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El conocimiento requerido consistía en reconocer el bien común y trabajar para él. El gobernante de éxito sabe, en opinión de Jenofonte, cómo cuidar de los intereses de sus súbditos mejor que ellos mismos; lidera con su ejemplo —en este punto, la seguridad del aristócrata constituye una enorme ventaja— y demuestra ser lo bastante flexible e imaginativo, y hasta inspirado, como para idear los diversos medios que permiten lograr el bien común y la salvaguarda de sus súbditos, y lo bastante fuerte como para resistir agresiones y desmanes. Un líder así resulta inmediatamente atractivo para sus subordinados, que, en consecuencia, lo respetan y honran y le obedecen de buen grado. La mejor obediencia es la voluntaria, pero en casos excepcionales puede obtenerse también por coacción o emulación o por cierto sentimiento de vergüenza o deber. Cualquiera que sea su causa, la virtud vertical de la obediencia a un superior es sobre todo un medio para inculcar disciplina en sus subordinados, es decir, la virtud horizontal consistente en la capacidad para cooperar con los demás. Esta, a su vez, incrementa la moral, cuyo valor —en especial para la consecución del éxito militar— fue reconocido por Jenofonte con excepcional claridad.

Un buen líder necesita, no obstante, otras características específicas: valentía, inteligencia, destreza táctica y estratégica, autodisciplina y piedad, capacidad para actuar con astucia, accesibilidad para sus hombres y conocimiento de sus virtudes y flaquezas, junto con la facultad de negociar con gente ajena. La más decisiva de estas cualidades es la autodisciplina, pues, tal como la veía un Jenofonte socrático, es el fundamento de todas las virtudes morales, incluida la capacidad de hacer el bien a los demás o inculcarles esa misma autodisciplina. Los líderes imperfectos carecen, en cambio, de la resolución y la fuerza de la certeza moral. No consiguen encontrar el equilibrio correcto entre coaccionar e inculcar una lealtad voluntaria, están demasiado influidos por motivaciones personales, no reprenden a sus hombres cuando cometen errores sino que los sobornan con promesas precipitadas, provocan divisiones en el ejército e ignoran los augurios enviados por los dioses.

Un signo del desencanto del siglo IV fue la existencia de argumentos más numerosos y potentes en favor de líderes singulares que de adalides de la democracia. La teoría política fue en gran parte una creación de ese siglo y nació del intento de denigrar la democracia ateniense. Las reflexiones de Jenofonte sobre el liderazgo surgieron de sus experiencias durante la retirada, y una de las principales sutilezas de su relato es que la retirada de Babilonia representa al mismo tiempo un alejamiento de los elevados ideales del siglo V, cuando los problemas políticos se presentaban en blanco y negro, para reconocer —no sin cierto toque de nostalgia— la vulnerabilidad e inconvenientes de cualquier forma de constitución y la necesidad de un liderazgo fuerte pero flexible como medio para compensar dichas debilidades. Y así, de manera muy notable, vemos cómo Jenofonte reflexiona en la Anábasis sobre las principales formas de constitución reconocidas por sus contemporáneos y llega incluso a proponer que, si bien un sistema político puede responder mejor a la administración normal y cotidiana, otros podrían adaptarse mejor a situaciones de emergencia.

Desde el momento en que los griegos comenzaron a teorizar sobre sistemas políticos reconocieron una división fundamental de las constituciones en tres tipos: monarquía, oligarquía y democracia. Desde una perspectiva lineal, esa división no se contemplaba como un mero reflejo de la proporción de ciudadanos que ostentaban el poder político —uno, unos pocos o la mayoría—, sino que solía considerarse como la expresión de dos extremos radicales, monarquía y democracia, más una situación central de compromiso o contrapeso. Por eso, algunas formas de oligarquía se veían como una constitución «mixta» ideal, o al menos ésta era la opinión de algunos teóricos pertenecientes a las clases adineradas, cuyos escritos son los únicos que se han conservado.

Esta división tripartita tenía una larga historia96 Su origen se pierde en las nieblas de la tradición folclórica, hacia el final del siglo VI a. C., pero sigue reflejándose cuatrocientos años más tarde, por ejemplo, en las obras del historiador Polibio o de los politólogos estoicos de la misma época. La hallamos implícita en algunos versos escritos por Píndaro a finales de la década del 470: «El hombre de sincero decir progresa en cualquier régimen —dice el poeta—, tanto en tiranía, como bajo el pueblo desenfrenado o cuando son los sabios quienes tutelan la ciudad». El gobierno de los sabios, sugiere Píndaro, encuentra el equilibrio entre la tiranía y la impetuosidad irresponsable.

Ha llegado también hasta nosotros el extraordinario debate constitucional expuesto en la Historia de Heródoto, escrita a comienzos de la década del 430. Heródoto presenta a tres persas del siglo VI en un debate anacrónico e inverosímil sobre las tres formas de gobierno en el que cada cual defiende una de ellas. Ótanes, el adalid de la democracia, critica la monarquía porque da el poder a un solo hombre —aduciendo que sucumbirá necesariamente a la corrupción— y elogia la democracia por su equidad y porque sus autoridades son responsables ante el pueblo. Megabizo alaba la oligarquía como el gobierno de los mejores y condena los dos extremos por considerarlos brutales y difíciles de controlar. Darío, el futuro Darío I, Rey de Reyes, piensa que un monarca ilustrado es, obviamente, el mejor tipo de gobernante, mientras que tanto la democracia como la oligarquía desembocan en querellas entre facciones; además, según afirma Darío, la historia ha demostrado la necesidad de un buen monarca para arreglar el desorden dejado por los enfrentamientos entre oligarcas o demócratas.

El reconocimiento por parte de Heródoto de la existencia de argumentos a favor y en contra de cada una de las formas constitucionales llevó en el siglo IV, la época de Jenofonte, a que filósofos como Platón y Aristóteles subdividieran las tres constituciones en seis, con una versión buena y otra mala de cada una de ellas. Así, Platón dividió el gobierno de un solo hombre en monarquía y dictadura; el de unos pocos, en aristocracia (literalmente: «el gobierno de los mejores») y oligarquía; y el gobierno del pueblo, en democracia y oclocracia (gobierno de la plebe). Pero ese reconocimiento desembocó también en un relativismo hastiado con el mundo: pudiera ser que ninguna constitución fuese mejor que otra. Jenofonte es sólo un grado menos escéptico, o más flexible, al señalar que las distintas constituciones pueden ser útiles en circunstancias diferentes.

Se ha observado a menudo que los cirianos se comportaban como una polis, un cuerpo de ciudadanos, en movimiento. Se celebraban asambleas en las que todo soldado, por modesto que fuera, podía tener voz, y había un consejo asesor de generales y comandantes de compañía. Los griegos de Ciro eran una corporación soberana y autónoma del tamaño aproximado de un Estado griego medio, y las estructuras que adoptaban para deliberar, legislar y decidir reflejaban las estructuras políticas típicas de un Estado griego. Pero afirmar que los cirianos se comportaban como una polis en movimiento no significa gran cosa, y podremos decir más si prestamos atención a las sutilezas del texto de Jenofonte. En su narración, el ejército actuó en distintas ocasiones con comportamientos que reflejaron las tres formas políticas de constitución.

Los antiguos griegos no se habrían sorprendido al ver que Jenofonte utilizaba con ligereza y a su antojo el relato de una expedición militar para exponer un poco de teoría política: la vida militar y la política estuvieron siempre íntimamente relacionadas en las mentes griegas. El cumplimiento de las obligaciones como ciudadano incluía, sobre todo, la posibilidad de ser llamado a filas en cualquier momento entre los dieciocho y los sesenta años para servir en el arma apropiada a la condición social de cada cual. En la oda de Píndaro citada más arriba, el término empleado para las masas es stratós, que significa «hueste armada»; los enemigos de la democracia ateniense solían referirse a ella como el gobierno de los remeros de la flota; y Aristóteles describe su organización política ideal, equilibrada y moderada, como la «constituida por quienes sirven como hoplitas». Desde una perspectiva política, los ciudadanos podían ser vistos como mera tropa, por lo que no es de extrañar que Jenofonte trate a sus tropas como una especie de ciudadanos.

El sistema esperable es el oligárquico. La oligarquía es normal en un ejército: los pocos —los oficiales— dictan órdenes; y los muchos les obedecen. Así, los generales se organizaban de forma natural en una especie de consejo de administración, con el poder de mandar por derecho propio, recibir a los embajadores de las ciudades o de otros ejércitos, formular el orden del día para las asambleas generales y convocarlas. Esa clase de consejo era especialmente inevitable ya que, de entrada, el cuerpo de mercenarios estaba constituido por unidades distintas, cada una de las cuales debía lealtad a un general diferente. A veces, los ocho o diez generales se reunían por su cuenta; en ocasiones incorporaban a unos ciento veinte comandantes de compañía. En cualquiera de ambos casos seguían siendo una oligarquía, con más o menos hombres en el poder. Esta junta de oficiales era la norma en el ejército y se reunía a diario. Sólo se sentían forzados a convocar una asamblea para lograr la aprobación de los soldados cuando había peligro de que aquellos métodos prepotentes se enfrentaran a cierto grado de auténtico rechazo por parte de la tropa. En los demás casos, el sistema oligárquico funcionaba bien.

Por lo que respecta a la democracia, oímos hablar de asambleas generales celebradas de vez en cuando en las primeras fases del viaje, y más tarde de manera habitual, una vez que el ejército hubo llegado al mar Negro; en ellas, los oficiales consultaban a la totalidad del ejército. En unas pocas ocasiones, los hombres se reunieron, incluso, por propia iniciativa y se arrogaron la facultad de decir a sus oficiales lo que había que hacer y multarlos por antiguos errores. Se trataba, por supuesto, de una situación notable, cercana al motín desde un punto de vista militar normal: los soldados sólo suelen reunirse para escuchar un discurso o una arenga de sus oficiales. En la Anábasis, los soldados de tropa tenían, de hecho, algo que decir de vez en cuando sobre lo que estaba sucediendo, a pesar, incluso, de que Jenofonte era consciente de la facilidad con que se manipulaban aquellas reuniones masivas, como lo hizo Clearco en Tarso, y aunque, en la realidad práctica, quienes más tomaban la palabra eran los comandantes de compañía, que hablaban en representación de sus hombres. Pero todas esas asambleas fueron reuniones de crisis. Tuvieron lugar cuando los soldados amenazaron con amotinarse, escindirse en facciones, cometer algún delito o perder la confianza. También se celebraron cuando los oficiales preparaban alguna acción tan arriesgada que tenía su lógica intentar ganarse el asentimiento de los soldados antes de llevarla a cabo. (Como en muchas ciudades Estado, el derecho a declarar la guerra era competencia del pueblo en asamblea.) Y también, cuando los hombres necesitaron el consuelo de que se les recordaran estructuras políticas que les eran familiares. En cambio, no se celebraron cuando la disciplina del ejército y su coherencia eran tales que los oficiales podían gestionar los asuntos por sí mismos y sin inconvenientes.

Jenofonte expone puntos de vista acerca de la monarquía incluso tras la muerte del autocrático Ciro. En Sínope, por ejemplo, a orillas del mar Negro, los hombres volvieron a sentirse inquietos, en este caso porque se estaban acercando a casa pero consideraban que no habían acopiado suficiente botín y beneficios, por lo que decidieron elegir un único comandante en jefe, al margen del consejo de generales que los había gobernado en gran parte hasta ese momento. Su primer candidato fue Jenofonte, pero la geopolítica hizo que un espartano representara una opción mejor, por lo que fue Quirísofo quien obtuvo el encargo. No obstante, dio la casualidad de que el ejército se escindió sólo unos días después, momento en que murió Quirísofo; pero estos sucesos no vienen al caso. Lo importante del pasaje es que Jenofonte nos dice por qué los hombres querían un único líder; la razón es que los miembros de un consejo o comité pueden disentir unos de otros, lo cual retrasa la toma de decisiones y su aplicación. Se supone, según lo entendemos, que el líder singular trabaja sabiamente por el bien de sus subordinados —en este caso, para enriquecerlos—; y en otro lugar de la Anábasis, Jenofonte explica que las diferencias entre una autocracia buena y otra mala radican precisamente en que los objetivos de un mal autócrata, de un tirano, son puramente egoístas.

Jenofonte expone, pues, su visión funcional de las tres constituciones básicas. Su relato trata, en primer lugar, de los Diez Mil, pero sus conclusiones pretenden tener una aplicación más amplia y ser una aportación secundaria a la teoría política del momento. Una característica típica de Jenofonte es no pregonar un mensaje sino dejar un rastro de claves. Y la primera es el número de términos directamente políticos esparcidos por el texto —como cuando el comandante de una compañía escindida aparece descrito como tirano, o cuando al propio Jenofonte se le califica de demagogo por su primordial preocupación por el bien común97. Para Jenofonte, el bien del ejército dicta la forma del sistema político. La monarquía es buena para las reacciones rápidas en situaciones de emergencia; la oligarquía, para la administración normal cotidiana; la democracia, para aplacar y conjurar levantamientos populares. Es evidente que, para él, la constitución más útil es la oligarquía, pero frente a una situación de emergencia, tanto si es producto de factores internos como externos, uno de los dos regímenes extremos podría llegar a ser el mejor medio para mantener la disciplina y hacer realidad los intereses de la gente. No obstante, se trata de un compromiso. Por decirlo con palabras modernas, no se puede votar al mismo tiempo por el colectivismo y por el individualismo, por la izquierda y por la derecha. Quizá parezca de puro sentido común alegar que ambos bandos tienen posiciones aceptables, pero, en realidad, la incapacidad para comprometerse es siempre signo de desencanto. Jenofonte no abandonó nunca sus inclinaciones oligárquicas, pero la retirada de Babilonia le enseñó que en política no hay remedios infalibles y que la seguridad radicaba en sustituir la indecisión por la certeza y dependía casi por entero de las cualidades de los líderes, que, tanto si eran demócratas como oligárquicos o monárquicos, debían ser capaces de aunar un sólido cimiento moral y una flexibilidad inteligente. Y pensaba que él mismo se había acercado a ese ideal.

El principal problema de un ideal basado en un liderazgo fuerte es que está expuesto al abuso. Todos los dictadores comienzan suponiendo que saben mejor que el resto de la gente qué es bueno para ella. Épocas como la de Jenofonte (y la nuestra), caracterizadas por la incertidumbre moral, resultan fáciles de explotar. El liderazgo fuerte que llegó a Grecia no fue una guía moral sino el imperialismo de los conquistadores macedonios. Nuestro mundo sigue demostrando también la existencia de una estrecha línea divisoria entre la afirmación de unos valores morales y la mera imposición del poder.