LA RETIRADA DE JENOFONTE

Al final de la Anábasis encontramos a Jenofonte y sus hombres marchando hacia el sur a través del Asia Menor occidental para unirse con el general espartano Tibrón y ayudarle a proteger las ciudades griegas asiáticas. El enemigo era Tisafernes, reinstaurado en ese momento en su satrapía, pero encargado además del mando general de las fuerzas terrestres persas en Asia Menor. De camino, Jenofonte se detuvo para realizar una incursión más relacionada con la especulación que con la hostilidad entre griegos y persas. Asidates era un magnate persa dueño de una extensa hacienda cerca de Pérgamo, uno de aquellos colonos enviados a la zona —él o sus antepasados— con un contingente considerable de tropas, una especie de ejército señorial, para mantener la paz. Al principio, los planes de Jenofonte se limitaban a enriquecerse y enriquecer a los hombres de las compañías cuyos comandantes habían trabado amistad con él, pero aquella información se filtró y, al final, una fuerza de mil griegos se largó con todo el ganado ovino y vacuno de Asidates, además de sus esclavos. Al día siguiente consiguieron apresar, incluso, al propio magnate, junto con su mujer y sus hijos, para pedir una recompensa.

A Jenofonte se le concedió la parte del león en el botín por su condición de comandante; aquella asignación era suficiente para permitirle establecerse magníficamente durante un futuro previsible. Todavía en el siglo XIX, los oficiales navales británicos podían retirarse de manera similar con su parte de lo obtenido de los barcos enemigos capturados. Además de resolver su situación económica, Jenofonte se sintió también más convencido de que su futuro inmediato se hallaba vinculado a los griegos de Ciro y a los espartanos. No estaba nada mal tener la seguridad de contar con la protección del Estado más poderoso de Grecia.

El año de mando de Tibrón en Asia Menor no fue prorrogado. No había demostrado una especial eficiencia y, sobre todo, no había sido capaz de controlar a los cirianos. Tibrón decidió neciamente invernar en territorio amigo sin disponer al mismo tiempo de fondos para pagar a los hombres de Jenofonte a fin de que pudieran comprar provisiones, y éstos no tardaron en dar muestras de la inconsistencia de su lealtad a la causa espartana saqueando y ganándose la enemistad de los aliados de Esparta. Jenofonte no desaprobó su conducta: tras las heridas de Bizancio y Tracia, no sentía ningún afecto por los pagadores que no abonaban la paga a sus hombres, y estaba, sin duda, dispuesto a enfrentarse a los espartanos. En el año 397, las autoridades espartanas perdonaron oficialmente a los cirianos su conducta bajo el mando de Tibrón, y con la altiva independencia de quien sabe que cuenta con la lealtad de sus hombres, «el jefe de los soldados de Ciro» 110, según la descripción que da Jenofonte de sí mismo en la única ocasión en que aparece en su obra Helénicas, respondió que, si los mercenarios se habían vuelto más levantiscos, se debía a la sustitución del comandante espartano, y no a un posible cambio en su comportamiento. La amenaza consistía en que, a menos que los espartanos siguieran enviando a hombres como Dercílidas, que había sustituido a Tibrón en el 398, Jenofonte haría que sus tropas disfrutaran de un grado de libertad mayor de lo que resultaría cómodo para los espartanos.

Dercílidas había llegado no sólo con el dinero y la cortesía requeridos para calmar a los hombres de Jenofonte, sino también con un mandato de extender la guerra. Dercílidas comenzó bien. Estableció una tregua con Tisafernes, tomó como objetivo a Farnabazo y se aseguró con éxito la Tróade; al año siguiente, tras prorrogarse su mandato, firmó también una tregua con Farnabazo, dejó a los cirianos al cuidado de Asia y, finalmente, dio remate al proyecto prometido desde hacía largo tiempo de fortificar el Quersoneso contra las incursiones de los tracios. Al regresar a Asia, las autoridades espartanas le ordenaron hacer la guerra a Tisafernes, a quien los griegos asiáticos seguían considerando una amenaza para su plena independencia: no les preocupaba de manera especial a quién debían pagar tributo, pero insistían en el derecho a escoger sus propios gobiernos. El hecho de que los comandantes de ambos bandos prefirieran la conciliación al enfrentamiento consiguió evitar una batalla importante, aunque sólo en el último minuto. Ambos se reunieron e intercambiaron condiciones: Tisafernes, a quien se había unido Farnabazo, exigió la retirada de las fuerzas griegas de Asia; y Dercílidas, la independencia de los griegos asiáticos.

Fue la misma situación de tablas de otros tiempos, pero los dos cumplieron las formalidades. Acordaron un armisticio con el fin de tener tiempo para consultar a sus respectivos gobiernos —y en el caso de los persas, acelerar su plan de construcción naval—. El año anterior, los persas habían contratado, por recomendación de Farnabazo, a Conón, un magnífico almirante ateniense desterrado en Chipre desde hacía tiempo, quien en ese momento se hallaba supervisando la reconstrucción y modernización de la flota persa. Las noticias sobre el rápido incremento de su flota reanimaron a los vacilantes persas. El rey Agesilao fue enviado por fin en el 396 con una fuerza de 8.000 hombres, más adecuada a la realidad, y con órdenes de emular los logros de los cirianos: la idea no era ya limitarse a defender las ciudades griegas asiáticas, sino invadir el Imperio persa. Agesilao unió sus fuerzas a las tropas de Dercílidas (incluidos los cirianos, cuya lealtad llegó a tanto que, durante un breve tiempo, fueron conocidos como «dercilidianos») 111, y reiteró su exigencia de una garantía de independencia para las ciudades griegas. Tisafernes, cuyo sentimiento de seguridad había aumentado con la llegada de refuerzos, replicó con un ultimátum: o dejáis Asia ahora mismo u os expulsamos de ella.

A lo largo del año siguiente, Agesilao realizó una doble campaña: contra Farnabazo en el norte y contra Tisafernes en Lidia. Su estrategia, en especial la utilización de estratagemas de gran alcance, resultó brillante, y uno de sus éxitos fue la victoria en una importante batalla contra Tisafernes a las afueras de Sardes. Tisafernes cayó en desgracia: su trato torpe y duro a las ciudades griegas asiáticas había contribuido al estallido de una guerra poco fundada y costosa que, luego, no consiguió llevar adelante con total determinación. Titraustes, el primer ministro del rey de Persia, fue enviado no sólo para sustituirle sino para darle muerte. Los enemigos de Tisafernes en la corte habían aprovechado la oportunidad para convencer al monarca de que planeaba sublevarse e instaurar un reino independiente, quizá con la ayuda de los griegos.

La ejecución de Tisafernes se llevó a cabo de forma especialmente solapada. Titraustes se presentó con dos cartas del rey. Una confirmaba a Tisafernes en el mando supremo de Asia Menor; la otra daba instrucciones a Arieo, instalado entonces en Frigia Mayor. Arieo invitó a Tisafernes a Colosos para celebrar una reunión urgente. Al llegar, ajeno a cualquier sospecha, se desnudó para tomar un baño, y en ese momento los hombres de Arieo se abalanzaron sobre él. Hasta los grandes sátrapas son vulnerables cuando se hallan desnudos. Atado y amordazado, Tisafernes fue introducido en un carro y llevado a Celenas. Allí, Titraustes le hizo decapitar y envió al rey de Persia su cabeza, un fardo truculento y hediondo para quienes se encargaron de realizar la tarea. Parisátide se mostró exultante ante el destino de su antiguo enemigo; Jenofonte y los cirianos sintieron, sin duda, un acerbo placer.

Titraustes ofreció un compromiso a Agesilao: los griegos de Asia volverían a ser tributarios de los persas, pero se les retirarían las guarniciones y podrían conservar además su autonomía. Aunque la propuesta era muy parecida a la postura original de Dercílidas, los espartanos respondieron rechazándola rotundamente por varios motivos: su deseo seguía siendo que las ciudades griegas de Asia formaran parte de su imperio; se sentían presionados por elementos hostiles de la propia Grecia que les instaban a cumplir su promesa de ser los nuevos adalides de todos los helenos contra la agresión de los bárbaros, y pensaban que tenían una buena oportunidad de debilitar aún más a los persas y reducir su amenaza en el futuro. Así pues, otorgaron a Agesilao un doble mando unificado: sobre la flota y sobre el ejército de tierra, y le dijeron que prosiguiera la guerra. Su primera tarea fue neutralizar a Conón.

Titraustes fue enviado a Egipto para intentar reprimir la sublevación desencadenada allí, y Farnabazo se quedó al mando de Asia Menor. Actuando como un persa nepotista, Agesilao puso a su cuñado Pisandro al cargo de la armada y entabló en Frigia una guerra sin una conclusión clara, pero sus esperanzas de obtener un éxito importante en Asia habían sido frustradas por la acertada distribución de dinero realizada por Titraustes en la Grecia continental, donde el malestar de los espartanos se estaba exacerbando. Se sobornó a políticos, se pagaron levas, y una coalición de Estados griegos encabezada por Argos, Atenas, Beocia y Corinto declaró la guerra a Esparta. El éxito de la conjura se compendia en un inverosímil y bello relato del Agesilao de Jenofonte. Al oír las noticias de una victoria espartana contra las fuerzas conjuntas de las demás ciudades griegas —batalla en la que cayeron mil griegos—, Agesilao pronunció, según se dice, las siguientes palabras: «¡Ay de ti, oh Grecia! 112, porque los que ahora están muertos, si estuviesen vivos serían suficientes para vencer en combate a todos los persas». Entretanto, la flota espartana, a las órdenes del poco competente Pisandro, sufrió una grave derrota a manos de Farnabazo y Conón frente a la costa de Cnido. La situación espartana en Asia Menor era ahora insostenible, y en el año 394, Agesilao y sus hombres fueron retirados de Asia para hacer frente a la amenaza más apremiante en casa.

La invasión espartana del territorio persa había dado a Jenofonte la oportunidad de transferir a la persona de Agesilao su culto al héroe dirigido hasta entonces al difunto Ciro —los líderes fuertes tuvieron un papel importante tanto en su vida como en sus teorías—, y nuestro autor acompañó al rey espartano de vuelta a la Grecia continental para proseguir lo que acabó denominándose la Guerra de Corinto. Algunos cirianos marcharon con él; otros habían echado para entonces hondas raíces en Asia Menor. Siete años de guerrear en el este habían concluido con escasos beneficios, fuera de una formidable reputación y la muerte de su antiguo enemigo, Tisafernes. Agesilao se había visto obligado a abandonar Asia Menor y dejar a los griegos asiáticos en un limbo cargado de tensión; la supremacía espartana en Grecia estaba amenazada; y Farnabazo consiguió incluso dar el golpe simbólico de ocupar temporalmente la estratégica isla de Citera, justo enfrente de la costa de Laconia, corazón del territorio espartano.

Aquél fue el mejor momento de Farnabazo, quien al poco tiempo fue llamado a la corte de Artajerjes para ser uno de sus consejeros principales, además de yerno. El mando general de las fuerzas de tierra en Asia Menor se transfirió a Tiribazo, el antiguo gobernador de Armenia Occidental. Tiribazo fue abordado de inmediato por un embajador espartano llamado Antálcidas, quien le hizo una oferta de paz en condiciones muy similares a las del 412: los persas podrían retener las ciudades griegas asiáticas, pero las islas serían libres. Una vuelta atrás tan considerable merecía ser tomada en serio, y Tiribazo marchó al este para consultar con Artajerjes, mientras los espartanos intentaban defender sin éxito aquellas condiciones en una reunión de las principales potencias griegas.

Tras varios años de una guerra nada concluyente en la periferia del imperio y de paciente negociación, Antálcidas convenció a los persas de la sensatez de establecer una alianza. La amenaza conjunta de Esparta y Persia intimidó de inmediato a los enemigos de aquélla en el continente haciéndoles aceptar las condiciones de lo que acabó conociéndose como Paz de Antálcidas o Paz del Rey, que entró en vigor en el año 386. Se trataba de una «paz común», pues los juramentos se prestaron en nombre de todos los griegos de cualquier región (aunque, en realidad, sólo fueron consultados unos pocos), y en función de esas endebles razones se consideró universalmente vinculante. Si los griegos se declaraban la guerra unos a otros, se exponían a iniciar hostilidades con Persia, que había forjado la paz en Grecia.

Más que conseguir acallar a los griegos, siempre beligerantes, la principal repercusión de la paz consistió en dejar a los espartanos el control absoluto de la Grecia continental. El tratado asignó a Persia las ciudades griegas de Asia, además de Chipre, sin que los Estados griegos pudieran inmiscuirse, unidos o por separado. Más tarde hubo momentos de tensión (por ejemplo, cuando Persia protestó por la ayuda ateniense al Egipto rebelde, o cuando Esparta y Atenas apoyaron a los sátrapas sublevados que estuvieron a punto de fragmentar el imperio en la década del 560); pero la guerra se evitó en todas las ocasiones. Persia había conseguido lo que varios Grandes Reyes habían deseado durante los cien últimos años: la triunfadora era ella.

JENOFONTE EN ESCILUNTE

En la Grecia continental, los Estados en guerra se habían maltratado unos a otros hasta la extenuación y la bancarrota y se sintieron aliviados al ver que se ponía fin a la Guerra de Corinto. En el año 394, Jenofonte había combatido reconocidamente en el bando espartano contra sus compatriotas atenienses en la batalla de Coronea. Su experiencia personal y el conocimiento de que se trataba de su última batalla tuvieron como resultado no sólo la vivida descripción que incluyó en dos de sus obras, sino también un toque de entusiasmo exagerado: la describió como «la batalla más notable de la época actual» 113, aunque fue igualada o eclipsada por otras libradas mientras vivió, tanto en lo que respecta al número de combatientes como a sus efectos. Coronea no resolvió nada.

Su regreso a Grecia había vuelto a despertar en Jenofonte el deseo de llevar una vida más normal, y en ese momento, con más de treinta y cinco años de edad, quiso casarse e instalarse. En agradecimiento a sus años de servicio leal, los espartanos le concedieron las libertades de la ciudad de Esparta y lo establecieron en una gran finca a las afueras de la ciudad de Escilunte, algo al sur de Olimpia, en el Peloponeso occidental (en la región limitada por las actuales Kréstena, Makrissia y Skillountía —un pueblo rebautizado, sin restos antiguos—). El río Selinunte es hoy poco más que una mansa acequia de riego, pero el campo circundante sigue siendo tan bello como lo era en tiempos de Jenofonte, con una vegetación exuberante y bien irrigada, colinas boscosas moteadas de sol, y ríos cuyas orillas están orladas de bambúes, juncos y ranas toro. Jenofonte pasaría allí los siguientes veinte años de su vida.

Las autoridades espartanas le vendieron la tierra por un precio módico y hasta le proporcionaron los esclavos que iba a necesitar. Sería un exceso comparar su aceptación de aquel favor con las treinta monedas de plata de Judas114—al fin y al cabo, era Atenas la que le había fallado, y no al revés—, pero sí es cierto que siguió trabajando para los espartanos. Escilunte formaba parte de una nueva federación de ciudades y pueblos del litoral y la llanura al sur de Olimpia, creada por Esparta en el año 400 tras una breve guerra en la que el ejército espartano aplastó a la Elide. La casa de Jenofonte se hallaba en un territorio políticamente delicado, próximo a la frontera entre aquella federación de Trifilia y la Élide. Agesilao, además de recompensar a sus amigos, acostumbraba a desplazar a los residentes eleos y recordar a la Élide el poder de Esparta, algo parecido a lo que hacen los colonos israelíes en territorio disputado de Palestina.

Algún tiempo después de haberse trasladado a Escilunte, Jenofonte recuperó el dinero obtenido por la venta del botín en Cerasunte; los templos solían servir para poner a buen recaudo objetos valiosos y él había confiado el dinero al templo de Ártemis en Éfeso, cuyo banco estaba administrado por un hombre conocido únicamente por su título cultual: Megabizo (distorsión griega de una palabra persa que significaba «servidor de la divinidad»), En su libro, Jenofonte da un salto de unos diez años desde la expedición del 400 a. C. para contarnos qué hizo con una parte del dinero y ofrecernos al mismo tiempo una deliciosa semblanza de un fragmento de vida rural pintado con los colores otoñales de la nostalgia:

Una vez que Jenofonte estaba ya en el destierro, viviendo en Escilunte, merced a la hospitalidad de los lacedemonios [cerca de Olimpia], llega Megabizo a Olimpia para contemplar los juegos y le devuelve el depósito. Jenofonte lo coge y compra un terreno para la diosa donde le indicó Apolo. Corría por la región el río Selinunte. En Éfeso también, junto al templo de Ártemis, pasa un río llamado Selinunte. En los dos hay peces y conchas. En los campos de Escilunte se encuentra toda la variedad de animales salvajes que quieran cazarse. Construyó, además, un altar y un templo con el dinero sagrado y, en lo sucesivo, siempre, con el diezmo de los frutos del campo, ofrecía sacrificio a la diosa, y todos los ciudadanos y los vecinos, hombres y mujeres, participaban en la fiesta. Proporcionaba la diosa a los concurrentes harina de cebada, panes, vinos, golosinas y parte de las víctimas cebadas con el pasto sagrado y otros productos de la caza. Pues los hijos de Jenofonte y de los demás ciudadanos organizaban una cacería para la fiesta. Los hombres que querían se sumaban también a la cacería. Se capturaban piezas procedentes, unas, del mismo terreno sagrado y, otras, de la Fóloe: jabalíes, gacelas y ciervos.

El terreno, que desde Lacedemonia conduce a Olimpia, está a unos veinte estadios [3, 5 kilómetros] del templo de Zeus en Olimpia. Hay, además, en el recinto sagrado una pradera y montañas llenas de árboles, aptas para criar cerdos, cabras, bueyes y caballos, de manera que incluso las acémilas de los que iban a la fiesta pastaban en abundancia. Alrededor del templo mismo plantaron un jardín de árboles frutales que producen frutos comestibles propios de la estación. El templo se parece, en pequeño, al grande de Éfeso y la imagen se parece, en madera de ciprés, a la de Éfeso, que es de oro. También se levanta junto al templo una columna con esta inscripción: «ESTE TERRENO SAGRADO PERTENECE A ÁRTEMIS. EL QUE LO POSEA Y DISFRUTE, OFREZCA EL DIEZMO EN SACRIFICIO CADA AÑO. Y CON LO SOBRANTE, RESTAURE EL TEMPLO. SI NO LO HACE, LA DIOSA SE VENGARÁ»