56.

Los conservadores lamentaron la creciente dependencia de los mercenarios como uno de los muchos factores que aceleraron la decadencia de la moral tradicional. En vez de patriotismo y valentía, lo único que necesitaban ahora los ciudadanos con derecho a voto en un Estado griego era encontrar los medios para recaudar el dinero con que pagar a unos mercenarios que ocupasen su lugar. Los soldados ciudadanos no cedían terreno, según se creía, porque les avergonzaba la derrota, mientras que un soldado a sueldo se retiraría para conservar la vida y luchar en otra ocasión. A los griegos les gustaba comparar una falange de hoplitas con un edificio en el que cada piedra contribuye a la solidez del conjunto. El combate codo con codo en una falange, donde la vida propia dependía en buena parte de la destreza y valentía del vecino, había sido uno de los principales aglutinantes que mantenían unida una comunidad; por tanto, la creciente dependencia de los mercenarios contribuyó a deshacer el tejido de los Estados griegos. Sin embargo, aquellos conservadores estaban dando palos al agua: otras mentes más prácticas eran conscientes de que ya no tenía sentido que los Estados dependieran por entero o, incluso, de manera principal de los soldados ciudadanos; y, en cualquier caso, la versión del Estado ciudadano griego se estaba convirtiendo a marchas forzadas en un dinosaurio.

PAGA Y BOTÍN

En la época de la expedición de los griegos de Ciro existía un modelo reconocido de pago para los ejércitos mercenarios que se atenía a la triple jerarquía básica de rangos: los generales cobraban el doble que los comandantes de compañía, y cuatro veces más que los soldados corrientes. La estructuración a veces mínima entre grados se adaptaba mejor a los contingentes de mercenarios, habitualmente reducidos y que actuaban como guardia personal de un magnate o como guarnición de una ciudad, que al enorme ejército de Ciro, y en la Anábasis oímos hablar de vez en cuando de varios rangos intermedios, aunque se trataba, quizá, de nombramientos provisionales en campaña para circunstancias tácticas concretas.

La tarifa habitual para los soldados ordinarios podía ser de sólo 3 óbolos diarios, pero Ciro les pagaba 5 por jornada: un dárico de oro por un mes de treinta días, teniendo en cuenta que 1 dárico —peso normalizado introducido por Darío I— equivalía aproximadamente, en términos griegos, a 25 dracmas, o 150 óbolos. Los gobernantes aqueménidas utilizaban monedas acuñadas, como los dáricos helenizados de Ciro, casi exclusivamente para sus tratos con extranjeros como los griegos (es decir, para pagar a mercenarios y sobornar a políticos), mientras que los pagos internos se realizaban sobre todo en lingotes o en especie. La tarifa abonada por Ciro a los griegos subió a 7, 5 óbolos al día siguiente del intento de motín en Tarso —o, en cualquier caso, se les prometió ese aumento, aunque no se aplicara realmente—. Pero una promesa de Ciro era suficientemente buena para los griegos, pues para entonces sabían ya que estaban adentrándose cada vez más en territorio persa, y las fábulas griegas habían pintado siempre a Persia como un país de incalculables riquezas.

Ciro sacó el máximo partido a la tendencia de los griegos a soñar con el futuro. Aunque los mercenarios solían recibir su paga a final de mes, salió bien parado a pesar de retribuirles sólo una vez por los cuatro o seis meses de servicio bajo su mando. Cuando los generales supieron por fin que estaban marchando contra el propio Gran Rey, Ciro mantuvo a raya su malestar prometiéndoles una prima generosa, y les dijo, incluso, que les abonaría no sólo el viaje de ida, sino también el de regreso —una medida excepcional inspirada menos por la distancia, desacostumbradamente larga, que por un deseo de disuadirles de saquear a la vuelta unas tierras que para entonces serían suyas—. Además, justo antes de la batalla, Ciro sobornó a todos los oficiales griegos con la promesa de sendas coronas de oro tras haberse apoderado del trono de Artajerjes.

Unos pocos óbolos al día eran una paga de subsistencia —aproximadamente, lo que un trabajador no especializado podía esperar recibir por alguna labor circunstancial en una ciudad próspera—, pero los mercenarios disponibles tras la Guerra del Peloponeso eran tan numerosos que los pagadores podían permitirse hacer ofertas bajas —y no es que la paga hubiese sido nunca generosa: la mano de obra era siempre abundante y barata, y cualquier pago por un servicio militar constituía una idea relativamente nueva, una ruptura con la noción de servicio voluntario al Estado por parte de sus ciudadanos—. Los propios generales no solían enriquecerse con sus soldadas, aunque esto les importaba poco, pues procedían de medios sociales más privilegiados y la mayoría llevaban consigo en la expedición cantidades considerables de dinero propio. En cualquier caso, incluso en una fase tardía de la expedición, cuando los restos del ejército había llegado a Cotiora, tres oficiales superiores fueron multados con diez minas, o seiscientos óbolos, cada uno. Pero dejando aparte la riqueza personal, la inmensa mayoría de los soldados consideraba la paga diaria como una especie de iguala que se complementaría con aumentos en la soldada, con primas y, en especial, con el botín.

Al final, Ciro no pudo cumplir, por supuesto, aquellas promesas. Sin embargo, la obtención de beneficio siguió siendo un asunto de primordial importancia, precedido únicamente por la supervivencia. Resulta interesante y revelador preguntarse qué motiva a cualquier ejército en un momento determinado, qué da a los hombres la voluntad de luchar y arriesgar la vida. En el caso de los cirianos hubo dos motivos principales: la supervivencia y el beneficio. El patriotismo no representó ningún papel, pues provenían de muchos Estados distintos; la lealtad a sus líderes era secundaria, en el sentido de que sólo se la otorgaba si les ayudaban a sobrevivir y les mostraban dónde se podía conseguir un botín; el honor guardaba escasa relación con todo ello, pues los soldados tenían asuntos más penosos y urgentes por los que preocuparse que unos conceptos abstractos. Es evidente que los griegos de Ciro no valoraban más el honor que la codicia.

Durante la campaña, la paga del mercenario cubría poco más que sus gastos diarios. Los soldados compraban una parte muy pequeña de sus vituallas, y en muchos casos tenían personas a su cargo a las que mantener, prisioneros que conservar con vida hasta poder venderlos o entregarlos a cambio de rescate, y las pequeñas exigencias planteadas por sus frágiles pertrechos. No obstante, los mercenarios esperaban, en general, regresar a casa más ricos que en el momento de partir —lo cual significaba que confiaban en beneficiarse del botín mientras pudieran—. Un hecho desagradable de la guerra es que los soldados saquean: si no tienen a mano un objetivo más sustancioso, roban objetos de los cadáveres de los caídos, tanto amigos como enemigos. Todos los ejércitos antiguos se dedicaban al pillaje; en Waterloo se saqueó masivamente a los cadáveres, y, por lo que sabemos, los soldados destinados en Irak se permiten hoy día ir a la «caza» de algún que otro «recuerdo». Tras la muerte de su pagador, Ciro, la única posibilidad que tuvieron los griegos de obtener beneficios fue el botín; y cuanto más se acercaban a casa, más atentos estaban a esa clase de oportunidades.

Aunque el botín era el mejor medio de que disponían los mercenarios para obtener algún beneficio, a menudo no se hallaban en condiciones de sacarle el máximo partido. Como no deseaban sufrir los inconvenientes de transportar prisioneros y otras piezas de botín voluminosas durante distancias largas, se veían obligados a llegar a un compromiso y conseguir el mejor precio posible en una venta realizada con la máxima celeridad. Según dice Jenofonte en un pasaje: «Así lo hicieron, y se apoderaron de muchos esclavos y ganado. Y al sexto día llegaron a Crisópolis de Calcedonia, y allí permanecieron siete días mientras vendían el botín»57. Los regateos con los traficantes requerían todo ese tiempo.

Los prisioneros tomados en combate podían venderse a cambio de un rescate o, más probablemente, como esclavos. Un hombre con una profesión o una mujer atractiva podía aportar una suma de dinero considerable. En el este, los muchachos capturados eran muy apreciados, sobre todo si tenían buena presencia: los magnates persas estaban dispuestos a pagar un precio elevado por un posible eunuco. El historiador Heródoto58 cuenta encantado una historia en la que un comerciante de esclavos que castraba muchachos y los vendía a los persas recibió su merecido cuando uno de sus antiguos eunucos llegó a ser lo bastante poderoso como para obligarle a emascular personalmente a sus cuatro hijos. Los griegos solían expresar su horror ante la práctica oriental de la castración, pero los mercenarios griegos de Ciro no dejaron, seguramente, pasar de largo las oportunidades de beneficiarse vendiendo muchachos guapos.

El botín solía incluir cabezas de ganado, pertenencias personales y mobiliario, ropa, vajilla y cubertería y obras de arte. Lingotes y monedas eran, por supuesto, sumamente apreciados. En general, el botín adquirido por la acción conjunta del ejército se ponía en común, y los beneficios se distribuían de acuerdo con la misma proporción 4:2:1 que la paga de los tres rangos principales. Pero, al mismo tiempo, podía ocurrir también que los hombres se guardaran pequeños objetos, y los soldados consideraban, sin duda, que, si habían conseguido algo por iniciativa propia, tenían derecho a quedárselo sin aportarlo al fondo. Las tensiones entre ambos sistemas estallaron en un violento disturbio al menos en una ocasión durante la retirada de los cirianos. Una décima parte del botín o de los beneficios se dejaba tradicionalmente aparte y se entregaba a los dioses como dones en dinero o en especie en los templos apropiados, señalados habitualmente en alguna promesa anterior. Durante la retirada, los generales reservaron también una parte del botín como bolsa común para recompensar actos de valor distinguidos y sobornar a lo largo del camino a los políticos y señores de la guerra locales, para los cuales se organizó en cierta ocasión un espléndido banquete con entretenimientos fastuosos.

El ejército de Ciro fue el mayor contingente de mercenarios empleado hasta entonces. Normalmente se esperaba que los mercenarios aportaran su propio equipo, de la misma manera que quien contrataba a un artesano esperaba que acudiese con los útiles de su oficio, pero Ciro deseaba ante todo hoplitas, y, sencillamente, no había tantos disponibles, a pesar incluso de que su panoplia estaba formada por menos piezas y, además, menos pesadas —y por tanto más baratas— que un siglo antes. La palabra «hoplita» era un término tanto social como militar: en sus ciudades griegas de origen eran hoplitas quienes se podían permitir la compra de la panoplia, según se llamaba, que podía costar por término medio entre 75 y 100 dracmas (de 450 a 600 óbolos: el salario de cuatro meses de un trabajador especializado). No hay duda de que muchos de los griegos de Ciro pertenecían a esa clase media, mientras que otros, como los setecientos de Quirísofo, debieron de haber sido pertrechados por Esparta, pues formaban parte de un contingente oficial espartano; pero había un número mayor de origen más pobre, en especial aquellos cuyos medios de vida habían sido dañados o destruidos por la Guerra del Peloponeso y buscaban empleo desesperadamente. Para conseguir tropas fuertemente armadas, Ciro tuvo que acudir a estratos más bajos de la escala social y proporcionar, al menos a los hombres menos pudientes, los componentes básicos de una panoplia hoplita: un escudo, una lanza y una espada.

JENOFONTE SE UNE AL EJERCITO

Cuando fueron llamados a Sardes, la mayoría de los mercenarios acudieron en unidades previamente formadas encabezadas por sus reclutadores, aunque también se les sumó un goteo de rezagados. Entre la llegada de los primeros soldados y la partida de hecho de la expedición transcurrieron varias semanas. Tisafernes no tardó en darse cuenta de que aquella situación indicaba una fase nueva en las ambiciones de Ciro. No creía ya que aquel enorme ejército se estuviese reclutando ni siquiera para someter por completo a los merodeadores pisidios, y optó por desaparecer de escena. No se trataba sólo del tamaño del ejército, sino también de lo inadecuado de su composición: para combatir contra unas tribus de montañeses se requerían menos hoplitas y más peltastas. Tisafernes tomó una tropa de caballería de quinientos jinetes y huyó, o marchó a toda prisa, hacia el este a fin de contar al rey lo que estaba ocurriendo y dar a su señor todo el tiempo posible para concluir sus preparativos.

Ése era el ejército al que iba a unirse Jenofonte. En el momento de escribir la Anábasis 59, se esforzó por distanciarse de los mercenarios propiamente dichos. «Había en el ejército —dijo— un ateniense, Jenofonte, que los acompañaba no como estratego, ni como capitán ni como soldado, sino que Próxeno, que era su amigo desde antiguo, lo había animado a dejar su patria y unirse a él». En otras palabras, lo que le motivó fue un sentimiento de aventura y las presiones constantes sobre un joven de noble cuna para ponerse a prueba, pero no el deseo de botín; y, desde luego, no necesitaba trabajar por una soldada. A pesar de estos desmentidos, no tardaría en descubrir lo bien que se adaptaba a la vida de vagabundeo de los mercenarios; además, pudo vivir muchos años del botín adquirido durante la expedición e inmediatamente después. Es indudable que en el momento en que Ciro y Artajerjes se enfrentaron en la llanura de Cunaxa, Jenofonte desempeñaba entre las tropas una función que no era la de mero observador.

Jenofonte se embarcó en el Pireo, el puerto de Atenas, y desembarcó en Éfeso, en la costa de Asia Menor. Seguramente se detuvo un día o dos para descansar del viaje y contemplar el afamado espectáculo de aquella gloriosa y rica ciudad, donde las influencias orientales eran más omnipresentes que en cualquier otra localidad griega de Asia. En el momento de su partida le dio la despedida un adivino: los comienzos de cualquier actividad, como, por ejemplo, un viaje, se consideraban especialmente importantes, y un adivino era capaz de interpretar todo tipo de presagios que pudieran producirse. Y, de hecho, se les concedió uno: Jenofonte vio cómo una águila» (más probablemente un ratonero común, en terminología moderna) se posaba a su derecha y oyó su chillido. Aunque la derecha era la dirección de la buena suerte, la predicción del adivino no fue del todo favorable: «Se trata de una ave espléndida —le dijo—, pero en este caso significa sufrimientos, porque los pájaros, sobre todo, atacan al águila cuando está quieta. Además no es un presagio que prometa dinero, porque el águila captura mejor sus presas volando»60. Jenofonte consiguió un éxito y un fracaso: obtuvo beneficios, pero también sufrió en su itinerario.

El viaje de unos cien kilómetros de Éfeso a Sardes no era penoso, pues la Vía Real persa unía ambas ciudades. Jenofonte marchó acompañado de sus esclavos y, quizá, de una escolta militar enviada por Próxeno para protegerlo y guiarlo. Sin embargo, el entusiasmo ante la perspectiva de una aventura se vio un tanto amortiguado no sólo por el tono pesimista del adivino, sino también por la falta de novedad del paisaje, que con sus colinas bajas y cubiertas de maleza y sus valles de agricultura intensiva se diferenciaba muy poco de lo que podía encontrar en muchos parajes de Grecia. La campiña, no obstante, empezó a ganar en amplitud —Turquía está configurada a una escala mayor que la de Grecia—, y el trayecto final de su viaje a Sardes le llevó a lo largo de una llanura anchurosa y fértil. A medida que se acercaba a la ciudad, vio los riscos recortados y boscosos del Bozdag, uno de los cuales había servido recientemente a Orontas como fuerte, aunque Jenofonte no tenía en ese momento gran idea acerca de aquellas intrigas. Todo cuanto vio fue el esplendor del antiguo palacio de Creso sobre la cima de la colina, la llanura bien regada punteada por los túmulos de los reyes de Lidia, muertos hacía tiempo, y, a cierta distancia, un lago azul y las lejanas montañas del norte de la región. Era primavera, y las flores silvestres crecían con profusión por todas partes.

En aquel momento, la ciudad de Sardes no era tanto lidia o persa, cuanto multiétnica y cosmopolita. Aunque los gobernantes de la satrapía de Esparda solían ser persas de alto rango —en el caso de Ciro, incluso un miembro de la familia real—, la élite estaba formada también por lidios. La ciudad tenía un rico legado lidio, y los persas, prudentemente, no habían erradicado la antigua cultura, sino que la habían absorbido y recubierto de un barniz persa. Con el tiempo, aquella mezcla racial y arquitectónica había adoptado también elementos griegos. Con su larga tradición de alta cultura, su independencia y sus aires de importancia constituía una base natural desde donde Ciro podía fomentar la rebelión. Tras la primera anexión de Lidia por Persia, en el siglo VI, las antiguas fortificaciones habían sido desmanteladas en gran parte, pero en el momento de la llegada de Jenofonte, la ciudad disponía de un muro defensivo de menor calidad, mientras que la acrópolis había sido fortificada con una triple muralla. Al pie de la colina se acumulaban construcciones residenciales, templos y edificios oficiales, y extramuros de la ciudad había casas de adobe con cubiertas de carrizo y dos parques ornamentales cercados por un muro para quienes buscaban sombra y pasatiempo. Lo que queda en la actualidad en el tranquilo pueblo de Sart, cerca de Salihli, aparte de unos pocos restos romanos y helenísticos, es por desgracia muy escaso.

Jenofonte llegó justo cuando el ejército se disponía a partir, pero a tiempo para ser presentado a Ciro por Próxeno. La llanura que se extendía extramuros de la ciudad se hallaba en una situación de caos apenas contenido. Además del principal ejército de soldados no griegos, capitaneado por el propio Ciro y acampado en aquel lugar, habían llegado allí miles de griegos que ya se habían agrupado en unidades: Jenias mandaba a 4.000 hoplitas; Sofeneto, a otros 1.000; y Sócrates a unos 500. La unidad de Próxeno estaba formada por 1.500 hoplitas y 500 peltastas; y la de Pasión, por 300 hoplitas y otros 300 peltastas. Cuando el ejército se puso en movimiento se extendió varios kilómetros a lo largo y ancho de la llanura.

Sus integrantes se dirigieron durante un tiempo hacia el este a través de la planicie del Castolo, avanzando a buena marcha por un terreno fácil, antes de girar hacia el sudeste para evitar algunos cerros, y llegaron a Colosos (la moderna Denizli) en cuatro jornadas. Habían recorrido unos ciento cincuenta kilómetros que les habían exigido cruzar el río Meandro por un puente de barcas (como el que se utilizaba todavía allí en el siglo XIX), a un día de marcha de Colosos hacia el noroeste. La ciudad se hizo famosa más tarde por su primitiva comunidad cristiana, destinataria de una epístola de san Pablo, pero para los antiguos griegos era conocida por el río que brotaba en medio de la localidad. En Colosos se les unió otro contingente de mercenarios, 1.000 hoplitas y 500 peltastas, al mando de Menón, y la fuerza conjunta marchó a continuación 100 kilómetros en dirección este hasta Celenas (la moderna Dinar), pasando junto al hermoso lago Acigól. En Celenas se les unieron los demás mercenarios, llegados desde diversos puntos de reunión en el norte. Clearco de Esparta capitaneaba un contingente de 1.000 hoplitas, 800 peltastas tracios y 200 arqueros cretenses; otros llegaron en grupos menos numerosos. En aquel momento había 9.500 hoplitas griegos y 2.300 soldados con armas ligeras.

En Celenas se quedaron todo un mes, mientras se reunía a los hombres y se los dividía en compañías; se nombraron oficiales cuando fue necesario; y el cereal maduraba entretanto en los campos que atravesarían más el este. Imitando el sistema decimal de los persas, los griegos optaron por compañías de cien hombres como unidades básicas tácticas, sociales y administrativas. Mientras los hombres hacían instrucción y creaban vínculos, Ciro envió espías y mensajeros de última hora, esperó a que regresaran, puso a punto sus planes y se dedicó a soñar con el trono real. El auténtico punto de partida de la expedición fue, en realidad, Celenas, más que Sardes: la ciudad era uno de los centros de Ciro —su fértil suelo de color rojizo podía mantener con mayor facilidad uno de sus parques ornamentales favoritos, y la localidad constituía el centro de una red de importantes rutas hacia el oeste, el sur y el norte—; además, en el momento de partir, el pretendiente contaba con todas las tropas que razonablemente podía esperar. Las fuerzas eran enormes, y para entonces circulaban ya rumores acerca del carácter generoso de Ciro, mientras que algunos hablaban con mayor cautela sobre su objetivo definitivo. La sensación de expectativa al emprender la marcha era intensa.