3.

La medicina de la Grecia antigua tenía más vicios que virtudes. Los médicos que actuaban en el campo de batalla podían restañar heridas leves, pero eran impotentes ante lesiones importantes. El destino de quienes eran heridos gravemente se hallaba en manos de los dioses: algunos hombres sobrevivían a heridas terribles, aunque acabaran mutilados, pero era mucho más probable que se declarasen infecciones que garantizaban una muerte dolorosa y lenta o que el fallecimiento se produjera con rapidez a consecuencia de traumatismos o pérdida de sangre.

Las falanges cargaban una contra otra con la mayor rapidez posible sin perder el orden. Si una línea no daba media vuelta aterrorizada antes de establecer contacto, ambas chocaban a una velocidad conjunta de unos 15 kilómetros por hora, con un estrépito terrible de escudo contra escudo, de lanzas que perforaban escudos y armaduras, de espadas que resonaban al parar el golpe o quebrarse. Aquellos sonidos inhumanos crecían hasta el nivel de un estruendo aterrador debido a los gruñidos y gritos de hombres que realizaban un esfuerzo agotador, y que no tardaría en aumentar con los alaridos lanzados por los heridos. El mero ímpetu de una de las falanges bastaba muy a menudo para destruir la formación de la otra más o menos de inmediato; de no ser así, las dos falanges podían apelotonarse provocando apreturas sofocantes a medida que las filas de la retaguardia embestían introduciéndose en las de vanguardia.

El hoplita individual, aislado dentro de su casco metálico (si es que lo llevaba), era presa de un miedo atroz. Si se hallaba en las filas centrales, podía suceder que su conocimiento de lo que estaba ocurriendo le llegara únicamente por el desplazamiento de los cuerpos que le rodeaban, ¿Cómo interpretar aquellos movimientos? ¿Significaban que su bando vencía o que estaba a punto de ser desbordado? Si el pánico contagiaba aunque sólo fuera a unos pocos hombres, la posible victoria podía convertirse en derrota. El terror del impacto inminente era tal que, según se reconocía de manera universal, los mejores luchadores debían apostarse no sólo en la primera fila, donde les correspondía colocarse por razones obvias, sino también en la última, donde podían espolear a quienes se hallaban en las centrales y mostraban signos de reticencia a enfrentarse al enemigo —y desde donde podían dar media vuelta para plantar cara a cualquier acometida derivada de un movimiento envolvente del adversario.

El comandante de la compañía ocupaba habitualmente la posición expuesta del extremo derecho de la fila frontal. Hasta el siglo IV hubo pocos generales profesionales y ningún oficial de pleno empleo. Los hombres eran promocionados a puestos de responsabilidad al comienzo de una campaña en función de su experiencia y se esperaba que capitanearan a los soldados desde la primera línea: ellos y sus acompañantes, a quienes consideraban como los mejores combatientes, solían ocupar las filas de vanguardia y retaguardia. Los generales y demás oficiales participaban directamente en el combate y no se limitaban a gestionarlo, lo cual tenía consecuencias importantes para la moral de sus tropas. Una de las principales razones de que los hombres de Alejandro Magno le demostraran una devoción tan absoluta era que habían sido testigos de su heroísmo personal en el campo de batalla.

El hoplita de las dos o tres filas delanteras no estaba menos expuesto al miedo. Podía ver mejor que quienes se hallaban a sus espaldas —pero lo que veía era otra temible falange cuyos miembros estaban resueltos a intentar matarlo—. Iba a tener que recabar toda su bravura y cargar contra esa otra falange, a pesar de su aparente impenetrabilidad. A veces, un silencio terrible atenazaba a los soldados al observar a los enemigos frente a ellos —silencio que, en un momento, podía difundirse y minar la seguridad—. El peán, una especie de letanía entonada justo antes de la carga, distraía de aquel miedo helador. Otro remedio era el alcohol: todos los ejércitos transportaban provisiones de vino o lo saqueaban durante sus marchas, y era probable que, antes del combate, los oficiales proporcionaran a sus hombres vino rebajado con agua, al estilo griego. El sacrificio ofrecido antes de la batalla —el derramamiento religioso de sangre, que prefiguraba la atroz sangría que iba a producirse— podía prometer la victoria, pero todo ello contribuía escasamente a aliviar los temores del hoplita.

Las tácticas de combate hoplíticas inspiraban a los griegos su concepción del valor: según dice el general ateniense Laques4 en el diálogo platónico que lleva su nombre, el hombre valiente es el que se mantiene firme en el combate. A pesar de que el Sócrates de Platón juzgaba esa idea lamentablemente inadecuada como definición del valor, se hallaba tan arraigada en el pensamiento griego que combatir a distancia (con honda o arco o, incluso, con una jabalina) se consideraba una cobardía. Eurípides, a quien le encantaban las paradojas, hizo incluso que uno de sus personajes se burlara de Heracles, el héroe arquetípico, por esos motivos:

Jamás abrazó escudo con su mano izquierda

ni se arrimó a las lanzas;

sosteniendo su arco —el arma de los cobardes— siempre estuvo presto a huir.

La prueba del valor de un hombre no es el arco,

sino mantenerse a pie firme y sostener la mirada

frente a una puntiaguda mies de lanzas, firme en su puesto