108.
Después de haber atravesado con dificultades mucho menores el territorio de los tibarenos, los cirianos llegaron a otro reducto griego, Cotiora (la moderna Oru). Al precederles la fama de ser una banda de matones peligrosos, el primer problema al que se enfrentaron durante su estancia de cuarenta y cinco días fue la clara hostilidad de los habitantes, que no les vendían ni daban provisiones y hasta se negaban a alojar a sus enfermos y heridos en dependencias cómodas de la localidad. Luego, llegó una delegación de Sínope (la moderna Sinop), situada algo más lejos en la misma costa, pues Cotiora, al igual que Cerasunte, era colonia de Sínope. Los enviados les amenazaron con aliarse con el rey de Paflagonia y atacarles si causaban daños en el territorio de Cotiora. En respuesta, Jenofonte les aseguró que los cotioritas no sufrirían daño alguno mientras se comportaran amistosamente, en vez de cerrarles sus puertas, y dio al traste con la amenaza de los sinopenses, haciéndoles ver que el rey de Paflagonia estaría más dispuesto a aceptar una propuesta de los cirianos, pues, en ese caso, podría expulsar a los de Sínope de su territorio, donde se habían hecho un hueco para vivir como griegos. La bravata de los sinopenses se vino abajo.
Como si no fuera suficientemente malo que unos compatriotas griegos no confiaran en los griegos de Jenofonte, la traición provocó seguidamente una escisión en la junta de generales. Los sinopenses les advirtieron de las enormes dificultades a las que se enfrentarían si continuaban por tierra: estarían expuestos a emboscadas en las montañas de Paflagonia, donde debían cruzar ríos profundos. La única opción sensata consistía en ir en barco de Cotiora a Sínope, y a continuación de Sínope a Heraclea; así pues, se dispusieron una vez más a solicitar barcos a todos los asentamientos griegos de la costa y a requisar otros. Esta operación llevaba tiempo, y, mientras esperaban, Jenofonte comenzó a soñar en convertir a los miembros del ejército en colonos y fundar una ciudad en algún lugar de la costa meridional del mar Negro. El sueño de Jenofonte no estaba condenado automáticamente al fracaso: la perspectiva de una propiedad en el extranjero podría parecer atrayente a cualquiera, en especial a los miembros más pobres del ejército, y había hombres suficientes para constituir el núcleo de un cuerpo de ciudadanos con derecho a voto en una comunidad de buen tamaño. En cuanto a las mujeres..., bueno, en cualquier caso, una esposa era poco más que un animal de cría, y en los pueblos cercanos tenían abundantes mujeres a su disposición.
A partir de aquí, el relato adquiere tintes sórdidos. El plan de Jenofonte se frustró porque entre los oficiales de mayor rango o entre sus allegados había algunos que se habían beneficiado de la expedición y estaban ansiosos por regresar a casa sanos y salvos lo antes posible. El principal antagonista de Jenofonte era Silano, el adivino más importante del ejército, el que había recibido de Ciro una enorme recompensa: quería volver a la patria con sus 3.000 dáricos. Silano y otros difundieron el rumor de que Jenofonte planeaba fundar una colonia sólo para su medro personal y aprovecharon la oportunidad de atemorizar a la población de Sínope y Heraclea con la amenaza de que aquel ejército de bandoleros sin control podía quedarse en la región. Los sinopenses y los heracliotas dijeron preocupados a algunos colegas de Jenofonte que abonarían la paga diaria de los hombres todo el tiempo que les costase salir de la región, y endulzaron la oferta con sobornos personales.
Para conservar la unidad, Jenofonte se echó atrás —pero, entonces, los sinopenses y los heracliotas retiraron su palabra y sólo les proporcionaron barcos, y no las soldadas—. Quienes habían confiado en la oferta original y habían prometido la paga a los soldados se sintieron aterrados ante lo que podía suceder cuando los hombres se enteraran de que no iban a conseguir nada. Acudieron a Jenofonte y le propusieron apoyarle si quería conducir de nuevo el ejército hacia el este, más allá de Trapezunte, y apoderarse de algunas tierras en torno al río Fasis, en la actual Georgia. Cuando los hombres oyeron hablar del plan estuvieron más cerca que nunca de amotinarse, y Neón, que había sustituido a Quirísifo, todavía ausente, como comandante del contingente peloponesio, siguió agitándolos contra Jenofonte, quien con un discurso largo y apasionado logró aplacarlos y restablecer una apariencia de unidad. Fue el momento en que el ejército necesitó una purificación ritual, y también los generales fueron convocados por la tropa para que dieran cuenta de algunas de sus acciones anteriores. Se impusieron fuertes multas a tres de ellos, pero Jenofonte fue absuelto de una acusación de malos tratos.
Así, los atribulados griegos navegaron bajo el sol estival a lo largo de la costa paflagonia hasta Sínope, donde fueron recibidos con ofrendas de cebada y vino. Quirísofo, retenido en Bizancio por una enfermedad y por haberse alargado las negociaciones, regresó por fin a su lado, pero llegó con las manos vacías, aparte de las garantías que le había dado Anaxibio de procurarles un empleo beneficioso —una vez que hubiesen dejado el mar Negro— y de las noticias de que Oleandro acudiría en persona para hacerse una idea de la situación. No es de extrañar que nadie confiara en los Diez Mil. Los espartanos, atareados en ese momento en la construcción de su propio imperio, habían prometido seguridad a las comunidades del mar Negro tras varios años de guerra e incertidumbre, y para poder cumplir aquella promesa era esencial retirar de escena a los cirianos habida cuenta de lo que había demostrado su comportamiento. Los sueños de colonización de Jenofonte le hacían automáticamente sospechoso ante los espartanos. Y el hecho de que Dexipo, su antigua bestia negra, hubiese aparecido en Bizancio y llenado los oídos dispuestos a escucharle de versiones tendenciosas sobre sus intenciones no ayudaba nada a la causa de Jenofonte.
Los hombres seguían aún inquietos, y ése fue el momento en que quisieron elegir a Jenofonte como único comandante. Jenofonte resistió la tentación: dada la importancia de no ofender a los espartanos, recomendó que su elección recayera, en cambio en Quirísofo. Luego, tras haber pasado sólo unos pocos días en Sínope, los cirianos se hicieron a la vela rumbo al oeste al mando de Quirísofo. En el cabo que lleva actualmente el nombre de Baba Burbu, giraron al sur siguiendo la costa hasta Fleraclea, la moderna Ereli (Karadeniz Ereğli, la Ereğli del «Mar Muerto», para distinguirla de otras ciudades con idéntico nombre), una pesadilla de contaminación por azufre. Los habitantes de Heraclea se preocuparon tanto como sus amigos de Sínope por contentar a los cirianos y les proporcionaron igualmente comida y bebida suficientes para tres días. Pero la mayoría de los griegos de Ciro siguieron comportándose como piratas y recurrieron a las amenazas para intentar arrebatar además a los heracliotas grandes cantidades de dinero. Los heracliotas respondieron, como es natural, cerrando sus puertas a aquellos huéspedes cada vez más impredecibles.
Los cirianos habían provocado el enfado y la animosidad de todas las comunidades griegas a donde habían llegado hasta entonces. Sin embargo, algunos alborotadores del ejército acusaban a los generales de no hacer lo suficiente para garantizarles las provisiones diarias, por no hablar de la posibilidad de enriquecerse, y todos los intentos de Jenofonte de mantener la unidad se quedaron en nada cuando el ejército se fragmentó en tres bloques. Los arcadios y los aqueos, unos 4.500 hoplitas, formaron un grupo y eligieron su propia junta de generales. Consiguieron sacar a los heracliotas algunos barcos y navegaron hasta el Puerto de Calpe, una bahía resguardada a medio camino entre Heraclea y Bizancio, con la intención de utilizar aquella localidad como base desde la cual poder realizar incursiones en el interior de Bitinia y enriquecerse.
Quirísofo, que se hallaba entonces muy enfermo y tendía a confiar cada vez más en el consejo de Neón, conservó únicamente el mando sobre 1.400 hoplitas y 700 peltastas tracios y partió hacia el Puerto de Calpe por la ruta serpenteante de la costa, donde los barrancos abrían tajos profundos en unos grandiosos acantilados. Finalmente, Jenofonte, acompañado por 1.700 hoplitas, 300 peltastas y 40 jinetes, convenció a los heracliotas para que llevaran en barco a su contingente al menos un trecho. Él y los suyos desembarcaron en la frontera entre los territorios de Tracia y Heraclea, y a continuación siguieron por tierra hacia el Puerto de Calpe. Parecía el final del ejército, convertido para entonces en tres grupos distintos de merodeadores. Jenofonte estaba tan descorazonado que su único deseo era marcharse y hacer por su cuenta el camino hasta Atenas, su patria, pero los dioses le habían indicado que debía quedarse y guiar a sus hombres.
Como de costumbre, los dioses tenían razón: Jenofonte debía realizar aún un importante trabajo. Mientras marchaba hacia el Puerto de Calpe recibió información de que los arcadios habían perdido a varios cientos de hombres frente a los belicosos tracios de Bitinia y que los demás estaban asediados en una colina. Convencido todavía de que su mejor esperanza de liberación era la unidad, persuadió a sus hombres y se convenció a sí mismo de que la reconciliación se impondría al rencor y de que debían acudir en ayuda de sus camaradas. Los bitinios huyeron nada más oír que se acercaban; los arcadios aprovecharon la oportunidad para escapar y encaminarse al Puerto de Calpe y Jenofonte marchó tras ellos. Para cuando llegaron, Quirísofo y sus hombres estaban ya allí, y, en una muestra de unidad, los tres contingentes se saludaron como hermanos. Sin embargo, la muerte de Quirísofo al cabo de uno o dos días dejó al mando de su contingente a Neón, que siempre se había mostrado hostil a Jenofonte. Los problemas internos del ejército no habían terminado.
No mucho después de Ereğli, bajando por la costa hacia el sudoeste, los acantilados dan paso a unas exuberantes colinas bajas, y los bosques agrestes son sustituidos por plantaciones de avellanos. (La llanura arenosa y considerablemente amplia, salpicada hoy día de apartamentos de veraneo, es en gran parte el resultado de un proceso geológico más reciente.) La fertilidad del territorio y la reunificación del ejército reavivaron los sueños colonizadores de Jenofonte, y cuando años más tarde se dispuso a poner por escrito sus recuerdos sobre el Puerto de Calpe, adoptó un tono nostálgico y procuró que su descripción resaltara todas las características que sus lectores coetáneos podían soñar para una colonia. Era defendible y autosuficiente (la zona rural del interior inmediato es, sin duda, un paraíso agrícola en pequeño), y tenía posibilidades de prosperar proporcionando madera a las flotas:
El Puerto de Calpe está a mitad de camino para los que navegan desde Heraclea a Bizancio. Hay un promontorio que se adentra en el mar. La parte que desciende hasta el mar es una roca escarpada, su altura en la parte más pequeña no es inferior a veinte brazas. El istmo que une el promontorio con la tierra firme tiene unos cuatro pletros [90 metros] de anchura y el espacio que abarca el istmo tiene capacidad para albergar a diez mil hombres. El puerto está a pie de la roca, con la playa mirando a poniente. Hay una fuente de agua dulce y que mana abundantemente al lado mismo del mar, dominada por el promontorio. En el mismo litoral hay muchos árboles de todas clases, muy abundantes y hermosos, adecuados para construir naves. La montaña se extiende tierra adentro hasta unos veinte estadios, es terrosa y no tiene piedras. La parte que está junto al mar, en una extensión superior a veinte estadios, está cubierta de espesos bosques con grandes árboles de toda especie. El resto del país es hermoso y amplio, y hay en él muchas aldeas habitadas, pues la tierra produce cebada, trigo, legumbres de todas clases, zahína, sésamo, higos suficientes, muchas viñas, vino agradable y todo lo demás, excepto olivos