JENOFONTE TOMA EL MANDO

Al amanecer del día siguiente del combate, los mercenarios griegos se enteraron de la noticia: Ciro había muerto, se había perdido la batalla y las tropas asiáticas del pretendiente habían huido o desertado. Los griegos estaban aislados, eran extranjeros en una tierra extraña, se encontraban a unos tres mil kilómetros de su patria rodeados por miles de aquellos mismos hombres a quienes acababan de intentar aniquilar. Como su caravana de bagajes había sido saqueada, se hallaban escasos de suministros y tendrían que competir en condiciones desfavorables con los propios persas por unos recursos exiguos; no tenían prácticamente ningún jinete para luchar contra la caballería persa; en aquellos días sin mapas ni brújulas se hacían poca idea de cómo llegar a casa o a cualquier otro lugar seguro. Eran como una gallina recién decapitada abocada a tambalearse dando traspiés durante un tiempo; antes de caer muertos, perderían a sus hombres como en una sangría.

La derrota propició un cambio en las motivaciones de los mercenarios. El único deseo de muchos de ellos había sido enriquecerse y regresar al hogar, al lado de sus familias; pero otros muchos —aquellos que ya habían sido desarraigados por su dedicación a la vida mercenaria o por un destierro voluntario o forzoso de sus ciudades natales— se habían sentido atraídos por la perspectiva de quedarse en Oriente y continuar al servicio de Ciro una vez que hubiese ocupado el trono de Persia, o fundar, incluso, una colonia en algún lugar. El propio Ciro les había tentado con esas posibilidades. Cuando, antes de iniciar la campaña, apeló a los espartanos pidiéndoles ayuda (demanda que tuvo como efecto el envío de Quirísofo y sus setecientos hoplitas), prometió que «daría caballos a todos los hombres que acudieran como soldados de a pie, carros a quienes se presentaran como jinetes, pueblos a quienes fueran dueños de fincas y ciudades a quienes poseyeran pueblos»71. Luego, en la arenga anterior a la batalla pronunciada ante los oficiales griegos, el príncipe reconoció de nuevo los dos motivos que habían llevado a los mercenarios al este. Y terminó diciendo: «Si vosotros os comportáis como hombres y mis asuntos consiguen éxito, yo haré que aquel de vosotros que desee regresar a su patria, regrese envidiado por sus compatriotas; aunque creo que muchos escogerán hacer su fortuna junto a mí antes que buscarla en su patria»72. Ahora carecían por completo de esa red de seguridad económica, y la realidad de la derrota había disipado los sueños de un espléndido futuro. Las fuerzas mercenarias dependían enteramente de sus pagadores, pero, de pronto, aquellos griegos se encontraban desposeídos de cualquier situación legal; se habían convertido en un ejército vagabundo de irregulares que no eran ni siquiera mercenarios y cuyo único objetivo se limitaba a mantenerse a salvo. La muerte de Ciro dio vida a sus peores temores y redujo a la insignificancia cualquier propósito que no fuera el de mera supervivencia, desplazándolo a la periferia de su interés. Los temas de las conversaciones en torno a los fuegos de campamento eran cada vez más el hogar y sus comodidades o, por lo menos, su seguridad.

Sin embargo, su primer pensamiento fue el de seguir siendo creadores de reyes. Si no podían colocar a Ciro en el trono de Persia, lo harían con su tío, Arieo. Pero Arieo, que había huido hasta alejarse unos veinte kilómetros del campo de batalla, aludió sensatamente al escaso apoyo que recibiría de la nobleza persa; había muchos con mejores derechos al trono que él; y aunque lograran derrotar a Artajerjes y sus sátrapas, era difícil que pudiese contar con una lealtad que le garantizase su seguridad.

Entretanto llegaron mensajeros enviados por Artajerjes para exigir la rendición de los griegos. El único rayo de luz fue que el rey parecía seguir considerándolos una fuerza con la que había que contar, por lo cual se negaron a deponer las armas. Cleanor de Orcómeno se hizo eco en tono desafiante de la famosa réplica de Leónidas a Jerjes antes de la batalla de las Termópilas, en el 480. Cuando el rey persa exigió a los espartanos que entregaran sus armas, Leónidas le dijo: «Ven y tómalas». Pero en el caso de Cleanor se trataba sólo de una bravata. Esperaban un ataque en cualquier momento; los nervios de los soldados estaban tensos, y el campamento lleno de rumores y falsas alarmas. Muchos cirianos se sentían lo bastante desesperados como para pensar en desertar, aunque al final, tras aquella horrible jornada, sólo se escabulleron durante la noche cuarenta jinetes tracios y unos trescientos peltastas.

En aquellas circunstancias, la opción más prudente era la unidad, y los griegos marcharon al lugar donde Arieo, herido, había instalado su campamento. Los caudillos de los dos cuerpos se prometieron lealtad mutua con los juramentos más solemnes y vinculantes, incluido el sacrificio de un loro, un jabalí, un carnero y un lobo. La unidad futura era posible y deseable al mismo tiempo, y los griegos confiaron menos en los comandantes particulares que les habían guiado hasta entonces en contingentes separados y más en Clearco, quien, para disgusto de Menón, apareció como el único general con experiencia suficiente para ganarse la confianza de los hombres y obtener el puesto no oficial de comandante en jefe. Dada su condición de soldados profesionales, tras haber rechazado la idea de rendirse, su siguiente pensamiento fue ofrecerse a Artajerjes para servir como mercenarios en el Egipto sublevado. Pero, aunque en un momento posterior de su reinado contrató a griegos para realizar precisamente esa tarea, era difícil que Artajerjes pudiese emplear a los mismos soldados que acababan de poner en peligro su trono, por lo cual los rechazó con firmeza.

Por más que Clearco se esforzara por presentar un cuadro favorable de su situación, la realidad era desalentadora. Arieo y Artajerjes habían desdeñado sus ofertas y su única opción era emprender una retirada difícil y peligrosa. No podían regresar por la ruta directa que habían tomado, pues habían agotado las limitadas provisiones disponibles en ella, pero confiaron en que Arieo les mostrara un trayecto alternativo hacia su hogar. Así pues, partieron hacia el norte en formación de combate y a sabiendas de que, aunque Tisafernes y Artajerjes se habían retirado al otro lado del Tigris, un considerable número de enemigos se hallaba a corta distancia.

Sin embargo, la reputación de ser un ejército formidable seguía actuando a su favor. A la mañana siguiente los abordó una delegación persa con poderes para negociar una tregua. Clearco aceptó un cese de las hostilidades con tal de que se les condujera a algún lugar donde pudiesen satisfacer su urgente necesidad de avituallamiento. Los persas accedieron y les llevaron hasta un puñado de pueblos de adobe con almacenes y productos alimenticios suficientes para una estancia prolongada, incluso en el caso de un ejército tan enorme. Tres días más tarde apareció otra delegación con poderes todavía mayores encabezada por el propio Tisafernes. El futuro de los cirianos dependía absolutamente de la habilidad que sus oficiales al mando pudieran demostrar en la mesa de negociación.

Tisafernes dio a entender a los griegos que había dedicado el tiempo pasado con Artajerjes a aplacar la hostilidad del rey hacia los griegos. Les produjo la impresión de ser su única esperanza de salvación y de que sólo él podía contener al soberano y a los demás persas de alto rango, cuyo deseo era, sencillamente, aniquilarlos. Los griegos alegaron que no habían sabido que Ciro pretendía atacar al rey hasta que fue demasiado tarde para volverse, y recurrieron a la justificación habitual en tiempo de guerra de que se limitaban a cumplir órdenes. Aquellas débiles excusas habrían dejado frío al rey si éste y Tisafernes no hubiesen trazado ya sus planes para el futuro inmediato, y al cabo de un par de días Tisafernes regresó afirmando que tenía permiso para conducir a los griegos de vuelta a casa. ¿Era aquél el antiguo archienemigo de Ciro? Los griegos deberían haber sido más precavidos.

Los griegos y Tisafernes llegaron a un acuerdo por el que los persas prometían guiarlos de regreso a Grecia sin traiciones, y que o bien les venderían provisiones, o, cuando no hubiera mercados disponibles, les permitirían realizar alguna incursión. Los griegos por su parte hicieron la promesa de atenerse estrictamente a aquellas condiciones —es decir, prometieron no tratar como territorio hostil las comarcas por donde pasaran—. A la inmensa mayoría de los soldados de tropa no les quedaba apenas nada del dinero que les había dado Ciro unas semanas antes en los Llanos del Caístro para poder comprar comida, pero sus oficiales tenían pocas opciones. Cualquier posibilidad que no fuera la de acceder a aquellas condiciones resultaba inconcebible.

Tisafernes y Artajerjes marcharon en ese momento a Babilonia para realizar consultas y distribuir recompensas y castigos después de la batalla. Tisafernes recibió como esposa a una de las hijas del rey y fue elevado al rango de comandante supremo de Asia Menor —el puesto dejado vacante por la muerte de Ciro—. Aunque había dado a entender que estaba de parte de los griegos, Tisafernes se había dedicado a planear su total aniquilación. En los pueblos donde se estaba ofreciendo sustento a los cirianos, sus agentes procuraron sobornar a Arieo y sus oficiales prometiéndoles el perdón si se volvían contra los griegos. Arieo tendría que conculcar su juramento de lealtad a los griegos, pero se hallaba en una posición insostenible. ¿Qué sería de él si seguía siendo su aliado? Por lo que todos sabían, los griegos planeaban regresar a su patria y dispersarse, tras lo cual Arieo quedaría aislado en territorio hostil. Dado que le habían ofrecido el trono de Persia, es posible que acariciara la idea más modesta de instalarse en algún lado con su ayuda. Pero el rey atajó cualquier plan de esas características y le recompensó por su traición con la rica satrapía de Frigia Mayor, a pesar de que anteriormente sólo había sido gobernador de la Frigia Helespóntica.

Si hemos de creer a Ctesias 73, a pesar de su evidente tendencia a narrar historias truculentas y melodramáticas, Parisátide lloró la muerte de Ciro, su favorito. Retó al rey a una partida de dados, y su recompensa por haber ganado consistió en el derecho a hacer lo que quisiera con el hombre que había cercenado los miembros de su hijo. La reina ordenó desollarlo vivo y, luego, crucificarlo, con la piel colgando de otra estaca clavada a su lado —pero sólo se trataba de un esclavo, un eunuco—. Los persas eran expertos en torturas salvajes, especialmente por crímenes contra el rey o algún miembro de la familia real. Como castigo por haber mentido sobre su cometido en la batalla, Artajerjes hizo que uno de sus nobles fuera tendido y amarrado al banco de una barca, desnudo pero envuelto en unos trapos sueltos; se le alimentó a la fuerza y se le untó el rostro con miel. Las moscas, atraídas por la miel y, en su debido momento, por las heces del condenado, pusieron en él sus huevos. Las larvas tardaron diecisiete días en matarlo.

EL APRESAMIENTO DE LOS GENERALES

Pasaban los días y las semanas y los griegos se inquietaban, pero Clearco se negó a permitirles moverse para evitar que su movimiento se interpretara como una actividad hostil. Al igual que a los demás griegos, le preocupaba el flujo de visitantes persas que acudían al campamento de Arieo, pero Tisafernes le había dado su palabra y se había ligado mediante juramentos. Una de las cosas que todo griego sabía acerca de los persas, de oídas o por haber leído a Heródoto 74, era que, en su infancia, los nobles persas aprendían sobre todo tres cosas: a disparar con arco, a montar a caballo y a ser honrados. La religión zoroástrica (basada en la fe más que en las actividades rituales, lo cual constituía una rareza en aquella época) situaba en polos diametralmente opuestos la Justicia y la Falsedad. Las promesas, los juramentos y los pactos se respetaban de manera especial: la palabra dada por una persona era sagrada; y los castigos reservados a quienes quebrantaban un juramento, terribles. Aunque esto debería haber tenido como efecto un comportamiento recto, los reyes y hasta los sátrapas consideraban que habían sido elegidos en particular por Ahuramazda, lo cual solía significar que entendían por Justicia todo cuanto hacían, e interpretaban como contraria a ella cualquier cosa que hiciesen sus enemigos. El mundo, el universo entero, era un campo de batalla donde se desarrollaba la lucha entre el bien y el mal, y las familias reales, por su calidad de instrumentos elegidos de Ahuramazda, sólo podían obrar bien.

Durante su larga espera a que Tisafernes volviese de Babilonia, los griegos se mantuvieron bien sobre el terreno. Aquella región aluvial era una de las comarcas más fértiles de la llanura mesopotámica, que se extiende sin interrupción desde el golfo Pérsico hasta las estribaciones de las montañas kurdas, y su fertilidad natural estaba y sigue estando acrecentada por un sistema de canales que aprovechan la diferencia de altitud entre el Éufrates y el Tigris, situado en una cota más baja. Los griegos comían bien y reponían sus reservas con cebada, dátiles y ajos, vino, aceite de sésamo y queso agrio. Quienes disponían de dinero pudieron haber comprado ropa de lino para sustituir sus prendas gastadas, y los previsores encontraron, quizá, pieles de oveja y calzado fuerte para mantenerse calientes durante el invierno. Pero la larga demora suponía una presión mayor para quienes tenían poco o ningún dinero: Tisafernes les estaba apretando las tuercas.

Tisafernes regresó pasadas tres semanas. Él y Orontas, el sátrapa de Armenia, iban a escoltar a los griegos de vuelta a Asia Menor, mientras conducían sus propias tropas hasta sus respectivas satrapías. Así pues, emprendieron rumbo al norte. Arieo no mantenía ya ni siquiera la apariencia de estar de su lado, sino que marchaba y acampaba con Tisafernes y Orontas. En un primer momento, Tisafernes les hizo cruzar el Tigris hasta la orilla oriental. El pretexto fue, sin duda, la existencia de un camino más fácil en la planicie regular que se extendía al este o de pueblos bien surtidos, pero lo cierto es que, si decidían volver hacia el oeste y tomar la ruta más directa de regreso a Asia Menor, aquel camino les obligaría a cruzar dos grandes ríos. Pero en esa fase temprana de la marcha hacia el norte a través de Babilonia y Media, los griegos pensaban que no tenían más opción que aceptar la guía de Tisafernes.

La tensión fue en aumento mientras los dos ejércitos avanzaron durante muchos días con extrema cautela, cubriendo 400 kilómetros en una horrible farsa en la cual se comportaron como el gato y el ratón. De vez en cuando, la competencia por ciertos recursos como la leña para hacer fuego provocaba enfrentamientos a golpes entre los hombres de los campamentos contrarios, pero aquellos incidentes no llegaron a provocar nunca un descontrol. Entretanto, Clearco aprovechaba cualquier oportunidad para disuadir a los persas de atacar desplegando el ejército griego en formaciones formidables, pero durante un tiempo no fue consciente de que el mayor peligro se hallaba más cerca. Menón había sido seducido por Arieo, quien fue recompensado en ese momento para que traicionara a los griegos.

A medida que marchaban hacia el norte siguiendo el curso del Tigris y atravesando sus afluentes, Menón comenzó a pasar cada vez más tiempo con Arieo. El sexo era el aspecto menos significativo de su relación. Arieo, siguiendo órdenes de Tisafernes, se afanaba en avivar los celos de Menón hacia Clearco. El sátrapa frigio organizó incluso un encuentro entre Menón y Tisafernes: al margen de lo que hubieran hablado, Menón salió del encuentro con la clara impresión de que, si podía socavar la posición de Clearco, Tisafernes lo elevaría al mando supremo de los mercenarios griegos y le encontraría un empleo.

El siguiente paso de Menón consistió en atraer a Próxeno a su causa con la oferta de nombrarlo comandante principal bajo su liderazgo. Próxeno era una de esas personas cuyas ambiciones superan su capacidad y resultó fácil convencerlo. A partir de ese momento, Menón actuó de manera menos subrepticia y se ganó la lealtad de otros contingentes del ejército con el argumento de que le apoyaban Arieo y Tisafernes, mientras que Clearco seguía siendo hostil a los persas. Si tenían como jefe a Clearco, argumentaba Menón, la guerra con Tisafernes sería inevitable antes o después; sin embargo, si lo aceptaban a él como líder, podrían conjurar el peligro y conseguir un empleo bien remunerado. Para entonces, Clearco era consciente, por supuesto, de los manejos de Menón, y aunque sus hombres seguían siéndole leales, tomó medidas para contrarrestar la creciente influencia de éste y su declarada rivalidad.

Cuando los ejércitos se detuvieron en la confluencia del Tigris con el Zab Mayor (el antiguo Zapatas, no muy al sur de la ciudad asiria de Nimrud, entonces en ruinas), Clearco concertó una reunión con Tisafernes. El pretexto fue un intento de rebajar la tensión potencialmente explosiva existente entre ambos ejércitos, pero Clearco aprovechó la oportunidad para intentar frustrar los planes de Menón: insistió ante Tisafernes diciéndole que sólo él podía controlar a los griegos, y al mismo tiempo volvió a ofrecérselos como mercenarios para un posible empleo. También que los griegos estaría a su disposición para ayudarle si el propio Tisafernes abrigaba ambiciones de ser rey. Tisafernes hizo creer a Clearco que aquella idea le agradaba aludiendo a un aspecto arcano del protocolo de la corte persa: «Sólo al rey —dijo— le es lícito llevar la tiara derecha en la cabeza, pero en el corazón, con vuestra presencia, posiblemente también otro podría llevarla fácilmente»75. Clearco marchó por la resbaladiza senda de las palabras de Tisafernes. Los espartanos eran famosos por su temor a dios y su carácter supersticioso, y Tisafernes había afirmado elocuentemente su adhesión a los juramentos que se habían prestado mutuamente. Clearco quedó convencido, y Tisafernes fue capaz de avanzar con rapidez hasta rematar la jugada. Propuso otra reunión, a la que, además de Clearco, asistirían todos los principales oficiales griegos. En aquella reunión, dijo Tisafernes a Clearco, le informaría de quiénes eran los agitadores (es decir, confirmaría sus sospechas acerca de Menón y Próxeno), y Clearco le correspondió prometiendo contarle qué oficiales griegos seguían negándose a confiar en los persas. Tisafernes sabía que, con el fin de demostrar que era él quien estaba al mando, Clearco se esforzaría lo más posible por convencer incluso a los oficiales griegos reticentes para que asistieran; también sabía que podía contar con que Clearco tendría el apoyo entusiasta de Menón y Próxeno, quienes esperaban que Tisafernes utilizase la asamblea para elevarlos al mando supremo de los mercenarios.

Al final acudieron a la reunión cinco de los ocho generales acompañados por veinte comandantes de compañía de un total de 120. Mientras los comandantes de compañía esperaban fuera, Clearco, Menón, Próxeno, Agias y Sócrates entraron en el espacioso pabellón de Tisafernes. Antes de que la reunión llegara muy lejos, Menón y Clearco se dieron cuenta de su necedad: la rivalidad personal les había cegado no dejándoles ver las artimañas de Tisafernes.

No mucho después, a la misma señal, los del interior fueron hechos prisioneros y los de fuera abatidos a golpes. Después de esto, algunos jinetes bárbaros hicieron incursiones por la llanura y dieron muerte a todo griego que encontraban, esclavo o libre. Los griegos al ver la carrera de caballos desde el campamento estaban perplejos y no acertaban a entender qué hacían, hasta que llegó Nicarco de Arcadia huyendo, herido en el vientre y sosteniendo los intestinos con las manos. Explicó lo que había ocurrido. Seguidamente los griegos corrieron todos en busca de las armas, llenos de confusión y creyendo que de inmediato llegarían al campamento