25.

Cuál es el significado de un sueño tal, es posible conocerlo por lo que sucedió después del sueño. Y ocurrió lo siguiente. Tan pronto como despertó, se le ocurrió en primer lugar esta idea: «¿Por qué estoy acostado? La noche avanza. Y con el día es lógico que los enemigos vengan. Si caemos en manos del Rey, ¿qué impedirá que nosotros, después de haber visto todo lo más penoso, después de haber sufrido todo lo más terrible, muramos ignominiosamente? Mas, de cómo nos defenderemos, nadie se prepara ni se preocupa, sino que continuamos acostados, como si pudiéramos permanecer inactivos. Por consiguiente, respecto a mí, ¿de qué ciudad espero que acuda el general que hará lo necesario?, ¿a qué edad espero llegar? Porque yo, al menos, ya no llegaré a viejo, si hoy me entrego al enemigo».

Es evidente que Jenofonte decidió, por motivos humanos, dar a un sueño ambiguo una interpretación optimista. Por lo que respecta a los sacrificios ofrecidos en el Puerto de Calpe, en Bitinia, resulta difícil creer que ocho de ellos seguidos produjeran advertencias tan poco ambiguas —unos órganos contrahechos o enfermos o, incluso, inexistentes; unas llamas que remolineaban de forma amenazadora; demasiada sangre, o demasiado poca— como para que los adivinos insistieran terminantemente en que las tropas no debían moverse de su posición. En algún momento tuvieron que haber dicho a Jenofonte: «Bueno, las cosas no presentan demasiado buen aspecto, pero quizá seas capaz de arriesgarte». Sin embargo, Jenofonte no sacó a sus hombres en ningún momento.

Cuando se dispuso a poner por escrito aquel suceso, decidió presentar su firme negativa como un ejemplo de buen liderazgo: un buen general debe obedecer siempre a los dioses. Las páginas de los escritos de Jenofonte están plagadas no sólo de consejos religiosos tradicionales y héroes piadosos, sino también, con cierto mal gusto, de muchos ejemplos del tipo de: «Ya os lo decía yo», sobre cómo se tuercen las cosas para quienes ignoran a los dioses. En el caso recién mencionado, uno de los compañeros de Jenofonte en el mando, un hombre por el que sólo sentía desprecio, ignoró los augurios y, buscando la popularidad, sacó a 2.000 hombres para llevar a cabo una expedición de pillaje: una cuarta parte no regresó nunca, y los hombres de Jenofonte se enfrentaron unos días después —cuando los dioses habían dado permiso para realizar una batida— a la atroz tarea de enterrar los cuerpos en descomposición de sus camaradas.

Jenofonte fue siempre un hombre práctico, y su religión se orientaba también a la obtención de resultados. No se trataba sólo de que los dioses eran quienes otorgaban las cosas buenas. Con una sutileza superior, Jenofonte hace hincapié a lo largo de toda la Anábasis en el hecho de que la observancia religiosa suelda el ejército dándole unidad e incrementa la moral. Los hombres cantan normalmente el peán a Apolo antes de la batalla, celebran su (aparente) seguridad con juegos en honor de los dioses, acuerdan por unanimidad dedicarles una parte de los despojos, y, cuando el comportamiento de unos pocos ha hecho recaer la culpa colectiva sobre el conjunto del ejército, acceden a someterse a una purificación masiva. Estos actos (se podrían aportar otros ejemplos) constituyen momentos de alegría en medio de unas situaciones que son, por lo demás, sombrías, peligrosas y complicadas. Jenofonte, rodeado por la inestabilidad durante su juventud, se aferró a algo que parecía ofrecerle un fundamento seguro. En su obra se refleja cierta tristeza, cierta nostalgia por los valores de una época pasada.

JENOFONTE Y SÓCRATES

La educación infantil de Jenofonte no pasó de ser meramente aceptable, y en algún momento de la década del 400, en sintonía con el nuevo clima reinante en Atenas a finales del siglo V, se unió al círculo compuesto mayoritariamente por jóvenes privilegiados que se consideraban seguidores de Sócrates. La tradición anecdótica conserva una bonita historia sobre el primer encuentro de Jenofonte con Sócrates que concuerda con los relatos de conversión de todas las épocas. Jenofonte caminaba por una de las callejas de Atenas, y Sócrates le cerró el paso, entabló conversación con él y le preguntó dónde podían comprarse en la ciudad diversos artículos triviales. Jenofonte respondió cortés a todas las preguntas del anciano. Al final, Sócrates le preguntó: «¿Y dónde se puede adquirir la bondad?». Cuando el joven Jenofonte le miró desconcertado, Sócrates le dijo: «Sígueme y lo descubrirás»26.

Uno de los principales aspectos que diferenciaba a Sócrates de sus primos los sofistas (según podemos deducir de los escritos fuertemente sesgados de los discípulos de Sócrates) era que, aunque también él enseñaba a sus seguidores a cuestionar la tradición, iba más lejos que ellos en el intento de asentar la moralidad sobre unos cimientos nuevos y racionales. Según su pensamiento, tras un periodo de crisis como la que afectó a Atenas al final del siglo V, la moralidad sólo puede reconstruirse sacando a la luz unos principios básicos. Sobre todo, si Jenofonte aprendió enseguida de Sócrates el ideal de autosuficiencia construida sobre la autodisciplina fue, en particular, porque le resultó fácil armonizar aquel concepto de virtud con los valores espartanos que admiraba cada vez más. Así, todos sus héroes, al menos según aparecen reflejados en sus escritos, se caracterizan por ese ideal. Muchos de los seguidores de Sócrates abrigaban inclinaciones filoespartanas o eran sospechosos de tenerlas. El comediógrafo Aristófanes los describía como unos hippies: «Por aquellas fechas todos andaban locos con Esparta: se dejaban el pelo largo, se mataban de hambre, no se lavaban y socratizaban»27. El pelo largo al estilo espartano se convirtió en Atenas en la moda característica de la clase social a la que pertenecía Jenofonte. Sin embargo, el vínculo entre Sócrates y Esparta era en realidad tenue: nunca animó a sus seguidores a aprobar la cultura o la política del enemigo, pero tuvo la mala fortuna de atraer a miembros de la clase alta, que eran precisamente quienes se sentían menos satisfechos con las instituciones democráticas atenienses y contemplaban con cierta envidia la organización menos igualitaria y más estructurada de Esparta. Estaban mentalmente dispuestos a traducir a términos políticos triviales cualquier filosofía que subrayara la importancia de la disciplina.

En el año 399, en uno de los juicios más tristemente famosos de la historia del mundo, uno de los tres acusadores de Sócrates fue un destacado demócrata: el juicio, precedido por una oleada de panfletos de inspiración política que denunciaban al filósofo, tuvo, sin duda, una lectura igualmente política. Al cabo de sólo cincuenta años, más o menos, el orador ateniense Esquines pudo decir descaradamente que los atenienses habían condenado a muerte a Sócrates por haber sido el maestro de un oligarca sanguinario como Critias28.

El propio Sócrates no escribió nada, y debido a su manera de abordar asuntos filosóficos y políticos —planteando, sobre todo, preguntas, más que dándoles respuestas definitivas— resulta difícil ubicar su posición política. Sin embargo, no hay duda de que cuestionó la falta de profesionalidad de la política democrática ateniense, en especial el recurso al sorteo, y no a la consideración de la capacidad, para la elección de mandos militares. El sistema legal, con sus jurados masivos, la falta de jueces y abogados, los discursos cronometrados y unas leyes formuladas con vaguedad, era también defectuoso, y en cierto momento Platón pone en boca de su Sócrates un comentario irónico: si alguna vez llegase a ser procesado, dice, «mi juicio se parecerá a la acusación de un médico presentada por un fabricante de caramelos ante un jurado de niños»29. Sócrates pensaba, no obstante, que, aunque podía perfeccionarse, la democracia ateniense era mejor que la mayoría de las constituciones; si no criticó la sociedad espartana era porque vivía en Atenas y le interesaba mejorar a sus conciudadanos.

Pero en sintonía con la mentalidad bipolar de su época, algunos de sus enemigos interpretaban sus críticas a Atenas como una aprobación de Esparta. El problema radicaba en que varios de sus amigos lo entendían también así.

Sócrates fue acusado de no reconocer a los dioses del Estado, introducir dioses nuevos y corromper a la generación más joven de Atenas. Pero al margen, incluso, de las cuestiones religiosas mencionadas en los cargos, el juicio tenía una lectura religiosa. Las sociedades tradicionales como la Atenas del siglo V, donde la religión impregnaba la vida civil, son tristemente famosas por su paranoia frente al inconformismo. El corolario de la creencia tradicional según la cual una sociedad piadosa será próspera, es que un Estado con un número significativo de individuos impíos podría no prosperar. Atenas acababa de perder una guerra desastrosa; Sócrates fue el principal chivo expiatorio. Su enjuiciamiento respondió no sólo a su amistad concreta con conocidos enemigos de la democracia, como Critias y Alcibíades, sino también a los traumas de la historia reciente de Atenas. Sócrates pasaba por ser la personificación de la corrupción moral, que había socavado el estilo de vida ateniense. Aristófanes lo había retratado exactamente así veinte años antes en Las nubes, su obra cómica maestra.

El juicio de Sócrates fue un momento clave. Ninguna de las acusaciones habría tenido mucho sentido un poco más tarde. La religión griega se había mostrado siempre mentalmente abierta a nuevas divinidades —a fin de cuentas, hasta los dioses más conocidos eran en definitiva incognoscibles y se presentaban bajo títulos distintos y cultos diversos—, y al cabo de poco tiempo, por influencia de los mercenarios que regresaban del extranjero y, luego, del cosmopolitismo helenístico, el Estado comenzó a aprobar la introducción generalizada de dioses extranjeros; además, la desintegración de los valores significaba que la generación más joven no era la única «corrompida» por las ideas nuevas.

La cuestión central del juicio de Sócrates fue el viejo conflicto entre el individuo y el Estado. Era generalmente sabido que Sócrates recibía mensajes directos de los dioses, y aunque muchos atenienses habrían aceptado encantados el carácter sagrado de aquella experiencia, el problema era que el vínculo de Sócrates con la divinidad no tenía carácter público. Fueran quienes fuesen el dios o los dioses con los que se hallaba en contacto (Sócrates habría dicho que se trataba de Apolo), no estaban al alcance de la veneración o la comunicación públicas, no se podía influir en ellos por los medios habituales (oración, sacrificio y ofrendas), y no mostraban interés por el bienestar de nadie, fuera de Sócrates y su círculo inmediato. En el momento de su juicio, el individualismo era aún profundamente sospechoso, tanto por motivos religiosos como políticos, pero al cabo de treinta 0 cuarenta años, las formas de culto privadas y personales acabaron siendo mucho más aceptables. Sócrates no fue sólo un personaje de transición él mismo, sino que transmitió esta actitud a sus seguidores, incluido Jenofonte, quien llegó a considerar las experiencias del ejército durante la retirada de Babilonia como un reflejo del abandono general de las supuestas certezas del siglo V para abrazar el relativismo del siglo IV.

JENOFONTE DEJA ATENAS

La inestabilidad de la educación de Jenofonte dio fruto en su trascendental decisión de dejar Atenas cuando tenía unos veintisiete años y acompañar a su huésped y amigo beocio Próxeno, de la oligárquica Tebas, en su viaje al este con Ciro. El concepto de «amistad entre huéspedes» o «vínculo de hospitalidad» es traducción del griego xenía, palabra que designa una especie de amistad hereditaria y ritualizada entre aristócratas de comunidades diferentes. Jenofonte consultó a Sócrates, su gurú y mentor, acerca del plan:

Sócrates —temiendo que la ciudad [las autoridades de Atenas] le pudiera reprochar a Jenofonte el convertirse en amigo de Ciro, puesto que, al parecer, Ciro había colaborado resueltamente con los lacedemonios en la guerra contra Atenas— aconseja a Jenofonte ir a Delfos a consultar al dios a propósito del viaje. Fue Jenofonte y preguntó a Apolo a qué dios debía ofrecer sacrificios y plegarias para realizar, de la manera más provechosa y en óptimas condiciones, el viaje que tenía en proyecto y para volver sano, después de haber triunfado en su misión. Y le indicó Apolo los dioses a los que debía ofrecer sacrificio. Y una vez que regresó, contó a Sócrates el oráculo. Y éste, después de escucharlo, le censuró que no hubiese preguntado en primer lugar si era mejor para él emprender el viaje o quedarse, sino que, habiendo decidido personalmente que debía ir, se limitara a informarse sobre la manera más provechosa de realizar el viaje. Sin embargo, dijo, ya que has preguntado en esos términos, conviene que hagas cuanto el dios te ha ordenado. Jenofonte, después de haber ofrecido así los sacrificios a los dioses indicados por Apolo, se hizo a la mar, y se encontró en Sardes con Próxeno y Ciro, que estaban a punto ya de partir