EL EJÉRCITO SE AGRUPA
Cuando llegó el momento y Ciro pidió a sus futuros generales que se trasladaran a Asia Menor junto con sus soldados, no les comunicó todos sus planes. Sólo los principales comandantes —tal vez Clearco y Jenias, además de Quirísofo después de su llegada— supieron desde el principio que intentaba marchar contra su hermano; los demás fueron engatusados con cuentos chinos acerca de misios y pisidios, o bien se les hizo creer con mayor marrullería que, como mucho, Ciro estaba decidido a luchar contra Abrócomas o a reavivar su conflicto con Tisafernes.
Dada la situación, Clearco era un confidente insólito. Había nacido en torno al 450, y en las últimas fases de la Guerra del Peloponeso fue el candidato natural para ejercer el mando de la flota espartana de la Propóntide, pues (siguiendo los pasos de su padre) era próxeno de Bizancio, lo que significa que representaba los intereses de la ciudad ante las autoridades de Esparta. Los atenienses sitiaron Bizancio mientras Clearco se hallaba al mando de la ciudad, y éste se enajenó de manera tan absoluta el favor de sus habitantes, que, aprovechando la oportunidad que les ofreció su ausencia temporal en el año 408, abrieron las puertas de Bizancio a los atenienses. A los bizantinos, víctimas casi de una hambruna, les había molestado en particular la manera en que Clearco prefería sus soldados a los civiles cuando se trataba de distribuir alimentos y otros recursos cada vez más escasos.
En el año 403, acabada la guerra, los bizantinos recurrieron de nuevo a las autoridades de Esparta en busca de ayuda: eran víctimas de las incursiones de los tracios y su ciudad estaba siendo desgarrada por las contiendas civiles. Como una medida más de su política de posguerra, cuyo objetivo era que se les considerase en general protectores y liberadores de todos los griegos, los espartanos enviaron a Clearco con un ejército de auxilio, a pesar de haberle multado porque no había conseguido conservar la ciudad en el 408. Al fin y al cabo tenía ya experiencia y contactos en la zona, donde se había redimido en cierto modo durante los últimos años de la guerra. Pero Clearco no era en esencia un libertador, sino que se veía más bien como un segundo Pausanias, el díscolo comandante espartano de la Propóntide que había hecho también de Bizancio su cuartel general a comienzos de la década del 470. La solución de Clearco a los problemas internos de la ciudad consistió en dar muerte a los revoltosos, apropiarse de sus bienes para sí y sus favoritos e intentar establecerse como el gobernante exclusivo de Bizancio.
Las autoridades espartanas le ordenaron volver, como era natural, pero él se negó a desmovilizar su ejército, compuesto sobre todo por mercenarios, y regresar a casa. Los espartanos enviaron una fuerza contra él y Clearco se enfrentó a sus paisanos, hasta que se dio cuenta de que la discreción es el mejor componente del valor y pasó a Asia Menor, donde buscó refugio al lado de Ciro. Entretanto, las autoridades espartanas lo desterraron y condenaron a muerte. Pero Clearco tenía algunos asuntos que liquidar con los tracios. No le preocupaba demasiado si éstos hacían o no difícil la vida a los griegos residentes en la zona, pero quería intentar de nuevo apoderarse de una parte de sus fabulosos tesoros (como los desenterrados recientemente por los arqueólogos). Ésa fue la turbia empresa financiada por Ciro.
O, más bien, lo que Ciro financió fue la pericia de Clearco como general. Jenofonte nos ha dejado una pequeña semblanza47 de aquel hombre que subraya, sobre todo, su carácter guerrero: estaba tan entregado a la guerra, nos dice Jenofonte, como otros pueden estarlo a un compañero del alma; las relaciones personales le resultaban difíciles, y sólo se sentía realmente feliz cuando se enfrentaba a algún peligro mortal. Aunque en sus relaciones con sus compañeros de generalato solía buscar el consenso antes de poner en práctica una estrategia, el trato que daba a sus hombres era completamente distinto: poseía la admirable capacidad de fusionarlos en una obediente unidad de combate, pero el único modo de conseguirlo consistía en hacer que le tuvieran miedo —que les aterrara su genio vivo y sus castigos arbitrarios y brutales—. Los oficiales espartanos gozaban de una triste fama por su dura disciplina, pero muchos de los mercenarios eran poco más que unos tipos duros, sedientos de sangre y botín, y lo que se requería para mantenerlos a raya era alguien que los disciplinara con dureza.
En el caso de Clearco, sin embargo, la dureza espartana iba acompañada, quizá, de un factor menos controlable. Lawrence Tritle 48, historiador y veterano de la Guerra de Vietnam, ha propuesto la hipótesis de que padecía trastorno por estrés postraumático (TEPT). En el momento de la expedición de Ciro tenía cincuenta años: había servido en activo de forma más o menos continua durante más de veinte, y había presenciado —además de participar en ellas— un número de atrocidades mayor de lo que normalmente le habría correspondido. Un desencadenante particular del TEPT es el hecho de haber contemplado la muerte de alguien próximo —cercano en sentido emocional o simplemente físico en el momento en cuestión—. Como hoplita de primera línea con muchos años de servicio, Clearco habría presenciado sucesos así en numerosas ocasiones; el horror es acumulativo. Uno de los síntomas comunes de la reacción retardada ante esa clase de conmociones atroces es el terror de constatar que el enemigo intenta realmente darnos muerte, y el consiguiente deseo de venganza —o de matar a quienquiera que sea nuestro adversario, antes de que él nos mate a nosotros—. El carácter de esta clase de personas se altera hasta el punto de llegar a ser capaces de cometer atrocidades, como mutilar los cadáveres de sus enemigos —algo que hicieron, sin duda, los griegos de Ciro, aunque no el propio Clearco49—. Quienes padecen TEPT acaban entusiasmándose con la violencia y están siempre dispuestos a ejercerla, la buscan y se exponen a ella, a veces de un modo que los demás pueden considerar demente. La descarga de adrenalina les proporciona una especie de borrachera que estimula el olvido, por lo cual esas personas sólo consiguen olvidar los horrores que pueden haber presenciado o cometido cuando se hallan en situaciones de violencia. El carácter de Clearco, tal como lo resume Jenofonte, encaja a la perfección en este perfil.
El ambicioso Clearco no comenzó su servicio como el comandante griego más valorado por Ciro, pero fue ascendiendo en el aprecio del príncipe a medida que viajaban hacia el este. El punto de inflexión se produjo en Tarso, cuando Ciro se enfrentó a un motín organizado por un contingente numeroso de mercenarios. Su enfado estaba justificado: habían sido contratados para una tarea específica: derrotar a los pisidios, pero cuando llegaron a Tarso los habían dejado ya atrás y era evidente que Ciro estaba incumpliendo su contrato. Clearco manipuló a sus hombres y, aparentando que se ponía de su lado y estaba dispuesto a conducirlos de vuelta a casa, logró que se mantuvieran en el bando de Ciro (a diferencia de los demás generales, que se enajenaron el favor de los suyos ordenándoles continuar con el príncipe). «Nadie podrá decir nunca —declaró— que yo, que conduje a los griegos al país de los bárbaros, traicioné a los griegos y preferí la amistad de los bárbaros»50. Luego, desvirtuando cínicamente los procedimientos democráticos del ejército, se hizo con algunos secuaces entre los soldados reunidos en asamblea para poner de relieve los peligros que suponía incurrir en la hostilidad de Ciro. La artimaña tuvo éxito y los hombres accedieron a seguir adelante —tal como Clearco había asegurado a Ciro que harían—. Pero, además de eso, 2.000 hombres abandonaron sus contingentes originales y se pusieron bajo el mando de Clearco, convirtiéndolo de hecho en el comandante mercenario más importante. Ciro habría estado perdido sin aquellos griegos, pero lo mismo le habría ocurrido a Clearco. Todo su futuro se basaba en el éxito de la campaña de Ciro, pues en su patria no tenía nada que esperar de las autoridades espartanas.
A juzgar por lo poco que sabemos sobre algunos otros comandantes mercenarios del ejército de Ciro, estaban cortados por el mismo patrón de interés personal que Clearco. Menón, en particular, es objeto de una necrología tan hostil por parte de Jenofonte que resulta poco más que una caricatura de un maleante venal51. Menón era el lugarteniente de Aristipo (y probablemente su amante). El propio Aristipo se sintió incapaz de responder a la llamada de Ciro y envió a Menón con sólo una cuarta parte de los hoplitas que la generosidad del príncipe persa le había permitido reclutar (aunque mandó también a quinientos peltastas). A diferencia de Clearco, Aristipo se negó a abandonar a quienes había ayudado con los mercenarios de Ciro; se quedó en Tesalia con el resto de los soldados contratados y acabó masacrado pocos años después en una batalla que horrorizó a los griegos, amantes de lo extravagante y lo macabro, pues se decía que el festín del remoto campo de batalla había atraído incluso a los cuervos de la Grecia meridional.
A pesar de su juventud en aquel momento tenía poco más de veinte años, Menón comenzó siendo el principal comandante, destinado en origen a ocupar el mando del privilegiado flanco derecho del ejército. Él fue el elegido para escoltar a la amante de Ciro, la reina Epiaxa de Cilicia, en su vuelta a casa a las pocas semanas de iniciarse la expedición. Aquel regreso por una ruta que lo llevaría rodeando a Siénesis (nombre que recibían entonces todos los reyes de Cilicia), marido de Epiaxa, tenía también por objeto ayudar a éste a tomar partido. Una vez que Clearco hubo conseguido el favor de Ciro, Menón hizo esfuerzos constantes por congraciarse con el príncipe y recuperar su posición destacada. Le favoreció en este empeño el hecho de haberse convertido en amante de Arieo, máximo aliado de Ciro. Pero Menón echó a perder sus oportunidades al sembrar la discordia entre los griegos y permitir a sus hombres violar, saquear y robar como medio para conservar su absoluta lealtad y hacerlos menos propensos a unirse a Clearco.
Sobre los demás generales mercenarios tenemos menos información. Próxeno de Beocia parece haber sido un líder débil, preocupado más por ganarse la aprobación de sus hombres que por mantener el orden; Jenias y Pasión, a pesar de su larga asociación con Ciro y de haber sido sus comandantes mercenarios en Asia Menor, desertaron a las pocas semanas de iniciarse la expedición, heridos en su orgullo cuando la mitad, aproximadamente, de sus hombres se puso a las órdenes de Clearco. La mayoría de los demás generales son poco más que meros nombres, con breves apariciones en los relatos de los historiadores que escribieron sobre la marcha y campaña de los cirianos; se trata de los arcadios Soféneto y Agias, y de Sócrates de Acaya. Otro arcadio, Cleanor de Orcómeno, se encargó de los restos de las unidades de Jenias y Pasión tras la deserción de ambos. Finalmente, Quirísofo de Esparta, a quien las circunstancias colocarían más adelante durante un breve tiempo en un puesto prominente, se presentó más tarde enviado por Esparta con otros setecientos hoplitas cuando los griegos de Ciro habían llegado ya casi a Siria.
Algunos de los comandantes de compañía (responsables de un lochos, unidad táctica compuesta entre los cirianos por cien hombres durante el mayor tiempo posible) se habían ocupado también del reclutamiento. No era nada insólito que alguien reclutara una compañía y la ofreciera luego algún posible patrón —como hizo el homosexual Epístenes de Olinto, uno de los comandantes del ejército de Ciro, que formó en cierto momento una compañía completa con hombres de buena presencia—. Algunos generales y comandantes de compañía debían su rango a la experiencia y la profesionalidad, otros al hecho de haber aportado soldados, y otros más a una conjunción de esos factores. Jenofonte dice sin rodeos que la mayoría de los generales carecían de experiencia —o, al menos, que Clearco acabó siendo de hecho el comandante en jefe, en calidad de primus inter pares, porque los demás oficiales reconocieron que era el único con experiencia válida52—. Además de mercenarios, algunos aportaban peltastas armados de jabalina, procedentes en especial de Macedonia y Tracia (zonas que, al carecer de infraestructura política, no habían desarrollado las estrategias de los hoplitas, preferidas por las ciudades Estado meridionales), pero también había en el ejército doscientos arqueros de Creta y otros doscientos hombres de la isla de Rodas que fueron empleados como honderos. A ellos se sumaban cuarenta jinetes tracios para complementar la caballería paflagonia de Ciro.
¿Qué podemos decir de su patrón y jefe supremo? La juventud de Ciro nos explica muchas cosas. Cuando fue promocionado al alto mando por su padre tenía sólo dieciséis años, y al comenzar su expedición fratricida seguía siendo un joven de veintidós (pero Alejandro Magno era de su misma edad cuando partió para conquistar el Imperio persa); poseía la arrogancia de la juventud, realzada por una educación que sólo sirvió para estimular su ambición, y la combinación de inteligencia y encanto natural y principesco que sólo han estado al alcance de unos pocos miembros de familias reales. Hasta las cicatrices causadas por un jabalí durante una cacería acrecentaban su aura de atractiva virilidad. En su retrato de Ciro, Jenofonte nos ofreció un cuadro demasiado bueno para ser cierto: Ciro era de una honradez a toda prueba, se mostraba absolutamente intolerante con el delito, amaba la caza y era el mejor de su generación en esta y en todas las demás actividades masculinas, se ganaba la lealtad de cuantos lo conocían, y era generoso y atento con sus amigos53. Quizá engañó a su hermano respecto a sus verdaderas intenciones y manipuló a los soldados, tanto griegos como no griegos, ocultando todo el tiempo que pudo el auténtico objetivo de la expedición, pero esto no contaba como un defecto de carácter: todos los griegos coincidían en que el engaño estaba justificado en la guerra; engañar al enemigo es, al fin y al cabo, un elemento importante de lo que, con una palabra más solemne, se conoce como «estrategia».
Este retrato idealizado requiere algunas matizaciones. Para empezar, Ciro escogió amigos infaustos: Clearco, el aspirante a tirano; Lisandro, con su política de imponer juntas dictatoriales a las ciudades asiáticas griegas; o los oligarcas de Mileto. Tampoco actuó, al parecer, de manera clara en el pago a los mercenarios griegos. En Tarso les debía atrasos de tres meses, y afirmó que, si entonces pudo pagarles, fue gracias exclusivamente a la generosidad de Siénesis de Cilicia, cuya esposa, Epiaxa, había aportado fondos; más tarde les prometió un aumento, pero sin entregarles dinero en efectivo. Y, sin embargo, se hallaba en condiciones de realizar el extravagante gesto de recompensar con la enorme suma de 10 talentos, el equivalente a seis o siete días de paga para toda la fuerza griega mercenaria, una predicción exacta de Silano de Ambracia, adivino vinculado al ejército griego. Pero Jenofonte acabó sintiendo una intensa aversión hacia Silano y es probable que estuviera dispuesto a dar por buena la cifra más exagerada que hubiese oído mencionar. Aunque era práctica común que los generales retuvieran parte del dinero como salvaguarda frente a posibles resentimientos, parece ser que Ciro no tenía una auténtica caja de guerra. En cualquier caso, la irregularidad en el pago de las tropas fue siempre un tema recurrente en las relaciones de los griegos con los sátrapas persas.
Jenofonte estaba convencido de que Ciro habría sido un excelente rey. Quizá fuera verdad, pero no debemos olvidar que Ciro planeaba un fratricidio, y lo único que le impulsó a rebelarse fue la insatisfacción con su destino, a pesar de que su vida era de un lujo inimaginable para la mayoría de la gente y de que ya tenía autoridad sobre una extensa región. Era algo más que mera ambición: era codicia patológica. Tampoco estaba justificado su desprecio por su hermano: Artajerjes II disfrutó del reinado más largo de todos los aqueménidas (404-359), sobrevivió a la rebelión de Evágoras de Chipre en la década del 380 y a las de varios sátrapas, que estallaron más o menos a la vez en la del 360, y, en general, hizo frente mejor que la mayoría a los problemas de gestionar un imperio inmenso y levantisco.
Hay también indicios de que Ciro no era tan querido y admirado como afirma Jenofonte. Al parecer no estaba tan seguro de sus griegos: retuvo como rehenes a las familias de Jenias y Pasión, sólo fue capaz de exponer sus planes a unos pocos generales, tuvo que sobornar constantemente a los griegos para que no se marcharan y guardó para sus propios soldados las provisiones que podían adquirirse con dinero, provocando así rumores de que tenía cientos de carros de comida sobrante. Tampoco se sintió seguro respecto a las tropas no griegas. Durante el juicio contra Orontas, Ciro ordenó prudentemente que 3.000 mercenarios griegos rodearan su tienda, donde se celebraba la vista, para impedir un levantamiento en favor de aquél. Orontas no fue tampoco el único persa de alto rango dispuesto a convertirse en traidor: un hombre llamado Megafernes, «secretario real», que ocupaba uno de los puestos de mayor poder en la corte, fue ejecutado mientras el ejército se hallaba en Capadocia. En otro momento de la marcha hacia el este, Menón y Clearco, junto con sus respectivos contingentes, estuvieron tremendamente cerca de enfrentarse con las armas, y Ciro sólo consiguió detenerlos advirtiéndoles de que a la primera señal de disensión entre los griegos, las tropas no griegas caerían sobre todos ellos y los masacrarían. Marchar contra los pisidios o levantarse en armas contra el rey eran dos cosas muy distintas, sobre todo para los soldados no griegos. A lo largo de la ruta de Ciro, Siénesis de Cilicia no se comprometió del todo, ni mucho menos; el gobernador de Siria tomó partido por el rey; y ningún sátrapa se unió a él. En pocas palabras, Ciro encontró hostilidad en todos los lugares por donde pasó. Sólo podía contar con la lealtad de quienes habían sido sus inmediatos subordinados en Asia Menor, aquellos cuya relación había cultivado durante muchos años o cuya amistad había comprado.
En total, Ciro contrató a unos 10.600 hoplitas griegos y alrededor de 2.300 peltastas, que llegaron en varias unidades dependiendo de sus lealtades étnicas y de sus oficiales de reclutamiento. Los soldados eran fieles en primer lugar a sus compañeros de unidad y a su comandante, que se aseguraba la voluble lealtad de sus hombres actuando como intermediario a través del cual les llegaba la paga procedente de Ciro. Hasta que la derrota de Cunaxa les obligó a unirse contra el enemigo común, las relaciones con las demás unidades griegas solían ser tensas y conflictivas (además, el contingente griego se mantuvo separado de los persas y del resto de las tropas no griegas —aunque es verdad que los miembros de regimientos de élite han tratado siempre con un desprecio altanero al resto de las unidades—). Los generales no asumieron el mando unitario sobre el conjunto del ejército y dejaron de ser responsables únicamente de sus unidades hasta después de Cunaxa.
El carácter pendenciero y violento de los oficiales griegos se reflejaba en los soldados rasos: los mercenarios griegos eran una banda de individuos desagradables. El principal atractivo de la expedición para un considerable número de ellos era la posibilidad de practicar el merodeo en su viaje de vuelta. Eran combatientes endurecidos, dispuestos a arriesgar sus vidas a cambio de la promesa de una rica recompensa y a enfrentarse a sus pagadores si éstos no les proporcionaban las provisiones, el dinero en efectivo y el respeto que les eran debidos. Durante su viaje al este, los hombres dieron muestras de una agitación que en una o dos ocasiones estuvo al borde del motín, y en cuanto se sintieron a salvo durante la retirada, demostraron reiteradamente que su móvil principal era la codicia.
¿Por qué razón iba a confiar alguien su futuro a unos tipos violentos como aquéllos? Porque, con casi trescientos años de experiencia en la lucha hoplítica, los griegos eran los máximos guerreros del mundo antiguo y, por tanto, estaban solicitados como mercenarios. La demanda era, en realidad, tan elevada que una de las principales razones de que Artajerjes deseara poner fin a las guerras intestinas en Grecia en las décadas inmediatamente posteriores a la derrota de su hermano fue la de disponer de más mercenarios para poder utilizarlos contra Egipto. Paradójicamente, los cirianos hicieron publicidad ante los persas del valor de los mercenarios griegos, y tanto los sátrapas como los reyes los utilizaron de manera creciente durante el siglo IV en un proceso que alcanzó su momento culminante en la división formada por los 20.000 mercenarios del ejército de Darío III que se enfrentó a Alejandro Magno junto al río Gránico en el 334.
A los griegos les convenía que la demanda de sus destrezas fuera en aumento, pues las condiciones socioeconómicas de los Estados helénicos eran tales que existía ya una larga y respetable tradición de servicio militar profesional. Su economía era preponderantemente agraria y, sin embargo, tal como muestra todavía de inmediato un recorrido por Grecia, la tierra era pobre y muchos griegos tenían apenas parcelas suficientes para vivir (por esa misma razón, las poblaciones rurales de Suiza y España fueron en otros periodos de la historia buenas proveedoras de mercenarios); el número de exiliados y refugiados voluntarios o por motivos políticos fue también en aumento, sobre todo después de que los Treinta Tiranos sentaran ejemplo en Atenas de destierros en masa; el final de la Guerra del Peloponeso hizo que muchos campesinos desposeídos de sus tierras buscaran medios de empleo alternativos, entre los que el servicio militar era una de las opciones preferidas. Este es el motivo de que algunas regiones más pobres de Grecia, como Arcadia y Acaya, fueran famosas como proveedoras de mercenarios; de hecho, estas dos regiones proporcionaron a Ciro más de la mitad de sus hoplitas a sueldo: 4.000 de las montañas de Arcadia, y más de 2.000 aqueos procedentes de la región meridional del Peloponeso, apenas menos abrupta. Los arcadios estaban tan especializados como mercenarios que los 4.000 de Ciro representaban en torno al 8% de la población adulta masculina de la Arcadia de la época; los soldados profesionales eran su principal producto de exportación. El resto de los hoplitas provenía de todo el mundo griego; la mayoría de la Grecia continental y del Peloponeso, y algunos de regiones más lejanas al oeste o al este.
Al comenzar el siglo IV, los mercenarios griegos eran de uso tan común que en Grecia se les consideraba a menudo una amenaza para la estabilidad, sobre todo cuando regresaban de servir en el extranjero, pues vagaban por el país esperando a la siguiente ciudad griega que los contratara para utilizarlos, quizá, incluso contra sus compatriotas griegos. Algunos pensaban que los mercenarios eran personas carentes de escrúpulos hasta el punto de ser capaces de enfrentarse a quienes los empleaban e instaurar una tiranía en la ciudad o dedicarse a violar y saquear dentro de ella. A otros les preocupaba que pudieran implicar a sus conciudadanos en guerras indeseadas.
El orador ateniense Isócrates54 describía a los mercenarios como vagabundos, desertores y criminales, dedicados a desvalijar al prójimo. Por su condición de soldados a sueldo desvinculados, desterrados de sus ciudades natales, formaban bandas, vivían en cuevas de las montañas de Grecia o Asia Menor y se mantenían practicando la rapiña y el bandolerismo —de manera muy parecida a sus homólogos de la Grecia otomana, los famosos kléftēs, de infausta memoria—. Como trabajaban por dinero, era creencia común, cimentada sólidamente en la realidad, que desertarían por una paga mejor o si calculaban que sus posibilidades eran demasiado escasas; se consideraba que carecían de la disciplina de los ciudadanos soldados (aunque, en realidad, eran mucho más profesionales que ellos). Un esnobismo tradicional avivaba el fuego de estas acusaciones: la aristocracia griega, que vivía del trabajo servil en sus fincas y gozaba, por tanto, de ocio suficiente para desarrollar intereses más amplios que el de la mera supervivencia, consideraba cosa de esclavos cobrar dinero por realizar una labor. Jenofonte pensaba de manera idealista que la solución estaba en unos contingentes mixtos de ciudadanos soldados y mercenarios, pues la rivalidad estimularía a cada grupo a superar al otro en bravura55. Los mercenarios gozaban, no obstante, de claras ventajas. Tradicionalmente, los soldados griegos habían sido ciudadanos campesinos que no podían permitirse permanecer lejos de sus granjas o pequeñas fincas durante los meses, e incluso años, requeridos por la guerra moderna; los mercenarios podían realizar un esfuerzo más continuado —y como los campesinos solían ser quienes dictaban las leyes para la contratación de mercenarios, aprovechaban, como es natural, la oportunidad de combatir por delegación—. Así ocurría, en particular, en los Estados cuyos recursos humanos habían quedado gravemente reducidos por la Guerra del Peloponeso. Además, los Estados griegos habían confiado tradicionalmente en sus aliados para complementar sus ejércitos, y por tanto, a medida que las alianzas oscilaban movidas por el viento del interés egoísta, la contratación de mercenarios se fue haciendo más común.
Sin embargo, la principal ventaja de los mercenarios radicaba, simplemente, en que, para ellos, combatir era una profesión y constituía su vida y el medio de ganársela. El siglo IV vio cómo la práctica militar no profesional daba paso casi por completo al profesionalismo de los mercenarios siempre que había que librar alguna batalla importante o una guerra. La diferencia entre soldados campesinos y soldados profesionales fue reconocida en fechas tempranas. Un mercenario cretense llamado Hibrias, que vivió en la segunda mitad del siglo VI y es desconocido por lo demás, escribió un desafiante canto popular que, de manera apenas disimulada, rezuma desprecio por el modo de vida agrario tradicional y celebra el pillaje:
Mi gran riqueza es la lanza y la espada
y el bello escudo, defensa de mi cuerpo;
con esto aro, con esto siego,
con esto piso el dulce vino de las vides.
Con esto llamo siervos a los amos.
Mas los que no osan tener ni lanza ni espada
ni el bello escudo, defensa de su cuerpo,
todos caídos en el suelo, mi rodilla besan,
amo y gran rey llamándome