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Los griegos dejaron con cierta desgana la calidez de las aldeas trogloditas y sus abundantes provisiones de vino y comida, pero se llevaron al jefe como guía y a su hijo como rehén mientras seguían hacia el norte a través de Armenia. La marcha no era más fácil y los ánimos se encrespaban a medida que el agotamiento minaba la contención. Nueve días y unos 225 kilómetros después alcanzaron una cadena montañosa con un paso ocupado contra ellos por una fuerza conjunta de cálibes, fasianos y taocos. En vez de arriesgarse a combatir en la estrecha garganta, siguieron la propuesta de Jenofonte y enviaron una fuerza durante la noche para ocupar otra parte de la montaña. Al amanecer del día siguiente, atacaron al enemigo de frente y desde un flanco al mismo tiempo y no tardaron en derrotarlo. Como habían hecho con los carducos, aprovecharon para su propia ventaja las condiciones del terreno.
Cinco días después fueron detenidos de nuevo, en este caso por un fortín de los taocos situado, probablemente, en algún punto de las montañas Kargapazari, al nordeste de Erzerum. A Jenofonte se le ocurrió una inteligente estratagema para agotar los proyectiles de los enemigos —simples piedras y peñascos arrojados desde lo alto de una tosca muralla que colgaba sobre un desfiladero— tentándoles con blancos aparentemente fáciles. A continuación, los griegos penetraron en el fortín sin grandes esfuerzos. Los taocos estaban protegiendo a sus mujeres y sus niños, apiñados en un extremo de la muralla defensiva. A medida que se acercaban, los griegos vieron con espanto cómo las mujeres comenzaban a arrojar a sus hijos al desfiladero. Una vez muertos todos los niños, las mujeres saltaron seguidas por los hombres. ¿Qué pánico o qué presentimiento indujo a los taocos a lanzarse al vacío? ¿Eran los griegos tan terribles? Un oficial griego intentó impedir que un hombre especialmente bien vestido se arrojara al abismo, no tanto por razones humanitarias cuanto por la perspectiva de conseguir unos ropajes y unas joyas valiosas, pero cayó y perdió la vida junto con su prevista víctima. Los griegos, desesperados, superaron pronto su consternación y repusieron sus provisiones en la fortaleza ya sin defensores.
El viaje de invierno al norte de la encrucijada de Cizre fue, con mucho, la etapa más ardua de la retirada de Jenofonte. Los giros y vueltas de la ruta de los cirianos estuvieron dictados no sólo por las exigencias que imponía aquel terreno formidable, sino también porque, a veces, se encontraban más o menos perdidos, eran desencaminados por alguno de sus guías o descubrían que el itinerario preferido estaba bloqueado por la nieve o por tribus hostiles. Los griegos perdieron un gran número de combatientes no sólo por los proyectiles enemigos, contra los cuales podían, al menos, tomar medidas defensivas, sino por el clima despiadado, que debió de haberse cobrado aún más vidas entre los no combatientes, que eran siempre las primeras víctimas de aquellas condiciones. Unos trescientos cincuenta años más tarde, en el 36 a. C., mientras un ejército romano mucho mejor pertrechado moría de hambre y era hostigado por los partos casi en la misma región del mundo, su general, Marco Antonio 93, rindió homenaje a la resistencia de los Diez Mil. He recorrido una gran parte de esa ruta en la comodidad de un Land Rover moderno en otoño, y no en invierno, e incluso en esa época del año el avance resultaba penoso en cuanto dejaba las carreteras asfaltadas. Los hombres de Jenofonte fueron unos tipos duros.
Por mera casualidad, el ejército mercenario tenía el tamaño exactamente adecuado: una fuerza menor podría haber sido vencida por uno de los muchos adversarios a los que se enfrentó; otra mayor habría tenido menos movilidad y mayores dificultades para encontrar provisiones suficientes. Pero Jenofonte, más que reconocer la capacidad de resistencia o la buena suerte, atribuye el éxito de los griegos a un buen liderazgo y a la consiguiente capacidad de colaboración. Uno de los diversos matices que caracterizan su relato —que es algo más, o quizá menos, que una descripción histórica franca y objetiva— es la importancia que concede a su propia destreza como líder, por contraposición, habitualmente implícita, con la del resto de los generales. Estas insinuaciones encajan a la perfección en algunas observaciones más teóricas acerca del liderazgo expuestas en otros pasajes de su extensa obra escrita, lo cual nos permite comenzar a ver que la Anábasis es un texto sutilmente estratificado —«pretenciosamente sencillo», por emplear la paradoja perspicazmente acuñada por Lawrence de Arabia94. Desde el momento de la detención de los generales, Jenofonte aparece siempre en primer plano, animando a los soldados individualmente o en conjunto, tomando la iniciativa en los consejos de oficiales y demostrando que era, en general, un dirigente capaz. El liderazgo es un tema recurrente en las obras de Jenofonte y fue una cuestión vivamente debatida en el siglo IV, por las fechas en que escribía nuestro autor. Jenofonte expuso en varios libros una de sus intuiciones más importantes: la existencia de paralelismos entre las distintas formas de organización social —un Estado, un ejército, un grupo de trabajadores, un hogar—, y de semejanzas en las cualidades requeridas para dirigirlas. En la Anábasis intercala digresiones para ofrecernos esbozos de caracteres de líderes como Ciro o Clearco, especialmente en forma de notas necrológicas. En conjunto, esos esbozos revelan las reflexiones de Jenofonte sobre el liderazgo: todos los líderes, incluido él mismo, son objeto de un retrato o, al menos, de una aparición fugaz que nos ayudan supuestamente a trazar las cualidades del líder ideal o reconocer las de los malos dirigentes.
Jenofonte consideraba que el ingrediente esencial de un mando acertado era el conocimiento:
Sócrates decía [con la aprobación de Jenofonte] que no son reyes y gobernantes los que llevan el cetro ni los que han sido elegidos por quienquiera que fuese, ni los que han alcanzado el poder a suertes, por la violencia o el engaño, sino los que saben gobernar