Capítulo 6
—Soy el detective Lawson y esta es mi compañera, la detective Wilder. —La recepcionista del FresnoBee, uno de los periódicos más prestigiosos de la ciudad, los miró de arriba abajo mientras se preguntaba qué estarían buscando ese par de policías que parecían salidos de alguna serie de televisión que el canal local trasmitía cada jueves por la noche y que ella nunca se perdía. Debía reconocer que el hombre que estaba frente a ella, recostado sobre el mostrador, era más guapo que el protagonista de su serie favorita.
—¿En qué puedo ayudarles? —les preguntó a ambos, pero su atención estaba centrada en Matthew. Susan había pasado casi desapercibida para la mujer morena que lucía una camisa de color violeta exageradamente escotada.
—Buscamos a la señorita Sarah Johnson. —Matthew le sonrió y provocó que la joven se ruborizara.
—Sarah es la asistente del señor Phillips, su oficina está en el segundo piso —le informó.
—Gracias, preciosa.
Susan le dio un codazo mientras esperaban que el ascensor que acababa de bajar se vaciara.
Matthew le respondió con una sonrisa. Sabía que a su compañera no le gustaba ser ignorada casi por completo, sobre todo porque cuando se lo proponía, podía parar hasta el tráfico.
—Ya nos tocará un recepcionista de sexo masculino —le dijo él mientras fingía pesar.
Susan no dijo nada pero el fuego que destilaban sus ojos lo decía todo.
—De vez en cuando deberías dejarme usar mi propio encanto —comentó Matthew, mientras entraban al ascensor.
—Solo espero que lo uses en la dirección correcta —le espetó ella.
Matthew supo de inmediato a qué se refería. Su compañera había percibido algo en su actitud hacia Isabella Carmichael, y ese algo le estaba molestando. Trabajaban juntos desde hacía dos años y se conocían muy bien. Él sabía que si Susan le decía aquello, era solo porque estaba preocupada por él. Temía que perdiera objetividad y eso lo llevara a un punto del cual ya no habría retorno.
El viaje hasta el segundo piso se hizo en completo silencio; sin embargo ambos sabían que había un tema pendiente por tratar y que debían hacerlo lo antes posible.
Sarah reconoció a Matthew de inmediato y le hizo señas de que se acercara a su escritorio apenas lo vio.
—¡Detective Lawson, qué sorpresa! —Se levantó de la silla y lo invitó a sentarse a él y a la mujer que lo acompañaba.
—Ella es Susan Wilder, mi compañera.
—Un placer conocerla.
—Igualmente, señorita Johnson.
—¿En qué puedo serles de utilidad? —Cerró una carpeta que estaba revisando antes de que ellos llegaran y les sonrió.
—Estamos aquí para hacerle algunas preguntas —dijo Matthew y le devolvió la sonrisa.
—Adelante.
—Esta mañana ha llegado un paquete a la casa que comparte con Isabella.
Sarah asintió y Susan se sorprendió por el tono que usaba su compañero para referirse a Isabella Carmichael.
—El paquete me lo entregó un niño; me dijo que Jim, el guardia que vigila el acceso al complejo, le había dejado entrar.
—¿Le dijo algo más?
Sarah frunció el ceño, no entendía a que venían tantas preguntas.
—Solo que traía un obsequio para Isabella. ¿Por qué me están interrogando sobre esto? ¿Ha sucedido algo?
—En el paquete estaba la cabeza envuelta del gato de la señorita Carmichael —explicó Susan.
—¡Oh, por Dios! —El grito de Sarah lo oyó todo el personal que se encontraba trabajando aquella mañana—. ¡El pobre Otelo!
—¡Sarah! ¿Estás bien? —Un hombre que llegó casi corriendo a pesar de su cojera se abalanzó sobre ella—. ¡Tu grito de espanto nos ha alarmado!
Sarah puso su mano sobre el hombro de su nuevo compañero de trabajo.
—Sí, Peter, es solo que… —No pudo continuar. Miró a Matthew y buscó en su mirada algo que le dijera que lo que acababa de oír no era verdad. La comprensión que percibió en los ojos del detective no dejaba lugar para las dudas—. ¡Dios mío, qué crueldad! ¿Cómo está Isabella?
—Su hermano Jason está con ella —respondió Matthew.
—¿Jason está en Fresno?
—Así es, Isabella ha sido quien lo ha llamado.
—Ha hecho bien, necesitará de su hermano en un momento como este. —Se soltó de la mano de Peter y le agradeció por su apoyo.
—Estoy para servirte, Sarah —le dijo, pero no se movió de su lugar; parecía estar esperando que ella le presentara a las personas que habían venido a traerle aquella mala noticia.
Sarah se dio cuenta de inmediato.
—Perdón por mi falta de cortesía. —Intentó esbozar una sonrisa—. Detectives, él es mi compañero, Peter Franklin, una de las últimas adquisiciones que ha hecho el periódico y un gran reportero. Peter, ellos son los detectives Lawson y Wilder.
El hombre rodeó el escritorio y extendió el brazo para estrechar con fuerza las manos de los policías.
—Es un placer.
—Señor Franklin.
—Llámeme Peter, por favor, si no, me siento tan viejo como el Franklin que viene en los billetes de cien dólares —bromeó.
Matthew apenas festejó su chiste, solo quería continuar haciéndole preguntas a la amiga de Isabella.
—Si nos disculpa, debemos hablar en privado con la señorita Johnson.
—¡Oh, por supuesto! Lo lamento, solo estoy estorbando. No todos los días nos topamos con verdaderos detectives aquí en la oficina. Ha sido un placer. —Se dirigió a Sarah—. Nos vemos luego, Sarah.
—Sí, Peter, gracias.
Cuando volvieron a quedarse a solas con ella, Matthew arremetió de nuevo con las preguntas.
—¿Recuerda alguna característica del niño? El oficial nos ha brindado una descripción, pero tal vez usted nos pueda decir algo más.
—Me temo que no pueda agregar nada más de lo que dijo Jim. Era un niño pelirrojo, de unos doce o trece años. Conducía una bicicleta, una de esas que se usan en las montañas, con llantas más gruesas que las demás.
Ambos asintieron.
—Llevaba un buzo de los Falcons. —Se quedó pensando un momento—. Recuerdo que me dijo que tenía entradas para el próximo partido que se jugará en la ciudad.
Matthew y Susan se miraron. Habían logrado mucho más de lo que esperaban.
—¿Algo más? —preguntó Matthew.
—No, me comentó eso y me dijo que le entregara el paquete a Isabella.
—Está bien, muchas gracias por atendernos, señorita Johnson. —Matthew se puso de pie.
—Su testimonio nos ha sido muy útil —comentó Susan y se paró junto a su compañero.
—Espero que sí. —Aún estaba consternada por lo de la cabeza del gato en la caja, pero agradeció recordar todo lo que pudo del muchacho que se la había entregado esa mañana.
Matthew y Susan abandonaron la enorme oficina en donde el repiquetear de los teclados y el murmullo de la gente volvían, lentamente, a apoderarse del lugar una vez más. Antes de subir al ascensor, Peter Franklin, con su rostro afable, los saludó agitando su mano en el aire.
Isabella observaba con atención a su hermano; la impaciencia se reflejaba en su rostro cada vez que echaba un vistazo al reloj.
—Sarah llegará de un momento a otro —le dijo.
Habían entrado en la casa y Jason se había ofrecido a ayudarla a preparar la cena. Isabella vació un paquete de arroz dentro de una cacerola de agua hirviendo y le pidió a su hermano que le alcanzara una de las cucharas de madera que colgaban de la pared.
—Ten.
—Gracias. —Revolvió para evitar que se pegara y cubrió la cacerola con la tapa—. Supongo que vas a quedarte a cenar.
Jason se rascó la barbilla.
—No lo sé, hermanita. He dejado algunos asuntos pendientes en Clovis, porque he salido de inmediato después de tu llamada, y los trabajos en la escuela deben estar terminados a más tardar en quince días. Eso si contamos con que el buen tiempo nos siga acompañando.
Isabella hizo una mueca de disgusto.
—Creía que te morirías por probar mi risotto.
Él le frotó la punta de la nariz con su dedo índice.
—Sabes que es casi imposible que me resista a ello, pero lamentablemente, deberé marcharme en cuanto me asegure de que estás acompañada.
Isabella le sonrió y constató que, en efecto, había comprado queso la última vez en el supermercado.
El teléfono de la sala comenzó a sonar.
—¿Quieres atender tú por mí, Jason? —le pidió.
Jason le hizo una reverencia y corrió hasta la sala.
—Isabella, es para ti —le informó unos segundos después.
—¿Quién es?
—Tu jefa.
Isabella dejó el queso y tras limpiarse las manos, fue hasta la sala.
—Jennie, ¿cómo estás? ¿Sucede algo? —Había quedado con ella en que hablarían a la mañana siguiente en la editorial, por eso se sorprendió por su llamada.
—No es nada, Isabella. Quería solo avisarte que la reunión de mañana a las diez se ha pospuesto.
Isabella estuvo a punto de protestar pero desistió de hacerlo.
—Acabo de hablar con Brandon Tanner y me ha dicho que le es imposible llegar antes del mediodía, por lo que hemos decidido pasar la reunión a la tarde.
—Está bien, supongo que no habrá inconveniente en reunirnos por la tarde, entonces. —Habría preferido tener aquella reunión por la mañana y ocupar la tarde haciendo lo que más amaba: encerrarse en su taller y pintar durante horas y así olvidarse del tiempo y de los demás; pero sabía que para Jennie era muy importante la incorporación de Brandon Tanner a su equipo de trabajo.
—¿Estás segura de que no te molesta, Isabella?
—Para nada, nos vemos mañana, entonces.
Cuando colgó, sonrió al ver a Sarah entrar por la puerta principal. No hubo necesidad de palabras, solo necesitaba que ella la abrazara.
—¡Ha debido de ser horrible!
—¿Cómo lo has sabido? —le preguntó Isabella sin soltarla.
—El detective Lawson y su compañera han estado en el periódico y me han hecho algunas preguntas.
Isabella asintió.
—Jason está aquí —anunció mientras lanzaba una mirada hacia la cocina. De inmediato, percibió los nervios de su amiga.
—¿Sí?
—Sí, no quería marcharse sin saludarte. Vamos, está en la cocina.
Sarah alisó un par de arrugas que se formaban en la falda azul que llevaba y acomodó el cuello de su camisa blanca; se aseguró de que ningún mechón de cabello estuviera atrapado dentro de la tela y miró a su amiga expectante.
—¿Cómo estoy?
—Hermosa, como siempre.
—Tampoco tienes que mentirme —le dijo y la siguió hacia la cocina.
—Jason, aquí la tienes. —Sujetó a Sarah de la muñeca y la plantó delante de ella. Le dio un leve empujoncito y esperó que el saludo entre ellos fuera más que un simple «hola».
—¡Sarah, cuánto tiempo! —Jason la rodeó con sus largos brazos, e Isabella notó la rigidez en los miembros superiores de su amiga. Sus brazos colgaban a ambos lados de su cuerpo, como si fuera incapaz de responder a su abrazo.
—Jason, ¿cómo estás? —apenas pudo murmurar.
Él se apartó para observarla mejor y las mejillas de Sarah se volvieron rojo carmesí.
—¡Estás estupenda! Hasta creo que has perdido algo de peso —comentó con una enorme sonrisa.
—Tres kilos en un mes —respondió orgullosa.
—¡Ya me parecía!
Isabella tosió, era hora de que recordaran que ella estaba también allí.
—Será mejor que me ocupe de la cena —dijo, y pasó junto a ambos.
—En ese caso, me despido, Isabella. —Soltó a Sarah y le dio un fuerte abrazo a su hermana—. Prométeme que cualquier cosa que suceda me la harás saber enseguida —le susurró al oído.
—Te lo prometo, Jason. —Se dieron un beso y, tras despedirse de Sarah con un beso en la mejilla, los dos hermanos salieron de la casa para darse otro abrazo bajo la luz que la luna proyectaba aquella noche en el porche.
Matthew y Susan se encontraban en la oficina de su superior, Phil Conway, y esperaban a que terminara de hablar por teléfono.
Matthew se preguntó con cuál de sus dos hijas estaría hablando. No podía deducirlo, porque Phil siempre las llamaba «cielo» o «cariño». Conocía a ambas. Trisha era la mayor y estaba casada con un banquero; se había mudado a San José después de su boda, siete años atrás, y ya le había dado a Phil tres nietos de los que nunca se cansaba de hablar. La menor, Pauline, había estudiado Medicina y después de graduarse se casó con un colega y se mudaron a Raisin City, donde ambos además trabajaban. Todavía no le había dado ningún nieto a su padre, pero Phil presentía que pronto le anunciaría que estaba embarazada y que su pequeña lo haría nuevamente abuelo.
—Matt está aquí, sí. —Una sonrisa perfectamente blanca hizo contraste con su piel morena.
—¿Quién es? —preguntó Matt mientras se acercaba al escritorio.
—Es Trisha, te manda saludos y pregunta cuándo irás a visitarla.
—Dile que cuando el esclavista de mi jefe me lo permita —respondió en voz alta y se aseguró de que Trisha lo oyera desde el otro lado de la línea.
Phil Conway lanzó una carcajada.
—Yo también te quiero, cielo. Adiós, cuídate.
Colocó el auricular en su sitio y se recostó contra el respaldo de su silla. Observó a Matthew y a Susan con atención; lanzó una bocanada de aire y cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Qué tenemos del caso del Asesino de las Flores? —preguntó en tono burlón. Como policía y jefe de la División de Crímenes Violentos le molestaba que la prensa siempre se encargara de buscarles apodos a los asesinos. Lo único que conseguían con eso era fomentar su popularidad y era justamente eso lo que aquellos delincuentes buscaban: el reconocimiento por sus crímenes. Esperaba que, algún día, la prensa comprendiera que aquello solo aumentaba su pervertido ego.
Susan le entregó una carpeta.
—Las autopsias de las tres víctimas parecen una fotocopia una de la otra. Las tres murieron por estrangulación, ninguna muestra signos de haberse defendido, no hay rastros de piel o tejido debajo de sus uñas. No fueron atacadas sexualmente y fueron encontradas con los ojos abiertos.
—Para que su rostro fuera lo último que vieran antes de morir —acotó Matthew.
Phil asintió, sus ojos negros se posaron con rapidez en las fotografías que ilustraban el expediente del caso.
—¿Qué han podido averiguar sobre el tatuaje?
—Se los hace postmortem con alguna especie de instrumento de acero inoxidable. Es un símbolo de origen celta. Me he puesto en contacto con una experta, me reuniré con ella lo antes posible —anunció Susan.
—Bien. ¿Qué hay de la tercera víctima? ¿Por qué cambió su patrón?
—Creemos que intenta mandar un mensaje. —Matthew frunció el ceño.
—Ahí es donde entra la señorita Isabella Carmichael.
Ambos asintieron pero fue Matthew quien continúo hablando.
—El mensaje está dirigido a ella, el asesino talló una variación de su nombre en el cuerpo de Tessa Hodgins.
—«Bella.»
—Sí, según Zach también fue postmortem, ya que no se encontraron rastros de sangre en la escena del crimen, lo que sí hemos hallado esta vez es una huella parcial de un calzado —señaló mientras observaba a Susan.
—Ahí están los resultados, señor. A pesar de lo poco que obtuvimos tras hacer el molde con yeso, hemos llegado a la conclusión de que se trata de algún tipo de bota militar. Nuestro sospechoso calza un 42 y mide, aproximadamente, 1'75 cm.
—Bien, al menos es algo. —Hizo una pausa—. ¿Han podido hablar con Isabella Carmichael?
Susan se puso de pie.
—Será mejor que Matthew le responda, señor. Yo, mientras tanto, pasaré por el laboratorio a ver si hay resultados de la caja que esta mañana le ha sido enviada a la señorita Carmichael.
—Está bien, Susan.
Cuando la puerta se cerró tras ella, Matthew se sintió un poco cohibido bajo la mirada inquisidora de su jefe y amigo.
—¿Y bien? ¿Qué has conseguido con la señorita Carmichael?
Matthew se enderezó en el asiento.
—Por lo pronto, he logrado que acepte colaborar en el caso. Ha comprendido que estos asesinatos se relacionan con su secuestro y me temo que el incidente de la caja también.
—¿Crees que está en peligro?
—Sí.
Phil Conway lanzó un suspiro.
—Cuando tu padre y yo trabajamos en el caso de su secuestro nos devanamos los sesos por intentar atrapar a ese lunático. Tú, mejor que nadie, sabes el juego perverso que comenzó a jugar con él. Le enviaba mensajes que decían que Isabella estaba bien y que no deseaba regresar a su casa; repetía una y otra vez, que estarían juntos para siempre, que ni tu padre ni nadie podría jamás separarlos, que antes prefería matarla que perderla. Luego, tres meses después, ella logra escapar y aparece casi moribunda en un bosque en el lago Big Bear. Ben y yo creímos que por fin lograríamos cerrar el caso, pero cuando descubrimos que no recordaba nada de lo que había sucedido, sentimos que era como volver a empezar de cero.
—Sigue todavía sin recordar —dijo Matthew y apretó la mandíbula.
—Es una pena, estoy seguro de que si pudiera recobrar la memoria nos ayudaría a cerrar su caso y a detener los crímenes.
—Lo sé, Phil. Le he propuesto que consulte a algún especialista; le sugerí que probara con la hipnosis, pero no quiero presionarla demasiado. Lo que menos desea es recuperar el calvario que debió de ser su vida durante esos tres meses.
—Espero que logremos algo de ella, antes de que otra joven inocente se convierta en la cuarta víctima del Asesino de las Flores.
Matthew asintió pero no le confesó que su temor más grande era que Isabella fuese la próxima en su lista.
Isabella jugaba con el arroz bañado en queso dentro de su plato. No tenía apetito. La imagen de la cabeza ensangrentada de Otelo no desaparecía de su mente. Sabía que le costaría dormir esa noche y que, si no recurría a las «pastillas mágicas» de Sarah, se quedaría despierta y recrearía en su mente, una y otra vez, el momento en que había abierto la caja.
—No tienes hambre. —Sarah estaba sentada junto a ella y tampoco había probado bocado.
Isabella negó con un ligero movimiento de cabeza.
—No logro dejar de pensar…
—Shh, ni siquiera lo digas. —Le tocó el hombro—. Sé que no es fácil, pero trata de olvidar lo que ha pasado.
—Si lo lograse con solo desearlo. —Clavó sus ojos castaños en los ojos verdes de su amiga—. Pero no puedo.
—¿Por qué no te recuestas e intentas dormir? Puedo darte un tranquilizante para que logres conciliar el sueño.
Isabella miró el desorden de la cocina.
—No te preocupes, yo ordeno todo, sabes que mi manía no me permitirá irme a la cama a sabiendas de que la cocina está hecha —observó alrededor— un pequeño desastre.
—Lo siento, quería preparar el risotto con queso, porque creía que Jason se quedaría a cenar.
—No tienes que justificarte, Isabella. —La ayudó a levantarse—. Vamos, te vas a dar un baño caliente que te relaje y luego te meterás en la cama. Después, te llevo el tranquilizante y si ves que no puedes dormir, te lo tomas.
Isabella asintió sin protestar y dejó que su amiga cuidara de ella, al menos por esa noche.
El timbre de la puerta le impidió dar un paso más.
—¿Quién será a estas horas?
—Deja que yo vaya.
Isabella miró a su amiga caminar hacia la puerta con cautela y espiar a través de la mirilla antes de abrir. ¿Quién insistía en tocar a esas horas de la noche?
—Es el detective Lawson —le anunció antes de abrir.
Efectivamente, Matthew Lawson estaba plantado junto a la puerta de su casa con una amplia sonrisa enmarcando su rostro.
—Disculpe que me aparezca a esta hora, pero necesitaba hablar con la señorita Carmichael. —Dirigió la mirada hacia Isabella que no le había quitado los ojos de encima desde que su amiga había abierto la puerta. La luz que alumbraba el porche iluminaba solo parte de su rostro y el brillo que emanaba de sus ojos azules hacía destacar aun más la profundidad de su mirada. Llevaba el cabello húmedo y unos mechones caían en desorden sobre su ancha frente. Los ojos de Isabella bajaron por la línea de su mandíbula y recorrieron la nuez que se acentuaba en su garganta cada vez que respiraba. Un poco más abajo, un poco de vello oscuro y rizado se asomaba a través de la camisa en tonos grisáceos que llevaba puesta.
El trance en el que parecía haber caído Isabella se desvaneció al escuchar la voz de su amiga.
—Pase, detective.
—Gracias.
Isabella continuaba sin pronunciar palabra a tan solo un par de pasos de él.
—Bueno, si me disculpan, hay trabajo que me espera en la cocina. —Dio media vuelta y desapareció de la sala mientras sus labios se curvaban en una sonrisita traviesa.
—¿Quiere tomar un café? —Se estaba poniendo nerviosa y sus manos comenzaban a sudar.
—No, gracias, no se moleste. —Matthew procuró ignorar la emoción que bullía en su interior al volver a verla.
—Siéntese —le indicó.
Matthew la observó mientras se ubicaba en la orilla del sofá. No supo si sentarse frente a ella o a su lado; siguió sus deseos y se sentó junto a ella.
—Usted dirá —dijo ella finalmente, e hizo añicos el silencio que comenzaba a hacerse cada vez más tenso.
Matthew estiró su brazo por encima del respaldo del sofá y sus dedos casi tocaron el cabello de Isabella que caía sobre su espalda en una cola de caballo. Se preguntó qué se sentiría al enterrar los dedos en aquella mata de suave cabello castaño y lentamente liberarlo de la banda de goma que lo contenía para dejarlo caer libre sobre sus hombros.
Isabella se movió inquieta. Cuando lo hizo, su rodilla desnuda rozó la tela áspera de los vaqueros que Matthew llevaba. La suave fricción provocó en él una marejada de sensaciones que subieron hasta su garganta. Entonces ella lo miró y Matthew apenas pudo contener el impulso de tomarle el rostro y besarla. Respiró hondo un par de veces; debía concentrarse en su trabajo y pensar en la protección de Isabella. Sin embargo, inevitablemente, sus pensamientos se desviaban en otra dirección.
—He querido venir y saber cómo estaba. —Sus ojos se posaron en los labios entreabiertos de ella.
Isabella intentó procesar en su cerebro lo que aquellas palabras significaban. Sabía que, tal vez, solo formaba parte de su trabajo como policía. Después de todo, era uno de sus deberes velar por el bienestar de las personas, pero la manera en que él la había mirado mientras se lo decía le hizo pensar otra cosa. Estaba preocupado por ella y por su seguridad, preocupado por lo que pudiera pasarle, y había venido hasta su casa, en medio de la noche, para saber cómo se encontraba. Descubrir aquello no la incomodó; muy por el contrario, la hizo sentirse más segura.
—No voy a mentirle —empezó a decir—. He tratado de aparentar fortaleza ante mi hermano y mi amiga, pero por dentro, estoy destrozada. No solo es la muerte cruel de Otelo, sino todo lo demás; los crímenes, mi secuestro, ese hombre, usted…
—¿Yo?
—Sí, usted pretende cosas de mí y no sé si podré dárselas. Aparece en mi vida y me dice que necesita mi ayuda para detener a un asesino; me pide que recuerde una época de mi vida que preferiría no desenterrar nunca de mi memoria.
—Lo siento; nunca he querido presionarla, Isabella.
—Sé que lo siente y que solo está tratando de hacer su trabajo, pero le pido que me entienda a mí también. —Lo observó mientras él apartaba un mechón de cabello todavía húmedo de su rostro.
—Créame que nunca habría deseado que se involucrara en todo esto, pero lamentablemente hay alguien más, allá afuera, que desea todo lo contrario. —Se moría de ganas de abrazarla y de probar esos labios que se movían inquietos de un lado a otro mientras lo escuchaba. Probar el sabor de su boca y embriagarse con él hasta perder la razón.
Si Isabella no se hubiera puesto de pie, en aquel preciso momento, habría terminado por ceder a sus instintos; y sabía que luego se arrepentiría de una locura como esa.
Caminó hacia la ventana que daba al jardín; la cercanía de aquel hombre la inquietaba y sus ojos azules parecían tener la clara intención de querer hechizarla. Necesitó apartarse de él y poner un poco de distancia entre ellos. Sabía que continuaba sentado a un par de pasos de distancia, pero percibía la intensidad de su mirada pegada a su espalda. Se pasó la mano por el cuello: su pulso se había acelerado. Lo que el detective Matthew Lawson provocaba en ella era algo nunca antes experimentado; una sensación que la dominaba por completo y nublaba sus cinco sentidos.
Se dio media vuelta y cuando volvió a enfrentarse con sus ojos pudo sentir el temblor en sus piernas.
—Detective, es tarde.
Matthew se levantó de un salto y avanzó hacia ella.
—Es verdad, ni siquiera sé qué estoy haciendo aquí —respondió y esbozó una sonrisa.
—Lo acompaño. —Pasó a su lado y, por un segundo, creyó que él la detendría y la besaría apasionadamente. Pero no fue así.
Salió con él hasta el porche y trató de mostrarse lo más serena posible.
—Nos vemos —dijo él y le lanzó una última mirada antes de echarse a andar hacia su automóvil.
Isabella se quedó en silencio mientras observaba cómo se subía en su Lexus plateado y ponía distancia entre ellos.
Se recostó contra la puerta y contempló la luna un instante antes de entrar en la casa.
Una silueta se mezclaba entre las sombras que esa misma luna dibujaba caprichosamente aquella noche.
Nadie escuchó el nombre que esa silueta pronunció, casi en un susurro, una y otra vez.
Bella, Bella, Bella.