Capítulo 8
Susan le acercó el vaso y se lo colocó entre las manos.
—Bebe un poco. Es agua con azúcar.
Isabella levantó la vista, tenía los ojos irritados de tanto llorar, la nariz enrojecida y la palidez instalada en su rostro.
—Gracias —balbuceó apenas. Clavó la mirada en la puerta por donde unos minutos antes Matthew había desaparecido y bebió un pequeño sorbo del agua que la detective Wilder le ofrecía.
—Regresará en cuanto le sea posible —le dijo Susan. Era indudable que la joven estaba esperando que Matthew apareciera por esa puerta de un momento a otro. Se sentó junto a ella y meditó un momento sobre la escena de la que había sido testigo. En otras circunstancias lo que había presenciado carecería de algún significado importante; pero cuando después de entrar en aquella oficina, completamente desencajada, se había arrojado entre los brazos de su compañero, supo de inmediato que allí había algo más. Tal vez algo de lo que ni ellos mismos eran conscientes.
El teléfono comenzó a sonar.
—Discúlpame. Debo responder. —Rodeó el escritorio y levantó el auricular—. Wilder… —Hizo una pausa—. Entiendo. —Comenzó a jugar con un bolígrafo—. No te preocupes, me encargaré de ella. Mantenme al tanto. Se lo diré, adiós.
—¿Era el detective Lawson?
—Sí, está en tu casa con los peritos. Me ha dicho que intentes comunicarte con tu amiga para avisarle de que busque un lugar en donde pasar la noche —le informó mientras colocaba el auricular en su lugar.
—¿No podremos regresar a casa? —su voz sonaba todavía conmocionada.
—Me temo que no, ese lugar ya no es seguro.
—Creía que estaría protegida en un lugar como ese.
—A veces ningún lugar es seguro cuando te enfrentas a un psicópata como este. —Sus palabras eran duras y solo ayudaban a desanimarla aun más, pero debía ser sincera con ella. Después de todo, el tipo había estado en la misma habitación con ella y nadie se había percatado de nada.
—No entiendo qué es lo que quiere de mí. —Juntó las rodillas y apoyó las manos en su regazo.
—No te esfuerces en entenderlo —le aconsejó—. Puedo decirte que he visto de todo, pero nunca ha dejado de sorprenderme.
—¿Cuánto hace que eres policía?
—Van a ser tres años en noviembre —respondió.
—¿Hace mucho que eres la compañera del detective Lawson?
—Dos años. Yo trabajaba en la policía de Fremont y pedí mi traslado para incorporarme a la División de Crímenes Violentos. Allí me asignaron para trabajar junto a Matt.
Isabella asintió. Hacía dos años que estaban, prácticamente, casi todo el día juntos; no era extraño entonces que hubiera alguna intimidad entre ellos.
—Supongo que lo conoces bien. —Ni siquiera supo por qué había hecho aquel comentario.
Susan se sorprendió por lo que ella acababa de decirle; le pareció percibir un atisbo de celos oculto en aquellas palabras.
—Ya sabes, nunca se llega a conocer demasiado a una persona, pero con Matthew hubo una conexión casi repentina, congeniamos desde el primer día y no podría elegir un mejor compañero que él. —Esperaba saciar su curiosidad con la respuesta que le había dado.
—Entiendo. —Terminó de beberse el agua con azúcar—. ¿Podría usar su teléfono para llamar a mi amiga?
—Por supuesto, habla tranquila. Regreso en un momento. —Recogió el vaso vacío y salió de la oficina.
Isabella, lentamente, se puso de pie y caminó hacia el teléfono, marcó el número de su amiga y cuando escuchó la voz de Sarah, intentó no derrumbarse por segunda vez.
—¿Qué sucede, Isabella?
¿Cómo reaccionaría ella cuando supiera que un extraño había estado en su casa la noche anterior y que habría ocurrido una tragedia si alguna de las dos lo hubiese descubierto?
—¿Tienes algún sitio en donde pasar la noche?
—¿Por qué me estás preguntando eso?
—No podremos volver a la casa, Sarah: él estuvo allí anoche.
Por unos segundos que parecieron eternos, Isabella no escuchó nada del otro lado de la línea.
—¡Dios, Isabella! ¿Tú estás bien? Cuando he salido esta mañana de casa ni siquiera he pasado a despedirme a tu habitación; he preferido dejarte dormir después de lo tarde que habías llegado de tu reunión.
—Estoy bien, no me hizo nada.
—¿Dónde estás ahora?
—En la comisaría de policía, en la oficina del detective Lawson.
—¿Qué harás tú?
La pregunta de su amiga la tomó desprevenida.
—No lo sé.
—Podríamos alquilar una habitación en algún hotel hasta que podamos regresar.
—No sé si voy a poder regresar, Sarah: ese lugar ya no es seguro.
—¿Qué te han dicho en la policía?
—Hasta ahora solo sé que no podemos regresar. Están recogiendo pruebas y entorpeceríamos su trabajo —le explicó mientras enredaba el dedo en el cable del teléfono.
—Seguramente. —Hizo una larga pausa—. Yo puedo quedarme en casa de Verónica; ya sabes, la rubia encargada de la sección de espectáculos. No creo que tenga problemas en hospedarme por algún tiempo.
—Muy bien, hazlo. Yo veré qué es lo que hago.
—La propuesta de compartir una habitación de hotel sigue pendiente —le recordó.
—Si no encuentro ninguna otra solución, te aviso, y vemos qué es lo que hacemos. ¿De acuerdo, Sarah?
—De acuerdo, Isabella. Llámame por cualquier cosa que necesites. A propósito, ¿crees que nos dejarán sacar algunas cosas de la casa?
—Le preguntaré a los detectives.
—Bien, cuídate, por favor. No permitas que ese loco se acerque a ti otra vez —le pidió afligida.
—Lo intentaré —le prometió, pero era consciente de que aquella promesa no dependía de ella.
Colgó y volvió a sentarse en la silla. La puerta permanecía cerrada y ni la detective Wilder ni el detective Lawson aparecieron durante el siguiente cuarto de hora. La impaciencia estaba acabando con la poca fortaleza que le quedaba. Pensó en salir de aquel lugar y regresar a su casa; necesitaba que alguien le explicara cómo aquel hombre había podido acercarse tanto a ella. Se le erizó la piel de solo pensar que había estado a su lado mientras ella dormía tan tranquila en su cama.
Debía también preocuparse por buscar un lugar en donde pasar la noche. Podría haber telefoneado a Jason pero no estaba dispuesta a obligarlo a regresar a Fresno cuando hacía apenas veinticuatro horas que se había marchado. Además estaba en medio de la construcción de una escuela y corría contra reloj para poder terminarla a tiempo. La opción de llamar a Jennie ni siquiera se le pasó por la mente. Debía pensar en algo, de otro modo, acabaría durmiendo en la habitación de algún hotel.
Comenzó a golpear los pies contra el suelo; el sonido acompasado de los tacones de sus zapatos repiqueteando le trajo un poco de calma. Se reclinó hacia atrás y apoyó la cabeza contra la pared. Cerró los ojos y respiró hondo. No supo cuánto tiempo estuvo allí, solo supo que debía ser ya la hora del almuerzo, porque su estómago comenzaba a gruñir. La detective no había regresado aún y ella quería marcharse de aquel lugar.
De repente la puerta se abrió y Matthew acortó la distancia que los separaba en un santiamén. Isabella sintió que era arrastrada por una oleada de emociones cuando lo vio. Deseaba que él, nuevamente, la estrechara entre sus brazos como había hecho temprano aquella mañana. Pero ya estaba más calmada y nada justificaría una acción semejante de su parte.
—¿Cómo estás? —le preguntó él y se sentó a su lado.
Isabella se dio cuenta de que era la primera vez que él la tuteaba y aquella nueva intimidad le produjo un extraño hormigueo en la piel.
—Mejor, gracias.
—Habría querido venir antes, pero no he podido —le explicó mientras le ofrecía una sonrisa.
—¿Han podido encontrar algo?
—Hemos encontrado un par de huellas de pisadas en el sótano.
—¿Entró por allí?
—Presumimos que sí, la claraboya estaba entreabierta. Al parecer pisó algo de lodo antes de entrar en la casa y dejó un par de huellas. Las compararemos con las halladas en la casa de Tessa Hodgins para confirmar que se trata del mismo hombre.
Isabella arqueó las cejas.
—Tú sabes que sí lo es —dijo y lo tuteó por primera vez ella también.
Él lanzó un suspiro, no podía evitar ponerse contento por el paso que habían dado casi sin darse cuenta. Era como si un muro de formalidad se hubiese derribado entre ellos.
—Sí, pero siempre es mejor contar con las evidencias para confirmarlo.
—¿Por qué crees que estuvo allí y no me hizo nada?
Matthew se encogió de hombros; quería tener una respuesta sensata para ella pero no podía dársela cuando él mismo la ignoraba.
—En realidad, no lo sé; tal vez tenía miedo de arriesgar demasiado si te llevaba consigo. Creo que le da pánico ser atrapado antes de poder llevar a cabo su misión.
Isabella apretó los labios.
—Matarme.
Matthew se acercó aun más y le tomó ambas manos.
—No lo creo; si quisiera matarte, lo habría hecho anoche.
Isabella intentó controlar los latidos de su corazón; no porque estuvieran hablando de que su vida estaba en peligro, sino porque la cercanía de Matthew solo conseguía perturbarla.
Matthew sintió deseos de acariciar el cuello largo y arqueado que asomaba por encima de la camisa entallada que llevaba Isabella, pero sacudió la cabeza con violencia y rechazó la idea. Debía recordar que se encontraban en su oficina y que ella acababa de pasar por una situación angustiosa. La poca fuerza de voluntad que le quedaba se desvaneció por completo cuando ella levantó los ojos hacia él.
Si en ese momento Susan no hubiese irrumpido en la oficina habría cometido la mayor estupidez de su vida; algo que, definitivamente, no se podía permitir.
—¡Has llegado por fin! —su exclamación pareció quedar suspendida en el aire cuando observó cómo las manos de Isabella Carmichael descansaban entre las manos de su compañero.
Matthew las soltó de inmediato y se puso de pie.
—¿Dónde estabas? —le preguntó a Susan sin mirarla directamente a los ojos.
—Estaba en la cafetería y me he entretenido hablando con Zach. —Miró un segundo a Isabella—. ¿Hace mucho que has regresado?
—No, en realidad acabo de llegar —respondió y se sentó en la punta del escritorio.
—¿Qué ha pasado en la casa?
Matthew le explicó todo y, por unos minutos, mientras ellos hablaban, Isabella se sintió una intrusa a pesar de que lo que estaban diciendo tenía estrecha relación con ella.
—¿Has conseguido dónde pasar la noche? —le preguntó de pronto Susan.
Isabella se puso de pie y se alisó la falda.
—No todavía; mi amiga Sarah se quedará en casa de una compañera de trabajo. Me ha dicho que si no encontraba nada, le avisara para que nos fuéramos a un hotel —les explicó.
—¿Qué hay de tu hermano?
—Preferiría no molestarlo. Está retrasado en su trabajo y mi presencia allí solo serviría para preocuparlo; además vive en Clovis.
Susan asintió.
—Necesito hablar contigo en privado. —Matthew sujetó a su compañera del brazo y la arrastró casi hasta el pasillo.
—¿Qué demonios haces, Lawson? —Los ojos grises de Susan se encendieron de furia.
—No podemos permitir que pase la noche en un hotel, ambos sabemos que debemos reubicarla en un lugar más seguro y esa casa ya no lo es.
—¿Qué sugieres?
—Que se quede contigo, en tu casa.
—Imposible, estoy de remodelaciones y hace una semana que estoy viviendo en casa de mi hermana; creía que te lo había contado.
—No lo sé, tal vez lo hiciste, pero no lo recordaba. —Se quedó un momento meditabundo y la expresión que se dibujó en su rostro no fue del agrado de Susan.
—¿En qué estás pensando?
Matthew tomó a su compañera por los hombros, en caso de que necesitara calmarla después de oír lo que tenía que decirle.
—Entonces se quedará en mi loft.
—¿En tu casa? —repitió perpleja—. ¿No estarás hablando en serio, verdad? —Sin embargo, lo conocía lo suficiente como para saber que no estaba bromeando con ella.
Él escuchó, con paciencia, la decena de razones por las cuales lo que quería hacer no era lo más apropiado, pero nada de lo que Susan dijo le hizo desistir. Ella había comenzado a levantar la voz y estaban llamando la atención de todos en el lugar.
Isabella también escuchó los murmullos desde la oficina. Se acercó a la ventana y descubrió que los que estaban discutiendo en el pasillo eran Matthew Lawson y su compañera. No alcanzaba a distinguir lo que decían pero ella parecía ser la que estaba más enojada, mientras que él se dedicaba a esquivar sus embestidas con tranquilidad.
Matthew conducía e intentaba dirigir su atención solamente a la carretera, pero le era difícil con Isabella sentada a su lado. La observó de reojo cuando se detuvieron en un semáforo. Parecía estar más tranquila, tenía un brazo estirado sobre la ventanilla y el otro apoyado sobre su regazo. Le prestaba atención al panorama con la cabeza ladeada hacia un lado y sin poder evitarlo, la mirada de Matthew se posó en las piernas que asomaban debajo de la falda color lila, que combinaba a la perfección con su camisa impecablemente blanca, a esas alturas, repleta de arrugas. Matthew se sintió cautivado por el suave movimiento de sus pechos al compás de su respiración. Su melena descansaba sobre el asiento y algunos mechones caían en desorden sobre un costado de su rostro, la observó mientras intentaba acomodárselos nuevamente detrás de las orejas y deseó poder hacerlo él mismo.
Un bocinazo de un automóvil que le exigía que se moviera lo devolvió a la realidad y cuando lanzó una maldición en voz alta Isabella se volvió y clavó sus ojos castaños en los suyos.
Matthew desvió la mirada, a la vez que reanudaba la marcha Isabella lo contempló durante un instante y, luego, volvió a dirigir su atención al exterior.
Se había subido a su automóvil casi sin chistar. Después de aquella discusión con su compañera, Matthew fue por ella a la oficina y le dijo que la llevaría él mismo a un lugar seguro. Lo había notado demasiado molesto como para siquiera preguntarle hacia dónde se dirigían; solo se limitó a hacer lo que él le decía. Al parecer, la riña que había tenido con la detective Wilder había sido grave. Se preguntó qué clase de relación tendrían realmente. Susan Wilder le había dicho que estaban juntos desde hacía dos años y que conocía a su compañero más que a nadie en el mundo. Isabella no estaba por completo segura, pero había creído percibir algo más que admiración de parte de ella. Quizá no solo se relacionaban en su trabajo, sino que lo hacían de una manera más personal e íntima. Isabella tragó saliva; debía reconocer que aquella idea no le agradaba demasiado, sobre todo porque al parecer, la detective Susan Wilder veía en ella a una posible rival. Matthew giró hacia la izquierda y siguió derecho a través de la avenida Manning; luego se introdujo en la calle Henderson Sur. Isabella lo miró otra vez.
—Creía que habías dicho que no podía volver a mi casa —dijo ella al reconocer el lugar que iban dejando atrás.
—Necesitas preparar una maleta solo con lo necesario.
—No necesitaré ninguna maleta, solo me hará falta darme una ducha y cambiarme de ropa. Es probable que mañana tu gente haya terminado y pueda regresar a casa —alegó confiada.
Matthew detuvo el automóvil al borde del camino y apretó las manos en el volante.
—Me temo que eso no va a ser posible, Isabella —le dijo con la vista fija en el parabrisas—. Tú, mejor que nadie, sabes que esa casa ya no es segura para ti; él pudo burlar todas las medidas de seguridad y meterse en tu habitación. —Apretó los nudillos con fuerza; aún no lograba sacarse del cuerpo la zozobra que le había provocado saber que aquel hombre había estado tan cerca de ella.
—¡Pero no puedo marcharme y dejar todo así sin más! —protestó indignada—. ¡No es justo que sea yo la que tenga que estar huyendo!
—Estoy de acuerdo contigo; no es lo justo, pero sí lo más seguro.
Isabella levantó las manos.
—¿Y qué hay de mis cosas? Mis cuadros: ¡no puedo abandonar mi taller así como así!
Matthew había sospechado que no iba a ser sencillo tener esa conversación con Isabella, pero debía convencerla de que lo que estaba haciendo era lo mejor para ella.
—Mira, por esta noche, quiero que recojas solo lo necesario y lo metas dentro de una maleta. Mañana veremos lo demás, ¿te parece bien?
Isabella lanzó un suspiro de resignación y asintió con un leve movimiento de cabeza. No podía hacer otra cosa, no tenía más alternativa que hacer lo que Matthew le dijera. Estaba en sus manos y era consciente de que si no confiaba ciegamente en él, estaría perdida.
Durante la poca distancia que los separaba de su casa estuvieron en completo silencio. Matthew, complacido por la actitud que Isabella había adoptado al saber que ya no podría volver a su casa al menos por un tiempo, e Isabella, por completo resignada a que su vida ya no sería la misma.
Finalmente llegaron a la entrada principal del complejo Pacific View y no hubo necesidad de detenerse ya que la reja estaba abierta. Un par de peritos estaban recolectando huellas dactilares de las barras de hierro. Isabella los observó un instante mientras hacían su trabajo. Luego Matthew aceleró la marcha y ella clavó la vista en la ventanilla.
—Hemos llegado —anunció él y apagó el motor del Lexus.
Isabella le lanzó una mirada cortante; estaba enfadada pero sabía que no lo estaba con él, sino con la situación que estaba obligada a sobrellevar.
Se bajaron del automóvil y debieron sortear dos camionetas y un par de patrullas antes de alcanzar el porche de su casa. Había varios hombres en la sala; algunos buscaban huellas y otros iluminaban la alfombra con una lámpara de luz fluorescente.
—Ven, te acompañaré a tu habitación. De seguro, todavía están los peritos recogiendo evidencias.
Isabella lo siguió a través de la escalera y fue testigo de cómo todos los que se encontraban en su casa lo saludaban con afecto. No había duda de que Matthew Lawson era muy respetado dentro de la fuerza policial.
Llegaron a su habitación y él entró primero; Isabella titubeó un instante antes de animarse a entrar. Apenas unas horas antes, había huido despavorida de allí al descubrir el ramillete de nomeolvides sobre la almohada.
Matthew le tocó el brazo y ella dio un respingo.
—Ponte estos guantes —le dijo y le entregó un par de guantes de látex.
Lo miró mientras él se ponía los suyos. Él levantó la mirada y le sonrió.
—Tú dirás qué es lo que quieres llevarte.
Por un momento se quedó prendada de sus ojos azules y de su sonrisa antes de poder reaccionar y responder.
—La… la maleta está en la parte superior del armario —le indicó.
—Bien, iré por ella. —Se dirigió hacia el armario y se detuvo a conversar con uno de los peritos que estaba reclinado sobre su cama. En una mano sostenía un pequeño sobre color marrón y en la otra, una pinza de metal que usaba para levantar, con seguridad, cabellos o algún tipo de fibra que pudiera haber dejado aquel hombre la noche anterior.
Isabella se puso los guantes antes de que Matthew regresara y caminó hacia el armario en primer lugar. Abrió el segundo cajón y se movió cuando Matthew se paró tan cerca de ella con la maleta abierta. La colocó en el suelo y se puso las manos en la cintura.
La observó con atención mientras ella sacaba algunas prendas y las arrojaba dentro de la maleta. Se dispuso a abrir el tercer cajón, pero dudó un instante. No estaba muy segura de querer que Matthew viera cómo sacaba su ropa interior.
Él captó su incomodidad de inmediato y, sin decir nada, dio media vuelta y volvió con el perito. Isabella sacó las prendas y sin detenerse a pensar cuáles llevarse y cuáles no, las arrojó junto a las otras.
Matthew, sin que ella lo notara, la estaba observando y a pesar de que ella había sacado su ropa interior con un rápido movimiento en un intento por esconderla de él, había alcanzado a ver una masa de encajes y seda de varios colores. Cerró los ojos un instante y se la imaginó vestida, solamente, con una de aquellas prendas.
—Ya he terminado aquí, detective.
Matthew lo miró aturdido; por un segundo se había olvidado de que había alguien más en aquella habitación con ellos.
—Eh… sí, gracias —dijo y le dio una palmadita en el hombro.
Isabella se acercó con la maleta entreabierta.
—¿Puedo colocarla sobre la cama?
Él asintió.
Puso la maleta abierta en la orilla de la cama y caminó hacia el armario. Sacó algunos pantalones, unos de corte más formal, y otros no tanto; unas cuantas camisas, algunos vestidos y un par de chaquetas. Todavía no sabía ni siquiera a dónde la llevaría, pero debía pensar que, tal vez, no podría regresar en unos cuantos días y debía seguir yendo a la editorial.
Se agachó y buscó un par de zapatos; eligió los de color negro que combinarían con cualquier atuendo que decidiera llevar. Matthew seguía de pie a solo unos pasos de ella. Isabella podía sentir que sus ojos estaban posados en su espalda, en el preciso lugar en el que la tela de su camisa comenzaba a quemarle. Decidió también llevar dos pares de sandalias; intentó incorporarse con todo aquello en las manos y cuando se dio la vuelta, tropezó con el borde de madera que sobresalía del armario. Los zapatos y las sandalias volaron por el aire y ella habría estampado su nariz en el suelo si Matthew no la hubiera sujetado de los brazos.
—¿Estás bien?
Isabella apenas pudo asentir con la cabeza. El calor que había quemado su espalda segundos antes comenzaba a invadir el resto de su cuerpo. Sobre todo en sus brazos, que las manos de Matthew rodeaban con fuerza. Él redujo un poco la presión apenas ella recobró el equilibrio, pero el fuego que amenazaba con consumirla poco a poco no disminuía. Casi por inercia levantó la vista y descubrió que los ojos de Matthew estaban clavados en su rostro y la devoraban con la mirada. Isabella bajó hasta su boca y deseó, en ese mismo instante, que él la besara aun cuando sabía que un beso suyo solo lograría excitarla más.
Los labios gruesos y apenas pintados de Isabella se habían entreabierto y Matthew supo que aquello era una clara invitación a ser explorados. Se los imaginó suaves y pecaminosamente dulces; con un sabor que tentaba y atormentaba al mismo tiempo. Cuando las manos de Isabella se posaron en su pecho, Matthew creyó que el corazón le subiría hasta la garganta. Sus propias manos ya no seguían sosteniéndola por los brazos, sino que habían ascendido hasta sus hombros y, con los pulgares, le acariciaban el cuello. Isabella cerró los ojos mientras aquel contacto arremolinaba un montón de sensaciones en su interior. Instintivamente se apretó contra él y, cuando sus caderas se recostaron sobre las suyas, Matthew supo que si no se detenían en ese momento, ya no habría marcha atrás.
—Si ya has terminado de recoger todo lo necesario, será mejor que nos vayamos —dijo él y la soltó.
Isabella se apartó de inmediato e hizo un esfuerzo por recuperar la serenidad.
—De acuerdo —respondió ella con voz neutra. No quería demostrarle cuánto le había afectado lo sucedido. La ayudó a levantar los zapatos y los acomodaron junto con las demás prendas. Isabella lo observó mientras él cerraba la maleta. Todavía estaba perturbada y sus latidos no habían recuperado su ritmo normal, pero logró parecer confiada y serena cuando él alzó la vista y la miró.
—¿Nos vamos? —Sujetó la maleta con fuerza y comenzó a caminar hacia la puerta.
Isabella asintió, dio un último vistazo a su habitación y antes de salir sacó una carpeta del cajón de su mesita de noche. Allí guardaba el memorando de la reunión en la editorial y a pesar de que tenía una copia en su oficina, prefirió llevárselo adonde fuera que Matthew la estuviera trasladando. Lo siguió a través de la escalera y atravesaron la sala en medio de los peritos que todavía seguían trabajando. Se detuvieron en el porche y allí Matthew le dijo que ya podía quitarse los guantes. Ella lo miró confundida; ni siquiera se había percatado de que aún llevaba los malditos guantes. Se los quitó y no supo qué hacer con ellos.
—Dámelos.
Se los dio y la piel áspera de la mano de Matthew rozó la palma de su mano y provocó un momento de tensión. Él dejó la maleta en el suelo y tras quitarse también sus guantes, se los entregó a uno de los peritos para que se deshiciera de ellos.
Caminaron en silencio hacia el automóvil y minutos después abandonaban la zona oeste de Fresno para internarse en el Tower District. Isabella no se había animado aún a preguntarle hacia dónde se dirigían. Después del pequeño acercamiento que habían tenido, él había actuado distante con ella. Se maldijo en silencio por haberse mostrado tan receptiva a su contacto y haber esperado que la besara: lo único que él había hecho era impedir que terminara en el suelo. La frialdad que le había demostrado luego se lo había confirmado. La había apartado y había reprobado cualquier actitud suya.
Prefirió concentrarse en admirar el lugar. No frecuentaba mucho aquella parte de la cuidad. Había estado algunas veces en uno de sus teatros más prestigiosos y había cenado en un restaurante alemán con su hermano para festejar su vigesimoquinto cumpleaños. Era un barrio demasiado elegante tal vez para su gusto, pero con muchísima vida social. Contaba con excelentes restaurantes y una decena de clubes nocturnos. Ella prefería el Boulevard Kearney o el tranquilo barrio de Sunnyside.
Tras recorrer la avenida principal durante casi tres kilómetros, Matthew se desvió a la derecha y condujo por una calle menos poblada hasta detenerse finalmente frente a un gran edificio de ladrillos rojos y gastados ubicado justo en la esquina.
Él se bajó sin pronunciar palabra y sacó su maleta del maletero del Lexus. Isabella continuaba todavía en su lugar. Lo miró a través del espejo retrovisor mientras rodeaba el automóvil y, en un segundo, estuvo a su lado. Abrió la puerta y la invitó a bajarse.
—Hemos llegado, bájate.
Isabella no tuvo más remedio que obedecerle. El sol le dio en la cara y se puso la mano en la frente para poder ver mejor.
—¿Qué es este lugar? —preguntó mientras contemplaba el enorme edificio de tres plantas que ocupaba casi toda la manzana.
—Aquí es donde yo vivo.