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Las dos normas del abuelo Rafael

—¿Cuánto pesa un copo de nieve? —preguntó un maestro a su discípulo.

—Nada —contestó el joven.

—Entonces déjame que te explique la siguiente historia. Un día me senté aquí mismo y me puse a contemplar el árbol que tenemos al lado. En ese momento, empezó a nevar. No nevaba mucho, no te creas: era una nevada suave, como en un sueño, sin ningún ruido ni violencia.

El joven estaba absorto pues las parábolas de su maestro siempre contenían importantes enseñanzas. El anciano prosiguió:

—Como no tenía nada que hacer, me puse a contar los copos que caían sobre una de esas ramas. El número exacto fue 32.346. Cuando el copo 32.347 se posó sobre los demás, la rama se rompió. Y fíjate que cada copo no pesaba «nada», como tú dices.

En este capítulo, vamos a estudiar dos reglas antiguas pero esenciales que nos permitirán conseguir nuestros propósitos en la vida e, incluso, ponerle algo de orden a nuestra cabeza. Aprenderemos a seguir una dirección concreta porque mantener el rumbo, paso a paso, es lo que nos permite recorrer largas distancias.

Mi abuelo se llamaba Rafael Lorite y era un hombre de otra época. En concreto, de cuando la Guerra Civil española. Luchó en el bando republicano y fue encarcelado durante cuatro largos años en la prisión central de Lleida.

Él sobrevivió, pero muchos de sus compañeros murieron entre las rejas de aquel sórdido presidio. El hambre y la tuberculosis hicieron estragos.

Un buen día, apareció por la cárcel un joven funcionario. Alto, apuesto, vestido con un impoluto traje militar con galones en las hombreras. Llevaba la gorra ladeada como estilaban los galanes de la época y se paseaba seguro de sí mismo por el pasillo de la galería superior. Mi abuelo Rafael, enfermo de una incipiente tuberculosis, estaba sentado en el suelo del patio central, en la planta baja, y alzó la vista para mirar a aquel fascista arrogante que reía ufano en las alturas. El militar miraba hacia abajo desdeñoso, con expresión de satisfacción.

Mi abuelo se dirigió al compañero que tenía al lado y le dijo agriamente:

—Ese bastardo debe ser de misa diaria. Nosotros muriéndonos y él todavía se creerá un buen cristiano.

—¡Así se caiga y se rompa el cuello! —añadió el otro convicto antes de meter la cabeza entre las solapas de su roída chaqueta. Aquella mañana de invierno hacía un frío tremendo.

El abuelo Rafael tenía la mirada clavada en esa figura uniformada cuando, de repente, éste también hizo contacto visual. Por alguna estúpida razón, Rafael le aguantó un instante la mirada en actitud desafiante. Todo pasó muy rápido: el militar dio unos pasos decididos hacia la barandilla, sacó la cabeza y señaló a mi abuelo con el dedo, con un fiero gesto.

A Rafael se le heló la sangre en el cuerpo. «Dios, sólo me faltaba esto; ¡que éste la tome conmigo!», y agachó la cabeza inmediatamente. Pasó un segundo que no se acababa nunca, un instante eterno en el que se hizo el silencio en la mente de mi abuelo. Un silencio que rompió violentamente la voz del militar:

—¿Eres tú, Rafita? —dijo gritando desde la galería superior.

El pobre recluso levantó la cara y aguzó la vista. No lo distinguía. ¿Quién era el fascista de la gorra ladeada? ¿Acaso lo conocía? El militar bajó precipitadamente las escaleras de hierro que daban al patio y en un suspiro se plantó delante del cuerpo curvado de mi abuelo.

—¡Rafa, coño! ¿Es que no me conoces? Soy Pablo, joder, ¡Pablito! —Y lo levantó de las axilas para darle un abrazo justo igual al que se dieron la última vez que se vieron, en la estación de tren de Córdoba, cinco años atrás.

Mi abuelo dejó caer unas lágrimas larguísimas que se derramaron en el suelo y, de repente, rompió a llorar como un niño. No podía parar. Resultó que aquel flamante teniente del ejército nacional, de visita casual a la prisión, era uno de los mejores amigos de su infancia. Prácticamente, un hermano.

Después de tanto sufrimiento, ver esa cara amiga, sentir el abrazo de alguien del pasado feliz, le rompió la armadura de hierro que se había puesto para sobrevivir allí dentro. Me contó mi abuelo que estuvo llorando durante toda una hora seguida. Y ése fue el último día que el recluso pasó en la cárcel.

Así eran las cosas en aquellos días. Un golpe de la fortuna podía liberarte o condenarte. Mi abuelo salió aquella misma noche y se quedó a vivir allí, en la ciudad donde había pasado cuatro años recluido. No tenía absolutamente nada, ni siquiera un amigo o un familiar. Sin dinero ni hogar, empezó a buscar empleo al día siguiente y enseguida encontró un puesto de ayudante de zapatero remendón.

Evidentemente, yo conocí a mi abuelo muchos años después, pero me lo imagino perfectamente a sus 20 años de edad. Era un tipo con una gran personalidad, que se había hecho a sí mismo, culto por formación autodidacta y muy resuelto y elegante. Nunca nos habló amargamente de la Guerra Civil ni de los años en prisión. Siempre recordaba las anécdotas positivas. Aceptó las condiciones de vida en una España que no era la suya y miró hacia delante. Llegó a ser un hombre muy respetado en Lleida.

Y mi abuelo entra aquí, en este capítulo, porque vamos a estudiar dos de sus frases favoritas. Dos conceptos que la gente de su época tenía siempre en mente y que precisamente le ayudaron a ser fuerte frente a la adversidad y aprovechar bien los años de bonanza. Dos ideas que pueden estar pasadas de moda, pero que es importante recuperar:

  1. Lo que empiezo, lo acabo.
  2. Lo que he dicho que haría, lo haré.

ATRAVESAR LAS EMOCIONES

En capítulos anteriores, hemos aprendido a modificar nuestras emociones a través de nuestros pensamientos. Así, con un poco de práctica, todos podemos volvernos más racionales, fuertes y felices, pero ¡cómo no!, habrá momentos de locura transitoria; siempre los hay porque el ser humano es falible por naturaleza. En esos momentos, exageraremos los problemas hasta parecer que estamos al borde de un abismo imaginario, que la situación es insostenible: ¡el barco se hunde!

Y en algunos de esos momentos no conseguiremos moderarnos, por mucho ejercicio racional que realicemos. ¿Qué hacer entonces? Atenerse a las dos normas del abuelo Rafael para traspasar las emociones exageradas que nos invadirán.

Lo importante en estos casos es «evitar evitar». No dar marcha atrás, no recular. Porque, como ya hemos visto en otros capítulos, la evitación desencadena un fenómeno de aumento del malestar, de crecimiento de las «neuras» espectacular.

Cada vez que —por miedo o vergüenza, por tristeza o ira— rompemos un compromiso personal, estamos echando leña a la hoguera de nuestra neurosis, nos estamos haciendo más débiles. En concreto, cada vez que damos marcha atrás a causa de las emociones negativas:

a) Aumentamos nuestra sensibilidad al miedo, la vergüenza o la pereza (y puede llegar a extremos extraordinarios).

b) Nos invade una intensa confusión: ¿qué es lo que quiero?; ¿hacia dónde deseo dirigirme?

c) Nos entra la sensación de que la vida es poco interesante.

Cumplir con las dos normas del abuelo Rafael es importante para evitar los efectos mencionados —sobre todo el aumento del miedo y la confusión vital—. Y, por el contrario, si nos acostumbramos a cumplir con nuestros compromisos, sobre todo con los personales, nos convertimos en personas maduras que consiguen fácilmente lo que se proponen y sus emociones negativas son suaves, razonables y útiles.

LA METÁFORA DE LA PATALETA EN EL SUPERMERCADO

A mis pacientes aquejados de esa falta de compromiso personal —siempre a causa de las emociones negativas— les explico la siguiente metáfora.

Lo que te sucede es parecido a lo que sucede con algunos niños pequeños maleducados: arman unas pataletas increíbles siempre que desean conseguir algo. Por ejemplo, quieren que su mami les compre chuches y llorarán y patalearán hasta conseguirlos. Muchas veces, han venido esos padres a pedirme consejo y los he visto en muy malas condiciones.

En una ocasión, una madre me confesó que su hija la obligaba a pasar toda la tarde en el parque hasta el anochecer. En verano, se trataba de cinco o seis horas. ¡No podía ni ir a hacer la compra! Si hacía un amago de regresar a casa, la niña se ponía furibunda. Otro padre me contó que alimentaba a su hijo sólo con yogures. Sabía que se trataba de una dieta nociva, pero ¡no podía contradecir a su pequeño monstruo de 6 años!

Tras esta introducción, les suelo preguntar a mis pacientes:

—¿Qué harías tú con una madre que no puede dejar de comprarle chuches a su niña a causa de las pataletas?

—Está claro: no se los daría. Le enseñaría a dejar de tener rabietas. Le comunicaría que no voy a acceder a ningún chantaje más —me suelen responder.

Y, efectivamente, eso es lo que hay que hacer con los niños maleducados. Y es maravilloso ver cómo cambian, en pocas semanas, con un poco de autoridad tranquila, pero perseverante y coherente.

Pues lo mismo tenemos que hacer cuando las emociones negativas quieren impedir que sigamos las dos normas del abuelo Rafael: hacer caso omiso de esas emociones y no atender a sus chantajes. Si cedemos al berrinche, acabaremos por ser rehenes de nuestros propios miedos, que cada vez patalearán más y más.

He conocido a muchas personas con un nivel de ansiedad exageradísimo, muy miedosas, porque durante muchos años dejaron que sus emociones negativas tomaran el mando de su vida. Cada vez que se proponían un objetivo interesante, sus miedos les atenazaban con ansiedad y con mensajes descorazonadores. Enseguida se daban por vencidas y renunciaban. En su inicio, esas emociones no eran demasiado intensas, pero fueron paulatinamente en aumento, como las escenitas de un niño malcriado.

CIERTO NIVEL DE ANSIEDAD ES NORMAL

La ansiedad, los nervios, la tristeza, las dudas, la vergüenza, la pereza… son en gran medida emociones inevitables. En numerosas ocasiones de nuestra vida no las podremos dejar de tener. Pero, atentos; la persona madura se las permite y se aprovecha de ellas para aprender cosas prácticas de su vida.

Existe una expresión en lengua japonesa, arugamama, que significa «armonizarse con la naturaleza». Proviene de la antigua sabiduría zen. Arugamama es entender que en invierno hace frío y en verano, calor. Que los terremotos son fuerzas que nos superan y que más vale aprender a vivir con ellos y desarrollar una arquitectura de casas de papel.

Los monjes budistas de todos los tiempos aprendieron que las emociones negativas son parte de la naturaleza humana. Son como el calor en verano y el frío en invierno. Pero la ilusión contraria, la fantasía de que podemos erradicarlas, es lo que provoca una gran parte de las neurosis y el sufrimiento humano.

La psicología cognitiva —que hemos estudiado— reduce las emociones negativas exageradas a través del pensamiento. Pero no puede eliminarlas del todo, como quisieran algunos pacientes neuróticos. Una parte del miedo o la tristeza hay que aceptarla mientras seguimos trabajando en pos de nuestros objetivos vitales.

En psicología, la corriente terapéutica que se encarga de la educación de las emociones a través de su traspaso —de atravesarlas— se llama Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT en sus siglas en inglés) y es una de las más antiguas y modernas que existen. Antigua porque enraíza en el concepto zen de arugamama y moderna, porque ha sido desarrollada y ampliada en los últimos años.

En mi consulta alternamos la terapia cognitiva con la terapia ACT dependiendo de los diferentes momentos y trastornos. Estas dos formas de trabajo pueden parecer antitéticas, pero en realidad son perfectamente complementarias.

SI LO RECHAZAS, LO TIENES MÁS

En el mundo de las emociones negativas, existe otra máxima, que dice: «Si lo rechazas, lo tienes más».

Es como escupir al cielo, intentar pegarle una paliza al oleaje del mar, darle un puñetazo a un espejo. Así es la naturaleza de nuestras emociones negativas.

Existe un ejercicio que se suele emplear en cursos de psicología para ilustrar este fenómeno rebote de los procesos mentales. Y consiste en lo siguiente: «Te voy a pedir ahora mismo que no pienses en un limón. Por favor, NO pienses en un limón grande y amarillo».

El resultado es que nadie puede sacárselo de la mente. No se puede evitar pensar en algo de forma activa. Si lo pruebas, se producirá el efecto contrario. Eso mismo sucede con las emociones negativas: los nervios, la vergüenza, la tristeza y demás.

Es lo que los psicólogos llamamos «la trampa de la evitación». Se trata de algo parecido a lo que le sucede a una persona que está aprendiendo a esquiar. Si en los primeros días tiene un accidente bajando por una pendiente y, tras el susto, se va a casa a recuperarse… Más vale que al día siguiente, sin falta, vuelva a intentarlo. ¡Por la misma pendiente si es posible!

Cualquier profesor de esquí sabe que si esa persona evita el esquí durante unos días o semanas, es muy posible que le coja miedo para el resto de su vida porque, dentro de su mente, está construyendo un fantasma.

Con los trastornos paroxísticos de la ansiedad —los ataques de pánico—, lo vemos de forma meridiana: las personas intentan evitar la experiencia de malestar que les ha producido el primer episodio y ¡ahí se inicia el verdadero problema! Con la evitación, la ansiedad crecerá hasta convertirse en una potente neurosis.

CONTINUAR CON LOS PLANES

Yo estoy convencido de que para madurar hay que aprender cierta cantidad de arugamama, hay que aprender a tolerar las emociones negativas mientras cumplimos con nuestros compromisos. Esto hará que:

a) Las emociones negativas disminuyan en intensidad.

b) Nos dirijamos hacia donde queremos ir en cada momento.

c) Aprendamos infinidad de habilidades nuevas.

Siguiendo con la metáfora de la pataleta en el supermercado, les suelo preguntar a los pacientes:

—Entonces ¿qué le aconsejarías a esa madre con su hijo maleducado?

—Pues eso. ¡Que no les den las chuches de ninguna manera! —me responden.

—¿Y la madre qué tiene que hacer mientras el niño patalea? —pregunto.

—Pues comprar; hacer lo que había ido a hacer.

Y eso es exactamente lo que tenemos que hacer para adquirir arugamama:

a) No prestar atención a las emociones negativas: ignorarlas.

b) Proseguir con los planes como si nada sucediese.

En poco tiempo, el niño se convertirá en una personita dulce, sosegada y cariñosa; y dejará de ser un caprichoso y neurótico dictador.

Muchas veces, los pacientes replican:

—Pero, Rafael, sólo con oírte, ya me invade la ansiedad.

—Muy bien, pues métete esa emoción en el bolsillo y dirígete hacia donde te has comprometido a ir.

LA TÉCNICA DEL ROBOT

Las emociones negativas tienen una morbosa cualidad y es que producen pensamientos asociados que abogan por que abandonemos los compromisos que nos atemorizan: «Es un error», «no podrás conseguirlo», «vas a sufrir demasiado», «en realidad, prefieres hacer otra cosa», «tu familia lo pasará mal»… Todos esos pensamientos son material de desecho que aparece en nuestra mente sólo para empujarnos a retirarnos. No son razones válidas.

La persona madura aprende a decirles a todos esos pensamientos:

—Sea un error o no lo sea… vaya a sufrir o no… voy a cumplir con mis compromisos, porque tengo que educar mi mente y ésta es la única forma de hacerlo. A partir de ahora, voy a acabar lo que he empezado y a hacer lo que dije que haría, pase lo que pase.

En esos momentos delicados en los que nuestra mente nos azota con emociones negativas es bueno emplear la técnica del robot. Esto es, actuar sin pensar. Incluso, ponerse la radio para escuchar otras voces diferentes a la nuestra. En los momentos malos, cualquier cosa que produzca la mente serán «materiales de desecho» sin sentido.

Muchas veces los pacientes me preguntan:

—Rafael, tú dices que hay que seguir con los planes previstos a pesar de las emociones negativas. Pero ¿y si no hay nada concreto que hacer? ¿Y si, por ejemplo, me golpea el temor por la noche y no me deja dormir?

—Entonces, levántate y ponte a hacer algo útil. Es la mejor forma de decirle a tu «niñato interior» que no le vas a prestar atención y que vas a aprovechar el tiempo.

LA BRÚJULA INTERIOR

En ocasiones vienen a verme personas con una gran confusión interior. No saben qué hacer con sus vidas, adónde dirigirse. Yo les respondo que tengo en mi despacho una brújula que me informa de eso y que se la puedo prestar. Entonces, saco de un cajón el puño cerrado, lo abro y les digo:

—¡Ahí está mi brújula imaginaria! Es mágica y ahora mismo nos va a indicar hacia dónde quieres ir. ¿Increíble, verdad?

Los pacientes me miran divertidos y escépticos porque, ¿cómo va a saber el terapeuta cuál es el próximo objetivo de sus vidas? Y prosigo así:

—Mira, esta brújula funciona así: el punto al que dirigirte es… ¡Exactamente hacia lo que te dé más miedo! De todas las opciones que se te ocurren, dirígete hacia la que te causa más temor. ¡Ahí lo tienes!

Nunca falla. Los objetivos que nos atemorizan son aquellos que nos motivan más, pero no los emprendemos porque evitamos enfrentarnos a las emociones negativas. Si no deseásemos dirigirnos hacia allí, no nos asustarían porque simplemente los apartaríamos de nuestra mente. Por ejemplo, a mí no me asusta hacer puenting, no es un temor en mi vida, porque no pienso hacerlo jamás. Sólo me asustan los proyectos que me atraen y que deseo emprender.

Por lo tanto, la flecha hacia la que apunta la brújula de mis objetivos coincide con mis mayores miedos. Hacia allí me tengo que dirigir.

LA METÁFORA DE LOS PASAJEROS

Durante la mayor parte de este libro, hemos argumentado en contra de las exigencias exageradas. Hemos visto que exigirse es la mejor forma de añadir tensión gratuita a nuestra vida. Pero también es cierto que una vez se decide ir hacia una meta, hay que mantener el timón en esa dirección.

Aunque estos dos conceptos puedan parecer contradictorios, no lo son en realidad: podemos escoger, en casi todo momento, nuestros objetivos y metas, pero una vez tomamos una determinación, es muy conveniente mantenernos fieles a ella.

En la terapia ACT, se suele explicar «la metáfora de los pasajeros» para ilustrar cómo, una vez se decide hacia dónde ir, a las personas nos conviene hacer caso omiso de las emociones negativas que nos argumentarán en contra de nuestra determinación. La tristeza, el miedo, la vergüenza, las dudas… aparecerán y la persona madura simplemente las tolerará —las meterá en el bolsillo— para proseguir su camino.

La metáfora de los pasajeros dice así:

Un joven barcelonés decidió en una ocasión que se iba a trasladar a Sevilla. Pensó que sería fantástico vivir durante un tiempo en la ciudad del flamenco, así que empacó todas sus cosas y partió hacia allí en su coche. Cuando llevaba buena parte del trayecto recorrido, digamos que a los 200 kilómetros, oyó algunas voces en la parte de atrás. Extrañado, miró por el retrovisor y vio que se habían colado unos polizones. Eran adolescentes con despeinadas melenas. Chillaban bastante. Uno de ellos decía:

—¡¡Adónde vas!! ¡Pero si tú no puedes vivir solo en Sevilla! ¡Vuélvete inmediatamente!

Otro pasajero gritaba con una ensordecedora voz de pito:

—¡Quiero volver! ¡Quiero volver! ¡Ahora mismo! ¡Si no das media vuelta, voy a chillar más y más!

Y, por último, un tercero:

—¡Qué triste estoy! Voy a echar de menos a todo el mundo: a tus padres, a tu hermana… ¡Qué triste estoy! Por favor, regresa a Barcelona.

Al cuarto de hora de soportar tal letanía, nuestro hombre detuvo el coche y se puso a parlamentar con esos chicos.

—Por favor, callad un momento. Nada de eso es cierto. ¡Claro que puedo vivir en Sevilla! Y, por supuesto, podré ver a mi familia a menudo: no pasa nada. Y tú, el de la voz de pito, por favor, baja la voz que me estás estresando.

Los chicos, en vez de razonar, se pusieron a chillar y llorar con más fuerza y nuestro conductor, muy alterado, decidió volver a Barcelona. ¡Así no podía conducir!

Al cabo de unos meses, sentado delante del televisor, nuestro hombre vio que daban un documental sobre Sevilla. Enseguida, pensó: «Cómo me gustaría vivir en Sevilla. Realmente, no sé por qué anulé mi viaje en aquella ocasión. Pero, esta vez, nadie me detendrá».

Y dicho y hecho, partió de nuevo hacia la capital del sur. Pero esta vez, a sólo 50 kilómetros de trayecto, volvió a oír voces en el asiento de atrás. Miró por el espejo interior y vio a los pasajeros de antaño. Pero entonces, ¡eran adultos! ¡Habían crecido! Y llevaban cazadoras de cuero, tatuajes y feroces cicatrices en la cara. Ahora bramaban:

—¡Párate inmediatamente, pedazo de inútil! ¡Te prohíbo que vayas a Sevilla! ¡Jamás podrás vivir solo en otra ciudad!

Y:

—¡Me muero de tristeza! ¡No puedo soportarlo! ¡Esto es el fin!

Una vez más, el conductor intentó parlamentar con los pasajeros, pero, como había sucedido antes, éstos hacían caso omiso a los razonamientos. Esta vez se mostraban mucho más agresivos y ruidosos. Enseguida decidió volver.

Al cabo de unos años, nuestro conductor se hallaba todavía viviendo en Barcelona, triste, siempre suspirando por Sevilla, y confundido. Se preguntaba: «¿Por qué tengo unos pasajeros tan violentos e ilógicos?».

La moraleja de esta metáfora es que las personas, frecuentemente, nos hacemos rehenes de nuestras propias emociones negativas. Los pasajeros de nuestro coche son la tristeza, las dudas, los nervios y la vergüenza. Si una vez tomada una decisión, nos echamos atrás por culpa de esas emociones, como un niño malcriado, éstas van a fortalecerse. Y, ante la siguiente meta, chillarán más fuerte.

Sin embargo, un viajero experimentado —una persona madura— deja que los pasajeros la armen y no cambia un ápice su trayectoria. Sabe que poco a poco se irán calmando, se irán empequeñeciendo hasta prácticamente desaparecer.

La sabiduría de arugamama nos enseña a no detenernos siquiera para parlamentar con las emociones negativas: eso sólo incrementaría su fuerza e irracionalidad.

Repito: nosotros hemos aprendido en este libro a transformar las emociones mediante el diálogo racional. Y ésta es nuestra principal herramienta. Pero si las emociones se niegan a escucharnos, lo mejor es actuar como el conductor avezado: seguir nuestro camino sin mirar atrás. Tan sólo dos razones nos bastan: «Lo que empiezo, lo acabo» y «Lo que he dicho que haría, lo haré», las dos normas del abuelo Rafael.

En este capítulo hemos aprendido que:

  • Cuando las emociones están desbordadas y no atienden a razones, es mejor atravesarlas. Esto significa «metérselas en el bolsillo» para dirigirse hacia donde hemos decidido ir.
  • Para tener una mente clara, haremos bien en cumplir dos normas de vida básicas: «Lo que empiezo, lo acabo» y «Lo que he dicho que haría, lo haré».
  • Si estamos desorientados acerca de nuestras metas futuras, podemos escoger el camino que más miedo nos suscita. Nuestros grandes temores esconden también nuestros mayores deseos.