Capítulo 3
En el mismo instante en que la puerta se abrió, una bola peluda y del color del fuego pasó como un rayo entre sus piernas y desapareció detrás de unos frondosos arbustos a un lado de la casa.
Una mujer un poco excedida de peso y vestida con un enorme pijama amarillo limón lanzó un par de maldiciones al aire.
Matthew intentó abrir la boca y presentarse, pero ella no se lo permitió.
—¡Demonios, Isabella, va a matarme! —Salió al porche y echó un vistazo alrededor—. ¡Gatito, gatito, ven aquí!
Pero no había señales del felino escurridizo por ninguna parte. Entonces, se dio media vuelta y dedicó su atención al sujeto que había osado llamar a su puerta antes de las ocho de la mañana.
—¿Quién es usted? —preguntó a la vez que fruncía el ceño. Aquel hombre no tenía pinta ni de vendedor de seguros ni de ninguno de esos pacatos religiosos que se acercaban a su puerta para prometerle la vida eterna.
Matthew sacó su placa del bolsillo y se la mostró.
—Soy el detective Matthew Lawson. —Sostuvo la placa de metal frente a su rostro un instante—. Necesito hablar con la señorita… Mitchell —agregó con voz serena.
Sarah siguió con atención los movimientos de su mano, mientras él colocaba su insignia en su lugar nuevamente.
—¿Qué es lo que tiene que hablar con Isabella? —Seguía todavía con el ceño fruncido.
—Me temo que eso no puedo decírselo a usted, señorita.
—Johnson, mi nombre es Sarah, y soy la mejor amiga de Isabella.
—Señorita Johnson, es importante que hable con su amiga. —Lanzó un vistazo al interior de la casa a través de la puerta entre abierta, pero solo se oían las voces que provenían de un televisor encendido.
—Isabella no está. Todas las mañanas sale a correr al menos medía hora. —Miró su reloj—. No debe de tardar en regresar.
—¿Me permitiría entrar y esperarla? —Le sonrió mientras esperaba de su parte una respuesta afirmativa.
Sarah dudo un instante antes de invitarlo a entrar, pero aquel sujeto era policía y, además, no tenía el aspecto de querer intentar algo malo contra ella. Lo observó cuando pasó a su lado. «Nada mal», pensó mientras le indicaba que podía esperar a su amiga en la sala.
—Gracias. —Se sentó en uno de los sofás de terciopelo rústico color chocolate que abarcaban casi toda la sala de estar.
—¿Le gustaría una taza de café, detective?
—Me encantaría. —Se aflojo el nudo de la corbata y, cuando vio que Sarah se metía en la cocina, se dedico a contemplar el lugar.
La sala era sobria con un toque de elegancia, el juego de sillones combinaba a la perfección con el empapelado color siena tostado de las paredes. Una enorme alfombra con diseños en Jacquard descansaba bajo las suelas gastadas de sus botas y ocupaba casi todo el suelo.
Frente a él, había dos estantes altos de pino color miel repletos de libros y adornos modernos, que enmarcaban una chimenea de hormigón. Un gran ventanal daba a un jardín lateral, donde alcanzó a divisar un par de bancos de hierro forjado.
Se giró para ver lo que había a sus espaldas. Una puerta entreabierta captó su atención, el olor a aceite de lino y trementina era inconfundible. Se puso de pie y, tras cerciorarse de que Sarah aun estaba en la cocina, se dirigió hacia allí.
Empujó la puerta despacio. Aquel lugar era un taller de pintura, alguien parecía pasar horas allí dentro. Había docenas de enormes cuadros, algunos, al descubierto y sin terminar, y otros, celosamente ocultos bajo papel de estraza. Sentía curiosidad por saber cuál de las dos amigas era la que se dedicaba a pintar.
Lo descubrió enseguida.
Los motivos, que aparecían repetidos una y otra vez en aquellos lienzos, le resultaron demasiado familiares. Flores azules, flores azules de cuatro pétalos diseminadas casi compulsivamente en la mayoría de las obras.
Más que nunca, estaba convencido de que buscar a Isabella Carmichael había sido la decisión correcta. Despegó la vista de aquellos cuadros y salió antes de que la dueña de la casa notara su ausencia.
En el mismo momento en que puso un pie fuera del taller, la puerta principal se abrió, y una mujer vestida con ropa deportiva ajustada apareció ante él.
—¿Qué tienes para mí, Zach? —Susan se acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja. El día apenas había comenzado, pero sentía que su cuerpo pesaba una tonelada. Todavía le duraba el cansancio del día anterior, y la falta de sueño se notaba en su rostro. Podría haber disimulado las ojeras y la palidez con maquillaje, pero no había tenido ni el tiempo ni las ganas de hacerlo.
—La autopsia ha confirmado lo que ya sabíamos, preciosa —murmuró el patólogo forense, al tiempo que guardaba un bolígrafo en el bolsillo de su delantal—. Murió por asfixia mecánica. —Levantó la sábana que cubría el cadáver de Alison Warner—. Los moretones comienzan a hacerse visibles; el asesino apretó su cuello con mucha fuerza.
Susan se inclinó sobre la mesa de disección, y su boca se torció en una mueca cuando el olor a formol pareció impregnar su nariz. Allí estaban, unas manchas azules y amarillentas alrededor del cuello de la víctima.
—¿Has encontrado alguna fibra o cabello en el cuerpo?
—No, me temo que nuevamente no ha dejado ningún rastro —respondió con desánimo—. Tenía la esperanza de que las huellas dactilares de sus manos se hubiesen transferido a la víctima cuando la estranguló, pero debió de usar guantes.
Susan asintió. No era el primer cadáver que veía después de una autopsia, pero le afectaba más cuando las víctimas eran tan jóvenes. Observó la incisión en forma de «Y» grotescamente cosida que comenzaba en los hombros, atravesaba el tronco y descendía hasta terminar en la zona púbica.
—Tampoco hubo ataque sexual, ¿verdad?
—El resultado del examen fue negativo; al igual que la otra víctima, tampoco fue violada —informó mientras guardaba algo que Susan prefirió no saber qué era dentro de un frasco de vidrio y lo colocaba en un mueble de metal.
Susan tocó la mano de Alison y examinó sus dedos; estaban tan fríos como la mesa de acero.
—¿Has revisado sus uñas?
—Sí, parece que ni siquiera se defendió; no hay rastros ni de piel ni de sangre debajo de ellas.
—¡Maldición! —Dio una patada potente contra el suelo—. ¡No puede ser que este tipo no cometa ningún error!
—Nadie es perfecto, Susan. —Volvió a la mesa de autopsias—. Ya sabes lo que dicen; el asesino siempre se lleva algo de la escena del crimen, pero también deja algo de sí en el lugar. Nadie es infalible y, a menos que sea un experto en criminalística, llegará el día en que cometa un error.
—Y entonces será cuando lo atrapemos por fin —concluyó Susan por él.
—Tú lo has dicho, preciosa. —Le sonrió.
—¿Has podido identificar qué objeto usó para grabarles el nudo celta en la piel?
—Los muchachos del laboratorio han hallado partículas de acero inoxidable que se derritieron y se mezclaron con la piel de la víctima. —Frunció el ceño—. Es como buscar una aguja en un pajar, es un material altamente resistente al fuego y es utilizado en varias industrias, desde instrumentos decorativos hasta equipos quirúrgicos usados en medicina, y no olvidemos los utensilios de cocina más simples, puede haber usado cualquier cosa —aseveró.
—Comprendo. —Intento sonreír, pero las noticias no eran alentadoras—. Voy a centrarme en los pétalos de nomeolvides y en el simbolismo del nudo celta, tal vez encuentre algo allí.
—Buena suerte, preciosa.
—Zach… —Se giró antes de abrir la puerta—. ¿Puedo pedirte un favor?
—Lo que quieras, esta mañana me he despertado más generoso que de costumbre.
—¡Deja de llamarme así!
Cuando Susan cerró la puerta de la sala de autopsias, la risa de Zach aún retumbaba por los pasillos de la morgue.
Isabella se quedo inmóvil, su respiración todavía agitada se detuvo durante una milésima de segundo. Clavó sus ojos castaños en el hombre que salía de su taller, y el sudor que le caía por el cuello pareció helarse sobre su piel.
Desesperada, desvió su mirada hacia la mesita que estaba junto a la ventana. Tal vez, podría llegar hasta ella y buscar la pistola que guardaba dentro del último cajón. Si no recordaba mal, ella misma la había cargado antes de colocarla allí, en caso de necesitarla en alguna ocasión, y aquel parecía ser el momento propicio.
Debía ser rápida para cubrir la distancia que la separaba de la pistola, pero le era imposible moverse ni siquiera una pulgada. Estaba petrificada por el miedo, sentía que las pesadillas que la atosigaban por las noches se habían convertido en realidad. Su corazón bombeaba frenéticamente dentro de su pecho, se pasó una mano por el cuello y, cuando el extraño comenzó a caminar hacia ella, se recostó contra la puerta. ¿Dónde estaba Sarah? ¿Acaso le había hecho daño a su amiga y venía por ella? Podría correr si al menos las malditas piernas le respondieran. Creyó desmayarse cuando vio que él buscaba algo dentro del bolsillo de su chaqueta.
—Señorita Carmichael, no se alarme. —Sacó con cuidado la placa y la extendió hacia ella—. Soy el detective Matthew Lawson de la División de Crímenes Violentos. —Era completamente consciente de que ella se había aterrorizado al descubrirlo dentro de su casa.
Isabella podría haberse sentido aliviada tras saber que era policía, pero, muy por el contrario, aquello la perturbo aun más.
—¿Dónde está Sarah?
—¡Isabella! ¡Qué bueno que has llegado! —Sarah entró en la sala, cargaba una bandeja con dos tazas de café humeante—. El detective Lawson ha venido a verte.
Los ojos castaños de Isabella se ensombrecieron hasta volverse casi negros. «Lawson», recordaba muy bien aquel apellido, pero no conocía al hombre que había sorprendido saliendo de su taller de pintura.
Sarah dejó el café sobre la mesita y le sonrió a su amiga. Sabía, por la expresión poco amigable en su rostro, que aquella visita no le agradaba en absoluto. De inmediato, se dio cuenta de que lo mejor sería dejarlos a solas y, sin mediar palabra, regreso a la cocina.
Matthew dio dos pasos hacia ella.
—Señorita Carmichael, necesito que hablemos —dijo, con voz baja y vehemente.
Carmichael. Aquel era su apellido. Sin embargo, le parecía completamente desconocido. Después de su secuestro, le habían aconsejado que se lo cambiara por su propia seguridad, y no había tenido más remedio que acceder, sobre todo, para complacer a su hermano mayor quien, desde aquel hecho, la trataba como si en cualquier momento fuera a romperse.
—No lo creo. —Su respuesta fue tajante.
Matthew dejó escapar un áspero suspiro. La observó en silencio un instante. Algunos mechones sueltos se habían pegado a su cuello transpirado, y una mancha de sudor que descendía por el centro de su atuendo pegaba la tela a su piel y acentuaba así la redondez de sus pechos. Matthew aparto la mirada y se enfrento de nuevo a aquellos ojos que lo miraban con recelo.
—Se que ha pasado mucho tiempo y…
Isabella le lanzó una mirada fulminante y le impidió continuar.
—Usted lo ha dicho, detective. —Lo miró directamente a los ojos—. No comprendo por qué después de tanto tiempo la policía viene a buscarme otra vez.
—Créame que si he venido hasta aquí es porque es absolutamente necesario que hablemos.
Había determinación en el tono de su voz y, por un instante, Isabella se sintió intimidada por él y por esos ojos tan azules como el zafiro que la observaban impacientes.
—Mire, no sé qué quiere de mí, pero lamento decirle que ha sido en vano que haya venido hasta aquí —comenzó a decir.
—Él ha vuelto —soltó, antes de volver a escuchar que había cometido un error al buscarla.
Isabella se dejó caer en el sillón y agachó la cabeza. Un silencio tenso pareció aplastar el aire que los rodeaba. Matthew no supo qué hacer y comprendió, demasiado tarde, que no debería haber dicho aquello de esa manera. Se sentó en el sillón frente a ella y esperó a que estuviera lista para hablarle.
Un par de minutos después, Isabella alzó la mirada y buscó la suya con desesperación.
—¿Qué quiere decir con eso? —Le temblaba el mentón, y sus manos se movían inquietas sobre sus piernas desnudas.
Matthew tuvo el impulso repentino de sentarse a su lado y apretar aquellas manos temblorosas con fuerza, pero no lo hizo. Odiaba tener frente a él a una mujer vulnerable y no poder hacer nada para hacerle sentirse mejor.
—Señorita Carmichael —hizo una pausa para contemplar aquellos ojos castaños e intensos que no solo imploraban una respuesta sino también un abrazo reconfortante— estamos casi seguros de que la persona que la secuestró a usted hace cuatro años es la misma que ha cometido ya dos asesinatos en la ciudad —explicó y estudió su reacción.
Isabella, entonces, se puso de pie y caminó hacia la ventana que daba al jardín.
—¿Qué le hace pensar eso? ¿Ha dicho que estaban «casi seguros»?
Matthew se acercó a ella y se paró a su lado. Los rayos de sol, que entraban a través del cristal de la ventana, se posaban delicadamente sobre su rostro y en la mata de cabello castaño recogido en la coronilla en una cola de caballo. Sus ojos se detuvieron un instante en su boca y percibió que todavía estaba temblando.
Isabella no lo miró, pero sentía sus ojos que observaban cada milímetro de su rostro y, entonces, una extraña inquietud se apoderó de ella. Una sensación nueva, desconocida, casi tan fuerte como el terror que la recorría por dentro.
—Las víctimas que él elige —pensó un segundo antes de continuar hablando— guardan cierta semejanza con usted. Elige muchachas de cabello castaño a las que peina con una trenza al costado de la cabeza.
Ella escuchaba lo que él tenía que decirle sin pronunciar palabra.
—Les pone un vestido ligero de algodón y les quita los zapatos.
Isabella se llevo una mano a la boca.
—¡Dios mío! ¡Yo usaba el mismo vestido cuando fui encontrada hace cuatro años en el bosque!
—Así es.
—El detective que vino a hablar conmigo me lo dijo. —Isabella entrecerró los ojos—. Se apellidaba Lawson, igual que usted.
—Era mi padre, él fue el detective que trabajó en el caso de su secuestro desde el principio —le informó.
Isabella notó cierta nostalgia en su voz.
—¿Él lo ha enviado a hablar conmigo?
—En cierta manera, sí, pero tarde o temprano debía venir a verla —afirmó—. Como le he dicho, estos crímenes se relacionan con lo que le pasó a usted hace cuatro años.
—Puede tratarse de una coincidencia. —Se negaba a creer que aquello estaba sucediendo nuevamente.
—Me temo que no. Además del parecido evidente de ambas víctimas con usted, hay otros indicios, las dos habían sido tatuadas con un símbolo antiguo, conocido como «nudo celta» o «triqueta» que el mismo asesino grabó en su piel a fuego vivo.
Matthew siguió la mirada de Isabella cuando sus ojos castaños bajaron hasta su cintura.
—Yo también tengo uno. —Posó su mano unas pulgadas por debajo de la cintura y sobre la ropa sudada—. Lo tengo conmigo desde esa vez… como una señal de lo que me sucedió —dijo mientras bajaba la voz.
—Hay algo más.
Sus miradas se cruzaron nuevamente, y Matthew sintió alivio al descubrir que ya no lo miraba con temor.
—¿Algo más? —Isabella experimentó una fuerte presión dentro de su cabeza.
—Sí; he observado los cuadros en su taller y me he quedado en verdad impactado.
—No creo ser tan buena como para haber causado tal efecto en usted —comentó contrariada.
—No, usted no me entiende. —Se movió un poco hacia delante y, accidentalmente, sus brazos se tocaron. Un toque sutil e inocente, pero que despertó en él un calor intenso. La observó para comprobar si aquel contacto había tenido el mismo efecto en ella. Isabella quitó el brazo instintivamente, y él supo, entonces, que aquel roce casual le había afectado tanto como a él—. Las flores en los cuadros que usted pinta —dijo al fin.
—¿Qué pasa con ellas? Son solo pétalos de nomeolvides —respondió, aún sin entender adónde quería llegar él con eso.
—¿Por qué las pinta? ¿Por qué aparecen en sus obras una y otra vez?
Isabella habría querido tener una respuesta a su pregunta.
—No lo sé, ni siquiera yo misma puedo explicármelo.
—Tiene que ver con su secuestro, Isabella —dijo él y sintió que le estaba dando la respuesta que ella había estado buscando para entender su obsesión por pintar aquellas flores en particular.
—Eso no puede ser.
—Hemos encontrado las mismas flores en las escenas de los crímenes. El asesino esparce sus pétalos alrededor de las víctimas, como una especie de símbolo, algo que, sin duda, lo une a usted.
—No entiendo. —La verdad es que prefería no entender lo que aquel policía le estaba contando y permanecer ajena a todo aquel asunto.
—Está obsesionado con usted, Isabella. —Respiró hondo un par de veces—. Y en su loca obsesión, fantasea con tenerla nuevamente. Me temo que la muerte de esas jóvenes es, para él, solo un camino que está tomando para llegar hasta usted.
—¿Cree que vendrá a por mí? —Se le heló la sangre de solo imaginarlo.
—No lo sé, pero lo que está claro es que usted sigue tan viva en su mente retorcida como el primer día, por eso necesito su ayuda, tal vez usted sea la única que pueda acabar con su locura.
Isabella comenzó a caminar de un lado a otro por la sala, presa de los nervios. Él la seguía a una corta distancia. Después de un momento de silencio, por fin habló.
—No me pida eso. —Se cruzo de brazos, un escalofrío le recorrió la espalda cuando el sudor frío entró en contacto con su pecho—. No puedo ayudarle, lo siento.
Matthew comprendía perfectamente cómo se sentía. Debía tener toda la paciencia del mundo si quería lograr algo de ella. Podía ser un hombre muy persistente si se lo proponía.
De pronto, la sujetó del brazo y la obligó a girarse, ella lo miró con desconcierto.
—La necesito, Isabella. Necesito que me diga lo que recuerda para poder detener a ese bastardo.
Isabella habría querido correr y desaparecer de la vista de aquel hombre y del mundo entero, de ser posible, pero la manera en que él la estaba mirando le impidió moverse siquiera un milímetro.
—¡No puedo! ¡Déjeme en paz! —le suplicó.
—¡Usted puede detenerlo! —le repitió e hizo un esfuerzo por no levantar la voz y asustarla aun más.
—¡No! —Intentó soltarse, pero su mano grande le rodeaba el brazo con fuerza.
—Solo dígame lo que sabe.
—¡No puedo! —Se mordió los labios temblorosos—. ¡No recuerdo nada! ¡Nunca recuperé la memoria! —gritó.
Matthew entonces la soltó. No estaba preparado para lo que ella le había dicho. Sabía que, cuando había reaparecido tres meses después de su secuestro, no recordaba nada de lo sucedido durante su cautiverio pero tenía la esperanza de que, después de cuatro años, hubiese recuperado la memoria.
—Sigue sin recordar —dijo con desánimo.
—Sí —murmuró—. El tiempo que estuve desaparecida se borró por completo de mi memoria, los recuerdos de lo que me pasó, simplemente, se desvanecieron.
—Creía que en estos años, tal vez.
—Creía mal, detective. —Se alejó de él y caminó hacia la puerta—. Como le acabo de decir, su viaje hasta aquí ha sido en vano. No podrá obtener nada de mí, porque no tengo nada para decirle.
Matthew no podía marcharse de allí sin obtener ningún resultado.
—¿Ha intentado con alguna terapia regresiva, tal vez con hipnosis?
—No —se limitó a decir mientras abría la puerta—. Si me disculpa, necesito darme una ducha antes de ir a trabajar.
—¿Lo intentaría? —debía usar cualquier recurso para obtener información de ella. Estaba seguro de que la solución de su secuestro y de los crímenes estaba enterrada en algún rincón de sus recuerdos.
—¿Usted piensa que deseo recordar? —Sonrió con tristeza—. Lo que menos quiero es traer a mi mente lo que me pasó durante esos tres meses.
—Sería de gran ayuda si lo hace, Isabella. —Avanzó hacia ella y, cuando quedaron frente a frente, clavó sus ojos azules en los de ella.
Isabella contuvo el aliento un instante. Notó que no solo había preocupación en ellos, algo más parecía ensombrecerlos.
—Lo siento, detective. —Se hizo a un lado y esperó que él finalmente saliera por la puerta para ya no regresar.
—Esta es mi tarjeta, en caso de que cambie de opinión.
Ella no dijo nada mientras le dejaba la tarjeta sobre una mesita. Luego, salió de la casa sin siquiera volver a mirarla. Isabella cerró la puerta tras de sí y se apoyó contra ella. Cerró los ojos con fuerza y respiró profundamente mientras sus manos se abrían y cerraban a los costados de su cuerpo.
—Isabella, ¿estás bien?
No escuchó a su amiga que se acercaba hasta que la tuvo casi a su lado. Abrió lentamente los ojos y, tras mirarla por un momento, asintió con la cabeza.
—¿Qué quería el guapo?
—Remover el pasado y reavivar viejas heridas —respondió al avanzar hacia la escalera que conducía a su dormitorio—. Pero le he dejado bien en claro que no estoy dispuesta a hacerlo.
—¿No vas a contármelo? —preguntó demasiado intrigada como para dar por terminada la conversación.
—Ahora no, Sarah. —Le dio la espalda—. Voy a llegar tarde a la editorial. Hablaremos de ello cuando regrese.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
Se acomodó la parte delantera de la gorra de béisbol que llevaba y se levantó el cuello de la chaqueta. Hacía casi dos horas que estaba esperando estacionado frente a la jefatura de policía. Sabía que, en cualquier momento, lo vería aparecer detrás de la enorme puerta de cristal erguida junto a las escalinatas que conducían al interior del lugar. Lo sabía porque lo había visto entrar un rato antes, y estaba dispuesto a esperarlo hasta que volviera a salir.
Al verlo bajarse de su Lexus, supo que estaba de mal humor. Desde la distancia que los separaba, pudo percibir la expresión furibunda en su rostro. El detective ni siquiera había notado su presencia. Se había asegurado de estacionar su viejo automóvil a una distancia prudencial, la suficiente para poder observarlo y, al mismo tiempo, pasar desapercibido casi por completo.
Sonrió satisfecho. Estaba seguro de que él lo conduciría hasta ella. Sin saberlo, el detective la pondría nuevamente cerca, al alcance de sus manos una vez más. Y esa vez, las cosas serían muy diferentes ya no volvería a escapar. No le daría esa oportunidad, porque no se la merecía.
Aquella vez el final sería diferente, más radical, más trágico. Solo había una forma de que ambos estuvieran juntos para siempre y él la conocía mejor que nadie.
Subió un poco más el cristal de la ventanilla y luego se frotó las manos en la tela rugosa de sus vaqueros. Estaba a punto de encender el tercer cigarrillo de esa mañana cuando lo vio salir. Iba acompañado por una mujer pelirroja. «Su compañera», supuso, mientras los observaba subirse al automóvil de él.
Sin titubear encendió el motor y asió con fuerza la palanca de cambio. Agachó la cabeza cuando el Lexus gris plata pasó junto a él. Segundos después, lanzo un vistazo al espejo retrovisor y se puso en marcha.