Capítulo 11

Mantenía la distancia, la suficiente para no perderlos de vista, la suficiente para no ser descubierto. No era la primera vez que veía a Isabella con otro hombre, ya había pasado por aquella misma situación y cuatro años después, volvía a experimentar las mismas sensaciones que solo podían ser canalizadas a través de sus ansias de hacer daño.

Ningún hombre tenía derecho a acercarse a ella, ningún hombre podía, ni siquiera, respirar el mismo aire que su Bella respiraba. La había encontrado después de tanto tiempo, la había añorado cada día que no la tenía a su lado y su vida se había convertido en una constante agonía. No podía permitir que otro hombre le robara lo que solo a él le pertenecía.

Debía mandarle un nuevo mensaje. Las flores que había dejado junto a su almohada no habían servido de nada. Se había ilusionado después de cuatro años de ausencia, se había ilusionado con que Isabella lo buscaría.

Parecía que todo lo que él hacía para acercarse a ella era inútil. La estaban escondiendo de él, la apartaban del alcance de su mano, la misma que acariciaba su rostro en la oscuridad y que ya había apagado la vida de tres muchachas.

Pero él era más astuto, un lobo olfateando el camino que deja la presa tras de sí. Había sido sencillo averiguar dónde estaba viviendo en ese momento, bastaba solo con seguir al detective. «Qué ironía», pensó con la mirada clavada en la parte trasera del Lexus que iba unos pocos metros más adelante. «El hombre que quiere alejarla de mí, terminará por enseñarme el camino hasta ella.»

Una sonrisa siniestra, plena de satisfacción, surcó su rostro. Dio las gracias en silencio por la oportunidad que la vida le estaba dando de nuevo. No la desaprovecharía. Esa vez, sería la última. Ya no habría tiempo para errores; Isabella sería suya y nada ni nadie se lo impedirían.

Isabella revisaba uno de los contenidos del futuro lanzamiento de la colección de libros de arte que Jennie le había asignado. Pondría todo su esfuerzo para que «Art & Pleasure» fuera un éxito y estaba segura de que, con la ayuda de Brandon Tanner, lo conseguiría.

Se llevó el bolígrafo a los labios. No le había mencionado nada a Matthew sobre la sugerencia de Jennie. Habían regresado al loft y él había vuelto a salir para arreglar un asunto pendiente.

Estaba sola en el salón, arrodillada junto al baúl que hacía de mesa y con Boris echado a un lado. Le acarició la cabeza pero él estaba dormido. Sonrió complacida. Desde su llegada habían congeniado de inmediato, e Isabella había cubierto con el perro el vacío que había dejado Otelo.

Leyó los papeles una vez más y creyó adecuado que la parte inicial de la colección estuviera dedicada a las primeras civilizaciones originarias del Mediterráneo. Podrían empezar con el arte egipcio, sumerio y persa, sin dejar de lado la cultura minóica y micénica. Hizo algunas anotaciones y remarcó algunas palabras importantes; lo comentaría con Brandon y Jennie para ver si estaban de acuerdo.

El ruido de llaves en la puerta la distrajo.

Matthew entró y arrojo la chaqueta sobre el sofá. Habían pasado solo cuatro horas desde que la había dejado y había comenzado a sentir su ausencia desde hacía rato. Regresar a su casa y ver que allí estaba, le devolvía el alma al cuerpo, no solo porque se cercioraba de que estaba bien, sino porque verla ya se había convertido en una necesidad primordial para él.

—¿Estás ocupada?

—¿Tu qué crees? —contestó y le mostró la pila de papeles en la que estaba enfrascada hacía horas.

Avanzó hacia ella, la tomo de la mano y la obligó a ponerse de pie.

—¡Matthew! ¿Qué diablos estás haciendo?

—Ven, tengo una sorpresa para ti.

Isabella se dejó arrastrar hacia donde fuera que la estuviera llevando y, de inmediato, se contagió de su entusiasmo.

—¿Qué sorpresa es esa? —le preguntó mientras entraban en el montacargas—. ¿Adónde me llevas?

—No seas impaciente —dijo y una sonrisa enigmática se dibujo en su rostro—. Ya lo sabrás.

La llevó hasta el tercer piso, una pareja de ancianos les salió al paso.

—¿Qué tal, Matthew?

—Señor y señora McKey, buenas tardes.

La pareja miró con curiosidad a la muchacha que lo acompañaba, nunca antes la habían visto.

—¿No vas a presentarnos? —preguntó Angela McKey sin apartar la mirada de Isabella.

—Sí, perdonen mi falta de cortesía. —Extendió el brazo sobre el hombro de Isabella—. Angela, Lewis, esta es Isabella Carmichael, mi novia.

Isabella le dio un codazo con disimulo en medio de las costillas. ¿Cómo se había atrevido a mentir de aquella manera?

—Isabella, cariño —dijo él y apretó los dientes—. Estos son Angela y Lewis McKey, los únicos habitantes de la tercera planta, además de sus cinco gatos.

Isabella estrechó la mano de la simpática pareja y cuando por fin estuvieron a solas, se apartó y puso los brazos en jarras.

—¿Qué has hecho?

—Lo siento, debería haberles dado tu apellido falso —respondió él y fingió confusión.

—¡Sabes que no me refiero a eso!

Él la observó un instante; Isabella Carmichael enfadada era realmente un espectáculo digno de admirarse. Su cuerpo se había tensado y su rostro parecía una caricatura exquisita con el ceño fruncido y los labios apretados. Hasta la chispa que emanaba de sus ojos castaños le hacía estar encantadora.

—¿Qué miras?

—Lo hermosa que te pones cuando te enfadas.

Isabella contó hasta cinco y respiró hondo tres veces. Había logrado sacarla de sus casillas y en ese momento solo se estaba burlando de ella.

—No se me ha ocurrido otra cosa, lo siento —le dijo y recobró un tono más serio—. Los McKey son personas muy perspicaces y les habría parecido raro saber que hay una mujer viviendo conmigo —explicó.

—Podrías haberles dicho que era tu hermana o algo parecido.

—No habría sido lo más sensato.

—¿Por qué?

Matthew caviló un segundo antes de responderle.

—Porque si se dan cuenta de la manera en que te miro, terminarían por denunciarme.

Isabella se sonrojó, se aclaró la garganta y miró distraída hacia la puerta del montacargas.

—¿Cuál era la sorpresa que tenías para mí? —preguntó mientras contenía la respiración.

—Está ante tus ojos.

Lo único que Isabella veía enfrente de ella, además del montacargas, era una puerta con el número 418 tallado en bronce. Cuando vio que sacaba unas llaves del bolsillo y la abría, supo que su sorpresa estaba allí dentro. No le fue difícil saber lo que era, reconoció el olor a óleo y a trementina apenas entró al lugar. Aquel olor tan amado y que extrañaba tanto.

—Si Mahoma no puede ir a la montaña, es mejor que la montaña venga a Mahoma —dijo Matthew y la contempló. La furia que había experimentado segundos antes había desaparecido y en ese instante parecía una niña sorprendida con el mejor de los juguetes. A Matthew le resultó difícil decidir cuál de las dos Isabella le atraía más.

—¿Cómo lo has logrado? —Comenzó a acomodar los lienzos que aún estaban sin terminar en un rincón.

—Este loft, como verás, es mucho más pequeño que el mío y hace ocho meses que está desocupado. He hablado con el dueño del edificio, que además es un amigo, y no ha tenido ningún inconveniente en alquilármelo. Le he explicado que iba a ser usado como taller de pintura, y ha estado de acuerdo.

—Gracias, no sabes lo que significa para mí volver a tener mi taller. —Tomó los tubos de pintura y los pinceles y los puso sobre una mesita de madera—. Has traído todo lo que tenía en casa.

—Sí, yo mismo he supervisado la mudanza —respondió.

Isabella asintió y Matthew comprendió que aquel era su mundo y que, en ese momento, él estaba de más.

—Bajaré a casa, quédate el tiempo que quieras. —Le entregó las llaves—. Este lugar te pertenece ahora.

Lo vio caminar hacia la puerta; la invadió un deseo enorme de correr hasta él y abrazarlo por lo que acababa de hacer, pero no se atrevió.

—Gracias de nuevo, Matthew —dijo en cambio.

—Ni siquiera lo menciones.

Cuando desapareció tras la puerta Isabella dejó que una lágrima de emoción se deslizara por su mejilla. Tocó el áspero lienzo con la yema de los dedos y aspiró el olor de la pintura. Tomó un pincel, lo hundió en la paleta y aquel simple movimiento le hizo sentirse viva nuevamente.

Cuando Isabella regresó al loft, encontró a Matthew acomodando las bolas de billar sobre el tapete verde.

—Creía que ya no regresabas —comento él.

—He perdido la noción del tiempo. —Sus papeles desparramados seguían encima del baúl—. Ordenaré este desastre —dijo mientras comenzaba a juntar los papeles y los acomodaba en sus respectivas carpetas.

—Parece bastante interesante —dijo él de repente.

Isabella arqueo las cejas.

—¿Has estado espiando mis papeles?

—Espero que no te moleste.

—En absoluto, es solo que no pensaba que te interesara el arte.

—No como a ti, pero sé apreciar una buena obra de arte cuando la tengo enfrente —adujo con los parpados entrecerrados para que no pudiera adivinar sus pensamientos.

—Estoy segura de que sí —le respondió distraída.

Termino de juntar los papeles, y aquel sector del salón recobró su imagen habitual.

—¿Te gustaría jugar una partida? —le preguntó cuando vio que pretendía marcharse a la habitación para seguir trabajando.

—No sé jugar.

—Eso tiene solución, puedo enseñarte. —Él había tomado un taco y comenzó a afilarlo.

—Creo que mejor no —titubeó mientras él la observaba de reojo.

Comenzó a sentirse inquieta cuando Matthew se giró para poder mirarla mejor. Había dejado el taco y se había sentado sobre la mesa. Sentía que sus ojos la recorrían de arriba abajo y, de inmediato, sus mejillas se tiñeron de rojo. Él sonrió ante aquella reacción, se cruzó de brazos y la miró con seriedad.

—¿Y bien? ¿Quieres que te enseñe o no? —preguntó y arqueó las cejas.

Isabella era incapaz de reaccionar. «Vamos. Piensa una respuesta coherente», pero ni una sola palabra salía de sus labios. Era increíble el efecto que Matthew causaba en ella.

—Perderías tu tiempo. Jason intentó hacerlo una vez y no resultó.

—¡Isabella, deja de actuar como una niña! —Se levantó de su lugar—. Si no quieres reconocer que tienes miedo… —dijo aunque no concluyó la frase.

Ella colocó de nuevo sus brazos en jarras y lo miró incrédula.

—¿Miedo? ¡No te creas que eres tan importante como para que alguien como yo pueda temerte! —comentó con ironía.

—Entonces demuéstrame que no es así —expresó Matthew sin inmutarse.

—¡Yo no tengo nada que demostrarte! —se defendió Isabella, roja de furia a esas alturas.

—Entonces perdóname, pero debo pensar que con tu actitud me demuestras que la única razón por la que me rechazas es porque me temes —lo dijo consciente de lo que su comentario provocaría en ella.

Isabella respiró profundo y agachó la cabeza unos segundos; su orgullo herido era más grande que la rabia que sentía en su interior.

—De acuerdo, pero te advierto que no lograrás mucho de mí. —Levantó la cabeza y lo miró desafiante.

—Toma —le dijo. Le arrojó uno de los tacos con tan mala suerte que ella no logró atraparlo y fue a dar al suelo.

Isabella le lanzó una mirada fulminante y se agachó para levantarlo. Cuando lo hizo, la abertura lateral de su falda se movió y dejó ver buena parte de uno de sus muslos. Ella se levantó de inmediato y volvió a poner la tela en su lugar, pero a juzgar por la mirada vivaz de Matthew, su gesto no había servido de nada. Trató de ignorarlo y se colocó junto a la mesa de billar, justo en el lado opuesto en que él se encontraba.

—Y bien —dijo mientras se paraba en actitud desafiante con la mano derecha sosteniendo el taco.

—Lo primero es que conozcas las reglas —dio un rodeo a la mesa para dirigirse hacia ella—. Debes meter las bolas en los diferentes agujeros y evitar que la bola ocho caiga en alguno de ellos; esa será la última en entrar. —Se paró a su lado y la miró.

Isabella asintió y dio un paso al costado.

—¿Segura de que has entendido? —insistió él.

—¡No soy tonta! —le respondió ella y se inclinó sobre la mesa.

—¡Nunca he dicho eso! —se defendió él mientras levantaba ambas manos.

Isabella no le contestó; intentaba apoyar el taco, de manera que pudiera abarcar su totalidad con ambos brazos, pero no era tan fácil; se sentía torpe y cuando quiso dar el primer golpe, el taco se deslizó sobre la bola y la movió apenas unos milímetros. Reacomodó la maldita bola para pegarle nuevamente pero fue inútil, volvió a fallar. Lanzó un soplo de fastidio mientras se incorporaba; temía enfrentarse a la mirada burlona de Matthew, pero no tenía salida.

En efecto, Matthew estaba parado detrás de ella, cruzado de brazos y con una risita insoportablemente socarrona que le llegaba de oreja a oreja.

—Buen intento —le dijo sin dejar de sonreír.

Isabella lo miró y arrojó el taco sobre la mesa.

—Me rindo —respondió—. ¡Ni siquiera puedo sostener bien el taco!

—Eso tiene solución. —Matthew tomó el taco—. Solo debes dejar que yo te guíe.

Ella no entendía exactamente lo que aquellas palabras significaban, pero en unos segundos Matthew se encargó de hacérselo saber.

Él se había acercado poco a poco y se hallaba ya a tan solo unos milímetros de ella.

—Es cuestión de que sepas cómo sostener el taco. —Se pegó a su espalda y apoyó el brazo izquierdo sobre el suyo para ayudarla a tomarlo correctamente y buscó su otra mano para colocarla en el otro extremo del taco—. Luego, apoyas la punta contra la bola.

Isabella intentaba concentrarse en lo que él le estaba explicando pero era imposible; solo podía pensar en la extraña intimidad que estaban compartiendo. Sus dedos fuertes apretando los suyos, sus brazos rozando su cintura, su aliento caliente humedeciendo su cuello y el olor de su loción que la estaba embriagando sin piedad. Matthew se movió para permitir que Isabella pudiera dar el primer golpe con su ayuda y cuando ella sintió que la tela áspera de sus vaqueros rozaba la parte posterior de sus piernas dio un respingo.

—¿Estás lista? —susurró él a su oído.

Isabella entornó los ojos cuando sintió su voz grave tan peligrosamente cerca.

Asintió sin pronunciar palabra.

Con la ayuda de Matthew, Isabella por fin pudo asestar un buen golpe, al menos uno que dejara atrás sus dos intentos fallidos. Había logrado que una de las bolas cayera en el agujero más cercano y aquello significó un logro para ella.

Una sonrisa de orgullo iluminó su rostro y no fue capaz de reprimir el impulso de girarse y mirar a Matthew.

Él también sonreía y por primera vez un atisbo de complicidad los sorprendió. Entonces sus ojos se encontraron y se quedaron en silencio un momento. Ninguno de los dos se atrevió a decir nada, como si una palabra pudiese romper la magia que los rodeaba.

Matthew seguía pegado a ella, no había espacio entre sus cuerpos y sus brazos seguían sujetando los suyos. Él la obligó a soltar el taco y la giró lentamente. Isabella se sintió atrapada entre el cuerpo poderoso de Matthew y la mesa de billar; pero enseguida comprendió que había algo mucho peor para ella: sentirse atrapada por sus propios deseos. Se estremeció bajo la mirada penetrante de Matthew; sentía que podía invadir los rincones más recónditos de su mente; era como si él pudiera comprender lo que pasaba dentro de ella, algo que ni ella misma alcanzaba todavía a descubrir.

Isabella pudo sentir la respiración contenida en su pecho cuando él colocó ambas manos en su cintura. Su piel ardía debajo de la ropa y descubrió que, cuando sus manos se apoyaron con timidez en su pecho, la piel tostada de Matthew también ardía debajo de las yemas de sus dedos.

Matthew empezó a deslizar una mano por una de sus piernas hasta apoyarla en su muslo, para luego comenzar a subirla lentamente por debajo de la tela de algodón de su falda. Aquel contacto desató un torbellino de sensaciones en su interior y comprendió que no se detendría, no tenía fuerzas ya para luchar contra sus propios sentimientos. Respiraba con dificultad y sin darse cuenta se humedeció los labios con la punta de la lengua. Y cuando vio que la atención de Matthew estaba centrada en sus labios mojados, se estremeció por lo que vendría a continuación. Los ojos de él devoraban su boca y, poco a poco, su cabeza bajó lentamente hacia su meta. Isabella sintió el aliento tibio en sus labios y su respiración se aceleró. Sus bocas se unieron por fin, en un beso tierno primero, que terminó luego dando paso a sus deseos irrefrenables cuando sus lenguas se buscaron con furia. Isabella se sorprendió por la violenta llamarada de placer que la recorrió y no pudo disimular su respuesta. Sintió que se tensaban los músculos de Matthew cuando sus manos subían y bajaban acariciándole el pecho. Se dio cuenta de que él temblaba tanto como ella. Luego, él perdió el control y con un gemido aumentó la presión de sus labios. Matthew jadeó de deseo cuando Isabella se arqueó contra él y dejó que su cuerpo se amoldara al suyo.

Él abandonó aquellos labios que había deseado desde el primer momento en que la había visto y comenzó a bajar muy lentamente por su cuello. Hundió su rostro en la espesa cabellera de Isabella y dejó que el aroma a gardenias lo volviera a embriagar. Se separó un poco y volvió a mirarla a los ojos, esos ojos castaños que tantas veces lo habían mirado con temor y que en ese momento estaban humedecidos por la pasión. De repente y sin previo aviso la tomó por la cintura, la levantó y la sentó en el borde de la mesa. Isabella separó las piernas para que Matthew se acercara nuevamente, cosa que él hizo, para continuar con lo que había dejado pendiente. Siguió recorriendo el cuello de Isabella con su lengua tibia, mientras ella volvía a arremeter con sus manos temblorosas por debajo de su camisa, esa vez, acariciando su abdomen firme. Su respuesta fue inmediata y Matthew empezó a desabrocharle los botones de la camisa sin dejar de besar el hueco de su hombro. Un brusco escalofrío de placer la recorrió cuando la cabeza de Matthew se inclinó sobre su pecho y su boca empezó a humedecer la seda de su sujetador. Isabella se agitó convulsivamente y sus manos empezaron a buscar con ímpetu el cierre de sus pantalones vaqueros. Deseaba aquello más de lo que nunca había deseado ninguna otra cosa y su respuesta fue más violenta de lo que había creído posible. Matthew comprendió que la necesitaba, que la deseaba con una intensidad que lo aturdía. Nunca antes se había sentido así, angustiado por su brusco despertar a una pasión que solo ella podía entregarle. De repente, logró recuperar el control y trató de apartarla.

—Isabella… no —murmuró todavía con la respiración acelerada.

Ella lo miró confundida.

—Esto no puede pasar —se separó y maldijo en silencio. Agachó la cabeza e intentó respirar con calma; ella vio el temblor de sus manos.

No entendía lo que estaba sucediendo; creía que él quería lo mismo que ella, pero comprobó que estaba equivocada. Sintió un fuerte deseo de salir corriendo, tenía la boca seca y el corazón le latía frenéticamente en el pecho.

—Lo siento, Isabella —su voz era ronca, e Isabella ya no quería seguir escuchando sus disculpas.

Estaba furiosa por su reacción y él lo sabía.

—Esto nunca debería haber sucedido, yo… yo no puedo.

Ella lo miraba todavía consternada, no podía creer que aquello estuviera pasando.

—Tienes toda la razón. —Logró bajarse de la mesa mientras luchaba contra las lágrimas que amenazaban con salir—. No te preocupes, no volverá a repetirse.

Matthew se moría por estrecharla de nuevo entre sus brazos y dejar que la pasión los devorara de nuevo, pero debía dejarla ir. Todo se complicaría aún más si no lo hacía: el caso, su vida y la de Isabella también.

Ella le lanzó una última mirada, dio media vuelta y se alejó a paso firme.

Matthew se quedó unos segundos quieto, sin reaccionar, pero no tardó mucho tiempo en hacerlo. Una feroz patada a la mesa de billar fue su manera de exteriorizar la furia y la impotencia que llevaba dentro.