

—No puedes obligarla a que te ame —le dijo y procuró no levantar la voz—. Isabella y yo estamos unidos por un lazo que es más fuerte que tu obsesión.

—Ese lazo que mencionas es muy fácil de romper. —Una sonrisa sádica se dibujó en su rostro—. Me robaste su cuerpo, pero su corazón me pertenece.

Isabella deseó gritarle en ese momento su amor por Matthew, pero un terror tan gélido como el metal de la navaja que se hundía en su garganta se lo impidió.

—¡Estás loco! —Ni siquiera se dio cuenta de que había levantado la voz—. ¡Isabella no te ama y jamás lo hará! Ella me pertenece a mí, en cuerpo y alma. ¡Eres tan patético, Massey! Has hecho todo esto para que ella te recordara, para que el mundo supiera de tu existencia y no se olvidara de ti. —Hizo una pausa—. Pero ¿sabes qué es lo más irónico de todo? El tiempo pasará y nadie se acordará de ti. Podrás ser muy popular ahora, pero luego los titulares de los periódicos no te mencionarán más y el mundo seguirá como siempre: ignorándote. Nada de lo que hagas en este momento logrará que la gente te recuerde; se olvidarán de ti. Así como Isabella se olvidará de ti también.

—¡Cállate! —Se movió y se apartó un poco. Lentamente, la navaja también comenzó a moverse y descendió por su cuello—. ¡Estamos unidos y, ni tú ni nadie me va a separar de ella!

Matthew se separó de la cama.

—¡Jamás voy a permitir que le pongas una mano encima, bastardo! —Levantó el brazo en gesto amenazante—. ¡La amo demasiado como para dejar que la lastimes!

Peter se puso de pie y cuando la soltó y se quedó petrificado junto a la cama, Isabella percibió la furia que bullía en su interior.

—¡Si quieres tener su amor tendrás que pasar sobre mi cadáver!

Isabella vio aparecer aquella sonrisa siniestra y un escalofrío le recorrió la espalda.

En un segundo Peter se abalanzó sobre ella y la liberó de las esposas.

—¡Ven aquí! —le ordenó.

Isabella fue arrastrada a través de la cama hasta que él logró ponerla de pie. La cuerda que Matthew había alcanzado a aflojar cayó al suelo. Una vez más, colocó la navaja contra su cuello. Con el otro brazo la rodeaba por la cintura y estrechaba su cuerpo contra el suyo.

—¡Levántate el vestido!

Isabella fingió no oírlo.

—¡Hazlo!

Isabella levantó la falda del vestido que él le había puesto cuando había quedado inconsciente.

—¡Muéstraselo, Bella! —Miró fijo a Matthew—. ¡Muéstrale que estamos unidos más allá de toda razón!

Isabella sabía que se refería al nudo celta. Levantó el vestido hasta dejar al descubierto el tatuaje grabado debajo de su cintura.

—¿Tú también lo tienes, verdad? —Matthew solo podía ver cómo las manos de Isabella continuaban temblando.

Él soltó un segundo a Isabella para abrirse la camisa. En efecto, llevaba su nudo celta tatuado en el pecho a un costado de su corazón.

Ese segundo fue todo lo que Matthew necesitó para abalanzarse sobre él.

—¡Matt! —gritó Isabella y cayó sobre la cama. Matthew y Peter luchaban sin tregua e Isabella sabía que Matthew llevaba las de perder. No estaba armado, había visto que no llevaba la cartuchera debajo de la chaqueta; por otro lado, Peter seguía empuñando la navaja con fuerza.

Los vio rodar por el suelo y soltó un grito ahogado cuando vio que Peter sometía a Matthew apoyado sobre su pecho.

Quiso correr, pero cuando se levantó de la cama un mareo la venció. El golpe aún la tenía aturdida.

De pronto, vio la sangre. La vio manar y deslizarse sobre el suelo de cemento. Matthew continuaba debajo, y Peter se movía inquieto encima. Entonces, Peter se puso de pie y Matthew se quedó inmóvil.

Isabella se llevó la mano a la boca.

—¡No! ¡Matthew! —Intentó ponerse de pie de nuevo para llegar hasta él. Pero Peter no se lo permitió.

—¡Ya es suficiente! —le gritó y le apretó la muñeca—. ¡Vendrás conmigo!

La arrastró hacia una puerta. Isabella logró ver a Matthew por última vez antes de que él la cerrara tras de sí.

—¡Está herido! —lloraba y gritaba, ya no le importaba adónde la llevara ni lo que quisiera hacer con ella—. ¡No dejes que muera!

—¡Deja de preocuparte por él, Bella!

Subieron unas escaleras y cuando abrió una puerta descubrió que se encontraban en el techo del edificio.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó ella mientras él la llevaba a la cornisa.

—Vamos a estar al fin juntos, Bella —le dijo sin soltarla.

La subió a la pared que sobresalía y él se colocó a su lado.

La brisa arremolinaba la falda de su vestido. Iba a hacerlo. Aquel era el final; el final que él le había estado prometiendo, en silencio, durante cuatro años.

—Peter. —Le temblaban los labios al mirar hacia abajo—. No lo hagas.

—Tú me has llevado a esto, Bella. —Sus ojos la miraban, pero Isabella notó el vacío en ellos.

—Podemos hablar. —Se movió hacia un costado. La pared terminaba unos pasos más allá de sus pies.

—No, ya no hay tiempo para eso. —La tomó de la mano—. ¿No lo entiendes, Bella? Vamos a estar juntos en la eternidad, serás mía y seré tuyo. Es mi sueño, el nuestro.

—Bajemos y hablemos. —Vio cómo comenzaba a caminar y la llevaba con él. No miraba dónde pisaba, solo tenía sus ojos clavados en los de ella.

—¡Isabella! —Matthew apareció en la terraza. Tenía la ropa manchada de sangre y se sostenía el lado derecho del cuerpo con la mano.

El corazón de Isabella comenzó a latir más deprisa cuando vio que intentaba acercarse a ellos y hacer un último esfuerzo por salvarle la vida.

—¡Aléjate, detective! —Seguía moviéndose peligrosamente por el borde de la orilla.

—¡No vale la pena que lo hagas! —Faltaban solo unos pasos para que él llegara también a la orilla, pero el dolor punzante que había dejado la herida de la navaja apenas le permitía caminar.

Debía esforzarse y llegar hasta ellos; era su última oportunidad. Un terror intenso lo dominó cuando vio que se acercaba cada vez más al borde. Podía ver que parte de sus talones se balanceaban en el aire. Se lanzaría al vacío en cualquier momento y arrastraría a Isabella con él. Su mano todavía seguida aferrada a la de Isabella.

—¡Matt, no te muevas! ¡Estás malherido! —La sangre seguía cayendo al suelo. Isabella lo miró directamente a los ojos. No iba a rendirse sin antes pelear; si caía al vacío en el intento, no sería porque ella no hubiera luchado por su vida—. Te amo —le dijo y creyó que sería la última vez que pronunciaría aquellas palabras.

Peter la sostuvo del brazo y le hizo girarse. Entonces, en medio del terror que sentía, Isabella aguzó sus sentidos. Respiró hondo y trató de canalizar toda su fuerza en el brazo que él le sujetaba. Cuando Peter se apartó para colocarla de frente a él, ella pudo zafarse y, con un fuerte codazo, logró que se tambaleara hacia la orilla.

Peter buscó su brazo una vez más, pero Isabella esquivó su mano. Lanzó una maldición y, cuando quiso abalanzarse sobre ella, Isabella lo empujó, valiéndose de la poca fuerza que le restaba. Peter, finalmente, cayó al vacío.

Isabella se quedó inmóvil, con los ojos cerrados, mientras lo escuchaba gritar su nombre. Se cubrió los oídos, pero seguía escuchándolo.

Abrió los ojos y miró hacia abajo. Peter Franklin era solo una masa de carne y huesos tendida sobre el asfalto. El hombre que había convertido su vida en una pesadilla ya no podría hacerle más daño.

Cuando se quitó ambas manos de las orejas lo único que escuchó fue la voz de Matthew que susurraba su nombre.

Se bajó de la cornisa y corrió hacia él.

—¡Matt! —Se arrojó al suelo y apretó la herida para que la sangre dejara de salir.

—Isabella. —Estaba débil y sabía que en cualquier momento se desmayaría, pero necesitaba decirle lo mucho que la amaba—. Yo…

—Lo sé. —Lo besó en la boca—. Yo también te amo.

Lo abrazó y se aferró a él con fuerza. Esbozó una sonrisa de alivio cuando escuchó el ruido de sirenas que se acercaban.