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Las montañas de aquel paraje son tan agrestes y remotas —ocupadas, si acaso, por sólo unos pocos pastores trashumantes— que los estudiosos no han identificado el emplazamiento hasta fechas recientes: Teques es el moderno Deveboynu Tepe, y la identificación ha ayudado a encontrar en las cercanías los vestigios del propio túmulo levantado por Jenofonte y sus hombres. Las praderas que lo rodean se hallan aún sorprendentemente libres de las piedras que aparecen diseminadas por estas montañas: los hombres de Jenofonte emplearon todas las disponibles. Una larga pasión por la historia antigua me ha llevado a visitar un sinnúmero de yacimientos arqueológicos, pero la experiencia de hallar los restos del túmulo y colocarme, luego, sobre ellos me causó la máxima emoción histórica de mi vida. Un quebrantahuesos trazaba inmensas espirales sobre mi cabeza como para confirmar que aquél era realmente el sitio.

¡Thalatta, thalatta! El grito lanzado por los hombres de Jenofonte al ver el mar no fue el mismo cuyo eco ha resonado a menudo en la literatura de los siglos XIX y XX, en el cual el mar aparecía afectadamente saturado de erotismo, religión, patriotismo o nostalgia o de algún deseo subliminal de redención o pérdida. De la misma manera que, después de una tormenta, los marineros gritan: «¡Tierra!», así también el grito de los Diez Mil fue una exclamación de puro gozo —un gozo multiplicado miles de veces por los peligros a los que habían sobrevivido, la distancia que habían recorrido y la incertidumbre que habían superado, y sazonado por la perspectiva de encontrar pronto asentamientos griegos—. El poeta Louis MacNeice99 decía de Jenofonte que estaba «recubierto por un caparazón de parasangas» (la parasanga era la antigua unidad persa de longitud utilizada por Jenofonte en su libro, equivalente a algo más de cinco kilómetros), pero no lo lastraban imágenes freudianas o románticas del mar. La fuerza de la escena deriva de algo tan poco complicado como nuestra añoranza innata y humana del hogar. No es el único pasaje de la Anábasis en que Jenofonte alude a algo con carácter de arquetipo.

NIEVE Y MIEL LOCA

Cualquiera que haya visitado este lugar no puede dudar ni lo más mínimo de que los cirianos se sintieron conmovidos no sólo por la visión del mar, sino también por la propia belleza natural del lugar, donde uno siente la magnificencia de hallarse en la cima del mundo. Estas montañas reciben la denominación popular de Alpes Pónticos, y aunque son geológicamente más antiguos, más redondeados, que los advenedizos Alpes europeos, la comparación se ajusta a la belleza del paisaje y a su combinación de praderas altas, muy por encima de la cota superior del arbolado, y picos montañosos. Los griegos se hallaban en una buena plataforma herbosa a unos 2.500 metros de altitud. La plataforma es lo bastante amplia como para permitir que un gran número de hombres contemple desde ella el mar al mismo tiempo. Habían tenido suerte: el día en que yo estuve allí, todo cuanto pude ver fue un banco de niebla, característico de la región, a cientos de metros por debajo y que se extendía a lo lejos sobre el mar. Los días del año en que el mar es visible desde ese punto son pocos.

Mientras me encontraba allí, supe con absoluta claridad que la datación habitual del viaje de Jenofonte es errónea. Los estudiosos han fechado a principios de marzo, como muy tarde, el momento en que Jenofonte divisó el mar Negro. Yo estuve allí a mediados de octubre y, al seguir deliberadamente una de las rutas «panorámicas» de alta montaña que atraviesan la cordillera de Bayburt a Trabzon y recorrer pistas sin asfaltar, coincidí con la primera nevada invernal. Al regresar al día siguiente con un guía de habla turca para intentar localizar el túmulo, tuve la suerte de que las nubes del día anterior se habían retirado y, en aquella altitud, habían dado paso a un tiempo deslumbrante con algún que otro jirón de nieblas ligeras. El suelo estaba salpicado con la nieve del día anterior. La nieve iría en aumento seguidamente a lo largo de varios meses (hay una estación de esquí justo un par de picos más allá) y no desaparecería hasta junio, cuando también los barrancos se limpian de ella. Jenofonte no menciona la nieve; además, sus hombres levantaron un túmulo. Aceptando, incluso, cierto margen, la fecha más temprana en que estuvo allí se ha de situar a mediados o finales de mayo.

Otro factor apunta con seguridad a esa misma conclusión. Pocos días más tarde, mientras bajaban de la montaña a la costa con cautela y combatiendo, vivieron un suceso sorprendente narrado por Jenofonte:

Había allí muchas colmenas, y cuantos soldados comían miel perdían, todos ellos, la razón, vomitaban, les atacaba la diarrea y ninguno podía mantenerse en pie. Los que habían comido un poco parecían estar muy borrachos, los que habían comido mucho parecían enloquecidos, y algunos, incluso, parecían moribundos. Muchos yacían tendidos, como si se hubiese producido una derrota, y grande era el desaliento. Al día siguiente no murió ninguno, y, a la misma hora, aproximadamente, recobraron la razón. Al tercer y al cuarto día se levantaron como si hubiesen tomado un fármaco